VII

El domingo por la mañana, Zelda se puso americana blanca y pantalones de golf. Hambrientos, nos dirigimos a la planta baja, donde nos sirvieron un desayuno abominable que yo picoteé con humildad, pero que a Zelda le pareció un insulto deliberado. Cuando abandonábamos el hotel, un par de señoras gordas se quedaron mirando de hito en hito los pantalones de Zelda, mientras hablaban entre ellas en tono muy violento. Ante lo cual, Zelda, que ya estaba hecha una furia, les devolvió la mirada y dijo, en voz perfectamente audible, «¡Mira qué mujeres tan espantosas!». Y ya sé que esta frase es de las que suelen ser puestas en labios de la mala en las novelas de baja estofa, con lo cual queda demostrado que los corn-flakes excesivamente remojados producen prácticamente el mismo efecto que un corazón de piedra.

El domingo es en Virginia un día de descanso: resulta tan difícil conseguir gasolina como cigarrillos, y nos alegramos muchísimo cuando vimos que ya estábamos cerca de la frontera de Carolina del Norte. La Guía del doctor Jones recurría en esta zona a la pura y simple ficción, y, por si fuera poco, a ficción de la más barata, rastrera y sentimental. Aunque soy partidario de adornar sin exceso las verdades de la vida, califico de optimismo de la especie más perniciosa a esa actitud que consiste en llamar «bulevar» a lo que no es más que el lecho pedregoso de un río seco. Y el mapa estaba adornado de pueblos, números de habitantes, tiendas y buenas carreteras que sólo podían haber existido en la rosada imaginación del doctor Jones.

Cuando cruzamos la línea de tiza blanca que separa Virginia de Carolina del Norte, comprendimos que se había iniciado una reyerta en el interior del coche. Todo empezó con una serie de taciturnas murmuraciones, pero los participantes entraron enseguida en un ruidoso altercado metálico. Deduje que comenzaban a tirarse cosas a la cabeza… Desmonté, repté bajo el coche y miré su cara inferior. Tenía, a mis ojos, el mismo aspecto de siempre. Unas barras oscuras y misteriosas, unas a modo de cazuelas de hierro oscuro, y grandes cantidades de humo del tubo de escape. Creímos que tal vez anduviéramos cortos de gasolina, e hicimos llenar el depósito en la siguiente gasolinera, pero el repiqueteo continuó. Probamos con el aceite y el agua, e incluso hicimos que levantaran el capó, pero sin el menor resultado. Cuando llegamos a un pueblo bastante grande buscamos el garaje mayor y pedimos una inspección.

Después de que tres hombres embutidos en sendos monos —el domingo no era día de descanso en Carolina del Norte— jugaran en torno al coche un buen rato, montados en unos carritos bajos con los que se deslizaban bajo las ruedas, los tres se levantaron y pusieron en correcta formación, y sacudieron negativa y tristemente la cabeza al unísono, como el coro de una comedia musical. Luego dieron media vuelta sobre sus talones y se fueron.

En este momento se oyó un gran estruendo en la puerta, y entró un joven alto al volante de un enorme y potente Expenso del mismo modelo que el nuestro. Sin llegar al extremo de mirar directamente al joven, me puse a dar desconsoladas vueltas alrededor de mi coche, propinándoles sacudidas a las ruedas, limpiando el polvo del parachoques; en pocas palabras, dando la impresión de que sólo estaba esperando algo o alguien, antes de iniciar alguna importante actividad mecánica. El joven, tras aparcar su Expenso, se acercó lentamente a examinar el mío.

—¿Algún problema? —preguntó.

—No gran cosa —repuse sombríamente—. Sólo que se le están rompiendo las tripas.

—Tiene una rueda a punto de saltar —comentó el joven en tono desapasionado.

—No sería la primera vez —le aseguré—. Ya se nos saltó en Washington.

—Va a saltar otra vez. Se está soltando. Por dentro.

Le sonreí cortésmente, como si fuese algo que ya había notado sin necesidad de que me lo advirtieran. Saqué la manivela y comencé a apretar las tuercas.

—Se está soltando por dentro. No sirve de nada apretar las tuercas. Tendrá que sacarla.

Me dejó bastante confundido, pues hasta esa fecha yo no me había enterado de que una rueda podía saltar por dentro además de saltar a secas, pero chasqueé los dedos y dije:

—Ah, claro. ¡Qué estúpido soy!

Después de haber sacado la rueda y tras dejarla apoyada en la pared del garaje, escruté el eje bajo la mirada recelosa del propietario del otro Expenso. Mas, por mucho que lo mirase, aquel eje era a mis ojos exactamente igual que cualquier otro eje, y no localicé en él ninguna cualidad gracias a la cual pudiera soltársele la rueda por dentro. Le di unos golpecitos, para probar. Luego, llevado por la fuerza de la costumbre, lo agarré y le pegué una sacudida. Viendo que el joven observaba mis dos acciones en el más absoluto silencio, me volví hacia él y le miré mansamente:

—Tenía usted razón —le dije—. Se estaba soltando por dentro.

