IX
Al día siguiente, repleta de aceite, la Chatarra Rodante y Triunfal se sumergió en ríos inatravesables y superó monstruosos peñascos. Un mecánico de Anderson nos dijo que el Expenso tenía cien enfermedades diferentes, todas ellas incurables, y que no duraría otros cien kilómetros, pero como eran nuevas nos reímos en su cara. Pensábamos llegar a Montgomery la noche siguiente, a tiempo para la cena. Incluso consideramos la posibilidad de enviar un telegrama para avisar a los padres de Zelda, no fuera a ser que se llevaran una peligrosa conmoción al vernos aparecer, pero decidimos no hacerlo porque habíamos mantenido tanto tiempo nuestro secreto que ya era muy tarde para renunciar a él.
El hundimiento de Sansón, no lejos de la frontera de Georgia, fue solamente una calamidad cómica, pues, ¿acaso no seguía el viejo Lázaro fuertemente aferrado a la rueda trasera izquierda, último superviviente de los cinco neumáticos con los que habíamos salido de Westport? El bravo Lázaro, con sus calvas y sus abrasiones. Santa Claus, Hércules y Sansón, así como el neumático que abandonamos para que Mr. Bibelick hiciera con él goma de mascar, allá en Filadelfia, ya habían partido hacia el Paraíso del caucho, un cielo completamente desprovisto de clavos y cristales, y en donde siempre se está de repuesto.
Entramos en Georgia por un largo puente de hierro, y estallamos en un prolongado alarido de júbilo, pues Georgia estaba al lado de Alabama y Zelda había ido frecuentemente en coche desde Montgomery hasta lugares como Columbus o Atlanta para ver partidos de rugby. Las arenosas carreteras adquirieron un color celestial, el brillo de los árboles al sol nos resultaba amistoso, los negros que cantaban en los sembrados eran los negros de nuestro hogar. En todas las poblaciones por las que pasábamos Zelda declaraba entusiasmada que conocía a docenas de chicos de aquel lugar, sólo que no recordaba cómo se llamaban. Varias veces llegó al extremo de entrar en los drugstors para hojear listines en un fútil intento de localizar galanes que en tiempos bailaron con ella hasta el amanecer en Sewanee o en la Tech o en la Universidad de Alabama, pero los meses se lo habían llevado todo, excepto algún que otro nombre propio y unos cuantos recuerdos desdibujados.
Pasamos cerca de Athens, sede de la Universidad de Georgia. De haber tenido una avería incurable en este lugar, creo que nos habríamos hecho remolcar hasta Montgomery por un tiro de caballos; cualquier cosa antes de llegar sin nuestra Chatarra Rodante. Nos encontrábamos a solamente trescientos setenta y cinco kilómetros de distancia, y decidimos dormir en Athens, levantarnos antes de que saliera el sol, y hacer el resto del viaje por la mañana. Hasta entonces no habíamos recorrido tantos kilómetros en un día, pero las carreteras de ahí abajo eran lisas y estaban secas, y sabíamos que podríamos hacer mejores promedios que en las Carolinas.
En el hotel nos dieron una habitación que parecía la sala de exposición de un vendedor ambulante: un cuarto enorme con mesas para el muestrario y aspecto en general de negocios, ocupada por los agradables fantasmas del perezoso mundo comercial del Sur. En las calles, las oscuras y balsámicas calles, vimos pasear a las chicas con sus almidonados vestiditos de muselina, chicas con demasiado carmín, pero tranquilas y susurrantes y en cierto modo seductoras a la luz de la cálida luna sureña. Nuestra ronda nocturna de postales parecía casi fuera de lugar: volvíamos a vivir normalmente, volvíamos a respirar el aire que tan bien conocimos un par de años antes en Montgomery. Vi en un quiosco unos cuantos números de Oíd King Brady y Young Wild West y, fascinado por los colores de sus portadas, me compré media docena. Estuvimos leyéndolos en la cama hasta las nueve en punto, momento en el cual, de acuerdo con nuestros planes para el día siguiente, apagamos la luz.
