IV

Al sur de Brandywine zigzagueamos a lo largo de una carretera cercada de ciruelos en flor y arboledas blancas como la nieve. Más allá de los huertos el sol comenzaba a descender por el oeste. Se quedó planeando a media altura, perfilando en siluetas grises con fondo dorado antiguas casas señoriales holandesas y graneros de piedra que ya habían sido erigidos allí cuando Cornwallis, calzado con sus brillantes botas negras, salió de una ciudad desmoronada para darles un imperio a un grupo de campesinos armados; e incluso antes, cuando el temerario Braddock murió lanzando una blasfemia de postín en un bosque que escupía llamas. Seguimos avanzando hacia el sur, cruzando riachuelos por largos puentes grises, camino de Havre de Grace, esa orgullosa y anciana dama con las manos cruzadas que, en susurros propios de quien tuvo alta dignidad, insinuaba que en tiempos remotos fue una de las candidatas a ser capital de la nación.

Pero en lugar de casarse con un presidente lo hizo con un fontanero, y el fruto de la unión fue un gran anuncio que se balanceaba con flagrante vulgaridad sobre la calle por la que entramos nosotros, como un mendigo que tiende su gorra pidiendo unas monedas.

Luego atravesamos Maryland, el estado más adorable, con la carretera cercada de vallas blancas. Maryland, el estado de Charles Carroll de Carrollton, de la Annapolis colonial y sus floridos brocados. A estas alturas, todos y cada uno de sus campos todavía parecen el césped de una casa solariega, y todas las calles mayores de sus pueblos son un mercado de caballos en el que resuenan ecos de los chistes de los cafés londinenses y el rico tintineo de las espuelas de St. James Street: chistes y espuelas que fascinan especialmente a las guapas y los guapos de provincias debido, tal vez, a que les llegan con tres meses de retraso. Aquí nació el bisabuelo de mi bisabuelo (lo mismo que mi padre), en una granja situada no lejos de Rockville y llamada Glenmary. Y, cuando era pequeño, mi bisabuelo se pasó una mañana entera sentado en la cerca de la fachada, viendo pasar el río caudaloso de los batallones grises de Early, que trataban de tomar Washington por sorpresa en lo que fue la última gran amenaza de los confederados.

Seguimos viajando a través de bosques más bellos que los bosques azules que uno encuentra en Minnesota el mes de octubre, cuando sube la niebla, y campos tan verdes y frescos como los de Princeton en mayo. Nos detuvimos en una pequeña posada vestida con la maraña de la madreselva silvestre, y pedimos un cucurucho de helado y un emparedado de pollo. Descansamos sólo cinco minutos —ahora el sol nos rodeaba por todas partes— pues debíamos apresurarnos a seguir bajando y bajando, hacia el calor, hacia la dulce suavidad crepuscular, hacia el verde corazón del sur, hacia el pueblo de Alabama en donde nació Zelda.

Una vez dejada atrás la Posada de la Tranquilidad las carreteras eran maravillosas rarezas: un bulevar ininterrumpido que trazaba una cinta muy ancha por las altas colinas verdes, para dejarse luego caer simétricamente a través de soleados valles. Ya estábamos en pleno ocaso cuando entramos en las picantes calles de Baltimore, repletas de negros, y comenzaba a ser de noche cuando llegamos a Washington. El bulevar se fundió súbitamente con una calle de barrio residencial.

—¿No te ha parecido maravilloso? —exclamó alegremente Zelda.

—Maravilloso. Hoy hemos recorrido doscientos ochenta kilómetros. Y ayer sólo hicimos ciento veinte.

—¡Hay que ver lo listos que somos!

—Y hemos atravesado seis estados sin el más mínimo problema, aparte del pichazo de Filadelfia.

—Jamás me había ocurrido nada mejor —dijo ella en éxtasis—, y hemos estado al aire libre y me siento magnífica y sana y… estoy encantada de haber venido. ¿Cuántos días faltan para llegar allí?

—Oh, unos cinco… tal vez cuatro si somos muy rápidos.

—¿Podríamos? —preguntó Zelda—. Oh, intentémoslo mañana, sí. Todo eso que nos dijeron del coche era una tontería. Sólo pretendían fastidiarnos. ¿Por qué…?

—¡Basta! —exclamé temeroso—. ¡Basta…!

