Capítulo 7

En mis sienes palpita la fiebre. El mundo interior y exterior se limitan mutuamente como mar y aire.

Indefenso, doy tumbos entre las oleadas de mi sangre, ya cayendo en el ancho y oscuro embudo de la más profunda inconsciencia, ya flotando en una claridad cegadora, empujado hacia un sol candente que me abrasa los sentidos. Una mano sujeta firmemente las mías; cuando mi mirada se aparta de ella y, cansada de contar los finos y numerosos hilos del puño de encaje del cual sobresale, sube hacia la manga, mi cerebro se ofusca: es mi padre, que está sentado a la cabecera de mi cama. ¿O es solamente un sueño?

Ya no puedo distinguir entre la vigilia y la fantasía, pero siempre que siento su mirada fija en mí, tengo que cerrar los párpados con un doloroso sentimiento de culpa.

¿Cómo ocurrió todo? Ya no puedo recordarlo; los hilos de mi memoria se rompen en aquel punto en que aún sabía que el actor me estaba gritando.

Sólo sé con claridad una cosa: que en algún momento y en alguna parte, bajo el resplandor de una lámpara y por orden suya, rellené un pagaré y lo autoricé falsificando la firma de mi padre. Tan engañadoramente parecida era la firma, que cuando la miré antes de que él doblara el papel y se lo guardara, creí por un instante que mi padre la había escrito con su propia mano.

¿Por qué lo hice? Me parece tan evidente que, incluso ahora, cuando me consume el recuerdo de mi acción, no desearía anularla.

¿Sólo ha pasado una noche desde entonces o toda una vida?

Tengo la impresión de que la cólera del actor me ha atormentado sin interrupción durante un año entero.

Al final se dio cuenta, al ver mi falta de resistencia, que no tenía objeto continuar enfurecido, pues de algún modo debió convencerme de que falsificando una firma podía salvar a Ofelia.

El único destello de luz que ilumina mi estado febril es la seguridad de que no lo hice para librarme de la sospecha de un crimen premeditado.

He olvidado por completo cómo volví a casa y si ya había amanecido o era todavía de noche.

Siento como si me hubiera sentado sobre una tumba, desesperado y lloroso, y deducido por la fragancia de las rosas que aún ahora, al pensar en ello, vuelve a mi olfato, que era la de mi madre. ¿O acaso procede del ramo de flores que hay sobre la colcha de mi cama? ¿Quién puede haberlo dejado aquí?

«¡Dios mío, tengo que ir a apagar los faroles! —suena como un súbito latigazo por todos mis nervios—. «¿No es ya pleno día?».

Y quiero levantarme de un salto, pero estoy tan débil que no consigo mover ningún miembro.

Exhausto, vuelvo a desplomarme.

«No, aún es de noche», me consuelo, porque ante mis ojos todo es nuevamente oscuridad total.

Sin embargo, casi en seguida vuelvo a ver claridad y los rayos del sol jugando sobre la pared blanca; y una vez más me reprocho el deber incumplido.

Me digo que es la fiebre lo que vuelve a lanzarme al mar de las fantasías, pero no puedo evitar que unas palmadas rítmicas, bien conocidas por mí, resuenen en mi oído cada vez más claras y fuertes, como surgidas del reino de los sueños. Bajo su cadencia, de rapidez creciente, se suceden sin transición el día y la noche, la noche y el día, y tengo que correr, correr, para llegar a tiempo de encender, apagar, encender, apagar los faroles.

El tiempo vuela en pos de mi corazón y quiere atraparlo, pero mi corazón le lleva siempre un latido de ventaja.

«Ahora, ahora me hundiré en la resaca de la sangre —siento—; mana de una herida en la cabeza del tornero Mutschelknaus y fluye entre sus dedos como un torrente cuando intenta detenerlo con la mano.

¡Pronto me ahogaré en él!».

Me cojo en el último momento a una estaca del muelle para sujetarme y aprieto los dientes con un resto de débil lucidez:

«Mantén quieta la lengua; de lo contrario delatará en la calentura que has falsificado la firma de tu padre».

* * *

De repente estoy más despierto que nunca durante el día y más vivo que nunca durante el sueño.

Mi oído es tan fino que percibo el rumor más leve, tanto cercano como remoto. Muy, muy lejos, en las copas de los árboles de la orilla opuesta, gorjean los pájaros y oigo claramente el murmullo de las voces que rezan en la iglesia de Nuestra Señora. ¿Será domingo?

Es extraño que los sonidos del órgano, siempre tan atronadores, no ahoguen las quedas oraciones de las sillas. ¡Es extraño que esta vez los ruidos fuertes no apaguen a los tenues y débiles!

