Capítulo 8

Aún me tiemblan las rodillas de debilidad cuando me paseo por la habitación, pero siento cada vez con mayor claridad que mi salud se restablece de hora en hora.

La nostalgia de Ofelia me consume y me gustaría mucho bajar al descansillo y espiar su ventana con la esperanza de atrapar al vuelo una mirada suya.

Mi padre me dijo que cuando yo estaba febril e inconsciente, ella vino a verme y me trajo un ramillete de rosas. Veo en su cara que lo ha adivinado todo; ¿y si tal vez ella misma se lo ha confesado?

Temo hacer preguntas y él también evita el tema con timidez.

Me cuida con gran solicitud; lo que puede leer en mis ojos, me lo trae; pero a mí me palpita el corazón de pesar y vergüenza cada vez que me da una prueba de su amor, porque pienso que le he resultado un delincuente.

¡Querría que la falsificación del pagaré fuera sólo una pesadilla de mi calentura!

Ahora, sin embargo, que mis sentidos vuelven a ser claros, lo sé con certeza, por mucho que me pese: sucedió realmente. ¿Por qué y para qué fin lo hice? Todos los pormenores se han borrado de mi memoria.

Pero no quiero cavilar sobre ello; sólo sé una cosa: tengo que expiar de algún modo mi acto; tengo que ganar dinero, dinero, dinero para poder comprar el pagaré.

Un sudor de angustia me perla la frente al pensarlo; será imposible.

¿Con qué puedo ganar dinero en nuestra pequeña ciudad?

¿Tal vez lo consiga en la capital? Allí nadie me conoce. ¿Y si me ofreciera allí como servidor de un hombre rico? Estaría dispuesto a trabajar día y noche como un esclavo.

No obstante, ¿cómo rogar a mi padre que me permita estudiar en la ciudad?

¿En qué basar mi ruego cuando él me ha dicho muy a menudo que detesta toda erudición estudiada, que no haya sido impartida por la vida misma? Además, ¡me faltan los conocimientos elementales o por lo menos el certificado escolar!

¡No, no, es imposible!

Mi tormento se redobla cuando pienso que en tal caso tendría que separarme de Ofelia durante años y años, tal vez para siempre.

Siento que estos horribles pensamientos me hacen subir de nuevo la fiebre.

He estado enfermo dos semanas enteras; las rosas de Ofelia se han mustiado en el búcaro. ¿Y si ya se ha marchado? Las manos se me humedecen por la desesperación. ¿Y si las flores hubieran sido un regalo de despedida?

Mi padre advierte que sufro, pero no me pregunta la causa. ¿Sabe acaso más de lo que quiere decir?

¡Si yo pudiera abrirle mí corazón y confesárselo todo, todo! No, no puede ser; si me repudiara, lo aceptaría de buen grado si con ello pagara mi deuda: pero sé que averiguarlo le destrozaría el corazón: yo, su único hijo, a quien ha encontrado de nuevo como guiado por el destino, se ha portado como un malhechor… No, no, ¡no puede suceder!

Todos pueden enterarse y señalarme con el dedo, sólo él no debe saberlo.

Me pasa con ternura la mano por la frente, me mira con ojos llenos de amor y benevolencia, y dice:

—¡No estés tan triste, querido muchacho! Si algo te atormenta, ¡olvídalo! Piensa que es una pesadilla debida a la fiebre. ¡Pronto volverás a estar sano y alegre!

Pronuncia la palabra «alegre» con vacilación y siento que intuye un porvenir lleno de aflicción y dolor.

Lo mismo que he intuido yo.

¿Se ha marchado ya Ofelia? ¿Lo sabe él?

La pregunta me aflora a los labios, pero consigo ahogarla. Creo que me derrumbaría, deshecho en llanto, si él asintiera.

De improviso empieza a hablar, con precipitación y arrebato; habla de todo lo imaginable a fin de distraerme y cambiar el rumbo de mis pensamientos.

