Capítulo 5
Del mismo modo que la olvidada y pequeña ciudad, rodeada por el sinuoso río, vive en mi corazón como una apacible isla, el recuerdo de una conversación que escuché a hurtadillas una noche se alza como un islote embestido por las agitadas mareas de aquellos días que para mí se llaman Ofelia. Estaba soñando con mi amada, como hacía a todas horas, cuando oí que el barón abría la puerta de su estudio a un visitante; y por la voz reconocí al capellán.
Venía a menudo, aunque fuese a una hora avanzada, porque eran viejos amigos y solían conversar ante una copa de vino, casi siempre hasta bien pasada la medianoche, sobre toda clase de cuestiones filosóficas; también deliberaban sobre mi educación; en suma, hablaban de cosas que me interesaban muy poco.
El barón no soportaba que yo acudiese a la escuela.
—Nuestras escuelas son como cocinas de brujas donde la razón es deformada hasta que el corazón se muere de sed. Cuando esto se ha logrado con éxito, dicen que se ha pasado la prueba de la madurez —solía decir.
Por eso sólo me daba a leer libros de su biblioteca, que elegía con sumo cuidado, después de averiguar la índole de mi curiosidad de saber, pero nunca comprobaba si realmente los había leído.
—Lo que tu espíritu quiere que permanezca grabado en tu memoria —gustaba de sentenciar— se te hará patente porque te causará una alegría inmediata. En cambio, el maestro de escuela es como el domador de fieras. Uno opina que es importante que los leones salten por los aros; otro inculca a los niños que el piadoso Aníbal perdió el ojo izquierdo en las Lagunas Pontinas; uno hace de un rey del desierto un payaso de circo, otro, un ramito de perejil de una bendita flor.
También en esta ocasión debían de haber disertado sobre lo mismo los dos caballeros, pues oí decir al capellán:
—A mí me inquietaría dejar crecer a un niño como un barco sin timón; creo que tendría que embarrancar.
—¡Como si no embarrancaran la mayoría de los hombres! —exclamó el barón, excitado—. ¿Acaso no ha embarrancado, considerándolo desde un punto de vista más elevado de la vida, ninguno de aquellos jóvenes educados tras las ventanas de la escuela que, pongamos por ejemplo, llega a jurisconsulto, se casa para que unos hijos hereden su amargura, y por fin enferma y muere? ¿Cree usted que su alma ha creado para semejante fin ese aparato tan complicado que llamamos el cuerpo humano?
—¡Adónde iríamos a parar si todos pensaran como usted! —exclamó el capellán.
—¡Al estado más hermoso y bienhechor de la especie humana que uno pueda imaginar! Cada uno crecería a su modo, nadie sería igual a otro, cada uno sería un cristal, pensaría y sentiría en otros colores e imágenes, amaría y odiaría de una forma distinta, según la voluntad de su espíritu. La frase de la igualdad de los hombres debe de haberla inventado el enemigo de toda variedad, Satanás.
—De manera que cree usted en el diablo, barón. ¡Siempre suele negarlo!
—¡Creo en el diablo como creo en la fuerza mortífera del viento del norte! ¿Y quién podría mostrarme el lugar del universo de dónde procede el frío? Allí debería reinar el diablo. El frío sólo persigue al calor porque él mismo quiere calentarse. El diablo quiere acercarse a Dios, la muerte glacial al fuego de la vida; tal es el origen de todas las peregrinaciones. ¿Tiene que existir el cero absoluto del frío? Yo aún no lo he encontrado. Y nadie lo encontrará jamás, como tampoco el polo norte magnético absoluto; si alarga o rompe una barra imantada, el polo norte estará siempre opuesto al polo sur, unas veces el punto que los separa será más corto y otras más largo, pero los polos jamás se tocarán, o la barra tendría que convertirse en anillo y la barra magnética dejar de ser un imán. Tanto si se busca el origen de un polo como el del otro en el mundo finito, se termina en una peregrinación por el infinito.
