VIII

¡O Greenville o la muerte! La Chatarra Rodante nos miraba desde el fondo de sus faros con expresión de reproche, como si supiera que le habíamos escamoteado su acostumbrada revisión física. Le explicamos que las facturas del garaje y el hotel, la cuenta de la gasolina y el aceite, el desayuno que nos habíamos tomado, y la propina que le dimos al negro de turno habían reducido nuestro capital a seis dólares y treinta centavos.

El sol centelleaba ya, y apenas si eran las ocho y media.

—Me alegro de que ahora tengamos buena carretera —dijo Zelda—. Antes de ponerse el sol podemos haber recorrido trescientos kilómetros. Ningún día habíamos salido tan temprano.

¡Insidiosas carreteras! Para compensar los recientes barrancos, ésta estaba pavimentada.

—¡Písale a fondo! —ordenó Zelda.

—Eso pensaba hacer.

Estábamos a trescientos kilómetros del dinero, a trescientos kilómetros de los neumáticos, las reparaciones, el techo, la comida.

De modo que le pisé a fondo. Fue la primera vez que ponía a prueba la velocidad de la Chatarra Rodante, pues habíamos encontrado la Carretera Postal de Boston monopolizada por grandes camiones, y correr allí habría sido muy arriesgado. Ahora en cambio, la uniforme superficie pavimentada se extendía seductora ante nuestros ojos, sin otro automóvil ni vehículo ni cruce ni curva. Lentamente, el indicador del salpicadero fue subiendo hasta sesenta, setenta y cinco, y luego, poco a poco, reptó hasta los ochenta, retrocedió hasta los setenta y ocho y después, como si se lo hubiese pensado mejor, ascendió de forma brusca hasta los noventa y cinco.

—¿Estás pisándole a fondo?

—Sí.

—No es tan bonito como ir en aeroplano —observó crípticamente Zelda.

Había estado conteniendo el pie para darle un aceleren final, pero tras haber oído esto apreté del todo hasta lograr que el acelerador tocase el fondo. Dando prácticamente un brinco, la Chatarra Rodante aumentó su ritmo —parecía que estuviésemos volando—, el velocímetro se zambulló hasta los cien, y a continuación, de marca en marca, alcanzó los ciento diez, y trató de estabilizarse allí, aunque subía hasta los ciento trece en las leves bajadas y descendía a los ciento siete en las cuestas.

A esa velocidad hubiésemos llegado a Montgomery aquel mismo día, a eso de las cuatro y media: era increíble; naturalmente, no podíamos mantenerla; no pretendíamos llegar a Montgomery hasta dos días después; de todos modos… el viento rugía; la carretera se contraía ante nosotros como una cinta de caucho; me pareció que de un momento a otro veríamos pasar una de nuestras ruedas volando ante nosotros, o que se le quebrarían los radios y se hundiría, aplastada como un huevo… La Venida del Reino…

Transcurrieron diez, quince minutos. La carretera, libre de todo tránsito, seguía extendiéndose indefinidamente. Debimos de recorrer unos treinta kilómetros sin cambiar de velocidad. Comencé a imaginar un bulevar así salvando la distancia entre Westport y Montgomery. Comencé a imaginar que estaba conduciendo el coche más veloz jamás fabricado: era capaz de recorrer cinco kilómetros en poco más de un minuto. A esa velocidad se podía salir de Westport después de comer y llegar a Montgomery a tiempo para la cena…

Al cabo de un rato, el excesivo movimiento comenzó a resultarme fatigoso. Vi la sospecha de una curva unos tres kilómetros más adelante, y, quitando poco a poco el pie del acelerador, reduje la velocidad a sesenta kilómetros por hora, que después de la carrera anterior era como avanzar a rastras. Justo en ese momento capté algo que parecía ser un nuevo ruido: un ruido persistente y repugnante, distinto y diferenciado del ruido de nuestro motor. También en ese momento Zelda se volvió a mirar hacia atrás.

—¡Dios mío! —dijo—. ¡Es un policía motorizado!

Intenté reducir de la forma menos ostentosa posible, hasta una modesta media de cuarenta y cinco. Pero mis esfuerzos de camuflaje fueron poco válidos, y tan transparentes como el sobresalto de inocente sorpresa que representé ante el policía cuando éste situó su motocicleta a mi lado y me saludó con un prolongado gruñido. A ruegos del agente, detuve el coche.

—¡Bien! —dijo él con expresión feroz.

—¿Bien? —Tal fue mi brillante respuesta. Tuve la sensación de que hubiese tenido que ofrecerle algo de beber, o un pastelito, lo que fuese… pero no tenía nada que ofrecer.