¿Qué puertas se abren en la casa? Creía que los pisos estaban deshabitados y que en las habitaciones de abajo sólo había trastos viejos y polvorientos.

¿Serán nuestros antepasados, que han cobrado vida de repente?

Decido ir abajo; estoy restablecido y fuerte, ¿por qué no habría de hacerlo? En seguida se me ocurre: para ello tendría que llevar mi cuerpo conmigo, y esto no conviene; ¡no puedo visitar a mis antepasados en camisón a plena luz del día!

Entonces llaman a la puerta; mi padre se dirige a ella, la abre un poco y dice, reverente, a través de la rendija: «No, abuelo; aún no es el momento. Como sabes, no podéis presentaros a él hasta que yo haya muerto». Repite esta frase entera nueve veces. Cuando la dice por décima vez, sé que el tatarabuelo está fuera.

No me equivoco: lo veo por la profunda y respetuosa reverencia que hace mi padre al abrir la puerta de par en par.

Él sale y entonces oigo unos pasos pesados y lentos y los golpes de un bastón: alguien se acerca a mi cama.

No puedo verle, porque tengo los ojos cerrados. Un sentido interno me dice que no debo abrirlos.

Sin embargo, a través de los párpados veo con la misma claridad que a través de un cristal mi habitación y todos los objetos que hay en ella.

El tatarabuelo aparta la colcha y me pone la mano derecha en el cuello, con el pulgar extendido, como una escuadra.

—Éste es el piso —dice con voz monótona, como un sacerdote recitando la letanía— donde murió tu abuelo y donde aguarda la resurrección. El cuerpo del hombre es la casa en que viven sus antepasados muertos.

»En la casa de muchos hombres, en el cuerpo de muchos hombres despiertan los muertos, antes del momento de su resurrección, a una vida corta y espectral; entonces el lenguaje popular habla de «fantasma» y de «posesión».

Ahora pone la palma de la mano, con el pulgar extendido, sobre mi pecho:

—Y aquí yace enterrado tu tatarabuelo.

Repite lo mismo por todo el cuerpo, sobre el estómago, las caderas, los muslos y las rodillas hasta las plantas de los pies.

Dice, mientras las cubre con sus manos:

—¡Y aquí habito yo! Porque los pies son los cimientos sobre los que descansa la casa; son las raíces y unen el cuerpo del hombre con la Madre Tierra cuando camina por ella.

»Hoy es el día que sigue a la noche de tu solsticio. Éste es el día en que empiezan a resucitar los muertos que hay en ti.

»Y yo soy el primero.

Oigo que se sienta en mi cama y por el susurro de las páginas de un libro, que vuelve de vez en cuando, adivino que me lee la crónica familiar que mi padre menciona con tanta frecuencia.

En el tono de una letanía que adormece mis sentidos externos —y estimula, por el contrario, a los internos hasta que alcanzan una sensibilidad casi insoportable—, prosigue:

—Tú eres el duodécimo; yo fui el primero. Se empieza a contar con el «uno» y se acaba con el «doce». Éste es el secreto de la encarnación de Dios.

»Tú debes convertirte en la copa del árbol que contempla la luz viva; yo soy la raíz que envía hacia la claridad a las fuerzas de las tinieblas.

»Pero tú serás yo y yo seré tú cuando el árbol haya completado su crecimiento.

»El saúco es el árbol que en el Paraíso se llamaba Árbol de la Vida. Aún hoy circula entre los hombres la leyenda de que es mágico. Corta sus ramas, su copa, su raíz, húndelo invertido en la tierra y observa: lo que era copa se convierte en raíz, lo que era raíz se convierte en copa… tan entrañable es la unión de sus células con la comunidad del «yo» y el «tú». «¡Por eso lo puse como símbolo en el escudo de nuestra familia! ¡Por eso crece sobre el tejado de nuestra casa!

»Aquí en la tierra es solamente un símil, como todas las formas son solamente símiles, pero en el reino de lo incorruptible es el primero entre todos los árboles. A veces, durante tus peregrinaciones por este mundo y por el más allá, te has sentido viejo… Era yo a quien sentías en ti, los cimientos, la raíz, el tronco.

»Los dos nos llamamos Christopher, porque yo y tú somos uno solo.

»Yo fui un expósito como tú, pero en mis peregrinaciones encontré al gran padre y a la gran madre, y no al padre y la madre pequeños: tú has encontrado al padre y a la madre pequeños, pero no a los grandes… ¡todavía no! Por eso yo soy el principio y tú el final; cuando los dos penetremos el uno en el otro se cerrará el anillo de la eternidad para nuestra familia.

