FUEGO
Pero entonces Bagheera saltó de repente.
—¡No! ¡Ya lo tengo! Corre raudo al valle, a las cabañas de los hombres, y coge la Flor Roja que ellos plantan allí. Entonces, cuando llegue tu hora, tendrás un amigo más poderoso que Baloo, yo, o cualquier otro de un grupo que te quiera. ¡Coge la Flor Roja!
Al hablar de la Flor Roja, Bagheera se refería al fuego; nadie en la selva lo llamaba por su nombre, pues todos lo temían tanto como a la muerte.
Rudyard Kipling, El libro de la selva
Cuando la oscuridad se abatió sobre las colinas, se pusieron en camino. Dejaron a Gwin en el campamento. Tras los sucesos acaecidos durante su última excursión nocturna al pueblo de Capricornio, hasta Farid comprendía que era mejor así. Lengua de Brujo lo dejó ir delante. Ignoraba su pavor a espíritus u otros fantasmas nocturnos, Farid había sabido ocultárselo bien, mucho mejor que a Dedo Polvoriento. Lengua de Brujo tampoco se burlaba de él por su temor a la oscuridad, como había hecho Dedo Polvoriento, y curiosamente eso disminuía el miedo, obligándolo a encogerse hasta alcanzar el tamaño que tenía a plena luz del día.
Cuando Farid descendía por la empinada pendiente, con paso firme pero cauteloso, oía susurrar a los espíritus en los árboles y matorrales al igual que todas las noches, pero no se acercaban. De repente parecían temerle y obedecer sus órdenes, igual que el fuego obedecía las de Dedo Polvoriento.
El fuego. Habían decidido prenderlo justo al lado de la casa de Capricornio. Así no alcanzaría tan deprisa las colinas, pero amenazaría lo que era más caro a Capricornio: sus tesoros.
Esa noche el pueblo no estaba tan tranquilo ni solitario como en las pasadas. Zumbaba como un avispero. En la plaza del aparcamiento patrullaban nada menos que cuatro guardianes armados, y alrededor de la verja de malla metálica que rodeaba el campo de fútbol se veía una hilera de coches aparcados. Sus faros proyectaban sobre el campo una luz deslumbradora. El asfalto parecía un paño claro que alguien había extendido con la llegada de la oscuridad.
—Así que el espectáculo se celebrará allí —susurró Lengua de Brujo mientras se aproximaban a las casas—. ¡Pobre Meggie!
En el centro de la plaza habían erigido una especie de estrado, y frente a él había una jaula, quizá para el monstruo que la hija de Lengua de Brujo tenía que traer leyendo en voz alta, o para los prisioneros. En el borde izquierdo del campo, con la valla de tela metálica y el pueblo a la espalda, habían colocado largos bancos de madera; algunos chaquetas negras ya se habían acomodado en ellos como cuervos que hubieran encontrado un lugar diáfano y calentito para pasar la noche.
Por un momento pensaron en adentrarse en el pueblo cruzando el aparcamiento. Entre tantos forasteros, nadie repararía en ellos; pero luego optaron por dar un rodeo amparados por la oscuridad. Farid iba en cabeza, cauteloso. Ocultándose detrás de los troncos de los árboles, procuraba mantenerse siempre por encima de las casas, hasta que surgió a sus pies la zona deshabitada del pueblo, que parecía haber sido pisoteada por un gigante. Aquella noche patrullaban por allí más centinelas que de costumbre, y continuamente se veían obligados a buscar cobijo entre las sombras de un portón, acurrucarse detrás de un muro o trepar por una ventana para esperar allí, conteniendo el aliento, a que pasara de largo la guardia. Por fortuna, en el pueblo de Capricornio abundaban los rincones oscuros, y los centinelas caminaban por las callejuelas aburridos y seguros de que no les amenazaba ningún peligro.
Farid llevaba consigo la mochila de Dedo Polvoriento con todo lo necesario para provocar un fuego rápido y devorador. Lengua de Brujo transportaba la leña que habían reunido por si las llamas no hallaban suficiente alimento entre las piedras. Además, contaban con las provisiones de gasolina de Capricornio. Farid todavía conservaba su olor en la nariz desde la noche en que lo habían encerrado. Los bidones apenas se vigilaban, pero quizá no los necesitasen.