»¡Contemple allí en la pared la Cena de Leonardo da Vinci! En ella está representado para los hombres lo que yo quería decir en relación con el imán y con la educación a través del alma. A cada discípulo de la Cena se le indica la misión de su alma con una posición simbólica de la mano y los dedos; todos tienen la mano derecha en actividad, o bien apoyándola en la mesa, cuya arista está dividida en dieciséis partes, lo cual podría significar las dieciséis letras del antiguo alfabeto romano, o enlazándola con la mano izquierda. ¡Sólo en Judas Iscariote actúa la izquierda, mientras la derecha está cerrada! Juan Evangelista, de quien Jesús dijo que permanecería, por lo que entre los discípulos corrió la voz de que no moriría nunca, tiene las dos manos enlazadas, es decir, es un imán que ya no lo es; es un círculo en la eternidad; ha dejado de ser un peregrino.
«¡Semejantes posiciones de los dedos tiene un significado propio! Encierran los misterios más profundos de las religiones.
»En Oriente las encuentra usted en todas las estatuas de dioses, pero también vuelve a verlas en los cuadros de casi todos nuestros grandes maestros medievales.
»En nuestra familia, la estirpe de los barones Von Jocher hemos heredado la leyenda de nuestro antepasado, el portador de linternas Christopher Jocher, quien llegó de un viaje a Oriente trayendo consigo el secreto de convocar a los fantasmas de los muertos por medio de una gesticulación de los dedos y hacerlos servir para toda clase de propósitos.
»Un documento que obra en mi poder dice que era miembro de una orden muy antigua que en un lugar se llama Chi-kiai, que en alemán significa «la separación del cadáver», y en otro lugar, Kieu-kiai, es decir, «la separación de la espada».
»En él se relatan cosas que pueden sonar muy singulares a sus oídos; con ayuda del arte de dar vida inteligente a manos y dedos, algunos miembros de la orden desaparecieron de la tumba junto con su cadáver, mientras otros se transformaron en espadas bajo tierra.
»¿No ve en ello, reverencia, cierta notable concordancia con la resurrección de Cristo? ¿Sobre todo si relaciona con el tema los enigmáticos movimientos de las manos que aparecen en las pinturas de la Edad Media y en la antigüedad asiática?
Oí que el capellán, inquieto, empezaba a andar arriba y abajo de la habitación a grandes pasos; luego se detuvo y exclamó con voz tensa:
—Lo que me cuenta, señor barón, suena demasiado a masonería para que yo, un sacerdote católico, pueda aceptarlo sin réplica. Esto que usted llama el mortífero viento del norte es para mí masonería y todo cuanto con ella se relaciona. Sé muy bien, y hemos hablado bastante a menudo de este tema, que todos los grandes pintores y artistas se agruparon en una asociación que llamaron gremio y del que dieron cumplida noticia a todos los países valiéndose de signos secretos (casi siempre posiciones de los dedos y gestos de las manos) en las figuras de sus cuadros o en guiños de nubes con rostro y a veces también en la elección de colores. La Iglesia, antes de encargarles las imágenes de santos, les hacía prometer con frecuencia omitir semejantes signos, pero ellos conseguían una y otra vez zafarse de tal promesa. Se reprocha a la Iglesia que diga, aunque no al alcance de todos los oídos, que el arte procede del diablo. ¿Es esto tan incomprensible para un católico riguroso, sabiendo que los artistas poseían y protegían un secreto dirigido a todas luces contra la Iglesia?
»Conozco una carta de un gran pintor de entonces en la que confiesa abiertamente a un amigo español la existencia de la asociación secreta.