Pero ya era demasiado tarde. Habíamos tentado al destino con pasmosa temeridad: con súbitos truenos y estrépitos, el monótono zumbido del mundo se convirtió en un estruendo, el coche pareció romperse en pedazos ante nuestros propios ojos, y fue como si de repente estuviéramos tendidos en la calle, milagrosamente ilesos, pero siendo arrastrados por una calzada irregular, un enguijarrado que temblara furiosamente a núestro paso. Y, sin embargo, no habíamos caído a la calzada —o eso al menos fue lo que nos dijeron ciertas reliquias de racionalidad— sino que seguíamos entre suaves almohadones de cuero, y el volante estaba todavía en mis manos. En el momento del desastre, un objeto luminoso había lanzado su destello contra nosotros mientras pasaba a velocidad de vértigo, un objeto extraño y sin embargo conocido, que pronto desapareció de nuestra vista.

Tras un período dolorosísimo e interminable de traqueteo furioso, el coche, o la pieza suelta del coche en la que seguíamos sentados, siguió avanzando con frenéticas sacudidas a una velocidad de treinta kilómetros por hora; intenté usar el freno de mano, pero se negó a funcionar. Por fin lo comprendí: la mitad trasera del coche se arrastraba por la calzada. Oí ciertos sonidos extraños e incoherentes emitidos por Zelda, y supuse que de un instante a otro me vería arrastrado hacia el cielo en lo alto de una columna de fuego, para ser ofrecido como holocausto de la gasolina.

Después, cuando debían de haber transcurrido un par de minutos al rojo tras el primer tirón de la catástrofe, la Chatarra Rodante, dando un horrible y final brinco, paró del todo.

—¡Baja! —le grité a Zelda—. ¡Baja! ¡Va a estallar!

En mitad del repentino silencio, el hecho de que ella no se moviera ni contestara, pues se limitó a emitir un extraño sonido como de llanto, pareció estar cargado de una significación siniestra.

—¡Baja! ¿No lo entiendes? ¡Ha saltado una rueda! ¡Esto va a estallar! ¡Baja!

De repente, mi nerviosismo se convirtió en ira. ¡Zelda estaba riendo! ¡A carcajadas! Una risa incontrolable hacía que se doblara por la cintura. Precipitadamente, la saqué del coche a empujones y, entre tirones y amenazas, me la llevé a cierta distancia.

—¡Santo Dios! —dije jadeando—. ¡Ha saltado la rueda! ¿No lo entiendes? La rueda, ¡ha desaparecido!

—¡Ya lo veo! —exclamó Zelda, retorciéndose de risa—. Desapareció por completo.

Enfurecido hasta el frenesí, le di la espalda. La Chatarra Rodante, temblando ligeramente, seguía allí, en ominoso silencio. Una cola de chispas se extendía tras ella a lo lago de unos ciento cincuenta metros. Impulsado no tanto por la voluntad como por la agitación, salí trotando como un perro descoyuntado en la dirección que habían emprendido la llanta y el neumático, que eran los bautizados con el nombre de Santa Claus. Tuve la sospecha de que a estas alturas ya habían llegado al Capitolio o le estaban anunciando nuestra tormentosa aparición al conserje del New Willard. Pero me equivocaba. Dos manzanas más allá me encontré a Santa Claus, tranquilamente tumbada de costado, durmiendo un sueño inocente y reparador, y, a primera vista, ilesa. En la oscuridad creciente, se habían congregado a su alrededor una docena de crios que primero miraron el neumático, y luego alzaron la vista al cielo, evidentemente convencidos de que Santa Claus era un cuerpo meteórico recién caído del Paraíso.

Me abrí paso, dándome importancia, hasta el centro del grupo.

—A ver —dije, en tono seco, eficaz—, esto es mío.

—¿Y quién dice lo contrario?

Me parece que los crios sospechaban que había estado haciéndola rodar, como si se tratase de un aro.

—Saltó del coche —añadí con cierta timidez, pues la excitación ya había desaparecido—. Me la llevaré.

Me la cargué sobre el hombro de la manera más digna que me fue posible ante la mirada de los crios, y regresé con paso tambaleante hasta la Chatarra Rodante, que cuando llegué estaba rodeada de una muchedumbre entusiasta.