Era una noche sin viento: las llamas arderían sin prisa pero sin pausa. Farid recordaba muy bien la advertencia de Dedo Polvoriento: «Jamás prendas fuego si hay viento. El viento se meterá dentro y el fuego te olvidará, pues el soplo del aire, avivándolo, lo abatirá sobre ti y te morderá hasta consumir tu carne hasta los huesos».
Pero esa noche el viento dormía y el aire inmóvil llenaba las callejuelas igual que el agua caliente un cubo.
Confiaban en encontrar desierta la plaza situada ante la casa de Capricornio, pero cuando avanzaron, cautelosos, desde una de las callejas situadas enfrente, se toparon con media docena de sus secuaces plantados delante de la iglesia.
—¿Qué hacen éstos aquí? —susurró Farid mientras Lengua de Brujo lo arrastraba hasta la sombra protectora de una puerta—. Si la fiesta está a punto de empezar…
De casa de Capricornio salieron dos criadas, cada una con una pila de platos. Los transportaban a la iglesia, donde al parecer se celebraría el banquete después de la ejecución. Los hombres silbaron al pasar las criadas. Una de las mujeres estuvo a punto de dejar caer la vajilla cuando uno de ellos intentó levantarle la falda con el cañón de la escopeta. Era el mismo tipo que había reconocido a Lengua de Brujo la última noche que se habían acercado a escondidas hasta allí. Farid se llevó la mano a la frente, todavía sangrante, y profirió contra él las peores maldiciones que conocía. Le deseó que contrajera la peste bubónica, la sarna… ¿por qué tenía que estar precisamente allí? Aunque pasasen a su lado sin que los reconociera… ¿cómo iban a prender el fuego mientras los demás seguían patrullando por esa zona?
—¡Tranquilo! —le susurró Lengua de Brujo—. Ya se irán. Primero tenemos que averiguar si Meggie ha abandonado la casa.
Farid asintió y contempló la enorme vivienda situada al otro lado. Detrás de dos ventanas se veía luz, pero eso no significaba nada.
—Bajaré a escondidas hasta la plaza para comprobar si la niña se encuentra allí —le susurró a Lengua de Brujo.
A lo mejor habían sacado ya a Dedo Polvoriento de la iglesia, o tal vez lo hubiesen encerrado en la jaula que habían instalado y podía decirle en voz baja que habían traído a su mejor amigo, el fuego, para que lo salvara.
La noche inundaba de sombras numerosos rincones entre las casas, a pesar de aquellas enormes lámparas brillantes, y Farid se disponía a marcharse protegido por ellas cuando la puerta de la casa de Capricornio se abrió y salió la vieja con cara de buitre. Tiraba de la hija de Lengua de Brujo. Con aquel largo vestido blanco, casi no la reconoció. Tras ellas apareció en el umbral el hombre que les había disparado, empuñando la escopeta. Miró a su alrededor, luego sacó del bolsillo un manojo de llaves, cerró la puerta y con un ademán indicó a uno de los hombres apostados delante de la iglesia que se acercara. Sin duda le ordenó que vigilase la casa. Eso significaba que uno de los guardianes se quedaría allí mientras los demás acudían a la fiesta.
Farid notó cómo todos los músculos de Lengua de Brujo, que estaba a su lado, se tensaban… a punto de echar a correr hacia su hija, tan pálida como su vestido. Farid le agarró el brazo previniéndole, pero Lengua de Brujo parecía haberse olvidado de él. ¡Abandonar la protección de las sombras sería una imprudencia!
—¡No! —Farid, preocupado, tiró de él hacia atrás… en la medida de sus fuerzas, pues al fin y al cabo apenas le llegaba al hombro.
Por suerte los hombres de Capricornio no miraban en aquella dirección, sino que seguían con la vista a la vieja mientras cruzaba la plaza tan deprisa que la niña tropezó un par de veces con el bajo del vestido.
—¡Qué pálida está! —musitó Lengua de Brujo—. Cielos, ¿has visto qué miedo tiene? A lo mejor mira hacia aquí y podemos hacerle una seña…
—¡No! —Farid seguía sujetándolo con ambas manos—. Tenemos que prender el fuego. Eso es lo único que la ayudará. ¡Por favor, Lengua de Brujo, pueden verte!