No recuerdo haberle mencionado la visita en sueños de nuestro antepasado —o quienquiera que fuese—, ¡pero tengo que haberlo hecho! ¿Cómo, si no, se referiría de repente al mismo tema? Dice, casi sin transición:

—No podrás evitar ningún sufrimiento mientras no seas un «liberado». Lo que está escrito en el libro del destino no puede borrarlo un ser humano sujeto a la tierra. No es triste que vivan tantos seres humanos, lo único triste es que sus sufrimientos son inútiles en un sentido elevado. Son el castigo por actos de odio cometidos en otro tiempo, tal vez en una existencia anterior. De esta terrible ley de recompensa y castigo sólo podemos escapar aceptando todo cuanto acontece con el pensamiento: ocurre con el fin de despertar a nuestra vida espiritual. Debemos considerar todo cuanto hacemos sólo desde este punto de vista. ¡La actitud espiritual lo es todo, el acto solo no es nada! El dolor tendrá sentido y será fructífero si lo ves con estos ojos. Créeme: entonces no solamente lo soportarás mejor, sino que pasará antes y a veces se transformará incluso en lo contrario. Lo sucedido en tales ocasiones roza lo milagroso y no sólo se operan cambios internos, no: el destino cambia también exteriormente de una forma singular. Es cierto que el incrédulo se ríe de semejante afirmación, pero ¡de qué no se reirá él!

»Es como si el alma no tolerase que suframos por su causa más de lo que somos capaces de soportar.

—¿Qué debe entenderse en realidad por «dar vida a la mano derecha»? —pregunto—. ¿Es sólo el comienzo de una evolución espiritual o tiene otro propósito?

Mi padre reflexiona un momento.

—¿Cómo podría hacértelo comprender? De nuevo, sólo se puede explicar con símiles. Como todas las formas, los miembros de nuestro cuerpo son sólo símbolos de conceptos espirituales. La mano derecha es, por así decirlo, el símbolo de obrar, producir y hacer. Pues bien, si nuestra mano se torna espiritualmente viva, significa que hemos conseguido actuar en el «más allá», mientras antes estábamos dormidos. Algo parecido ocurre con «hablar», «escribir» y «leer». Hablar equivale, considerado terrenalmente, a comunicar algo. Si aquél a quien comunicamos algo lo recibe, ha ganado algo. El habla espiritual es diferente. No se trata de una comunicación, pues ¿a quién deberíamos «comunicar algo»? «Yo» y «tú» somos lo mismo en este plano. «Hablar», en el sentido espiritual equivale a crear; es un mágico «conminar a la aparición». «Escribir» aquí en la tierra es la fugaz transcripción de un pensamiento; «escribir» en el más allá es grabar algo en la memoria de la eternidad. «Leer» significa aquí: comprender el sentido de un escrito. «Leer» allí significa: reconocer las grandes leyes inmutables y ¡obrar de acuerdo con ellas por el bien de la armonía! ¡Sin embargo creo, mi querido muchacho, que no deberíamos hablar de cosas tan difíciles de comprender cuando todavía estás convaleciendo!

—¿Padre, no quieres hablarme de mi madre? Dime: ¿cómo se llamaba? ¡No sé nada de ella! (La pregunta me ha aflorado de repente a los labios; no advierto hasta que es demasiado tarde que he hurgado en una herida de su corazón).

Camina, inquieto, arriba y abajo de la habitación; sus frases parecen entrecortadas.

—¡Mi querido muchacho, permíteme que haga revivir el pasado! Me amó. Sí, esto lo sé.

»Y yo también… indeciblemente.

»Me sucedió lo mismo que a todos nuestros antepasados. En lo que atañe a las «hembras», todos los hombres de la familia Jocher hemos hallado tormento y fatalidad. Sin que fuera culpa nuestra ni de nuestras madres.

»Por otra parte, como quizá ya sabes, cada uno de nosotros sólo ha tenido un hijo. El matrimonio no ha durado nunca mucho.

»Es como si con ello ya hubiera cumplido su propósito.