Me puse al lado de Zelda y nos quedamos mirando, como los demás. El coche, con el eje posterior firmemente apoyado en la calzada, parecía una mesa de tres patas. De todos lados me llegaban los comentarios admirados de los vecinos de Columbia, que en su mayor parte estaban hasta hacía un momento tomando el fresco en el porche de su casa.

—Se le saltó la rueda, ¿eh?

—¡Caray! ¡Mira el coche, está torcido!

—Sí. Se le saltó.

—¿Ah, sí?

—¿Y la rueda, dónde está?

—Se le saltó.

—Salió volando calle abajo. Tendrías que haberla visto volar.

—Yo la he visto pasar. Era cosa de ver. ¡Caray!

—Y le he dicho a Morgan: «Mi puta madre, ¿ves lo que yo veo? Una rueda». Y Morgan me ha contestado: «Qué va». Y yo le he dicho: «Que te digo que sí. Una rueda. Sola».

—¿Qué ha pasado? ¿Se le saltó?

—Sí.

—Tendrías que haber visto el coche. De repente se ha oído un ruido tremendo, y Violet y yo hemos salido a mirar y hemos visto el coche sin rueda, pegando brincos, sabes, y venga saltar chispas por detrás, como si fuese un cohete.

—Y la señora que iba en el coche reía y reía sin parar.

—Sí. Yo también lo he visto. La mujer se reía.

—Pues le habrá parecido gracioso.

A estas alturas hubo alguien que se fijó en mí, modestamente emplazado en las afueras del corro, rueda en mano, y los mirones cambiaron de tono para mostrarse a partir de entonces más reticentes. Sus comentarios se limitaron desde ese momento a preguntar si se le había saltado la rueda al coche, y yo, muy educadamente, les expliqué a todos que, en efecto, se le había saltado. Y me miraron con recelo. Parecía reinar entre ellos la vaga sospecha de que era yo quien había organizado las cosas de modo que la rueda saltara. Nos quedamos un ratito charlando. De hecho, siendo yo el anfitrión, incluso hice correr un paquete de cigarrillos. Varias cerillas fueron encendidas, y todos los presentes examinaron el eje. Cada uno de ellos exclamó «¡Caray!» con la entonación adecuada; y hubo incluso quien tuvo la amabilidad de inspeccionar el morro del coche y hasta probar si el claxon funcionaba.

—Al menos el claxon está bien —dijo, ante lo cual todos los presentes reímos con ganas, incluidos Zelda y yo. Ella parecía haber gastado todas sus carcajadas durante la tensión de la catástrofe, y en estos momentos percibí en su mirada cierta luz muy peligrosa. Se hubiera dicho que estaba midiendo la distancia que mediaba entre ella y el mirón más próximo.

—Creo que deberíamos hacer algo por ponerle remedio —dijo Zelda severamente.

—De acuerdo —repuse sin mucha fuerza—. Iré a una casa de por aquí y telefonearé a un garaje.

Zelda mantuvo su silencio amenazador.

—Pueden remolcarlo hasta el centro de Washington, sabes. —Me volví hacia la muchedumbre—. Supongo que habrá algún teléfono por aquí.

Como si esto fuese una señal preestablecida, la muchedumbre comenzó a desvanecerse. Como mínimo, se fueron todos los mirones que tenían teléfono, pues, cuando repetí mi comentario a media docena de personas que se quedaron, todos contestaron o bien que no tenían teléfono o que vivían al otro extremo de la ciudad. No sé por qué, pero me dolió. Pensé que yo siempre había dejado usar mi teléfono a los náufragos, incluso cuando eran desconocidos y llamaban a altas horas de la noche.

—¡Eh! —Uno de los supervivientes había acercado una cerilla encendida al eje—. Esto está perfectamente bien. De la cinta de freno no queda ni rastro, pero el tambor está bien. Levante el coche con el gato, meta la rueda, y ya está.

Era un joven, un soldado al que acababan de licenciar y que aún vestía parte de su uniforme. Sus palabras me animaron muchísimo. Todo lo relativo a la mecánica, empezando por clavar clavos y terminando por la dinámica aplicada, es para mí un oscurísimo secreto, y si este mismo accidente nos hubiese ocurrido en el centro del Sahara, me habría ido caminando hasta un garaje de El Cairo sin que ni por un momento se me ocurriese la posibilidad de reparar el coche y ponerlo de nuevo en marcha. Inspirado por el joven militar y por otro entusiasta mirón que se desprendió inmediatamente de la americana, me puse a buscar el gato. Diez minutos más tarde la Chatarra Rodante ya estaba entera otra vez, y como nueva, vista al menos con mis ojos de inexperto.