—Deja ya de llamarme Lengua de Brujo. Me pone fuera de mí.
La vieja desapareció con Meggie entre las casas. Nariz Chata las seguía, embutido en un traje negro, caminando pesadamente como un oso, seguido por todos los demás. Desaparecieron riendo en el callejón, rebosantes de alegría anticipada por lo que la noche les deparaba: muerte adobada con terror… y la llegada de nuevas atrocidades al pueblo maldito.
Sólo seguía allí el centinela apostado ante la casa de Capricornio. Con expresión sombría siguió con la vista a los demás, dio una patada a una cajetilla de tabaco vacía y golpeó el muro con el puño. Él sería el único que se perdería la diversión. El centinela de la torre de la iglesia podía al menos presenciarla desde lejos, pero él…
Ellos habían contado con la presencia de un centinela montando guardia ante la casa. Farid había explicado a Lengua de Brujo cuál era la mejor manera de librarse de él, y Lengua de Brujo había asentido, ratificando que así lo harían. Cuando los pasos de los hombres de Capricornio se extinguieron y sólo llegaba a sus oídos el barullo procedente del aparcamiento, abandonaron las sombras y, fingiendo que salían en ese momento del callejón, caminaron codo con codo hacia el centinela. Éste los miró con desconfianza, se apartó del muro donde se apoyaba y descolgó la escopeta de su hombro. El arma les inquietó. Farid volvió a tocarse la frente sin querer, pero al menos el guardián no era uno de los hombres que podían reconocerlos, como el cojo, Basta, o cualquier otro de los perros sanguinarios de la guardia personal de Capricornio.
—¡Eh, échanos una mano! —le gritó Lengua de Brujo sin prestar atención a la escopeta—. Esos cretinos han olvidado el sillón de Capricornio. Tenemos que trasladarlo ahí abajo.
El centinela sostenía la escopeta delante del pecho.
—¿No me digas? Lo que faltaba. El peso de ese cachivache te parte el espinazo. ¿De dónde venís? —escudriñaba el rostro de Lengua de Brujo como si quisiera recordar si lo había visto antes. A Farid no le prestaba la menor atención—. ¿Sois del norte? He oído que por allí tenéis la diversión asegurada…
—Cierto, así es. —Lengua de Brujo se acercó tanto al centinela que éste retrocedió—. Y ahora acompáñanos, ya sabes que a Capricornio no le gusta esperar.
El centinela asintió malhumorado.
—Vale, vale, de acuerdo —rezongó mirando hacia la iglesia—. De todos modos es absurdo montar guardia. ¿Qué se creen? ¿Que el escupefuego va a deslizarse hasta aquí para robar el oro? Ese tipo siempre ha sido un cobarde, y hace mucho que habrá puesto pies en polvorosa…
Lengua de Brujo le golpeó en la cabeza con la culata de la escopeta mientras el guardián miraba hacia la iglesia, y a continuación lo arrastró detrás de la casa de Capricornio, donde las tinieblas eran negras como el carbón.
—¿Has oído lo que ha dicho? —Farid ataba al centinela inconsciente una cuerda alrededor de las piernas; de nudos sabía más que Lengua de Brujo—. ¡Dedo Polvoriento ha escapado! ¡Sólo podía referirse a él! Ha dicho que ha puesto pies en polvorosa.
—Sí, lo he oído. Y me alegro tanto como tú, pero mi hija aún sigue aquí.
Lengua de Brujo le puso la mochila en los brazos y acechó a su alrededor. La plaza seguía tan tranquila y abandonada como si no quedara ni un alma en el pueblo salvo ellos. El centinela del campanario no daba señales de vida. Seguro que aquella noche el campo de fútbol vivamente iluminado centraría toda su atención.
Farid sacó dos antorchas de la mochila de Dedo Polvoriento y la botella de alcohol de quemar. «¡Se les ha escapado! —pensaba—. ¡Se les ha escapado de entre las manos!» Estuvo a punto de soltar una carcajada.
Lengua de Brujo regresó corriendo a la vivienda de Capricornio, atisbó por las ventanas y al final rompió una. Para ello, se quitó la chaqueta y la apretó contra el vidrio con el fin de amortiguar el ruido de los cristales al quebrarse. De la plaza del aparcamiento subían carcajadas y música.