A continuación tomé de nuevo la rueda, y ya estaba a punto de encajarla otra vez en el eje cuando el dueño del otro Expenso emitió un gruñido de advertencia, terminó de encender su cigarrillo, y me preguntó con la mayor solemnidad:

—¿Se puede saber qué está haciendo?

—Volviendo a ponerla.

—Entonces, ¿por qué la ha sacado?

Ahí me había pillado. La había sacado solamente porque él me había dicho que lo hiciese, mas no parecía que ésta fuese una respuesta adecuada a su pregunta.

—Porque… Caramba, pues para ver si estaba soltándose por dentro.

—Bien. Y ya lo ha podido ver, ¿no?

Esto era injusto. Un auténtico abuso. Decidí primero desafiarle, y luego decidí no hacerlo.

—Pues… No —murmuré mansurronamente—. No he visto que hubiese nada mal.

Su mirada abandonó la anterior expresión recelosa para adoptar la de la certidumbre. Le echó una ojeada a Zelda, sentada con sus pantalones de golf en el asiento delantero, tan tranquila. Luego me miró a mí.

—¿Dónde tiene las herramientas? —dijo brevemente—. Saque una llave inglesa.

—No tengo herramientas.

Ya no quería seguir fingiendo. Me presenté ante él en toda la desnudez de mi ignorancia mecánica. Pero mi declaración, pronunciada con toda su impotencia, había producido efectos. El joven tiró el cigarrillo y me miró boquiabierto. Y qué boca tenía.

—¡Que no tiene herramientas!

—No, no tengo ninguna herramienta —repetí apocadamente.

Había logrado escandalizarle. Le había clavado un hierro puntiagudo en el mismísimo corazón de su moral. Había cometido un pecado gravísimo contra el inmaculado credo del Expenso. En cuestión de segundos yo había pasado de ocupar una posición entre los privilegiados a estar instalado en un círculo más alejado, más oscuro. ¿Que, sin embargo, yo seguía siendo propietario de un Expenso? Peor que peor, pues no era digno de mi automóvil.

Bruscamente, el joven llamó a un mecánico del garaje.

—¡Eh! Necesitamos una llave inglesa C.

De inmediato hizo su aparición una nueva modalidad del hierro, y tuve motivos para pensar en lo maravillosa que es la civilización. Movido por mi bajeza natural, me aparté del coche como si temiese la frialdad del metal. Pero el joven me pasó implacablemente aquel objeto, y yo lo cogí, me acerqué al eje, ajusté vacilante la llave inglesa, y comencé a darle vueltas a lo que fuese.

El experto en Expensos seguía mirándome con la mayor severidad.

—No —dijo con voz indignada—. Apriétela.

Si me hubiese ordenado que me la comiese me habría sentido igualmente desamparado. Bajé el brazo hasta dejar la llave colgando a mi costado y le miré con una expresión que sospeché era bastante tonta. Zelda mantenía su adormilado rostro oculto entre sus manos. Me había abandonado, sin pestañear, a los mecanismos de aquel joven. Incluso las fuerzas del garaje se habían alejado de allí, para impedir que nadie pudiese reclamar su presencia.

—¡Traiga! —Catón se adelantó a grandes zancadas hacia mí.

Le cedí, con una mezcla de vergüenza y alivio, la llave inglesa. El joven agarró una de las plataformas deslizantes, apoyó en ella una rodilla y, sin la menor dificultad, ajustó la llave inglesa. Obscenamente interesado, me acerqué hasta ponerme casi encima de él. Y enseguida todas mis esperanzas rodaron por los suelos. Con un seco movimiento de los hombros que, en cierto modo, parecía expresar el sentimiento de absoluto desprecio que no había llegado a asomar en sus facciones, se puso en pie y se quedó señalando la llave.

—Así —dijo. Queriendo en realidad decir, «¡A trabajar! ¡Venga, perro, empieza! ¡Cómo te atreves a poseer un Expenso!». Sin embargo, en voz alta sólo añadió: —Antes de empezar, vaya a por un poco de aceite y úselo.

Mientras yo me iba al rincón que me señalaba para coger un poco de aceite, él redondeó su actuación con un toque horrible, insidioso. Un rasgo tan sutil que sólo podía ser producto de la falta de sutileza, un golpe tan devastador que cuando Zelda me lo contó, media hora más tarde, el cerebro comenzó a darme vueltas y el mundo entero quedó tan negro como la muerte. Pues el tipo se adelantó hacia Zelda, llamó su atención aprovechándose de su ventajosa situación, y, tras unos pocos preliminares que sólo pretendían despistar, le dijo:

—Qué pena que haya quien permita que una chica tan guapa como usted lleve esta clase de ropa.

Y se quedó mirándole los pantalones de golf. Por su boca hablaban cincuenta años de provincianismo; la moral negativa de los blancos pobres: y, sin embargo, aquello me llenó de una furia impotente e inarticulada. De todos modos, la frialdad con la que Zelda encajó semejante acusación debió de confundirle notablemente. Había confiado más de la cuenta en su ventaja moral sobre mí, pues no volvió a molestarla. De haberlo hecho, habría encontrado sin duda el mismo destino que las dos mujeres de Clarksville.