—Conque yendo a cien kilómetros por hora, ¿eh?

En lugar de corregirle, me limité a enarcar horrorizado las cejas, y exclamé en son de reproche, como si apenas pudiese dar crédito a mis oídos:

—¿Cien kilómetros por hora?

—¡Cien kilómetros por hora! —me imitó él—. Dé media vuelta y sígame a la comisaría.

—Agente —le dije animadamente—, tenemos mucha prisa…

—Ya he visto la prisa que tenían. Por mi propio velocímetro puedo decirles exactamente cuánta prisa tenían.

—¡Tenemos una prisa… tremenda! —insistí, pensando aterrado en los seis dólares y treinta centavos que me quedaban en el bolsillo. ¡Y si la multa fuese de diez dólares! ¿Acabaríamos pudriéndonos en una celda? Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza—. ¿Podríamos hacer algo?

—Bueno —dijo el agente con inesperada elocuencia—, la multa por exceso de velocidad, si se trata de la primera vez, es de cinco dólares. Si no quiere regresar a comisaría conmigo, deme los cinco dólares a mí, que ya me encargaré de hacérselos llegar al juez.

Sospeché que la transacción que me proponía era muy poco oficial, y que el juez jamás oiría hablar siquiera de mis cinco dólares. Pero sí creí que la multa rondaría esa cifra, o sería incluso superior, mientras que el regreso hasta la comisaría iba a suponer un despilfarro de tiempo y gasolina. Así que le hice entrega del precioso billete, tras lo cual el guardián de las rutas me dio las gracias, se llevó la mano a la gorra, y se alejó velozmente.

—¿Y cuánto dinero nos queda ahora? —preguntó Zelda muy enfadada.

—Un dólar y treinta.

—Si no hubieses frenado tanto, seguro que no nos habría alcanzado.

—Tarde o temprano tendríamos que haber frenado un poco. Y el tipo habría telefoneado a algún compañero situado más adelante, o incluso disparado contra nuestros neumáticos.

—Poco daño se les puede hacer ya a estos neumáticos.

Nos quedamos sentados en pétreo silencio entre el billete de cinco dólares y Charlotte.

Comimos en Charlotte. Comimos con los treinta centavos, y reservamos el dólar para una posible emergencia. Zelda se tomó un cucurucho de helado, un perro caliente y una barrita de chocolate con nueces. Yo digerí un plato de quince centavos que encontré reposando en un mostrador, oculto tras el transparente alias de «carne con patatas». Sintiéndonos mucho peor, salimos de Charlotte y tomamos la carretera de Greenville. O, mejor dicho, no tomamos la carretera de Greenville. Debido a la cada vez más acusada imprecisión del doctor Jones, iniciamos nuestro regreso a Nueva York y seguimos así, en fatua ignorancia, durante veinte kilómetros. Para entonces ya era absolutamente imposible lograr que concordasen la carretera y la guía, a pesar de que decidimos suponer que los árboles eran postes de telégrafo y que los mojones kilométricos eran escuelas rurales. Nos pusimos cada vez más nerviosos. Hablamos con un campesino. El tipo se rió y dijo que tenía que contárselo a su mujer y a sus hijos.

Todo lo cual nos pareció profundamente descorazonador. Atravesamos de nuevo Charlotte, que nos pareció más fea incluso que antes. Pero apenas habíamos vuelto a salir al campo cuando notamos que la carretera aparentemente lisa por la que avanzábamos se había transformado en una pista inexplicablemente irregular. Receloso, me apeé: como era de temer, Hércules había entregado su alma al cielo.

Puse la rueda de recambio con su neumático nuevo, pero tan pronto como rozó el suelo se le rompió uno de los radios. La situación era temible: teníamos una rueda sana y un neumático sano, pero estaban separados. ¡Ah, si la rueda aguantase hasta llegar al primer garaje, y si el mecánico se mostrara dispuesto a realizar los cambios necesarios por un solo dólar!

Reptando a tan sólo quince kilómetros por hora —velocidad que nos hubiera permitido llegar a Montgomery en seis días—, a las tres de la tarde encontramos un garaje campestre. Nos sentíamos muy desdichados. Le expliqué al dueño qué quería, y cuando terminé él me dijo su precio. Era de —contuvimos el aliento— un dólar.

Greenville se encontraba todavía a ciento sesenta kilómetros más al sur. Una gota más de gasolina, un solo pinchazo más, y estábamos listos.