—¡Las cerillas! ¡No las encuentro! —Farid rebuscó entre las pertenencias de Dedo Polvoriento hasta que Lengua de Brujo le arrebató la mochila de las manos.
—¡Trae! —susurró—. Tú ve preparando las antorchas.
Farid obedeció. Empapó el algodón en el alcohol de olor acre con sumo cuidado. «Dedo Polvoriento volverá a buscar a Gwin —pensaba—, y entonces me llevará con él…» De uno de los callejones salían voces masculinas. Durante unos instantes atroces les pareció que se aproximaban, pero luego volvieron a apagarse, engullidas por la música procedente del aparcamiento que inundaba la noche como un olor hediondo.
Lengua de Brujo seguía buscando las cerillas.
—¡Qué asco! —maldijo entre dientes sacando la mano de la mochila.
Tenía excrementos de marta adheridos al pulgar. Se los limpió contra el muro más próximo, volvió a hundir la mano en la mochila y arrojó a Farid una caja de cerillas. Acto seguido sacó otra cosa más… el librito que Dedo Polvoriento guardaba en un bolsillo lateral que estaba cosido a la mochila. Farid lo había hojeado en numerosas ocasiones. Contenía dibujos pegados, dibujos recortados de hadas y brujas, de duendes, ninfas y árboles viejísimos… Lengua de Brujo los miró mientras Farid embebía la segunda antorcha. Luego contempló la fotografía introducida entre las páginas, la foto de la criada de Capricornio que esa noche pagaría con la muerte su ayuda a Dedo Polvoriento. ¿Se habría escapado ella también? Lengua de Brujo clavaba los ojos en la foto como si no hubiera nada más en el mundo.
—¿Qué pasa? —Farid acercó la cerilla a la antorcha goteante. La llama se inflamó, siseante y hambrienta. ¡Qué bonita era! Farid se chupó el dedo y lo deslizó a través de ella—. ¡Vamos, cógela! —Tendió la antorcha a Lengua de Brujo; era preferible que la tirara él por la ventana, a fin de cuentas era más alto.
Pero Lengua de Brujo continuaba mirando la foto, petrificado.
—Es la mujer que ayudó a Dedo Polvoriento —explicó Farid—. Y también la han apresado. Creo que está enamorado de ella. ¡Toma! —Alargó de nuevo la antorcha a Lengua de Brujo—. ¿A qué esperas?
Lengua de Brujo lo miró como si acabara de despertar de un profundo sueño.
—Vaya, vaya, conque enamorado, ¿eh? —murmuró mientras cogía la antorcha.
Luego se introdujo la foto en el bolsillo de la pechera de su camisa, echó otro vistazo a la plaza vacía y arrojó la antorcha al interior de la casa de Capricornio por el cristal roto.
—¡Aúpame! ¡Quiero ver cómo arde!
Lengua de Brujo le complació. La habitación parecía un despacho. Farid vio papel, un escritorio y un cuadro de Capricornio en la pared. Eso significaba que allí había alguien que sabía escribir. La antorcha cayó ardiendo entre las hojas escritas y comenzó a relamerse y a chasquear la lengua, crepitando de dicha por aquella mesa tan opípara. Después cobró fuerza, saltó de la mesa a las cortinas de la ventana y ascendió devorando con avidez la tela oscura. Todo el cuarto se tiñó de rojo y amarillo. Por los cristales rojos brotó humo que escoció los ojos de Farid.
—¡Tengo que irme!
Lengua de Brujo volvió a ponerlo bruscamente sobre sus pies. La música había enmudecido. De repente se hizo un silencio sepulcral. Lengua de Brujo echó a correr hacia el callejón que desembocaba en la plaza del aparcamiento.
Farid lo siguió con la mirada. Él tenía otro cometido. Aguardó a que las llamas salieran por la ventana y entonces empezó a gritar:
—¡Fuego! ¡Fuego en casa de Capricornio! —su voz resonaba en la plaza vacía.
Con el corazón desbocado corrió hasta la esquina de la enorme casa y miró al campanario de la iglesia. El guardián se había puesto en pie de un salto. Farid encendió la segunda antorcha y la tiró delante del portón de la iglesia. El aire empezó a oler a humo. El centinela se quedó petrificado, se volvió y al fin tocó la campana.
Farid se marchó corriendo en pos de Lengua de Brujo.