El teléfono sonó violentamente a las cuatro, y nos despertamos tan excitados como si fuera la mañana de un día de Navidad. Nos vestimos medio en sueños y bajamos tropezando a desayunar… ¡pero no había desayuno! Un somnoliento portero de noche se nos quedó mirando en son de burla cuando cruzamos el vestíbulo arrastrando el equipaje. Un somnoliento vigilante bostezó sonoramente cuando entré en el garaje de la acera de enfrente, iluminado por una luz solitaria y azul. Poco después nos encontrábamos instalados en los blandos y polvorientos asientos de cuero que tan bien conocíamos, saliendo a rastras de los últimos retazos de oscuridad, camino de Atlanta.
Apenas algo más que medio despiertos vimos cómo iba desarrollándose la mañana en un villorrio tras otro a medida que avanzábamos. En un pueblo estaban repartiendo leche; en el siguiente, un ama de casa somnolienta sacudía alguna cosa —quizá un niño— en un patio trasero. Luego, durante una hora fuimos adelantando numerosos grupos de negros que, cantando, se dirigían a los campos de algodón y al trabajo de las horas más calurosas.
Justo después de las ocho pasamos por Camp Gordon, donde en tiempos remotos estuve enseñando durante dos helados meses las reglas básicas del «pelotón, derecha» a jóvenes campesinos de Wisconsin; y más tarde la calle del Melocotonero nos dio su sonriente y calurosa bienvenida con sus opulentas mansiones de los ricos de Atlanta, entre luminosas arboledas de pinos y palmeras.
Nos detuvimos en un pequeño café para desayunar, y luego salimos otra vez a la carretera para correr con nuestro cacharro por el polvo endurecido, en un auténtico delirio de placer. ¿Por qué no? Cuando llegara el ocaso habríamos viajado mil ochocientos kilómetros, atravesado toda la costa de un gran país, y reivindicado las virtudes de la Chatarra Rodante frente a todos los mecánicos de la cristiandad. Tan orgullosos nos sentíamos ahora que cuando un cachazudo echa-gasolinas se nos quedó mirando nuestra matrícula de Connecticut le dijimos que Connecticut estaba a ocho mil kilómetros de distancia y que habíamos hecho todo ese trayecto en tres días.
No sólo nos jactábamos de nosotros mismos ante nosotros mismos, sino también de la Chatarra Rodante.
—¿Te acuerdas de cómo se tragó las colinas de Carolina?
—¿Y recuerdas cómo atravesó todos aquellos arroyos embarrados en los que se habían parado otros coches?
—Y cómo se tragó aquella carretera de Charlotte…
—Creo que es un coche maravilloso. Tiene algunos defectos, por supuesto, pero le sobra potencia.
—¡Nuestro buen Expenso!
A mediodía llegamos a West Point que, en contra de la opinión generalizada, no es una academia militar sino solamente la ciudad que separa Georgia de Alabama. Cruzamos el puente, y pisamos la tierra del estado que vio nacer a Zelda, la cuna de la Confederación, el rincón más profundo del Profundo Sur, objeto de nuestros sueños y objetivo de nuestro viaje. Pero estábamos tan excitados de sentimentalismo que no pudimos saborear la emoción de la llegada al nuevo territorio ni mucho menos distinguirla de todas las demás, igualmente inoportunas, que nos embargaron.
La tarde comenzó calurosísima. La carretera discurría por entre marjales arenosos saturados de húmedos vapores que emergían de una proliferación de musgo y en donde se creaba una atmósfera propia de invernadero. Nos detuvimos en Opelika para repostar gasolina. Al lado mismo se encontraba Auburn, sede del Alabama Polytechnic Institute. Fue allí donde Zelda conoció las mayores alegrías de su juventud, pues Auburn estaba íntimamente asociado a Montgomery de la misma manera que la Universidad, su institución fraternal, era parte de Birmingham. Auburn… ¡Bastaban esas pocas letras escritas apresuradamente en una carta para llenarme de inquietud con su anuncio de que Zelda se iba a Auburn para un baile, a ver un partido de rugby o a pasar simplemente un día de ocio…!