—También yo conozco esa carta —respondió, animado, el barón—. El pintor escribe más o menos esto (el texto ya no está en mi poder): «Ve a verlos y suplica de rodillas a un hombre llamado X que me haga la seña más leve para que pueda por fin tener una idea de cómo llegar hasta el secreto. ¡No quiero ser sólo un pintor hasta el fin de mis días!». ¿Qué significa esto, querido capellán? Pues significa que aquel famoso artista, por muy iniciado que pareciera estar, era en realidad un ciego. No cabe la menor duda de que era masón y esto, para mí, equivale a decir que era un peón de albañil que sólo trabajaba en el exterior de la construcción, colocando tejas y ladrillos, y que pertenecía al gremio. También tiene usted toda la razón al decir que todos los arquitectos, pintores, escultores, orfebres y cinceladores de aquel tiempo eran masones. Sin embargo, y ahora llegamos a la cuestión, sólo conocían los ritos exteriores y únicamente los comprendían en el sentido ético; eran meros instrumentos de aquel poder invisible que usted, como católico, considera erróneamente el maestro de la «mano izquierda»; eran instrumentos, sí, pero con el único fin de guardar para la posteridad ciertos secretos en forma simbólica hasta que llegara el momento oportuno. No obstante, quedaban estancados en el camino y no adelantaban porque siempre esperaban que una boca humana pudiera darles la llave que abriría la puerta; no intuían que se halla enterrada en el mismo ejercicio del arte; no comprendían que el arte oculta un sentido más hondo que sólo pintar cuadros o crear obras poéticas, y que es el siguiente: inspirar una especie de sentido supersensible del tacto y la percepción en el artista, cuya primera manifestación se llama «sentimiento correcto del arte». Asimismo un pintor actualmente vivo podrá hacer resucitar de nuevo en sus obras aquellos símbolos si a través de su profesión se abren los sentidos ocultos a las influencias de este poder; ¡no necesita para nada conocerlos de labios de un ser viviente ni ser aceptado en esta o aquella logia! Por el contrario: con claridad mil veces mayor que la lengua humana habla la «boca invisible». ¿Qué es el verdadero arte sino la creación salida del reino eterno de la abundancia?
»No cabe duda de que existen personas que pueden ostentar con pleno derecho el nombre de «artista» y, sin embargo, sólo están poseídos por una fuerza tenebrosa que usted desde su punto de vista designará tranquilamente como «el diablo». Sus creaciones se parecen con exactitud al reino infernal de Satanás tal como lo presenta Cristo; sus obras contienen el aliento del norte glacial y entumecido donde ya la Antigüedad situó la sede de los demonios enemigos de los seres humanos; los medios de expresión de su arte son: peste, muerte, locura, asesinato, sangre, desesperación y abyección.
»¿Cómo podemos explicarnos a semejantes naturalezas artísticas? Quiero decírselo: un artista es un hombre en cuyo cerebro lo espiritual y lo mágico mantienen la preponderancia sobre lo material. Esto puede suceder de dos maneras: en una de ellas (que podríamos llamar la «demoniaca»), el cerebro está a punto de degenerarse por el libertinaje, la sífilis y los vicios habituales; entonces pesa menos, por así decirlo, en la balanza del equilibrio y aparecen por sí mismos una «mayor pesadez o presencia en el mundo visible» y un descenso de lo mágico: el platillo de la espiritualidad baja, sólo porque el otro es más ligero y no porque él mismo sea más pesado. En este caso rodea a la obra de arte el tufo de la descomposición. Es como si el espíritu llevase un vestido de putrefacción fosforescente.
»En los otros artistas (que llamaré los ungidos) el espíritu ha ganado la batalla contra el animal, como en el caballero Jorge: en ellos el platillo del espíritu baja en el mundo visible a causa de su propio peso. Entonces el espíritu lleva la túnica dorada del sol.
»Sin embargo, en ambos casos el equilibrio de la balanza se produce a favor de lo mágico; en el hombre ordinario, sólo el animal tiene peso; en cambio, tanto el «demoníaco» como el «ungido» son movidos por el viento del reino invisible de la abundancia, uno por el viento del norte, otro por el aliento del amanecer. Por el contrario, el hombre ordinario continúa siendo un tronco fijo.