Hasta que, a siete kilómetros de la frontera de Carolina del Sur, obtuvimos una suculenta venganza por la humillación que nos había hecho padecer el día anterior aquel burlón y severo dueño del otro Expenso. Era necesario que esta venganza se produjera en la misma Carolina del Norte: diez kilómetros más al sur, en el estado hermano, y habría llevado grabada para siempre en mi piel la cicatriz del anterior encuentro. Pero no fue así, y no guardo el más mínimo rencor.

El incidente tuvo unos inicios de tan mal augurio como la catástrofe de la jornada precedente. La Chatarra Rodante sacó el genio, se puso a hacer ruidos, y me vi obligado a parar.

—¿Qué pasa? —La voz de Zelda estaba tensa de alarma—. ¿Está soltándosele otra vez la rueda por dentro?

—Me parece que es el motor.

—¿Se está soltando todo el motor?

—No lo sé. Yo diría que se está muriendo.

Por cumplir con las formalidades del caso, levanté el capó y me quedé mirando la masa de hierros y hojalatas y grasa que había debajo. Si yo hubiera sido un gigante de treinta metros de estatura, dotado de manos de tres metros de largo y capaz de agarrar la Chatarra Rodante y pegarle una buena sacudida, seguro que se habría puesto otra vez en marcha, de acuerdo con los mismos principios que provocan semejante respuesta en los relojes parados.

Estuvimos esperando un cuarto de hora. Un campesino bajó por la carretera montado en su viejo cacharro. Le hice señas con la mano, agitadísimo, pero el tipo me tomó por un salteador de caminos, y nos adelantó con cara asustada, y se fue.

Estuvimos esperando otro cuarto de hora. Un nuevo coche apareció al final de la carretera.

—Mira, Zelda —empecé a decir, pero me interrumpí porque ella se encontraba en un estado de desacostumbrada actividad. A la velocidad del rayo, sacó una caja en forma de disco y se concentró por completo en una apasionadísima pigmentación de su rostro: le volaban las manos como serpientes por entre su pelo cortito, dándole a su peinado un aspecto más moderno.

—Vete —dijo ella brevemente.

—¿Que me vaya?

—Entra por esa cancela de ahí y escóndete tras el muro.

—¿Por qué dia…?

—¡Corre! Antes de que ese coche asome por la siguiente colina.

Yo había empezado a captar el brillo de la idea. Corrí obedientemente hacia la puerta que me habían indicado, y me escondí con suma docilidad tras el providencial muro.

El coche comenzó a descender por este lado de la colina, fue aumentando de tamaño, y me dejó atrás con una ráfaga de polvo aceitoso. Lo vi cruzar con un destello junto a la Chatarra Rodante y luego, unos veinte metros más adelante, parar de forma muy brusca. Hizo marcha atrás con inusitadas prisas, y se detuvo junto al Expenso. Aunque yo no alcanzaba a ver ni al conductor del otro coche ni a Zelda, deduje que habían entablado una conversación. Después, al cabo de un momento, una figura desmontó del otro coche y alzó uno de los lados del capó de la Chatarra Rodante. Se asomó a mirar el motor, hizo jactanciosos gestos de asentimiento, dándoselas de entendido, dirigió a Zelda una sonrisa de superioridad, y volvió a su coche para coger las herramientas. Un minuto más tarde estaba tendido boca arriba debajo de nuestro coche, y los golpeteos metálicos que llegaron a mis oídos inundaron de gozo mi corazón.

Transcurrieron cinco minutos. El hombre emergió varias veces para secar el blanco rocío de julio que se le iba formando en la frente y también para charlar con Zelda. Cuando emergió por última vez cerró el capó y lo fijó con los tornillos. Zelda, actuando sin duda de acuerdo con las instrucciones que él iba dándole, puso el motor en marcha: el sonido era saludable y robusto. El samaritano devolvió las herramientas a su coche y, volviendo al nuestro, apoyó un pie en el estribo de la Chatarra Rodante e inició una conversación muy animada. Deduje que había llegado la hora de mi reaparición: salí a la carretera y me encaminé hacia ellos silbando el «Beal Street Blues».

Se volvieron ambos. Los ojos del hombre, unos ojos tal vez de banquero rural, me miraron decepcionados; eran unos ojos, y me alegra poder decirlo, que se parecían muchísimo a los del propietario del Expenso del día anterior.

—¡Ah, ya estás de vuelta! —exclamó alegremente Zelda—. ¿Has encontrado algún teléfono? Si no lo has encontrado, no te preocupes porque este caballero ha tenido la amabilidad de arreglar la avería.

