V

Tal como saben la mayor parte de norteamericanos, Washington suele ser generalmente considerada como la capital de los Estados Unidos. Su población, incluidos los ministros de los gobiernos difuntos, alcanza según ciertos cálculos la cifra de… Pero me parece que lo mejor será relegar la parte formativa de este capítulo a un apéndice situado al final. Prefiero contar que despertamos entusiasmados, creyendo que Virginia —el auténtico Sur— estaba a sólo una hora de viaje. Pedimos que nos sirvieran un excelente desayuno-en-la-cama, pero esta alegría quedó malograda en cuanto nos enteramos de que no tenían melocotones. Zelda, que no había estado nunca en Washington, no tenía las menores ganas de ver monumentos, porque ver monumentos sólo es una actividad placentera para los que señalan y dan las explicaciones. Así que el primer lugar público que visité fue el garaje, en donde traté de enterarme de qué tal había pasado la noche la Chatarra Rodante.

—Buenos días —me dijo el encargado, un individuo con un parecido inconfundible con el Zar de Todas las Rusias—. ¿Es éste su… coche?

Temerariamente, reconocí que así era. El hombre meneó la cabeza, en un ademán más de tristeza que de ira.

—Si yo fuese usted —insinuó lúgubremente el Zar—, me libraría de él lo antes posible. Si pudiera, claro. En caso contrario, será mejor que se quede por aquí un par de semanas mientras le doy un repaso completo, le cambio las ruedas y los taquets, le libro de unos cuantos chirridos y gruñidos, le pongo faros nuevos, limpio a fondo los cilindros, compro cuatro neumáticos y mando que me traigan un eje para sustituir el que lleva, que está destrozado.

—Pero si tiene muy buen aspecto —comenté yo en tono persuasivo—. Dejando aparte la lista que me ha dado, todo lo demás está de primera.

—En fin —dijo el Zar en tono melancólicamente desesperado—, tengo a dos mecánicos trabajando desde las siete de la mañana. Le pondrán cintas de freno nuevas, porque en el accidente se quedó usted sin las que llevaba. Estará listo a las cuatro. Quizá.

—¡Las cuatro! Pero si tenemos que estar en Richmond esta noche.

—Mejor será que esperen —dijo el Zar—. Además, se le ha gastado la batería. No tenía agua.

—Bueno, eso lo puedo arreglar yo mismo. —Me acerqué a la batería y le propiné una violenta sacudida—. ¿Lo ve?

Ante el pasmo del Zar, la batería cobró vida. ¿Por qué? A mí que me registren. Sacudiéndola con fuerza a intervalos regulares, siempre volvía a funcionar durante una semana entera cada vez.

—De todos modos, fíjese en las ruedas. Mire ésa, la que tiene un remiendo de caucho. ¿O es que la lleva vendada con un pedazo de trapo?

—Ah, ¿se refiere usted a Lázaro? —pregunté cortésmente.

—…a quien sea. Yo hubiera dicho que era un neumático Goodstone. En fin, a esa rueda apenas le quedan unos cuantos radios. Cualquier día se partirá. Es como llevar el coche apoyado sobre un huevo.

Aquí sí que me había pillado. Agarré la rueda y le di una buena sacudida, como a la batería, pero en este caso no obtuve ningún resultado. Los radios permanecieron rotos. También me pilló en lo de los taquets, lo cual distaba mucho de ser justo porque yo no tenía ni idea de qué pudiera ser un taquet. El Zar me explicó que había ocho en total, y que alzaban unas cosas llamadas válvulas. De haber tenido mi coche treinta y dos válvulas de ésas, o aunque sólo hubieran sido dieciséis, no habría sido grave: pero las válvulas de mi Chatarra Rodante eran muy especiales y con ocho taquets no tenían suficiente. Le pregunté al Zar si no podía añadirle ocho taquets más, pero él repuso que no se dedicaba a fabricar coches, sino a repararlos.