»¿Cuál es este poder que se sirve de los grandes artistas como de un instrumento cuyo fin es conservar para la posteridad los ritos simbólicos de la magia?
»Se lo diré: es el mismo que creó la Iglesia en otro tiempo. Construye al mismo tiempo dos columnas vivas, una blanca, la otra negra. Dos columnas vivas que se odiarán mutuamente hasta que reconozcan que son sólo los pilares de un futuro arco de triunfo.
»Recuerde el lugar del Evangelio donde Juan dice: «Considero, sin embargo, que si así debieran escribirse las muchas otras cosas, el mundo no comprendería los libros en que estuvieran escritas».
»¿Cómo explica usted, reverencia, que de acuerdo con su fe y según la voluntad de Dios, la Biblia haya llegado a nuestros tiempos sin la tradición de aquellas «otras cosas»?
»¿Se ha perdido? ¿Cómo «pierde» un muchacho su cortaplumas?
»Le digo que hoy día viven aún «otras cosas», siempre han vivido y siempre permanecerán vivas, aunque enmudecieran todas las bocas que las pronuncian y ensordecieran todos los oídos que puedan escucharlas. El espíritu las mantendrá vivas con su murmullo y creará siempre nuevos cerebros de artistas que vibran cuando él quiere y se construyen nuevas manos para escribir cuando él se lo ordena.
»Son aquellas cosas que sabía y sabe Juan: los secretos que guardaba «Cristo» y que resumió cuando dijo por boca de Jesús, su instrumento: «Antes de Adán, existía Yo».
»Le digo, tanto si ahora se crucifica como si no: la Iglesia empezó con Pedro ¡y terminará con Juan! ¿Qué significa esto? ¡Lea el Evangelio como si fuera una profecía sobre el futuro de la Iglesia! Quizá entonces se encenderá en usted una luz que le indique el significado en este sentido: que Pedro negó tres veces a Cristo y se enfadó cuando Jesús dijo de Juan: «Quiero que él se quede». Para su consuelo, quiero añadir: la Iglesia morirá, lo creo y lo veo venir, pero resucitará de nuevo y tal como debería ser. Aún no ha resucitado nadie ni nada que no haya muerto antes: ni siquiera Jesucristo.
»Le conozco a usted demasiado bien como hombre honorable que se toma en serio su deber para ignorar que se ha preguntado una y otra vez: ¿Cómo pudo suceder que existieran entre los sacerdotes, incluso entre los papas, criminales indignos de sus votos, indignos de llevar el nombre de ser humano? Sé también que si alguien le hubiera pedido una explicación de semejantes hechos, habría respondido: «Sin pecado y sin mancha está sólo el oficio y no aquel que lo desempeña». No crea, querido amigo, que yo pertenezco a aquellos que se burlan de semejante explicación o, avisados, sospechan una despreciable hipocresía detrás de ella; para esto respeto demasiado las sagradas órdenes.
»Sé perfectamente, quizá mejor que usted, cuan grande es el número de sacerdotes católicos que llevan en secreto en su corazón la angustiosa duda: «¿Es realmente la religión cristiana la llamada a salvar a la humanidad? ¿Acaso no indican todos los signos el tiempo en que la Iglesia se corromperá? ¿Llegará realmente el reino milenario? Es cierto que el cristianismo crece como un árbol gigantesco, pero ¿dónde están sus frutos? ¡Aumenta de día en día la multitud de aquellos que llevan el nombre de Cristo, pero cada vez son menos dignos de él!».