Cruzamos Tuskegee cuando el calor de la tarde comenzaba a desprenderse de la tierra como si de humo se tratara. En Tuskegee nos dejamos algo. Al principio no nos dimos cuenta, y era mejor que no lo supiéramos. En una tranquila calle de la ciudad en reposo se nos cayó una pieza esencial de la Chatarra Rodante: desde Tuskegee en adelante nos quedamos sin los servicios de la batería. Con un movimiento limpio e imperceptible, había saltado del coche. Si en estos momentos nos hubiésemos detenido y parado el motor, aunque sólo hubiese sido durante un minuto, por mucha potencia que le hubiésemos aplicado no habríamos podido ponerlo otra vez en marcha.
A estas alturas hablábamos poco. Cuando nos adelantaba algún automóvil, sacábamos toda la cabeza por la ventanilla creyendo que pronto identificaríamos rostros conocidos. De repente Zelda se puso a llorar, a llorar porque todo estaba igual y sin embargo no era igual que siempre. Lloraba por su infidelidad, y por la infidelidad del tiempo. Luego apareció en el siempre cambiante paisaje una ciudad pequeña, agachada bajo los árboles que la protegían del calor.
Simultáneamente mis ojos captaron uno de los carteles más ridículos que jamás haya visto. Era una cosa enorme, deslucida y ajada que colgaba de una oreja en un poste torcido junto a la carretera. En letras casi ilegibles, punteadas irregularmente con bombillas difuntas, el cartel proclamaba que el viajero acababa de llegar a…
Montgomery
«Su oportunidad»
Estábamos en Montgomery: era para quedarse sin aliento; era increíble. Los viajes en tren son, hasta cierto punto, convincentes. El sueño tiende un puente por encima del misterioso salto. Notas que el cambio intrínseco que media entre una ciudad y otra se ha producido durante la noche. En cambio, ahora nos pareció imposible creer que la distancia recorrida un día, estrechamente unida a la recorrida al siguiente, habían terminado por traernos sanos y salvos hasta aquí. ¡Pero si Montgomery formaba parte de otro plano y resultaba que estábamos deslizándonos tranquilamente hacia allí, bajando por Dexter Avenue como si fuese una calle de Westport!
Eran las cinco en punto. Estábamos convencidos de que el Juez y Mrs. Cayre estarían en el porche. Nuestros corazones golpeteaban desesperadamente: ¡Mil Ochocientos Kilómetros! «Hola, qué tal», diríamos… ¿Seríamos capaces de mantener la calma, o caeríamos bruscamente desmayados, muertos? ¿Se rompería en pedazos la Chatarra Rodante ante nuestros atónitos ojos? ¿Cómo quedaría expresada la tremenda vitalidad de nuestro éxito, así como la inesperada tristeza del final del viaje, del propio Sur, del pasado que ella y yo habíamos vivido juntos en esta ciudad?
Doblamos la última esquina y estiramos los cuellos para mirar. Detuvimos el coche delante de casa de Zelda.
No había nadie en el porche. Abrimos con mano nerviosa la puerta del coche, nos apeamos, y ascendimos presurosamente los peldaños de la entrada. Capté media docena de diarios enrollados en cilindros, para permitir su reparto rápido, en un rincón del porche, y un horrible presentimiento me recorrió de pies a cabeza. Zelda estaba junto a la puerta cerrada, la mano en el tirador.
—Pero… ¡si está cerrada! —exclamó—. ¡Cerrada!
Fue como si me hubiese alcanzado un rayo.
—¡Está cerrada! —Zelda no controlaba su voz—. ¡No están en casa!
Intenté abrir la puerta. Conté los diarios.
—Hace tres días que se fueron.
—Es horroroso.
A Zelda le temblaba el labio inferior. Intenté concebir alguna clase de esperanza.
—Probablemente están en… bueno, en el campo o algo así. Probablemente mañana estén de regreso.
Pero las persianas estaban echadas. Toda la casa tenía aire de abandonada.
—¡Mi propia casa, y cerrada! —Zelda hablaba en tono de incredulidad, casi de terror.
