I
El sol, que había estado golpeando ligeramente mis párpados cerrados durante una hora, me aporreó de repente los ojos con potentes y cálidos martillazos. La habitación quedó inundada de luz, y las diluidas frivolidades del empapelado lloraron el florido triunfo del mediodía. Desperté en Connecticut y volví a la normalidad.
Zelda estaba despierta. Obvio, pues al cabo de un instante entró en mi cuarto cantando a voz en grito. Me gusta escuchar a Zelda cuando canta bajito, pero cuando lo hace gritando suelo ponerme yo a cantar también a gritos, para defenderme. De modo que empezamos a cantar una canción que hablaba de galletas. La canción contaba que allá en Alabama la gente desayuna galletas, lo cual hace que todos sean muy guapos y agradables y alegres, mientras que aquí, en Connecticut, todo el mundo come huevos y bacon y tostadas, lo cual hace que sean todos muy ceñudos y aburridos y desdichados, en especial cuando son personas que de pequeños fueron criados a base de galletas.
De manera que al final la canción terminó, y le pregunté a Zelda si le había pedido a la cocinera…
—Ni siquiera sabe qué es una galleta —me interrumpió quejumbrosamente Zelda—, y, en fin, ojalá pudiese al menos comerme unos melocotones.
Entonces se me ocurrió una idea alocada y de un brillo espectacular.
—Me vestiré —dije con voz afónica—, bajaremos y nos meteremos en el coche, que por lo que veo quedó ayer noche abandonado en el patio, pues te tocaba a ti el turno de guardarlo, pero estabas demasiado ocupada para hacerlo. Nos sentaremos en el asiento delantero, y nos iremos hasta Montgomery, Alabama, y allí comeremos galletas y melocotones.
Me quedé muy satisfecho en cuanto comprobé que ella estaba todo lo impresionada que yo esperaba. Pero se limitó a mirarme fijamente, fascinada, y dijo:
—No podemos. Ese coche no llegará tan lejos. Además, no deberíamos hacerlo.
Comprendí que esto no eran más que simples formalidades.
—Galletas —dije en tono insinuante—. ¡Melocotones! Rosados y amarillos, suculentos…
—¡No sigas! ¡No!
—Un sol cálido. Les daremos una sorpresa a tus padres. No les escribiremos avisando que vamos para allá, y así, dentro de una semana, podemos frenar delante de la puerta de su casa y decir que, como en Connecticut no encontrábamos comida, hemos decidido bajar hasta allí y zamparnos unas gall…
—¿Estaría bien el hacerlo? —suplicó Zelda, exigiendo estímulos imaginativos.
Comencé a trazar un cuadro etéreo en el que nos deslizábamos hacia el sur por los centelleantes bulevares de muchas ciudades, y luego por tranquilos caminos y fragantes valles cuyas ramas de madreselva nos enredarían el cabello con sus blancos y dulces dedos, para más adelante entrar en polvorientos pueblos rurales, en donde, con ojos asombrados, pintorescas jovencitas de anchos sombreros de paja contemplarían nuestro paso triunfal…
—Sí —objetó ella pesarosa—, si no fuera por el coche.
Y es así como llegamos a la Chatarra Rodante.
La Chatarra Rodante nació en primavera de 1918. Era de la altiva marca Expenso, y durante su infancia costaba algo más de tres mil quinientos dólares. Por supuesto, aunque nominalmente fuese y se esforzara por ser todo lo Expenso que su nombre indicaba, de forma extraoficial era la Chatarra Rodante, y era en esta segunda forma como la habíamos comprado varias veces. Una vez cada cinco años, aproximadamente, algunos fabricantes sacaban una Chatarra Rodante, y los vendedores, sabedores de que somos del tipo de personas a las que hay que venderles las Chatarras Rodantes, venían a vernos inmediatamente.
Pues bien, esta Chatarra Rodante en particular dio lo mejor de sí misma antes de llegar a nuestras manos. Más concretamente, una vez se le rompió el espinazo y la reparación no fue del todo satisfactoria, y los problemas resultantes hacían que cojeara marcadamente hacia un lado; también padecía diversas dolencias estomacales de tipo crónico, así como astigmatismo de ambos faros. No obstante, a su horripilante y tranqueteante modo, era un automóvil rapidísimo.
En cuanto a sus apéndices, la pobre Chatarra Rodante había cuidado tan poco de sí misma que prescindía de todas las herramientas con las solas excepciones de un decrépito gato y una manivela que, adecuadamente aplicada, podía llevar a efecto la sustitución de una rueda con el neumático pinchado o deshinchado por otra con el neumático en buen estado.
A fin de compensar tales desventajas, que producían en conjunto un efecto de debilidad general, era un Expenso, con su nombre en la chapita del morro, y eso sólo ya era motivo suficiente para sentir orgullo. Zelda dudó. Se sintió deprimida. Se sentó en mi lado de la cama e hizo algunos comentarios negativos acerca del coste de un viaje así y el hecho de abandonar la casa por tanto tiempo. Finalmente se levantó y se fue sin añadir ningún comentario, y al poco rato oí el ruido de una maleta sacada a rastras de debajo de una cama.
Y así fue como empezó. Media hora después del nacimiento de la Idea ya estábamos avanzando parsimoniosamente por una carretera campestre de Connecticut, bajo el sol de julio. En el asiento de atrás se amontonaban tres grandes bolsas de viaje, y las manos de Zelda sostenían un mapa de diez centímetros de lado, arrancado de un folleto de la More Power Grain and Seed Co. Este mapa de los Estados Unidos, junto con las dos tristes herramientas y unas gafas a las que les faltaba el cristal de uno de los ojos, era todo el material de que disponíamos para el viaje.