»No fue feliz para ninguno de los dos. Tal vez se deba a que nuestras mujeres son demasiado jóvenes, como la mía, o mayores que nosotros. No hubo ninguna avenencia física. El tiempo nos apartó un poco más cada año. Y ¿por qué se marchó de mi lado? ¡Ah, si lo supiera!… Pero no, ¡no quiero saberlo! ¿Si me engañó? ¡No! ¡Esto lo habría sentido! Aún lo sentiría ahora. Sólo puedo creer que en ella se despertó el amor hacia otro, y cuando vio que ya no podía escapar al destino de serme infiel, prefirió dejarme y buscar la muerte.

—Pero ¿por qué me abandonó a mí, padre?

—Para esto sólo tengo una explicación: era una católica ferviente y, aunque nunca dijo una palabra, consideraba nuestro camino espiritual una aberración diabólica. Quería protegerte de ella y sólo podía conseguirlo alejándote de mi influencia. Jamás debes dudar de que eres mi hijo carnal, ¿lo oyes? Ella no te habría dado nunca el nombre de Christopher; sólo esto es para mí una prueba inconfundible de que no eres… hijo de otro.

—Padre, dime una cosa más: ¿cómo se llamaba? Me gustaría saber su nombre de pila cuando pienso en ella.

—Se llamaba… —la voz de mi padre vacila, como si la palabra se le atascara en la garganta—, su nombre era… se llamaba Ofelia.

* * *

Por fin puedo salir otra vez. Mi padre ha dicho que ya no debo encender más los faroles, ni ahora ni después.

Desconozco el motivo.

El sirviente de la comunidad atenderá a este menester, como hacía antes de mi llegada.

¡Mis primeros pasos —con el corazón tembloroso— se dirigen a la escalera, frente a la ventana! Pero las cortinas del otro lado permanecen corridas.

En el pasaje, después de una larguísima espera, he encontrado a la sirvienta que trabaja en su casa y la he interrogado.

¡Ahora ya es realidad lo que yo intuía y temía vagamente! ¡Ofelia me ha abandonado!

La vieja dice que el actor París ha viajado con ella a la capital.

Ahora también sé por qué he firmado el pagaré; he recuperado la memoria. Él me prometió no dejarla trabajar en el teatro si yo le conseguía dinero.

¡Tres días después rompió su palabra!

Cada hora que pasa me dirijo al banco del jardín. Me miento a mí mismo: Ofelia está allí sentada, esperándome, ¡sólo se esconde para correr en seguida a mis brazos con un grito de júbilo!

Muchas veces me sorprendo en un acto singular: escarbo la arena que rodea el banco con la pala que suele estar apoyada contra la valla del jardín, con un bastón, con el resto de una tabla, con cualquier cosa que tenga al alcance, incluso con las manos.

Como si la tierra escondiera algo que yo debo arrancarle.

En los libros se dice que los sedientos revuelven así la tierra y excavan profundos hoyos con los dedos cuando se han extraviado en el desierto.

Ya no siento dolor, de tan candente que ha llegado a ser. ¿O acaso floto a gran altura sobre mi cabeza, para que el dolor no pueda subir hasta mí?

La capital está a muchas millas corriente arriba… ¿Por qué no me trae el río ningún saludo?

Entonces me hallo de repente junto a la tumba de mi madre, sin saber cómo he venido hasta aquí.

El mismo nombre, «Ofelia», debe de haberme atraído.

* * *

¿Por qué viene ahora el cartero, en el caluroso mediodía, cuando todo descansa, y cruza la Hilera de Panaderos en dirección a nuestra casa?

Aún no le había visto nunca por este barrio. Aquí no vive nadie a quien pudiera traerle una carta.

Me ve, se detiene y rebusca en su cartera de piel.

Estoy seguro: mi corazón estallará si se trata de un mensaje de Ofelia.

Entonces me encuentro, aturdido, sosteniendo en la mano algo blanco con un sello rojo.

* * *

¡Querido y respetado señor barón!

