Capítulo 4

Los recuerdos de mi vida se han convertido en joyas para mí; los extraigo de las profundidades acuosas del pasado cuando suena la hora de contemplarlos y he encontrado para escribirlos una mano que me muestra docilidad.

Entonces, cuando las palabras se suceden y yo las escucho como el relato de un narrador, tengo la impresión de que resbalan entre mis dedos acariciadores como en un juego de rutilantes alhajas y el pasado se transforma en presente para mí.

Todas centellean para mí, tanto las mates como las resplandecientes, las oscuras y las claras; puedo contemplarlas con espíritu sonriente; no en vano estoy para siempre «separado del cadáver y la espada».

No obstante, entre ellas se encuentra la piedra preciosa sobre la cual sólo ejerzo un trémulo poder.

Con ella no puedo jugar como con las otras; de ella emana la fuerza dulce y cautivadora de la Madre Tierra, dirigida hacia mi corazón.

Es como la piedra preciosa alexandrita, que refulge con un resplandor verde oscuro durante el día y se enciende, súbitamente roja, cuando uno mira con fijeza sus profundidades en la noche silenciosa.

La llevo encima como gotas de sangre cristalizadas, dominado siempre por la inquietud de que vuelvan a licuarse y me abrasen, si las caliento demasiado rato en mi pecho.

Por eso he encerrado el recuerdo de aquel espacio de tiempo, que para mí se llama Ofelia y significa una breve primavera y un largo otoño, en una especie de bola de cristal donde también vive el muchacho, medio niño y medio adolescente, que una vez fui yo.

Me veo a mí mismo a través de la pared de cristal; pero es como una imagen en una cámara oscura… ya no puede atraerme con su hechizo.

Y así, mientras tengo ante mí esta imagen que tras el cristal se despierta, transforma y apaga, quiero describirla como un informador imparcial.

Todas las ventanas de la ciudad están abiertas, las repisas rebosan de rojos geranios en flor; un adorno primaveral de velas blancas, vivas y fragantes florece en los castaños que bordean la orilla del río.

El aire es tibio e inmóvil bajo el cielo sin nubes de un tono azul pálido. Las mariposas polícromas, y las cleopatra, amarillas, revolotean sobre los prados como si un leve viento jugara con mil trocitos multicolores de papel de seda.

En las claras noches de luna brillan los ojos de los gatos maulladores que se mantienen al acecho y gritan sus penas de amor desde los tejados refulgentes de plata.

Estoy sentado en la barandilla de la escalera y aguzo el oído hacia la ventana abierta del tercer piso, donde, detrás de unos visillos que me tapan la vista de la habitación, dos voces, una profunda, patética, masculina, que detesto, y la suave y tímida de una muchacha, sostienen un diálogo singular y para mí incomprensible:

—Ser o no ser, ésta es la cuestión. ¡Oh, ninfa, incluye en tu oración a todos mis pecados!

—Príncipe mío, ¿cómo estáis después de tantos días? —murmura la voz tímida.

—¡Vete a un convento, Ofelia!

Espero con gran tensión lo que sigue, pero de repente la voz masculina, sin que yo pueda saber el motivo y como si el orador se hubiera transformado en un mecanismo de relojería cuyo muelle emitiera un zumbido, inicia un parloteo incontenible del que sólo puedo pescar algunas frases sin sentido:

—¿Por qué quieres traer hijos al mundo? Yo mismo soy medianamente virtuoso; si te casas, te daré como guía esta maldición: sé casta como el hielo y pura como la nieve o toma por marido a un loco, y esto lo antes posible, ¡adiós!

A lo cual la voz tímida de la muchacha contesta:

—¡Oh, aquí se ha ahuyentado a un espíritu noble! Fuerzas celestiales, traedle de nuevo.

Entonces callan las dos y oigo una ligera palmada.

Al cabo de media hora de total silencio, durante el cual sale por la ventana el olor de un asado grasiento, alguien lanza por entre los visillos una colilla de cigarro mordisqueada y todavía encendida que rebota, despidiendo chispas, contra la pared de nuestra casa y va a caer sobre el empedrado del pasaje.

Sigo sentado, mirando fijamente la ventana, hasta bien entrado el atardecer.

Cada vez que se mueven las cortinas, el corazón me palpita con gozoso sobresalto: ¿se asomará Ofelia a la ventana? Y si lo hace, ¿debo salir de mi escondite?

He cogido una rosa roja. ¿Me atreveré a lanzársela? ¡Pero al menos tendría que decir algo! ¿Qué?

No se me ocurre nada.