—Qué amabilísimo de su parte —dije en un tono que fingía ser de gran alivio.

El hombre nos miró sucesivamente a los dos con notable fastidio. Luego, embarazado, pronunció un comentario que le dejó absolutamente rendido a mis fuerzas.

—Oh —exclamó involuntariamente y en un tono sin la menor duda decepcionado—. Creí que estaba usted sola.

—No —dijo Zelda con grave acento—, voy con mi marido. —Y, cruelmente, añadió—: Jamás viajo sola.

Subí al coche junto a Zelda y tomé el volante.

—Ha sido usted maravillosamente amable. Le estoy muy agradecido.

El hijo del banquero soltó un gruñido, se quedó un momento sin palabras, mirándome, caído de cejas. Metí la primera.

—Tenemos prisa —insinué.

Zelda se mostró profusamente agradecida. La Chatarra Rodante comenzó a deslizarse. Una vez recorridos unos cincuenta metros, me volví para mirar atrás y descubrí que el hombre le había dado media vuelta completa a su coche y se estaba yendo en la misma dirección por la que había venido.

Considerablemente animados, continuamos nuestra marcha camino de un sol amarillo pálido que planeaba sobre las montañas negras y verdes que se veían a lo lejos.

—¡Canastos! —exclamó Zelda repentinamente desconsolada. Miraba aturdida la Guía del doctor Jones.

—¿Qué ocurre?

—Hay un puente de peaje entre Carolina del Norte y Carolina del Sur, ¡y no nos queda ni un céntimo!

Casi en el mismo instante divisamos el puente. Por segunda vez aquel mismo día, pisé el acelerador a fondo. Bajamos volando la breve pendiente, cruzamos el puente acompañados de un ruido atronador, y penetramos corriendo como locos en la orilla amistosa. Volviendo la vista atrás, Zelda informó que un gracioso hombrecillo había salido de una graciosa casita y se había puesto a agitar los brazos apasionadamente. Pero ya estábamos sanos y salvos en Carolina del Sur.

¿Sanos y salvos? A las siete en punto olimos el herrumbroso sudor metálico del motor. El indicador de aceite señalaba cero. Nos pusimos muy tristes. Intentamos engañar al motor corriendo mucho, y de este modo ascendimos roncamente una colina y entramos en un pueblo llamado Spartansburg, en honor de los estoicos lacedemonios. Se había terminado la partida: no teníamos dinero con el que comprar aceite, y no podíamos continuar nuestro camino.

—Hoy es mi cumpleaños —dijo Zelda de repente. No sé por qué, pero esta observación me dejó más pasmado que ninguno de los incidentes que habían ocurrido a lo largo de todo el día.

—Acabo de acordarme.

¡Acababa de acordarse!

—Vamos a la comisaría y entreguémonos —dijo. Ante los apuros convencionales se queda sin recursos.

—No —le dije—. Iremos a la oficina de telégrafos de Spartansburg y les convenceremos de que telegrafíen a Greenville y reclamen nuestro dinero.

Zelda dudaba de que el agente de Spartansburg fuera a fiarse de nosotros. Como ella también es de Alabama, y carece por lo tanto de confianza en el Progreso, en cierto modo desconfiaba de que el dinero hubiese llagado ya a Greenville.

Llegamos a la oficina de telégrafos y, asomándonos a mirar por las ventanas de acuerdo con la tradición inveterada que siempre siguen los pobres, comprobamos que el agente de aquella oficina era un joven de rasgos amables. Entramos. El joven accedió a telegrafiar en nuestro nombre. Nosotros salimos a la calle, estuvimos sentados durante media hora en la Chatarra Rodante, viendo pasar con envidia a la bien alimentada gente de aquella población, hasta que por fin salió el agente y nos dijo que ya no estábamos sin un céntimo, sino que poseíamos trescientos dólares. Casi nos pusimos a llorar sobre su hombro, pero se negó a aceptar una propina.

Dejamos la Chatarra Rodante en el médico para que le hiciera un examen a fondo, y comimos en un restaurante griego, en donde una guapa espartana nos sirvió un pastel para celebrar el cumpleaños de Zelda. A fin de ponerle una conclusión adecuada a una jornada en la que habíamos sido culpables de circular por encima del límite de velocidad, soborno, negativa a pagar peaje y obtención de ayuda con pretextos falsos, adquirimos numerosas postales curiosas adornadas de buenas palabras y orlitas, y las enviamos a todos los rincones del país. Durante aquella jornada habíamos recorrido doscientos ochenta kilómetros, y por fin le habíamos roto el espinazo al viaje.