Finalmente logramos salir de aquel garaje. La rueda ya no se «soltaba por dentro»; el ruido había cesado; todo estaba sereno. Nos fiamos del doctor Jones y partimos hacia el sur a través de Carolina del Norte. Llegamos a Durham, pero, debido a que había comenzado a llover, no llegamos a celebrar que habíamos recorrido ya novecientos kilómetros y estábamos a mitad de camino de Montgomery. Comimos una jugosa sandía, que nos animó un poquitín, pero no pudimos borrar de nuestras mentes que, mientras Zelda siguiese llevando sus pantalones de golf, los palurdos que nos rodeaban por todas partes seguirían mirándonos con fría y mojigata superioridad, tachándonos de «libertinos». Estábamos en Carolina, y no habíamos actuado con la «elegancia» propia de un habitante de ese estado.

Después de Durham salió el sol y se puso a brillar intensa e implacablemente sobre las peores carreteras del mundo. Que, sin embargo, eran las mejores carreteras entre Durham y Greensboro según aseguraban tanto el doctor Jones como un alto ochavón de ojos verdes a quien consultamos. Las otras carreteras debían de estar cruzadas de barreras de alambre de espino. Si el lector es capaz de imaginar una torrentera interminable y pedregosa que con frecuencia se eleva en insuperables cuestas de sesenta grados, una torrentera cubierta de una capa de agua de entre dos y treinta centímetros de profundidad según los tramos, un agua mezclada con una arcilla solemnemente pegajosa, con una consistencia como de crema facial y el grado de adherencia de una cola triple; si el lector estuvo conduciendo ambulancias por entre los cráteres de las carreteras francesas, y se siente capaz de concebir una acumulación de todas las imperfecciones de aquellas rutas en sólo sesenta kilómetros, se hará una ligera idea de cómo son las carreteras de esa parte alta de Carolina del Norte.

Con fortaleza y paciencia avanzamos en zigzag, torciendo bruscamente unas veces a la izquierda, otras a la derecha, y otras a la izquierda y a la derecha simultáneamente; ascendimos lenta, laboriosa y afónicamente; y descendimos peligrosamente. Cruzamos tramos que no hubieran sido considerados aptos como zona de paseo ni siquiera para tanques en miniatura. Al cabo de un tiempo comenzamos a encontrarnos con otros turistas: viejos coches hundidos en el lodo hasta la cintura, de los que apenas si asomaban los ojos de sus ocupantes; otros que avanzaban por baches profundos como tumbas y anchos como caminos; y, finalmente, unas trágicas burbujas que indicaban el punto en donde algún cacharro se había hundido para siempre con todos sus ocupantes.

—¿Está mejor esa parte de donde vienen ustedes? —nos gritaban aquellos cuyas bocas no se encontraban hundidas en el lodo.

A lo cual yo siempre contestaba lo mismo:

—¡Peor!

Pero siempre me equivocaba, pues cuanto más avanzábamos, más empeoraba la carretera. Sentí, por primera vez, algo muy parecido al orgullo ante las proezas de la Chatarra Rodante. Podía ser un automóvil poco fiable, pero su rústica robustez y su brava indomabilidad hacían acto de presencia cada vez que tenía que enfrentarse con algún obstáculo material. Pues resultó ser capaz de escalar precipicios y vadear riachuelos fangosos que un coche más pequeño y ligero no habría podido superar.

Era prácticamente lo único de lo que podíamos alegrarnos a estas alturas. Las galletas y los melocotones habían empalidecido; la alegría de «darles una sorpresa a papá y mamá» había terminado padeciendo una muerte lenta; nuestras bolsas de viaje parecían a punto de reventar tras haber acumulado la ropa sucia y el barro de ocho estados y un distrito. Y, en último lugar, empezaba a escasear el dinero.

Para ser exactos, nos quedaban veinticinco dólares y algunas monedas de cobre y de plata. Cuando pedí por escrito desde Washington que nos enviaran dinero, llevado de un optimismo injustificable, di instrucciones de que no nos lo remitiesen a Greensboro, Carolina del Norte, que es la población a la que por fin nos estábamos aproximando, sino a Greenville, Carolina del Sur, que estaba trescientos kilómetros más al sur.

Al anochecer llegamos a Greensboro, que ofrecía el O. Henry Hotel, complicado albergue cuya sola visión hizo que Zelda decidiese ponerse una falda por encima de los pantalones de golf. Esta vez le pedí taxativamente al encargado del garaje que no inspeccionase la Chatarra Rodante, en absoluto: le dije que ni siquiera debía mirarla de cerca. Porque, incluso suponiendo que tuviese algún desperfecto, no teníamos dinero para pagar la reparación. Era mejor no enterarse. Después nos bañamos en un agua levemente rojiza que daba un tinte agradablemente bermellón a la bañera, y cenamos magníficamente. Esto último, propina incluida, se nos llevó cuatro dólares y cincuenta centavos de nuestro haber, pero estábamos demasiado cansados para preocuparnos por eso.