»¿De dónde procede esta duda?, le pregunto yo. ¿De una fe débil? ¡No! Es una consecuencia de la percepción inconsciente de que es demasiado reducido el número de sacerdotes lo bastante fogosos para buscar el camino de la salvación como lo hacen los yoguis y los sadhus de la India. Son demasiado pocos los que toman por asalto el reino de los cielos. Créame: ¡hay más sendas hacia la resurrección de las que imagina la Iglesia! La templada esperanza de la «gracia» no sirve de nada. ¿Cuántos de su condición pueden decir de sí mismos: «Como camina el ciervo en busca de agua fresca, camina mi alma hacia ti, Dios mío»? Todos esperan en secreto el cumplimiento de la profecía apócrifa que dice: aparecerán cincuenta y dos papas, cada uno de los cuales llevará un nombre latino secreto que transcribirá su actividad en la tierra; el último se llamará flos florum, «flor de las flores», y bajo su cetro empezará el reino milenario.
»Le profetizo (y yo soy más bien un pagano que un católico) que se llamará Juan y será el reflejo de Juan el Evangelista; de Juan el Bautista, patrono de los masones que protegen con agua los secretos del bautismo sin conocerlos ellos mismos, le serán transmitidas las fuerzas a través del mundo inferior.
»¡Así surgirá de dos columnas un arco de triunfo!
»Pero escriba usted hoy en un libro: «A la cabeza de la humanidad, como caudillo, no puede estar ni un soldado ni un diplomático ni un profesor ni un… maniquí, sino única y exclusivamente un sacerdote», y un grito de cólera recorrerá el mundo cuando aparezca el libro. Escriba usted en él: «La Iglesia es sólo una chapucería, sólo la mitad de una espada partida en dos, mientras su representante no sea al mismo tiempo el vicario de Salomón y el principal de la Orden», y quemarán el libro en la hoguera.
»¡Es cierto que la verdad no podrían quemarla ni enterrarla! Siempre reaparecerá, como la inscripción sobre el altar de la iglesia de Nuestra Señora de nuestra ciudad, de la cual se desprende una y otra vez el tablón coloreado.
»Le miro y veo que también usted está en contra de la existencia de un secreto sagrado que harían suyo los contrarios de la Iglesia y del cual la Iglesia católica no sabría nada. No obstante, es así, sólo con la limitación esencial de que aquellos que lo guardan no saben nada de él porque su comunidad es la otra mitad de la «espada rota» y no pueden comprender el sentido. Sería más que grotesco suponer que los honrados fundadores del seguro de vida Gotha poseyeran un arcano mágico para la eliminación de la muerte.
* * *
Se hizo una larga pausa; ambos ancianos caballeros parecían absortos en sus ideas.
Entonces oí tintinear las copas y al cabo de un rato preguntó el capellán:
—¿De dónde puede haber sacado tan singulares conocimientos?
El barón calló.
—¿No le gusta hablar de ello?
—¡Hum! Depende —esquivó el barón—. Muchos guardan relación con mi vida, muchos han afluido a mí, muchos los he… ¡hum!… heredado.
—Para mí es nuevo que se puedan heredar los conocimientos. En cualquier caso, de su difunto señor padre se cuentan todavía las historias más extraordinarias.
—¿Qué, por ejemplo? —gritó el barón, animado. Esto me interesa muchísimo.
—Bueno, se dice que era… que era…
—¡Un loco! —completó alegremente el barón.
—No precisamente un loco. ¡Oh, no, ni mucho menos! Pero sí un excéntrico en grado sumo. Dicen (¡pero usted no debe pensar que yo lo he creído!) que inventó una máquina para despertar la fe en los milagros; ¡sí, la fe en los milagros en los perros de caza!
—¡Ja, ja, ja! —rió el barón, con tanta fuerza, sinceridad e insistencia que se me contagió en la cama y tuve que morder un pañuelo para no delatar mi atención.
—¡En seguida pensé que era una tontería! —se disculpó el capellán.
—¡Oh —exclamó el barón, jadeando—, de ningún modo! La aseveración es cierta. ¡Ja, ja! ¡Espere un momento! Antes debo terminar de reír. Pues bien, sí: mi padre era un excéntrico como ya no habrá otro igual. Poseía unos conocimientos increíbles, y todo lo que puede ocurrirle a una mente lo pensó antes la suya. Un día me miró largo rato, cerró de golpe un grueso volumen que había estado leyendo, lo tiró al suelo (desde entonces no volvió a tener un libro en las manos) y me dijo:
»«Bartholomaus, hijo mío, acabo de comprender que todo es una insensatez. ¡El cerebro es la glándula más superflua que posee el hombre! Habría que extirparla, como las amígdalas. Me propongo iniciar una nueva vida a partir de hoy».