La rosa empieza a marchitarse en mi mano caliente, y al otro lado continúa todo como muerto. Sólo el olor de café quemado ha sustituido al del grasiento asado…

Por fin: unas manos femeninas apartan los visillos. Por un instante todo me da vueltas y luego aprieto los dientes y lanzo con decisión la rosa hacia la ventana abierta. Una ligera exclamación de sorpresa y… la señora Aglaja Muts-chelknaus aparece en el marco.

No puedo ocultarme tan de prisa; ya me ha descubierto.

Palidezco, ¡porque ahora todo ha trascendido!

Sin embargo, el destino dispone otra cosa. La señora Mutschelknaus levanta dulcemente las comisuras de los labios, se coloca la rosa en el pecho como sobre un pedestal y baja, confusa, los párpados; luego, cuando los abre de nuevo, emocionada, y ve que sólo se trata de mí, tuerce un poco el gesto, pero me lo agradece con una inclinación de cabeza y me enseña en su amabilidad un colmillo.

Tengo la impresión de que me ha sonreído una calavera; ¡no obstante, estoy contento! Si hubiera adivinado a quien iba dirigida la flor, ¡todo se habría perdido! Una hora después me alegro incluso de que todo se haya desarrollado así. En lo sucesivo puedo atreverme con tranquilidad a dejar para Ofelia todas las mañanas un ramillete entero en la repisa de la ventana; su madre creerá que es para ella.

¡Quizá pensará que las flores provienen de mi padre adoptivo, el barón Jocher!

Sí, sí, la vida le hace a uno inteligente.

Por un momento tengo un sabor repugnante en la boca, como si la insidiosa idea me hubiera envenenado, pero se pasa casi en seguida y me pregunto si no sería más conveniente ir sin pérdida de tiempo al cementerio a robar más rosas. Después va gente a rezar ante las tumbas y por la noche la verja está cerrada.

* * *

Abajo, en la Hilera de Panaderos, encuentro al actor París, que enfila el pasaje con rechinantes botas.

Sabe quién soy, se lo noto en la cara.

Es un caballero grueso, viejo y bien afeitado, con mofletes y nariz colorada que le tiemblan a cada paso.

Lleva un birrete, una aguja de corbata con una corona de laurel plateada en la corbata, y sobre la panza, una cadena de reloj trenzada con cabellos rubios de mujer. Su levita y su chaleco son de terciopelo marrón; sus pantalones, de un verde botella, envuelven como fundas sus piernas delgadas, y son tan largos que abajo se le arrugan como un acordeón.

¿Y si adivina que voy al cementerio? ¿Y para qué quiero robar rosas allí? ¿Y para quién? ¡Claro que no: yo soy el único en saberlo! Le miro a la cara con insolencia y le niego ostensiblemente el saludo, pero el corazón se me para cuando advierto que me mira con fijeza bajo los párpados entornados, casi como si me escudriñara; se detiene, chupa el cigarro con expresión pensativa y por último cierra los ojos como si acabara de ocurrírsele una idea singular.

Le paso de largo lo más aprisa posible y entonces le oigo carraspear a mis espaldas con mucho ruido y de modo muy poco natural, como si estuviera a punto de declamar una parrafada: «¡Ejem… mm… ejem…!».

Me sobrecoge un miedo glacial y empiezo a correr; no puedo evitarlo, tengo que correr, aunque mi intuición me avisa: ¡No lo hagas, te delatas a ti mismo!

* * *

Al alba he apagado los faroles y vuelto a sentarme en la barandilla, aunque sé que pasarán horas antes de que Ofelia venga a abrir las ventanas. Sin embargo, temo quedarme dormido si me acuesto de nuevo en la cama en vez de esperar.

Le he colocado tres rosas blancas sobre la repisa, y estaba tan emocionado que casi me he caído al pasaje.

Ahora juego con la idea de que yazgo abajo con los miembros destrozados, me suben a la habitación, Ofelia se entera, adivina la causa, acude a la cabecera de mi lecho de enfermo y me besa llena de emoción y de amor.

Así me entrego a un juego infantil y sentimental; después me avergüenzo y me ruborizo interiormente de ser tan necio; pero la idea de sufrir a causa de Ofelia me resulta tan dulce…

Desecho con violencia la imagen: Ofelia tiene diecinueve años y es una señorita y yo sólo tengo diecisiete, aunque soy un poco más alto que ella. Sólo me besaría como se besa a un niño que se ha hecho daño. Y yo quiero ser todo un hombre, y como tal no puedo yacer indefenso en la cama y dejarme cuidar por ella. ¡Sería infantil y afeminado!

Por eso tejo otra fantasía: es de noche, la ciudad duerme, un resplandor de fuego ilumina mi ventana, un grito resuena de pronto por las calles: ¡la casa vecina arde en llamas! Ya no es posible salvar a nadie, pues las vigas encendidas se derrumban y obstruyen la Hilera de Panaderos.