Después de haber hecho cuanto estuvo en mi mano por la Chatarra Rodante, dejé que el Zar se hundiera en la tremenda melancolía de los Romanoff, regresé al New Willard, y me encontré a Zelda, preparada e inquieta. Le transmití las lamentables noticias.

—Regresemos —sugirió ella enseguida—. No llegaremos nunca hasta ahí abajo. Nunca. Mejor será que demos media vuelta. Recuerda cuantísimo dinero nos estamos gastando. Hasta ayer eran setenta y cinco dólares. La estancia en Washington nos costará cincuenta dólares más. Total, que de los doscientos que teníamos sólo nos quedarán ochenta.

Le expliqué que el día anterior habíamos tenido que comprar un neumático nuevo.

—Y lo más probable es que tengamos que comprarnos uno cada día. Lázaro está a punto de reventar de puro viejo, y Santa Claus no resistirá otros cien kilómetros.

—Pediré al banco que nos remita un giro telegráfico a algún lugar de Carolina del Sur; ya verás como nos arreglaremos.

Zelda, que es una mujer asombrosamente ingenua, se quedó pasmada y contentísima al enterarse de que la gente envía dinero por vía telegráfica tan sin miramientos. Nos pasamos la mañana comprobando que el melocotón es una especie tan extinguida en el norte de los Estados Unidos como el dinosaurio. Comenzamos a dudar que alguna vez hubiésemos llegado a comer melocotones. No obstante, creíamos haber visto antiguamente grabados en los que aparecían representadas unas niñas que los sostenían en sus manos, y sabíamos que la palabra, por mítica que fuese, había terminado por formar parte del idioma. Abandonando nuestra búsqueda, nos detuvimos ante un quiosco, en donde aliviamos nuestra sed comprando postales de todas las iglesias de Washington y remitiendo mensajes piadosos a nuestros más irreverentes amigos.

Las cuatro en punto se deslizaron por Pennsylvania Avenue y nos saludaron a la puerta del garaje Romanoff; media hora más tarde habíamos sumado un traqueteo más al antiguo puente por el que, en una tarde de pánico y terror, huyeron los fugitivos de Bull Run, y enseguida nuestras ruedas comenzaron a rodar por el Old Dominion.

Soplaba un viento frío y fresco. Lentas y breves colinas ascendían en verde tranquilidad hacia un cielo infantil. Y ya comenzaban los paisajes prebélicos provistos de lunáticas cabañas habitadas por caballeros negroazulados y mujeres con delantales de calicó a cuadros blancos y rojos. El Sur: su brisa templada nos parecía muy agradable. Los árboles ya no echaban la flor con prisas, como si temieran que octubre comenzase a asomar por el calendario, y en los ademanes de sus ramas había la altivez ligeramente cansina de la mano de una gran dama. El sol estaba aquí como en su casa, y rozaba con cariño las desmoronadas ruinas de cosas antaño adorables. Cincuenta años después, todavía podíamos ver las chimeneas y los restos de las paredes que marcaban el lugar en donde se habían alzado viejas mansiones, que nosotros poblamos de agradables fantasmas. Aquí, bajo la alegre wistaria, floreció antaño la forma más dulce de vida: una vida sin parecido alguno con la de Long Island, con sus calles y sus prisas y su pobreza y su dolor, apenas a treinta kilómetros de distancia; una vida que transcurría en un imperio ilimitado cuyo radio era la distancia que podía recorrer un buen caballo a lo largo de una mañana, y cuya ley estaba moldeada solamente por la cortesía y el prejuicio y la pasión.

Y precisamente cuando tomábamos conciencia del pintoresquismo de Virginia, tomamos conciencia también de la insistencia con que esta región subrayaba ese pintoresquismo. Virginia parecía cultivar sus anacronismos y supervivencias, su leyenda de heroísmo derrotado y de impotencia frente a la vulgaridad del industrialismo, pero parecía hacerlo subrayándolo de una manera en exceso estridente. Pese a su maravillosa y brillante historia, su alma tenía un deje aflautado y chirriante.