»A la mañana siguiente se mudó a un pequeño castillo en el campo que entonces poseíamos y pasó allí el resto de sus días; no regresó a casa hasta poco antes de su muerte, para morir en paz aquí, un piso por debajo del nuestro.
«Siempre que le visitaba en su castillo, me enseñaba algo nuevo. En una ocasión fue una telaraña extraña y maravillosa en el cristal interior de una ventana, que cuidaba como a las niñas de sus ojos.
»«Mira, hijo mío», me explicó: «aquí, detrás de la telaraña, enciendo al atardecer una luz fuerte para atraer al cristal a los insectos, que acuden en tropel, pero que no pueden enredarse en la telaraña porque el cristal de la ventana está por en medio. La araña, que naturalmente no tiene idea de qué es el cristal (¡porque no existe nada parecido al aire libre!), no es capaz de explicárselo y es probable que se devane los sesos por ello. La cuestión es que día tras día teje una tela mayor y más delicada, ¡sin que esto resuelva en absoluto el misterio! De este modo quiero arrebatar poco a poco al animal la descarada confianza en el poder inviolable de la razón. Más adelante, cuando se convierta en persona por la vía de la reencarnación, me agradecerá esta educación tan sabia, que conllevará un tesoro de experiencia que puede resultarle de gran valor. Es evidente que a mí me faltó esta educación cuando era una araña; ¡de lo contrario ya habría tirado todos los libros cuando era niño!».
»En otra ocasión me llevó ante una jaula que contenía bulliciosas urracas. Les tiró grandes cantidades de alimento, sobre el que se abalanzaron con avidez; todas sentían envidia de que las otras pudieran comer más aprisa y se llenaban de tal modo el pico y el gaznate que al final ninguna pudo seguir tragando.
»«Espero quitar a estos animales la avidez y la codicia», explicó, «y que abandonen también la tacañería inútil, ¡la cualidad que hace más odiosos a los hombres!».
»«¡O se buscarán (repliqué) bolsillos o cajas de caudales!».
«Tras lo cual mi padre se quedó pensativo y, sin añadir una palabra, devolvió la libertad a las aves.
»«¡Supongo que contra esto no tendrás nada que objetar!», gruñó, orgulloso, y me condujo a una azotea donde había una balista, especie de máquina para lanzar piedras pesadas. «¿Ves todos esos perros en la pradera? ¡Se mueven de un lado a otro y no se acuerdan para nada del buen Dios! ¡Ahora les enseñaré algo!».
«Cogió una piedra y la lanzó contra un perro, que en seguida dio un brinco, asustado, y escudriñó a su alrededor para ver de dónde podía proceder el proyectil y luego miró desconcertado al cielo y volvió a sentarse después de una larga inquietud. A juzgar por su conducta desesperada, la misma desgracia debía de ocurrirle con cierta frecuencia.
»«¡Ésta es la máquina que, utilizada con paciencia, planta infaliblemente en el corazón de los perros de caza, por muy ateos que sean, la semilla de la fe en el milagro!», exclamó mi padre, golpeándose el pecho. «¡No te rías, petulante muchacho! ¡Nómbrame un oficio que sea más importante! ¿Crees que la Providencia obra con nosotros de distinta manera de como lo hago yo aquí con los perros?».
»Ya ve: mi padre era un hombre lleno de excentricidades sin freno y, no obstante, lleno también de sabiduría —concluyó el barón.