Si abriera por casualidad esta carta para Christopher, ¡se lo suplico, no siga leyendo! No lea tampoco la nota adjunta, ¡se lo imploro desde el fondo de mi alma! Queme ambas hojas en caso de que no quiera entregar la carta a Christl, pero, en cualquier caso, ¡no pierda de vista a Christl ni un solo minuto! Es todavía muy joven y yo no querría tener la culpa de que… cometa un acto irreflexivo si se entera por otros labios de lo que tanto usted como él tienen que saber muy pronto.

Atienda esta encarecida súplica (¡sé que lo hará!) de su obediente y sumisa Ofelia M…

* * *

¡Mi amadísimo y pobrecito amigo!

El corazón me dice que ya has sanado; espero, pues, con toda mi alma que resistirás con fuerza y valentía lo que ahora debo escribirte.

Dios no olvidará jamás lo que has hecho por mi causa.

Le rezo con jubiloso agradecimiento por haberme permitido evitar que cometieras aquel acto.

¡Cuánto debes de haber sufrido por mi causa, mi querido y bondadoso amigo!

Era imposible que hablaras de ello a tu padre; te pedí que no lo hicieras y sé que has atendido mi ruego.

Seguramente me habría hecho una insinuación cuando fui a verle para decirle que nos amamos y despedirme de él… y de ti.

¡De modo que sólo puedes haber sido tú quien firmó el pagaré!

¡Lloro de alegría y júbilo porque hoy puedo devolvértelo!

Lo he encontrado por casualidad sobre el escritorio de ese hombre horrible cuyo nombre ya no pronuncian mis labios.

¿Cómo podría expresarte con palabras mi gratitud, cariño mío? ¿Qué acto sería lo bastante grande para demostrártela de algún modo?

No puede ser que tanta gratitud y tanto amor como siento por ti no se prolonguen hasta más allá de la tumba. Sé que perdurarán para toda la eternidad, de la misma manera que sé que estaré contigo en espíritu y te acompañaré por doquier y te protegeré y guardaré de cualquier peligro como un perro fiel hasta que volvamos a vernos.

¡Nunca hemos hablado de ello porque no hemos tenido tiempo mientras nos besábamos y abrazábamos, amigo mío! Pero créeme: tan cierto como que hay una Providenda, lo es que existe una tierra de eterna juventud. ¡Si no lo supiera, jamás tendría el valor de separarme de ti!

Allí volveremos a vernos para no separarnos nunca más: allí seremos ambos de la misma edad y el tiempo será un presente eterno para nosotros.

Sólo una cosa me preocupa… —pero no, ¡ya sonrío de nuevo al pensarla!— y es que tú no puedas cumplir mi deseo de enterrarme en el jardín, junto a nuestro querido banco.

En vez de esto te ruego, más calurosa y encarecidamente que entonces: ¡por nuestro amor, quédate en la tierra! Vive tu vida, te lo suplico, hasta que el ángel de la muerte te visite de manera espontánea y sin que tú le hayas llamado.

Quiero que seas mayor que yo cuando volvamos a vernos. ¡Por eso debes vivir tu vida hasta el final aquí en la tierra! Yo te esperaré en el más allá, en el país de la eterna juventud.

Sujeta con fuerza tu corazón para que no grite; ¡dile que yo sigo estando contigo, más cerca aún de lo que sería posible con el cuerpo! Alégrate de que por fin, por fin, sea libre… ahora, mientras lees mi carta.

¿Preferirías tal vez saber que sufro? ¡Y lo que sufriría si permaneciera con vida no puede expresarse con palabras! Sólo he echado una ojeada a la vida que me esperaría… ¡una sola! ¡Qué horror!

¡Antes el infierno que semejante profesión!

Aun así lo soportaría con gozo si supiera que de este modo me acercaba a la dicha de unirme contigo. ¡No pienses que abandoné la vida porque no fui capaz de sufrir por ti! Lo hago porque sé que nuestras almas estarían separadas para siempre, aquí y en el más allá. No creas que sólo son palabras para consolarte, una falsa esperanza o una quimera si te digo: ¡sé que sobreviviré a la sepultura y volveré a estar contigo! ¡Te lo juro, lo sé! Cada uno de mis nervios lo sabe. Mi corazón, mi sangre, lo saben. Cien presagios me lo dicen. ¡Cuando estoy despierta, cuando duermo y cuando sueño!