A eso de las cinco llegamos a Fredericksburg. Intenté reconstruir la batalla de memoria —no estuve allí, pero había leído descripciones— y obtuve un triste fracaso. Localicé el río, la colina y la ciudad, pero todo había cambiado desde el final de la Guerra Civil, y nada de lo que veía me fue de ninguna utilidad. Un gárrulo gasolinero nos dijo que su padre había participado en la batalla y nos dio una idea aproximada de la disposición de las tropas contendientes. Pero si lo que él nos dijo era correcto, todos los libros de historia yerran lamentablemente, tres docenas de generales cometieron perjurio, y Robert E. Lee defendió Washington.

Al llegar el ocaso nos zambullimos en los yermos, los yermos en donde los muchachos de Illinois y Tennessee y las ciudades del golfo dieron su vida y se quedaron durmiendo en los marjales y pantanos boscosos; sin embargo, sobre el ensangrentado campo de batalla no quedaban ahora más que el zumbido de las cigarras y el ondear de las viñas. La carretera comenzó a serpentear por entre charcas de aguas estancadas y marjales crepusculares, y cada vez que por un instante divisábamos una amplia panorámica de cielo abierto, éste había adquirido un tono azul más oscuro incluso que la vez anterior, al tiempo que la boca del siguiente tenebroso y gris conducto aparecía más densa y menos opaca. Finalmente salimos de un túnel verde para encontrar que eran las siete y media y se había hecho completamente de noche. Un extraño nerviosismo comenzó a embargarme, y al acercarnos a la siguiente arboleda conduje con infinito cuidado, consciente de estar cometiendo un acto de profanación, mientras que el grave zumbido de nuestro gran motor estallaba contra las ominosas paredes de follaje.

Fue justo este momento, cuando el peligro nos aguardaba a la vuelta de la esquina —ojalá no lo hubiese adivinado—, el elegido por Zelda para decir que quería conducir ella. Nos paramos en el primer claro y le cedí el volante.

Transcurrieron diez minutos. Había que conducir despacio, y, hasta donde pude averiguar por medio del estudio de la Guía del doctor Jones, que estuve hojeando insatisfactoriamente a la luz de una reciente adquisición, una linterna eléctrica, nos encontrábamos todavía a sesenta y cinco kilómetros de Richmond: más de una hora de camino. Mis extraños temores se concretaron ahora en el miedo a que Lázaro entregase su alma, con un enervante estallido, en mitad de un pantano boscoso, y tener que cambiarlo allí mismo, exponiéndome a las ranas gigantes y los fantasmas y los muertos de antiguas batallas.

Con una dolorosa sensación de vacío vi cómo iban aproximándose los siguientes bosques. Las hojas se abrían chapoteantes hacia los lados, dejándonos paso, y Zelda persiguió una oquedad evasiva, confusa a la luz bizqueante de los faros, uno de los cuales buscaba la carretera que se ocultaba a nuestros pies, mientras el otro, con monstruosa perversidad, se empeñaba en enfocar la cúpula del mundo arbóreo.

Nos deslizamos por una repentina pendiente y, descendiendo todavía con lentitud, comenzamos a rodear la superficie de una oscura charca, cuando un hombre saltó de repente al asfalto, a unos veinte metros delante de nosotros. El fulgor del faro cabizbajo lo iluminó durante un momento y vimos que su cara, parda o blanca, no fuimos capaces de determinar con exactitud su color, se ocultaba tras un antifaz negro, y captamos en su mano derecha el destello de un revólver. La impresión, brutal y pasmosa, duró unos momentos; recuerdo que el hombre emitió un grito incomprensible, y que yo le chillé «¡Cuidado!» a Zelda, e intenté esconderme y esconderla en el asiento. Y justo entonces, en ese preciso instante, hubo una rápida ráfaga de aire frío, una cara de negro antifaz apenas a diez metros de distancia… y con cierta extraña suerte de jubiloso temor comprendí que Zelda había pisado el acelerador a fondo. Soltando un grito ahogado, el hombre enmascarado saltó rápidamente a un lado y evitó por centímetros la embestida taurina del coche. Instantes después ya estábamos lejos, zarandeándonos enloquecidamente en las curvas, dando patinazos y encogiéndonos por miedo a recibir algún balazo, de modo que a duras penas si veíamos la carretera.