Hasta que sonó la voz de una mujer. Zelda se volvió y reconoció a la vecina de al lado.
—Zelda Sayre, ¿se puede saber qué has venido a hacer por aquí?
—Mi casa está cerrada —dijo Zelda en tono tenso—. ¿Qué ocurre?
—Nada —exclamó amablemente sorprendida la mujer—. Nada. El Juez y Mrs. Sayre salieron el domingo por la noche hacia Connecticut. Querían daros una sorpresa. Caray, Zelda, criatura, no me digas que has bajado todo ese camino en automóvil…
Zelda se sentó repentinamente en la escalera y recostó la cabeza contra un poste.
—Eso fue lo que dijeron —prosiguió la vecina—. Dijeron que iban a daros una sorpresa.
¡Ah, y qué duro era que lo hubiesen conseguido, y hasta ese punto!
Y fue así como finalmente llegamos a puerto. Me pregunto si alguna vez una aventura como ésta llega a ser merecedora de todo el entusiasmo invertido en ella, y de todas las ilusiones finalmente perdidas. Sólo los muy jóvenes o los muy viejos pueden permitirse expectativas tan voluminosas y decepciones tan amargas. Y si alguien me hubiese preguntado en ese momento si lo haría otra vez, mi respuesta habría sido un estentóreo NO.
Sin embargo… He descubierto últimamente en mí mismo una tendencia a comprar grandes mapas y estudiarlos detenidamente, a preguntar en los garajes por el estado de las carreteras; a veces, justo antes de echarme a dormir, ciertas Mecas lejanas se me acercan brillantes por entre mis sueños, y le hablo a Zelda de blancas carreteras que se deslizan bajo el ocaso y por entre verdes sembrados camino de una tierra encantada. Tenemos un buen coche —nada de Chatarras Rodantes: un Inexpenso—, lo miramos, nos preguntamos si es suficientemente robusto y potente como para escalar colinas y sumergirse en arroyos, como el otro. Actualmente, cuando nos piden nuestra opinión, siempre decimos que no hay ningún coche como un buen Expenso…
Pero se está haciendo tarde y tengo que ponerle fin a este relato. Después de la catástrofe, tratamos de poner el coche en marcha con intención de ir a casa de la hermana de Zelda, pero descubrimos que la batería había desaparecido. Semanas más tarde averiguamos, accidentalmente, que sus magullados restos habían sido descubiertos en Tuskagee. La pérdida de la batería fue el golpe definitivo, y durante un buen rato nos pareció que el mundo era negrísimo. Pero corrió la voz de que Zelda había vuelto a casa, y minutos después comenzaron a acercarse a la puerta numerosísimos automóviles, y se formó un racimo de caras conocidas a nuestro alrededor: caras divertidas, asombradas, simpáticas, y todas animadas de verdadero placer por su regreso. De manera que al cabo de un rato nuestra decepción se fue apagando y terminó por desaparecer, como todas las cosas.
Vendimos la Chatarra Rodante en Montgomery: no hará falta decir que habíamos decidido regresar a Westport en tren. No conozco de su posterior historia todos los detalles que yo quisiera. Pasó de un hombre al que yo conocía ligeramente a otro a quien no conocía en absoluto, de modo que le perdí para siempre la pista. Quién sabe. Tal vez esté todavía yendo y viniendo entre Durham y Greensboro, con el fiel Lázaro descansando por fin en la rejilla de la rueda de repuesto. Tal vez, menos errática y tan robusta como siempre, la Chatarra Rodante esté desconcertando aún a los garajistas y dando sustos a los salteadores de los marjales de Virginia. Tal vez se haya descompuesto en sus piezas, y haya perdido su identidad y su alma mortal, o quizá haya perecido víctima del fuego o ahogada en el océano. Mi afecto te acompaña Chatarra Rodante, te acompaña a ti y a todos los cacharros que iluminaron mi juventud y se deslizaron cargados de promesas o de esperanzas por todas las carreteras que he recorrido, unas carreteras que todavía discurren, menos blancas, menos deslumbrantes, bajo las estrellas y los truenos y el recurrente e inevitable sol.