»La noche de tu solsticio es el día de mi resurrección. Cuando envejezcas, yo me rejuveneceré; cuanto más pobre seas, más rico seré yo…

»Cuando abrías los ojos, yo tenía que cerrar los míos, cuando los cerrabas, yo recobraba la vista; así ha sido hasta ahora.

«Estábamos enfrentados como la vigilia y la somnolencia, como la vida y la muerte, y sólo podíamos encontrarnos en el puente del sueño.

»Pronto será diferente. ¡Se acerca la hora! La hora de tu pobreza, la hora de mi riqueza. La noche del solsticio ha marcado el límite.

»Quien no está maduro, lo pasa de largo, durmiendo; o da vueltas, extraviado en la oscuridad; el antepasado que hay en él ha de yacer en la tumba hasta el día del juicio final.

«Algunos son los temerarios, que sólo creen en su cuerpo (y cometen pecados en interés del provecho), los innobles, que desprecian su árbol genealógico; otros son aquellos demasiado cobardes para cometer un pecado a fin de tener la conciencia tranquila.

»Tú, en cambio, eres de sangre noble y querías convertirte en un asesino por amor.

»La culpa y el mérito deben ser lo mismo, pues de lo contrario se convierten en una carga; y un hombre cargado no puede ser nunca un hombre libre.

»El maestro a quien llaman el dominico blanco te perdonó todos los pecados, incluso los futuros, porque sabía todo cuanto iba a ocurrir; tú, en cambio, tenías la ilusión de que estaba en tu mano cometer o no aquel acto. Él siempre ha estado libre de culpa o mérito y, por ello, libre de toda ilusión. Sólo quien aún se imagina cosas, como tú y yo, pone una carga sobre sí mismo o sobre los demás. El único modo de librarse de ello es el que ya te he dicho. Él es la siguiente gran copa del árbol: de la gran raíz.

»Él es el jardín; tú y yo y nuestros semejantes somos los árboles que crecen en él.

»Él es el gran peregrino y nosotros somos los pequeños. Sale de la eternidad para bajar al infinito; nosotros salimos del infinito y ascendemos a la eternidad.

»Quien ha rebasado el límite se convierte en eslabón de una cadena, una cadena formada por manos invisibles que no se sueltan nunca más hasta el fin de los días; pertenece en lo sucesivo a una comunidad en la cual cada individuo tiene una misión destinada únicamente a él.

»No hay dos como él, como tampoco hay entre los seres humanos dos que compartan el mismo destino.

»El espíritu de esta comunidad impregna a toda nuestra tierra; está presente en todo tiempo, es el espíritu vital del gran saúco.

»De él han brotado las religiones de todos los tiempos y pueblos; ellas cambian, pero él no cambia nunca.

»Quien se ha convertido en copa y lleva en sí mismo, conscientemente, la raíz «original», entra conscientemente en esta comunidad a través de la vivencia del misterio, que se llama: «La separación del cadáver y la espada».

»Miles y miles participaron en la antigua China en este suceso secreto, pero muy pocos informes han llegado hasta nuestra época.

»Escúchalos:

»Existen ciertas transformaciones llamadas Chi-kiai, que son la separación del cadáver, y otras llamadas Kieu-kiai, que son la separación de las espadas.

»La separación del cadáver es el estado en que la forma del muerto se torna invisible y éste alcanza la categoría de inmortal.

»En muchos casos el cuerpo pierde solamente el peso o conserva la apariencia de un ser vivo.

»En la separación de las espadas queda una espada en el ataúd en el lugar del cadáver.

»Éstas son las armas inmunes destinadas a la hora de la última gran batalla.

»Ambas separaciones son un arte enseñado a los jóvenes privilegiados por los hombres que los han precedido en el camino.

»El mensaje del primer libro de la espada dice así:

»«Con el método de la separación del cadáver ocurre que uno muere y recobra la vida. Ocurre que la cabeza es cortada y aparece a un lado. Ocurre que la forma existe, pero faltan los huesos».

»«Los más excelsos entre los separados lo reciben pero no actúan; los restantes se separan en pleno día de los cadáveres y se convierten en inmortales capaces de volar. Si lo desean, pueden hundirse en pleno día en terreno seco».

»«Uno de éstos fue un nativo de Huinan llamado Tung-chung-kiu. En su juventud practicaba la inspiración del aire espiritual, purificando así su figura. Fue condenado injustamente y encarcelado. Su cadáver se separó y desapareció».