Recorrimos así media docena de curvas, siempre a más de sesenta kilómetros por hora, y sólo entonces encontré aliento suficiente como para comentar en voz alta:

—¡Le pisaste a fondo!

—Sí —suspiró lacónicamente Zelda.

—Era lo que había que hacer… pero creo que yo, sin siquiera proponérmelo, hubiese frenado.

—No tenía intención de pisarle a fondo —confesó sorprendentemente—. Lo que yo quería era parar, pero me he hecho un lío y al final me he equivocado de pedal.

Nos reímos y charlamos febrilmente mientras se nos iba relajando el sistema nervioso. Pero la noche era cerrada, Richmond estaba muy lejos, y cuando descubrí que en el depósito apenas nos quedaban unos cuatro litros de gasolina, volví a experimentar aquella extraña sensación de vacío. Los sombríos fantasmas de apenas una hora antes habían cedido paso a visiones de negros asesinos ocultos en pantanos sin fondo, e imágenes de viajeros extraviados flotando boca abajo en negros estanques. Lamenté violentamente el no haberme comprado un revólver en Washington.

Miré con la linterna el mapa de mi libro. Entre nosotros y Richmond parecía haber una sola población, un puntito cuyo siniestro nombre era Niggerfoot. ¡Ah, que no tenga iglesia ni escuela ni cámara de comercio, pero que tenga gasolina!

Diez minutos más tarde apareció en forma de solitaria lucecita que, poco después, se dividió hasta convertirse en media docena de luces correspondientes a las ventanas de una tienda. Al acercarnos un poco más llegamos a distinguir los sonidos confusos de las voces que sonaban en el interior del establecimiento. El asustado estado de ánimo en el que nos había sumido nuestra última experiencia no nos inducía precisamente a parar, pero no teníamos elección. En cuanto el coche quedó alineado junto a la casa, un par de ancianos negros y un cuarteto de crios se nos acercaron. Pedí gasolina. Ellos, siguiendo la inveterada costumbre de su raza, trataron de soslayar el problema. La gasolina quedaba cerrada bajo llave por la noche. Era imposible acceder al depósito.

Dijeron que no con la cabeza. Murmuraron protestas melancólicas e ineficaces. A medida que aumentaba mi vehemencia, su testaruda estupidez no cedió, sino que se fue enturbiando progresivamente. Uno de los viejos desapareció en la oscuridad, para luego regresar con un negro razonablemente joven. Siguieron renovadas discusiones hasta que, por fin, uno de los crios se fue malhumoradamente en busca de un balde. A su regreso, otro crío se llevó el balde carretera arriba, y quince minutos más tarde otro crío completamente nuevo llegó con tres o cuatro litros de gasolina.

Entretanto, yo había entrado a comprar pitillos en la tienda, y me encontré inmediatamente encerrado en una atmósfera miasmática que me dejó una impresión tan viva como imborrable. Ni siquiera ahora podría decir con claridad qué pasaba en el interior de aquella tienda, si se trataba de una orgía a la luz de la luna, de la interminable partida del día de la paga, de alguna cosa más siniestra incluso, o de algo en absoluto siniestro. Tampoco pude determinar si el hombre que me atendió era blanco o negro. Pero sí sé una cosa: que todo el establecimiento estaba sencillamente atestado de negros, y que la atmósfera física y moral que proyectaban me resultó oprimente y obscena. Me alegré de encontrar otra vez la salida a la calurosa noche, en la que había salido la luna y llegado el portador de gasolina, y en donde los dos negros viejos lanzaban sonoras carcajadas en falsete que expresaban su admiración por el tamaño y el tronar del motor del Expenso.

Hacia las nueve de la noche la carretera adquirió solidez y suavidad, y unas luces temblorosas penetraron en nuestras conciencias, hasta que por fin la ciudad en torno a la que habían girado cuatro cruentos años comenzó a crecer a nuestro alrededor.