Voy a darte una prueba de que no me engaño. ¿Crees que cometería la temeridad de asegurarte algo si no tuviera la certeza de que saldrá bien?

Escúchame: ¡ahora, donde lees estas palabras, cierra los ojos! ¡Te besaré las lágrimas!

¿Sabes ahora que estoy a tu lado y que estoy viva?

No temas, cariño mío, que el minuto de mi muerte pueda ser doloroso para mí.

Amo tanto al río que no me hará daño cuando le confíe mi cuerpo.

¡Ay, ojalá pudiera ser enterrada junto a nuestro banco! No quiero pedirlo a Dios, pero quizá Él lea mi deseo mudo y pueril y haga un milagro. ¿Acaso no ha hecho muchos y más grandes?

¡Otra cosa, cariño mío! ¡Si es posible, cuando seas todo un hombre, lleno de poder y fuerza, ayuda a mi pobre padre adoptivo!

¡Pero no!… ¡No te preocupes por esto! Yo misma estaré a su lado y le ayudaré.

Será al mismo tiempo una señal para ti de que mi alma puede hacer más de lo que podría hacer mi cuerpo.

Y ahora, amadísimo mío, mi fiel y valiente amor, recibe miles de besos de tu feliz

OFELIA.

* * *

¿Son realmente mis manos las que sostienen una carta y después la doblan con lentitud? ¿Soy yo quien se toca los párpados, el rostro, el pecho?

¿Por qué no lloran estos ojos?

Unos labios del reino de los muertos les han secado las lágrimas con besos; aún percibo su contacto acariciador. Y, no obstante, me parece que ha transcurrido un tiempo enormemente largo. ¿Será tal vez sólo un recuerdo del paseo en bote, cuando Ofelia me besó las lágrimas para secarlas?

¿Dan los muertos vida a la memoria sólo cuando quieren que uno perciba su proximidad como una presencia? ¿Atraviesan la corriente del tiempo para llegar hasta nosotros sólo haciendo funcionar otra vez el reloj en nuestro interior?

Mi alma está petrificada, ¡es extraño que mi sangre siga fluyendo! ¿O es acaso el pulso de un desconocido el que oigo latir? Miro hacia el suelo… ¿Son mis pies los que se dirigen a la casa mecánicamente, paso a paso? ¿Y que ahora suben las escaleras? ¡Tendrían que temblar y vacilar por el dolor de aquél a quien pertenecen, si yo fuera ese alguien!

Por un momento me recorre el cuerpo de pies a cabeza una terrible punzada, como una lanza candente que casi me impele contra la barandilla; entonces busco el dolor en mí y ya no puedo encontrarlo. Se ha consumido a sí mismo como un relámpago.

¿Estoy muerto? ¿Yace mi cuerpo destrozado allí abajo, al pie de la escalera? ¿Es sólo un fantasma el que ahora abre la puerta y entra en el aposento?

No, no es una ilusión, soy yo mismo; sobre la mesa está la comida y mi padre me viene al encuentro y me besa en la frente. Quiero comer, pero no puedo tragar; cada bocado se me atasca en la garganta.

¡De modo que mi cuerpo sufre sin que yo lo sepa!

Ofelia sostiene mi corazón en sus manos —siento sus dedos frescos— para que no me estalle. ¡Sí, sólo puede ser esto! ¡De lo contrario, gritaría!

Quiero alegrarme de que esté a mi lado, pero he olvidado cómo se siente la alegría.

En la alegría participa el cuerpo y ya no tengo ningún poder sobre él.

¿Así que deberé vagar por la tierra con él a cuestas como un cadáver viviente?

La vieja criada sirve la comida en silencio; me levanto y voy a mi habitación; mi mirada se posa en el reloj de pared. ¿Las tres? ¡No puede ser más tarde de la una! ¿Por qué ha dejado de funcionar?