* * *
Después de que ambos se hubieran reído a gusto, continuó su relato:
—En nuestra familia se hereda un destino notable. ¡Le ruego que no crea, sin embargo, si mis palabras le suenan un poco arrogantes, que me considero algo especial o un elegido! En todo caso, tengo una misión, pero muy modesta, ¡aunque a mí me parece grande y santa!
»Soy el undécimo de la familia de los Jocher; al abuelo le llamamos la raíz; nosotros diez, los barones, somos las ramas y nuestros nombres de pila empiezan todos por una B, como, por ejemplo, Bartholomáus, Balthasar, Benedikt, etcétera. Sólo la raíz, el abuelo Christopher, empieza con una Ch. En la crónica de nuestra familia consta una profecía del abuelo según la cual la copa del árbol genealógico (el duodécimo) se volverá a llamar Christopher.
»Es curioso (he pensado a menudo) que todo cuanto ha predicho se ha cumplido palabra por palabra, ¡pero sólo lo último no parece ser exacto, ya que no tengo hijos!
»Entonces ocurrió ese hecho notable de que oyera hablar de ese niño de la inclusa al que traje a mi casa y ahora he adoptado sólo porque caminaba en sueños; es una característica que todos los Jocher tenemos en común. Cuando luego me enteré de que se llamaba Christopher, me sentí como traspasado por un rayo y me faltó la respiración mientras me llevaba el niño a casa, pues la emoción me había dejado sin aliento. En la crónica, se compara a mi familia con una palmera de la que siempre se cae una rama para hacer sitio a la siguiente, hasta que al final sólo queda la raíz, la copa y el tronco liso, sin ningún brote, por lo que la savia puede subir directamente desde la tierra a la copa. Ningún antepasado ha tenido nunca más de un hijo y nunca una hija, de modo que el símil de la palmera ha continuado inalterable.
»Como soy la última rama, vivo arriba, bajo el tejado de la casa; ¡he sentido el impulso de ir subiendo, ni yo mismo sé por qué! Mis antepasados no han vivido nunca más de dos generaciones en el mismo piso.
»Es cierto que el querido muchacho no es mi hijo. Aquí queda rota la profecía y esto me entristece a menudo porque, como es natural, ¡me habría gustado ver en la copa del árbol genealógico un brote de mi sangre y la de mis antepasados! ¿Qué ocurrirá con la herencia espiritual? Pero ¿qué le sucede, capellán?
¿Por qué me mira tan fijamente?
Supuse, por el ruido de una silla al caerse, que el sacerdote había saltado de su asiento.
A partir de este instante me invadió una fuerte calentura que fue en aumento con cada palabra del capellán.
—¡Barón! ¡Escúcheme! —exclamó—. En cuanto entré, quería decírselo, pero lo iba aplazando a la espera del momento oportuno. Entonces usted ha empezado a hablar y durante su narración ha habido ratos en que he olvidado el objeto de mi venida. Temo abrir ahora de nuevo una vieja herida de su corazón…
—¡Hable! ¡Hable! —apremió el barón Von Jocher.
—Su esposa desaparecida…
—¡No, no, desaparecida no! ¡Me abandonó! ¡Llame a las cosas por su nombre!
—¡Su esposa, pues, y la desconocida que hará unos quince años fue hallada muerta en el río y enterrada en el cementerio en la tumba de las rosas blancas, que sólo lleva una fecha pero ningún nombre, son la misma persona! Y ¡ahora, mi querido y viejo amigo, gritará usted de júbilo: su hijo sólo puede ser (no es posible otra cosa) el pequeño huérfano Christopher! Usted mismo lo dijo, ¡su esposa estaba encinta cuando le abandonó! ¡No, no! ¡No me pregunte cómo lo he sabido! No se lo diría aunque pudiera. Imagine que me lo dijeron en confesión. Alguien que usted no conoce…
* * *
No oí nada más de lo que se habló. Tan pronto sentía calor como frío.
Aquella medianoche me regaló un padre y una madre, pero también la triste conciencia de que había robado tres rosas blancas de la tumba de quien me había dado la vida.