II

En la otra orilla del río eran las cuatro en punto. La marisma en la que flota Jersey fue quedando atrás, seguida de cerca por las tres ciudades más feas del mundo. Nos metimos por la cinta amarilla de una carretera que discurría bajo uno de esos soles tímidos con los que tanto he llegado a familiarizarme durante los cuatro últimos años: soles hechos para brillar en la esbelta belleza tostada de las pistas de tenis y en las verdes calles de luminosos campos de golf. Eran sobre todo soles de Princeton, esa ciudad blanca y gris y verde y roja en donde la juventud y la ancianidad alimentan, año tras perezoso año, sus respectivas ilusiones.

Nosotros seguimos la cinta amarilla. El sol se recortó en figuras trigonométricas, se convirtió en una nube luminosa, y de repente desapareció. De New Brunswick, de los Deans, de Kingston, emergió el crepúsculo. Aldeas anónimas en la penumbra volvían hacia nosotros los dispersos cuadrados amarillos de sus ventanas, y más adelante los cielos oscuros comenzaron a inclinarse sobre la carretera y los sembrados, y supimos que nos habíamos perdido.

—Mira a ver si hay alguna torre —le dije a Zelda—. Eso será Princeton.

—Está demasiado oscuro para ver nada.

En un cruce, un poste indicador estiró sus blancos brazos de fantasma. Paramos y en cuanto nos apeamos encendí una cerilla. En la oscuridad, cuatro nombres nos miraron durante unos instantes. Sólo uno de ellos nos resultaba familiar: Nueva York, 45 kilómetros. Esto supuso un alivio: como mínimo seguíamos alejándonos de Nueva York; aunque no se podía excluir otra posibilidad, muy deprimente: que estuviésemos regresando a Nueva York. Al menos no estábamos en Nueva York, ni al otro lado de la ciudad, aunque de esto último no me sentía muy seguro.

Me volví hacia Zelda, que disfrutaba plácidamente de la mesa puesta del cielo:

—¿Qué podríamos hacer?

—La verdad es —contestó al final— que el mapa de la More Power Seed Company no nos sirve de nada porque en toda esta parte de New Jersey sólo tiene un gran círculo blanco en donde dice: «Todos los agricultores de esta zona usan More Power Seeds».

—Son más de las nueve.

—Mira qué luna —dijo ella, señalando ávidamente—. Es…

—Sí, pero tendríamos que llegar a Princeton, y cenar y dormir allí.

—¿Cómo pudiste estudiar cuatro años en Princeton y no recordar ahora los nombres de los pueblos de sus alrededores?

—Hasta donde yo sé, estos pueblos podrían ser vecinos de Atlantic City, los suburbios o algo así. ¡Escucha! ¡Caramba, pero si estamos cerca del mar! ¿Oyes las olas…?

Y nos pusimos a reír. Las olas, suponiendo que fuesen olas, gemían cerca de nosotros. En la oscuridad, en plena oscuridad aterciopelada, reíamos a carcajadas, y la vaca, haciendo una garbosa reverencia y dando un gatuno brinco, se alejó galopando a jugar con el océano, al otro extremo del pastizal. Luego hubo silencio, con la sola excepción del regular lamento del motor de la Chatarra Rodante, y nuestras voces, calladas y débiles ahora, como bien educadas conciencias.

—¿Crees en serio —el tono de Zelda era sinceramente curioso— que estamos cerca de Atlantic City? Si así fuese, me encantaría ir hacia allí.

La vaca mugió de nuevo, lejos; sin pedir disculpas, la luna pasó detrás de una nube. Subí de nuevo a la Chatarra Rodante y empecé a notar una marcada inquietud.

—Podríamos acampar aquí —dijo Zelda en voz soñadora.

—Excelente idea —dije—. Pondré el coche boca abajo, y dormiremos debajo.

—También podríamos hacernos una casa aquí —sugirió ella—. Saca las herramientas necesarias, y construye una casa. Aunque no sé si se puede construir una casa contando sólo con una manivela… Claro que también tienes el gato…

Zelda inició el canto de un himno religioso, confiando en lograr así la intervención divina. Luego abandonó esa idea y se puso a cantar el Memphis Blues. La canción, sin embargo, no produjo el más mínimo efecto en los implacables cielos, de modo que seguimos carretera adelante en busca de una casa. Decidimos que, en caso de que encontrásemos alguna que no tuviera el aspecto inconfundible de madriguera de algún delincuente o de vivienda de una bruja, pararíamos a pedir que nos orientasen. Si, casualmente, la casa elegida resultaba ser un lugar desagradable, yo fingiría que la manivela era un revólver, y de este modo lograríamos tomar las riendas de la situación.

Pero no nos paramos en ninguna casa porque en cuanto hubimos recorrido unos cien metros llegamos a un puente de piedra bajo el que discurría un riachuelo. La luna salió y, en medio de la plateada tranquilidad, vimos el serpenteante curso del Stonybrook al pie de unos olmos de Corot. Nos encontrábamos apenas a un kilómetro de Princeton. Cruzamos el puente acompañados de un solemne retumbar, pasamos frente al cobertizo gótico en donde los botes dormían sus sueños de junios antiguos, subimos la breve cuesta boscosa, y nos encontramos con Princeton, tan dormido como si el general Mercer aún tuviese que retorcerse en su memorable colina bajo una bayoneta británica.

Nassau Street era un lugar desolado: demasiado temprano para que los colegios hubiesen echado por allí sus montones de ambiciosos, holgazanes y tontos; y el Nassau Inn estaba casi tan a oscuras como su viejo compinche, el Nassau Hall, situado justo enfrente.

Al entrar descubrí a Louie, robusto y escéptico, al otro lado del mostrador; Louie, que confía sin tener fe. Su tragedia consiste en haber visto cómo se oscurecía este famoso bar, apoyado en cuyo mostrador Aaron Burr bebió en tiempos el vino de la conspiración, y en donde diez generaciones de padres e hijos habían vivido sus parrandas, mas en donde ahora, ay, esas paredes forradas con la madera tallada de cien mesas inmemoriales, ya no repite el eco de la canción rabelesiana.

—Oh tú, el que ya no puede sorprenderse —le dije a Louie—, proporcióname habitación y baño para el que suscribe y esposa. Viajamos hacia el ecuador en busca de exóticos alimentos, pero dormiremos una noche más bajo un techo ario antes de mezclarnos con razas humanas tan extrañas como las de los tasmanos, gente con cola de algodón, y los pigmeos.

No me reconoció Louie, aunque adivinó que antiguamente yo había formado parte de los elegidos. Aceptó darme una habitación, y me dijo en susurros que la ciudad y su universidad estaban calladas como muertos. Nos dejamos ir hasta el garaje, en donde el moreno que trabajaba de vigilante pareció, para mi dolor, tomar nuestra llegada como si fuera lo más normal. De hecho llegó a decirme que, previo pago de una suma puramente nominal, podía dejar el coche allí durante toda la noche.

Regresamos al Nassau Inn bajo una amable y animada lluvia, y durante toda la noche el agua tranquila siguió cayendo sobre la azul pizarra del tejado, y el aire se mantuvo siempre suave y húmedo.