Arriba, los visillos de la habitación están en llamas, pero yo salto desde la ventana de nuestro descansillo y salvo a mi amante desvanecida, que yace en camisón en el suelo, medio asfixiada, como muerta, entre las ascuas y el humo.

El corazón está a punto de estallarme de emoción y alegría; siento sus brazos desnudos en torno a mi cuello, mientras la llevo desmayada en mis brazos, y la frialdad de sus labios cuando los cubro de besos. Tal es el realismo con que lo imagino todo.

La imagen surge una y otra vez en mi sangre, como si todos sus dulces y enloquecedores detalles circulasen por ella y ya no pudieran abandonarla jamás. Me alegro, porque sé que la impresión es tan profunda, que esta noche soñaré viva y realmente con ella. ¡Pero cuántas horas faltan todavía!

Me asomo a la ventana y escudriño el cielo: no quiere llegar el amanecer. Todo un largo día me separa aún de la noche. ¡Casi me da miedo que la mañana tenga que venir antes que la noche, porque puede destruir todas mis esperanzas! Las rosas pueden caerse cuando Ofelia abra la ventana, y en este caso no las vería. O bien las ve y las coge… ¿Qué ocurrirá entonces? ¿Tendré el valor de no ocultarme en seguida? Siento un frío glacial, porque sé que me faltará este valor. Me consuelo pensando que ella puede adivinar de quién son las rosas. ¡Tiene que adivinarlo! ¡Es imposible que los cálidos e impacientes sentimientos amorosos que emanan de mi corazón no se fundan con los suyos, por mudos y tímidos que sean!

Cierro los ojos e imagino con todas mis fuerzas que estoy de pie junto a su cama, me inclino sobre la durmiente y la beso con el ardiente anhelo de que yo aparezca en sus sueños.

Me lo he representado todo con tal claridad, que durante un rato ya no sé si me he dormido o qué ha sido de mí. Miraba con fijeza las tres rosas blancas en la repisa de enfrente, ensimismado, cuando se han desvanecido a la media luz del amanecer. Ahora vuelven a estar allí, pero me atormenta la idea de haberlas robado del cementerio.

¿Por qué no he robado rosas rojas? ¡Son las propias de la vida! No puedo imaginar a un muerto que al despertarse y ver que faltan rosas rojas en su tumba, exija su devolución.

* * *

Por fin ha salido el sol. El espacio entre las dos casas está invadido por la luz de sus rayos; tengo la impresión de flotar sobre las nubes que cubren la tierra, pues abajo el pasaje ya no es visible; se lo han tragado los jirones de niebla que el viento matinal arrastra desde el río por las callejuelas.

Una figura clara se mueve en la habitación de enfrente —la inquietud me hace contener el aliento— y me aferro fuertemente con ambas manos a la barandilla de la escalera para no echar a correr.

¡Ofelia!

Tardo mucho en atreverme a mirar. Me ahoga la horrible sensación de haber cometido una tontería incalificable. El esplendor del sueño se ha esfumado y siento que no volverá nunca y que en su ausencia tendré que precipitarme al vacío o hacer algo espantoso para evitar el enorme ridículo que ahora deberé afrontar si todo se desarrolla como me temo.

Realizo una última y necia tentativa de salvarme de mí mismo frotándome con fuerza la manga como si tuviera una mancha.

Entonces nuestros ojos se encuentran.

El rostro de Ofelia está como bañado en sangre; veo temblar sus manos finas y blancas, que sostienen las rosas.

Ambos queremos decir algo y no podemos; cada uno de nosotros ve que el otro no se atreve.

Un instante después, Ofelia ha desaparecido.

Me quedo muy acurrucado en un escalón y sólo sé una cosa: en lugar de mi yo vive ahora en mí una alegría que se eleva hasta el cielo como una llama. Una alegría que es una jubilosa oración para que jamás vuelva a atraerme la serenidad.

¿Puede ser real, entonces?

¡Pero si Ofelia es toda una señorita!

¿Y yo?

Pero ¡no! Es tan joven como yo mismo; veo de nuevo sus ojos en mi imaginación, aún más claramente que en la realidad de la luz del sol. Y en ellos leo que es tan niña como yo. ¡Sólo una niña puede mirar así! Ambos somos todavía unos niños; ¡ella no intuye que sólo soy un chico tonto!

Sé con tanta certeza como que en mí late un corazón que se dejaría cortar en mil pedazos por ella, que hoy volveremos a vernos sin necesidad de buscarnos; sé también que será después del ocaso en el pequeño jardín a la orilla del río que hay delante de nuestra casa. ¡Sin que ninguno de los dos necesite decirlo al otro!