»«Lieu-ping-hu no tiene apellido ni nombre de pila. Hacia el fin de la época Han era el mayor de Ping-hu en Kieu-kiang. Practicaba el arte de la medicina y prestaba ayuda en las enfermedades y molestias de los hombres como si se tratara de su propia enfermedad. Durante una peregrinación conoció al inmortal Cheu-ching-chi, quien le enseñó el camino de la existencia oculta. Más tarde se separó del cadáver y desapareció».

Oí, por el ruido de las páginas, que el tatarabuelo pasó de largo algunas antes de continuar:

—Aquél que posee el libro rojo minio, la planta de la inmortalidad, la facultad del aliento espiritual y el secreto de dar vida a la mano derecha, se separa del cadáver.

»Te he leído los ejemplos de hombres que se han separado para que tu fe se fortalezca al saber que otros lo han conseguido antes que tú.

»Para el mismo fin está en el Libro de las Escrituras el resultado de la resurrección de Jesús de Nazaret.

»Pero ahora quiero contarte el secreto de la mano y el secreto del aliento y de la lectura del libro rojo minio.

»Se llama libro rojo minio porque, según una antigua creencia china, el rojo es el color de las vestiduras de los perfectos más excelsos, que permanecen en la tierra para la salvación de la humanidad.

»Del mismo modo que un hombre no puede comprender el sentido de un libro si sólo lo sostiene en la mano u hojea sus páginas sin leerlas, tampoco el curso de su destino puede aportarle ningún provecho si no entiende el sentido; los acontecimientos se suceden como las páginas de un libro, vueltas por la muerte; él sólo sabe que aparecen y desaparecen, y con la última llega el final del libro.

»Ni siquiera sabe que volverá a ser abierto una y otra vez hasta que por fin aprenda a leer. Y mientras no haya aprendido, la vida será para él un juego sin valor, compuesto de alegría y sufrimiento.

»En cambio, cuando finalmente empiece a comprender su lenguaje vivo, su espíritu abrirá los ojos y comenzará a respirar y a leer.

»Éste es el primer paso en el camino de la separación del cadáver, pues el cuerpo no es otra cosa que un espíritu entumecido; se separa cuando el espíritu empieza a despertar, como el hielo se convierte en agua cuando ésta empieza a hervir.

»El libro del destino de cada hombre está lleno de sentido en la raíz, pero sus letras bailan y se confunden para aquellos que no se toman la molestia de leerlas tranquilamente, una detrás de otra y tal como están colocadas.

»Son los atolondrados, los codiciosos, los ambiciosos, los que fingen cumplir su deber, los envenenados por la ilusión de poder dar a su destino una forma distinta de la prescrita por la muerte en el libro.

»En cambio, aquel que ya no presta atención al acto de hojear, al ir y venir de las páginas, y no se alegra ni llora con ellas y se esfuerza por comprender una palabra tras otra como un lector atento, con la mente en tensión, verá pronto abrirse para él un libro del destino más elevado, hasta que tenga ante sí, como algo definitivo y sublime reservado a los elegidos, el libro rojo minio que encierra todos los secretos.

»Éste es el único camino para escapar de la cárcel de la fatalidad; cualquier otro proceder es una agitación atormentada y vana en las fauces de la muerte. Los más pobres de la vida son los que han olvidado que existe una libertad fuera de la cárcel, como aquellas aves nacidas en una jaula, satisfechas ante el comedero lleno, que se han olvidado de volar. Para ellos no habrá nunca más una liberación. Nuestra esperanza es que el gran peregrino blanco que baja por el camino hacia el infinito consiga romper las ligaduras.

»Sin embargo, jamás podrán ver el libro rojo minio.

»Aquél para quien se abre, no deja, incluso en el sentido más elevado, ningún cadáver detrás de sí: introduce un pedazo de tierra en lo espiritual y hace que se disuelva.

»De este modo contribuye a la gran obra de alquimia divina; transforma plomo en oro, transforma el infinito en eternidad.

»¡Escucha ahora el secreto del aliento espiritual!

»Está guardado en el libro rojo minio sólo para aquellos que son raíz o copa; las «ramas» no participan en él, porque si lo comprendieran, se secarían en seguida y caerían del tronco.

»También circula por ellas el gran aliento espiritual (porque ¿cómo podría vivir sin él hasta el más pequeño de los seres?), pero lo hace como un viento veloz y no se detiene.

»El aliento corporal es sólo su reflejo en el mundo exterior.

»Sin embargo, en nosotros tiene que ser continuo hasta que, convertido en resplandor, penetre en las mallas de la red corporal y se una con la gran luz.