Agradecido pero azorado, aparté por turnos del grupo a cada uno de mis ayudantes e intenté pagarles al menos el tiempo que me habían dedicado, pero ninguno de los dos quiso saber nada de eso. El soldado repelió fácilmente mi intento; el otro se mostró ofendido.

—¿De qué diablos te reías tantísimo cuando este cacharro pegó el estampido? —le pregunté a Zelda cuando nos pusimos en marcha, a la conservadora velocidad de diez kilómetros por hora.

Recordándolo, Zelda volvió a sonreír.

—Mira… Resultaba tan ridículo que esa rueda enloquecida saliese disparada calle abajo, y que el coche comenzara a dar esos brincos y que tú pusieras esa cara de bobo mientras le pegabas tirones al freno de mano y gritabas todo el rato que el coche iba a estallar…

—A mí no me parecía en absoluto gracioso —repliqué envaradamente serio—. ¿Y si yo también me hubiese puesto a reír en lugar de tirar del freno de mano? ¿Dónde estaríamos ahora?

—Probablemente en el mismo sitio que ahora.

—Desde luego que no.

—Desde luego que sí. De todos modos, el coche se paró solo. Eso fue lo que dijo aquel hombre.

—¿Cuál?

—El soldado.

—¿Cuándo lo dijo?

—Cuando estábamos con él. Dijo que el freno de mano se desconectó automáticamente al saltar la rueda. No hubiese importado que te hubieras puesto a reír como yo.

—De todas maneras, desde el punto de vista lógico mi actitud fue la adecuada.

—Pero la que más se divirtió fui yo, y creo que hemos venido precisamente a divertirnos.

Descorazonado al ver que repudiaban con tanta facilidad mi heroísmo, frené delante del Willard, en donde se nos presentó inmediatamente un nuevo problema. ¿Nos dejarían entrar? No teníamos —sobre todo yo— el aspecto de los respetables clientes que acostumbran alojarse en los hoteles de moda. El efecto global que yo producía era el de una ruina humana, un paisaje en negro y gris. Mis manos eran sendos cuajarones de una agrisada mezcla de grasa y tierra, y mi rostro parecía el de un atrevido deshollinador. También Zelda iba cubierta de polvo y, de acuerdo con su criterio femenino, estaba infinitamente más impresentable que yo. Tuvimos que hacer acopio de todos nuestros arrestos para apearnos de la Chatarra Rodante ante la mirada despectiva del portero, y entrar en el hotel. ¿Entrar? Más bien zambullirnos. Atravesamos el vestíbulo como delincuentes perseguidos, llamamos urgentemente la atención de un atónito conserje, y tratamos de pedir disculpas.

—Acabamos de aterrizar… digo, de llegar, de Connecticut —declamé apasionadamente—. Queremos una habitación y un baño. ¡Quiero decir que queremos una habitación CON BAÑO!

Sentí la necesidad de dejar claramente sentado ante el conserje que no pertenecíamos al rebaño de los enemigos del agua, que bajo la crisálida de suciedad se escondían dos maravillosas mariposas que emergerían tan pronto como pudieran aplicarse agua caliente.

El conserje repasó el registro con su zarpa. Noté que había que apremiarle un poco más.

—He dejado el Expenso ahí afuera. ¡Mi EXPENSO! —Le di tiempo suficiente como para que relacionara la idea del Expenso con la idea de una riqueza inagotable, y luego añadí—: ¿Hay algún garaje en Washington? Quiero decir, ¿hay alguno por aquí cerca? No quiero decir que si hay un garaje en el mismo hotel, sino cerca de aquí, me entiende. Verá, mi…

Alzó la cabeza y me contempló con rasgos desprovistos de toda emoción. Forcé los músculos de mi cara hasta hacer una mueca conciliadora. A continuación, el conserje llamó a un botones, y Zelda y yo nos dispusimos a ser ignominiosamente expulsados. Pero cuando finalmente habló el conserje, sus palabras fueron una bendición.

—La veintiuno veintisiete —dijo sin la menor histeria—. El garaje está una manzana más abajo, doblando luego la primera a la derecha. Reparan coches de todas las marcas.

Me apresuré a apoyarme sobre el mostrador y estrecharle la mano.