Pero, como pronto pudimos descubrir, entrar en Richmond era muy complicado. La ciudad estaba cercada por murallas inexpugnables. Las calles que probamos se encontraban en diversos y cavernosos estados de reparación, y adornadas con románticos farolillos rojos: algo así como si se celebrase allí un carnaval de topos. Comencé a creer que las defensas erigidas en la crisis de 1865 no habían llegado a ser derruidas, y seguían repeliendo con valentía al invasor yanqui; pero finalmente cedieron, y nos permitieron llegar a nuestro inevitable destino, el Mejor Hotel de la Ciudad…

—Buenas noches —le dije apresuradamente al conserje—. Venimos de Connecticut. Quisiéramos una habitación con baño. —Le sonreí, tratando de ganarme sus simpatías—. O mejor un baño con habitación.

En lo esencial, era el mismo discurso gracias al cual habíamos logrado colarnos en el New Willard. Y aquí sirvió para conseguir el mismo objetivo; y no sólo eso, pues nos dieron la suite nupcial, una estancia inmensa, tan triste como la tumba de un industrial. Mientras el agua humeaba en la bañera, Zelda y yo analizamos la situación. No habíamos dejado a nuestras espaldas más que un solo estado —o distrito—, pero ya habíamos recorrido algo más de doscientos kilómetros y conocíamos el sabor de lo dramático. A lo largo de toda la tarde habíamos ido padeciendo impresiones, una tras otra, hasta alcanzar la culminación en forma del solitario salteador de los pantanos. Pero un acontecimiento más estaba destinado a enturbiar todavía la destrozada ecuanimidad de la jornada. No se trataba de un nuevo salteador. Sino de un pedazo de lengua.

Se encontraba en mitad de la alfombra, callado y casi discretamente situado en su mismo centro, y después de moverlo delicadamente con la punta de un lápiz comprobé que llevaba allí varias semanas.

Luego le volví rápidamente la espalda, pues oí que Zelda hablaba con voz tensa y apasionada por teléfono:

—¿Oiga? ¡Llamo desde la habitación doscientos noventa y uno! ¿Cómo se atreven ustedes a darnos una habitación con montones de carne esparcida por todo el suelo?

Una pausa. Tuve la misma sensación que si todo el sistema telefónico del hotel estuviese temblando de furia:

—¡Sí, he dicho «montones de carne esparcida por todo el suelo»! ¡Carne podrida! ¡Es absolutamente espantoso…! ¡De acuerdo! ¡Ahora mismo!

Colgó violentamente el teléfono y volvió hacia mí unos rasgos escandalizados.

—¡Es increíblemente repugnante!

Cinco minutos después, cuando Zelda ya estaba envuelta en los vapores de su baño de agua caliente, llamaron a la puerta. Al abrirla me encontré con un conserje apurado y compungido. Detrás de él había tres criados negros provistos de grandes palas.

—Perdone usted —me dijo el conserje—. Ha llamado la señora diciendo que estaba todo el suelo cubierto de carne podrida.

Con ademán severo, señalé.

—¡Mire! —dije.

El hombre miró con ojos corteses.

—¿Dónde?

La lengua, que aún poseía un tono rojizo, resultaba casi invisible sobre el fondo carmín de la lúgubre alfombra. Al final el hombre la distinguió y le hizo una seña a uno de los negros para que la capturase.

—Y bien, ¿dónde está el resto, señor?

—Le aseguro que no lo sé —le dije secamente—. Tendrá que averiguarlo usted mismo.

Tras una perpleja búsqueda detrás de los radiadores, en el armario y debajo de la cama, los negros informaron que no había más pedazos de lengua. Con sus palas al hombro, se encaminaron a la puerta.

—¿Alguna cosa más? —preguntó ansioso el conserje nocturno—. Siento muchísimo lo ocurrido, señor. Esta es la primera vez que aparece carne podrida en una de las habitaciones del hotel, señor.

—Espero que no haya nada más —dije con firmeza—. Buenas noches.

El hombre cerró la puerta.