»Cómo sucede esto, nadie puede enseñártelo; echa raíces en el ámbito de la sensibilidad más delicada.

»En el libro rojo minio se lee: «Aquí se halla oculta la llave de toda la magia. El cuerpo no es capaz de nada, el espíritu lo puede todo. Desecha todo lo que es cuerpo y cuando tu Yo esté totalmente desnudo, empezará a respirar como espíritu puro».

»«Unos empiezan de una manera, otros de otra, cada uno según la fe en que ha nacido. Unos, a través de una ardiente nostalgia del espíritu; otros a través de la perseverancia en el sentimiento de la certeza: “procedo del espíritu y sólo mi cuerpo de la tierra”».

»Quien no profesa religión alguna, pero cree en la tradición, acompaña todo el trabajo de sus manos, aun el menor, con el pensamiento constante: lo hago con el único fin de que lo espiritual que hay en mí empiece a respirar conscientemente.

»Del mismo modo que el cuerpo, sin que tú conozcas el taller secreto de su trabajo, transforma el aire terrenal inspirado, así teje para ti el espíritu con su aliento, de manera incomprensible, una túnica de púrpura real: el manto de la perfección suprema.

»Poco a poco penetrará en todo tu cuerpo, en un sentido más profundo que el humano; y allí donde llegue su aliento, todos los miembros se renovarán para servir un propósito diferente del anterior.

»Entonces puedes dirigir la corriente de este aliento hacia donde te plazca. Puedes hacer fluir el Jordán cuesta arriba, como se dice en la Biblia. Puedes detener el corazón de tu cuerpo o acelerar o retrasar su ritmo y determinar así tú mismo el destino de tu cuerpo; el libro de la muerte ya no tiene en lo sucesivo ninguna validez para ti.

»Cada arte tiene su ley; cada nuevo rey, su cuño; cada misa, su rito, y todo lo que existe y crece, su curso particular.

»El primer miembro del nuevo cuerpo que has de despertar con ese aliento es la mano derecha.

»Dos son los sonidos que suenan primero cuando el aliento roza carne y sangre; son los sonidos de la creación, I y A. I es ignes, el fuego, y A es aqua, el agua.

»¡No hay nada que no esté hecho de fuego y agua! Cuando el aliento toca el dedo índice, éste se queda rígido y semeja la letra I. «Calcina los huesos», como dice la tradición.

»Si el aliento cae sobre el pulgar, éste se queda rígido, se abre y forma con el índice la letra A.

»Entonces «manan de tu mano corrientes de agua viva», como dice la tradición.

»Si muriera un hombre en este estado de renacimiento, su mano derecha no estaría sujeta a la corrupción.

»Si colocas la mano despierta contra tu cuello, el «agua viva» fluye por tu cuerpo.

»Si murieras en este estado, tu cuerpo entero sería incorruptible como el cadáver de un santo cristiano.

»¡Sin embargo, tienes que separarte de tu cadáver!

»Esto ocurre por medio del hervor del «agua», y éste por medio del «fuego», pues todo proceso, incluso el espiritual del renacimiento, debe tener su orden.

»Yo lo llevaré a cabo en ti antes de dejarte por esta vez.

* * *

Oí a mi antepasado cerrar el libro.

Se levantó y volvió a poner, como la primera vez, la mano sobre mi cuello como una escuadra.

Me traspasó la sensación de que una corriente de agua helada bajaba por mi cuerpo hasta las plantas de los pies.

—Cuando la haga hervir, tu fiebre aumentará y perderás el conocimiento —dijo—; por eso escucha, antes de que tu oído ensordezca: lo que te hago, te lo haces a ti mismo, porque yo soy tú y tú eres yo.

»Nadie más que yo podía hacerte lo que te hago, pero tú no podías hacértelo solo. Tengo que estar presente, pues sin mí eres sólo medio «yo», de igual modo que yo soy sólo medio «yo» sin ti.

»De esta manera se protege del abuso de los seres humanos el secreto de la consumación.

Sentí que mi antepasado separaba lentamente el pulgar; entonces pasó de prisa y por tres veces el índice sobre mi cuello, de izquierda a derecha, como si quisiera cortarme la garganta.

Me traspasó un sonido espantoso y estridente como una «I», abrasándome la carne y los huesos.

Tuve la sensación de que llamas vivas me quemaban el cuerpo.

—No lo olvides: ¡soporta todo cuanto ocurra y todo cuanto hagas y sufras por la separación del cadáver! —oí de nuevo la voz de mi tatarabuelo Christopher, como surgida de la tierra.

Entonces los últimos restos de mi conciencia ardieron en la llamarada de la fiebre.