Paramos en Westport al llegar a nuestra gasolinera favorita, y nos cargaron de los líquidos corrientes, bencina, agua y aceite de enebro… ¡Oh no! Estaba pensando en otra cosa. Durante este proceso, cierto número de individuos se fijaron en las bolsas de viaje y se agruparon en torno al coche, y nos oyeron comentarle al proveedor de líquidos que nos íbamos de gira hasta Alabama.
—¡Caray! —exclamó uno de los mirones en tono atemorizado—. ¿No cae eso allá por Virginia?
—No —repliqué con frialdad—. No está en Virginia.
—Alabama es un estado —dijo Zelda, dirigiéndole lo que podríamos calificar de mirada malévola—. Yo nací allí.
El personaje de intereses geográficos se tranquilizó.
—Bien —dijo alegremente el encargado de la gasolinera—, ya veo que piensan quedarse allí toda la noche.
Señaló las bolsas.
—¡Toda la noche! —exclamé apasionadamente—. Pero si se tarda toda una semana en llegar.
El encargado de la gasolinera se llevó tal sobresalto que se le escapó el tubo del surtidor y se mojó los zapatos de gasolina.
—¿Quiere decir que piensan ir con esta Chatarra Rodante a un sitio que está a una semana de camino?
—Ya me ha oído decir que vamos a Alabama.
—Sí. Pero antes había creído que eso era el nombre de un hotel de Nueva York.
Algunos de los mirones comenzaron a reír por lo bajo.
—En cuál de las mitades del coche piensan viajar —dijo una voz detestable—, ¿en la de arriba o en la de abajo?
—Les desafío a una carrera hasta allí, ustedes con ese cacharro y yo con el carro de la leche.
—¿Qué piensan hacer, dejarse bajar por la pendiente?
La atmósfera resultaba cada vez más irrespirable. Lamenté que no nos hubiésemos limitado a decir que íbamos a Nueva York por la ruta postal. No era fácil, sin embargo, darse aires en presencia del encargado, pues había sido el médico de cabecera de nuestra Chatarra Rodante durante varios meses, y nos miraba meneando solemnemente la cabeza. Por fin, en tono de funeral comentó:
—¡Que Dios les ampare!
Metí la primera.
—¡No se preocupe! —repuse secamente.
—Será mejor que cambien la carrocería y pongan otra en forma de ataúd.
Levanté el pie del embrague, con intención de salir disparado y alejarme veloz y triunfalmente de esta desagradable escena, y atropellando de paso a varios de los integrantes de aquel creciente gentío. Por desgracia, la Chatarra Rodante eligió justo ese momento para soltar un estornudo y echarse a dormir.
—Este coche sabe lo que se hace —comentó el mecánico—. Tanto hablar de «Alabama»… Es como pedirle a un asilo de ancianos que forme un equipo de rugby.
A estas alturas yo ya había conseguido engatusar al motor y arrancarle un sonoro aunque irregular cacareo, y con un tremendo gruñido salimos al galope por la ruta postal de Nueva York.
Si yo fuese Mr. Burton Holmes, ahora pondría aquí una descripción de todos los sitios por donde pasamos entre Westport y Nueva York; contaría que en uno de los lugares que vimos todos los aborígenes usan sombreros azules y trajes entallados, y que hay otro lugar en donde no llevan ningún tipo de traje, sino que se pasan el día nadando al sol en un viejo socavón enlodado, a apenas cien metros de la carretera. El lector encontrará datos y detalles de tales lugares en cualquier guía automovilística, junto con el número de habitantes y centros de interés, así como instrucciones para entrar torciendo a la izquierda y salir torciendo a la derecha. Demos todo eso por sabido: la parte instructiva de esta crónica empieza algo más adelante.
Había, lo recuerdo, una pista de carreras cerca de Nueva York, o tal vez fuese un aeródromo, y muchos puentes muy altos que conducían a alguna parte, y luego llegaba la ciudad. Calles, muchedumbres poblando esas calles, una leve brisa, y un chapoteo y una pleamar y un torbellino de caras, como la punta blanca de mil olas, y coronándolo todo, un rumor intenso y cálido.
A nuestro lado fueron pasando policías enormes con los rasgos de Parnell, De Valera, Daniel O’Connell, policías gigantescos con los rasgos de Mr. Mutt, de Ed. Wynn, del ex presidente Taft, de Rodolpho Valentino, rasgos graves, rasgos regordetes, rasgos melancólicos, todos iban deslizándose a nuestro lado como mojones azules, y después iban empequeñeciéndose y achaparrándose, y escalonándose en fila descendente como un boceto de una lección de perspectiva. Después la ciudad misma se alejó de nosotros, y quedó atrás, y nosotros, vibrando involuntariamente al unísono con el transbordador de Jersey, sentimos pena por todas las caras que habíamos dejado atrás, casi hubiésemos podido llorar por ellas pues no iban a poder saborear el sol que nosotros saborearíamos, ni iban a poder comer las galletas ni los melocotones, ni seguir las blancas carreteras desde el amanecer hasta la salida de la luna… Ser joven, viajar rumbo a las lejanas colinas, ir hacia el lugar en donde la felicidad colgaba de las ramas de un árbol, como un anillo que atrapar, como una luminosa guirnalda que conquistar… Todavía era algo que se podía hacer, pensábamos nosotros, un refugio contra la monotonía y las lágrimas y la desilusión propias del mundo estacionario.