Entonces lo comprendo: ¡Ofelia ha muerto a las tres de la madrugada!

Sí, sí, ahora se despierta en mí el recuerdo: esta noche he soñado con ella; estaba a la cabecera de mi cama y sonreía, llena de felicidad.

«¡He venido a verte, cariño mío! El río ha escuchado mi ruego. ¡No olvides tu promesa, no olvides tu promesa!», me ha dicho.

Como un eco resuenan en mí sus palabras:

«¡No olvides tu promesa, no olvides tu promesa!», repiten, incansables, sus labios, como si quisieran despertar mi cerebro hasta que comprenda por fin el significado oculto de la frase.

Todo mi cuerpo empieza a sentirse inquieto. Como si esperara una orden mía, que yo debo darle.

Me esfuerzo por pensar, pero mi cerebro permanece muerto.

«He venido a verte. ¡El río ha escuchado mi ruego!». ¿Qué significa esto? ¿Qué significa?

¿Debo cumplir mi promesa? ¿Qué promesa le he hecho?

Lo recuerdo de improviso: se trata de la promesa que hice a Ofelia durante nuestro paseo en bote.

Ahora ya lo sé: ¡debo bajar al río! Bajo los escalones de cuatro en cuatro o de cinco en cinco, deslizando ambas manos por la barandilla, saltando apresuradamente en mi gran precipitación.

De repente vuelvo a estar vivo; mis pensamientos se atropellan. «No puede ser —me digo—; estoy soñando una novela inverosímil».

Quiero detenerme y dar media vuelta, pero el cuerpo me empuja hacia delante.

Corro por el pasaje hasta el agua.

Hay una balsa atracada en el muelle.

Dos hombres están de pie en ella.

«¿Cuánto rato tarda el tronco de un árbol en llegar hasta aquí desde la capital?», quiero preguntarles.

Me acerco mucho a ellos y los miro fijamente. Asombrados, levantan la vista hacia mí, pero no me salen las palabras porque en el fondo de mi corazón suena la voz de Ofelia:

«¿No sabes mejor que nadie cuándo llegaré? ¿Acaso te he hecho esperar alguna vez, cariño mío?».

Y la certeza, firme como una roca y luminosa como el sol, que disipa todas las dudas, grita en mi interior: es como si la naturaleza que me rodea hubiese cobrado vida y me gritase: ¡esta noche a las once!

¡Las once! ¡La hora que siempre he esperado con nostalgia!

Como entonces, riela la luna en el río.

Estoy sentado en el banco del jardín, pero la espera no es como la de antes, estoy unido con la corriente del tiempo, ¿cómo podría desear que fuera más rápida o más lenta?

¡En el libro de los milagros está escrito que se cumplirá el último ruego de Ofelia! Este pensamiento es tan estremecedor, que todo lo ocurrido —la muerte de Ofelia, su carta, mi propio sufrimiento, la terrible misión de enterrar su cadáver, el espantoso vacío de la vida que me espera—… todo, todo palidece.

Tengo la súbita impresión de que las miríadas de estrellas que hay allí arriba son los ojos omniscientes de los arcángeles, que nos observan, vigilantes, a ella y a mí.

La proximidad de un poder ilimitado me rodea y me invade. En su mano son todas las cosas un juguete viviente; me roza un soplo de viento e intuyo que me dice: ve a la orilla y suelta la amarra del bote.

Ya no son pensamientos lo que dirige mis actos o mi inactividad: formo parte del tejido de toda la naturaleza y su murmullo secreto es mi razón. Sereno, remo hasta el centro del río.

¡Ahora vendrá ella!

Una franja clara se desliza hacia mí. Un rostro blanco e inmóvil, con los ojos cerrados, flota sobre el agua quieta como una imagen en un espejo.

Entonces detengo a la muerta y la subo hasta el bote.

* * *

La entierro a mucha profundidad en la arena blanda y limpia, sobre un lecho de perfumadas flores de saúco y cubierta de verdes ramas. Después lanzo la pala al río.