UNA CASA ATIBORRADA DE LIBROS
—Mi jardín es mi jardín —dijo el gigante—. Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie más que yo juegue en él.
Óscar Wilde, El gigante egoísta
El silencio despertó a Meggie.
El zumbido regular del motor, que la había arrullado hasta dormirla, había enmudecido, y el asiento del conductor estaba vacío. Meggie necesitó cierto tiempo para recordar por qué no estaba en su cama. En el parabrisas aparecían pegadas diminutas moscas muertas, y el autobús se había detenido ante una puerta de hierro. Su aspecto inspiraba temor con todas aquellas puntas de brillo mate, una puerta de lanzas que sólo esperaba a que alguien intentase saltarla y se quedase colgando de ella agitándose. Su visión le recordó uno de sus cuentos favoritos, el del gigante egoísta que no quería tener niños en su jardín. Justo así se había imaginado siempre su puerta.
Mo estaba en la carretera acompañado por Dedo Polvoriento. Meggie bajó y corrió hacia ellos. La carretera lindaba a la derecha con una ladera densamente arbolada que caía, empinada, hasta la orilla de un enorme lago. Al otro lado, las colinas surgían del agua como montañas que se hubieran ahogado. El agua era casi negra. La noche ya se extendía por el cielo y se reflejaba, oscura, en las olas. En las casas emplazadas junto a la orilla se encendían ya las primeras luces, como luciérnagas o estrellas caídas.
—Es bonito, ¿verdad? —Mo pasó el brazo por los hombros de su hija—. A ti te gustan las historias de bandidos. ¿Ves las ruinas de ese castillo? En él moró un día una cuadrilla de ladrones tristemente célebre. Tengo que preguntarle a Elinor. Ella lo sabe todo sobre ese lago.
Meggie se limitó a asentir y apoyó la cabeza en el hombro de su padre. Se sentía muerta de cansancio, pero el semblante de Mo, por primera vez desde su partida, ya no estaba ensombrecido por la preocupación.
—Bueno, ¿pero dónde vive? —preguntó la niña reprimiendo un bostezo—. No será detrás de esa puerta de pinchos, ¿eh?
—Pues sí. Ésa es la entrada de su finca. No resulta muy acogedora, ¿verdad? —Mo se rió y cruzó la carretera con su hija—. Elinor se siente muy orgullosa de esa puerta. La mandó construir expresamente de acuerdo con la ilustración de un libro.
—¿La ilustración del jardín del gigante egoísta? —murmuró Meggie mientras atisbaba por entre los barrotes de hierro artísticamente entrelazados.
—¿El gigante egoísta? —Mo soltó la risa—. No, creo que era otro cuento. A pesar de que le pegaría mucho a Elinor.
La puerta limitaba a ambos lados con altos setos cuyas ramas espinosas impedían atisbar lo que había tras ellos. Pero tampoco por entre los barrotes de hierro pudo descubrir Meggie nada prometedor, salvo amplios macizos de rododendros y un ancho sendero de gravilla que desaparecía enseguida entre ellos.
—Esto tiene pinta de parentela acaudalada, ¿no? —susurró Dedo Polvoriento al oído de Meggie.
—Sí, Elinor es muy rica —asintió Mo apartando a su hija de la puerta—. Pero lo más probable es que tarde o temprano acabe empobrecida como un ratón de iglesia, porque gasta todo su dinero en libros. Me temo que vendería su alma al diablo sin vacilar si éste le ofreciera a cambio el libro adecuado —abrió la pesada puerta de un empujón.
—¿Qué haces? —preguntó Meggie alarmada—. No podemos entrar ahí por las buenas.
El letrero situado junto a la puerta aún se leía con claridad, aunque algunas letras desaparecían tras las ramas del seto.
Aquello, la verdad, no le sonaba a Meggie muy acogedor.
Pero su padre se limitó a reír.
—No os preocupéis —dijo mientras empujaba la puerta un poco más—. En casa de Elinor, lo único protegido con una alarma es su biblioteca. A ella le da igual quién cruce su puerta para darse un paseo. No es lo que se dice una mujer medrosa. De todos modos, tampoco recibe muchas visitas.
—¿Y qué hay de los perros? —Dedo Polvoriento echó una ojeada al jardín desconocido con expresión preocupada—. Esta puerta tiene pinta de albergar como mínimo tres perros feroces del tamaño de terneros.
Mo, sin embargo, negó con la cabeza.
—Elinor detesta los perros —contestó mientras regresaba al autobús—. Y ahora, subid.
La finca de la tía de Meggie tenía más aspecto de bosque que de jardín. Poco después de la puerta, el camino describía una curva, como si quisiera coger impulso antes de seguir subiendo por la cuesta. Después se perdía entre los oscuros abetos y castaños que lo bordeaban tan tupidos que sus ramas formaban un túnel. Meggie creía que nunca terminaría cuando, de improviso, los árboles quedaron atrás y el camino desembocó en una plaza cubierta de gravilla, rodeada de rosaledas cuidadas con esmero.
Una furgoneta gris estaba aparcada sobre la gravilla, delante de una casa que era más grande que la escuela a la que había asistido Meggie el curso anterior. Intentó contar las ventanas, pero desistió enseguida. Era un edificio precioso, pero, al igual que la puerta de hierro de la carretera, resultaba poco acogedor. A lo mejor el revoque amarillo ocre sólo parecía tan sucio durante el crepúsculo. Y quizá las contraventanas verdes estaban cerradas porque la noche se acercaba ya por detrás de las montañas circundantes. Meggie, sin embargo, habría apostado a que incluso durante el día se abrirían en contadas ocasiones. La puerta de entrada, de madera oscura, parecía tan ominosa como una boca apretada, y Meggie, sin querer, cogió la mano de su padre cuando se encaminaron hacia ella.
Dedo Polvoriento los seguía con cierta indecisión, al hombro la mochila cerrada donde Gwin a buen seguro seguía durmiendo. Cuando Mo y Meggie llegaron a la puerta, él se detuvo unos metros detrás de ellos y observó con desazón los postigos cerrados, como si sospechara que la señora de la casa los espiaba desde alguna de las ventanas.
Al lado de la puerta de entrada se veía una ventanita enrejada, la única que carecía de contraventanas verdes. Debajo colgaba otro cartel.
Meggie miró con preocupación a su padre, pero éste se limitó a hacerle una mueca de ánimo y llamó al timbre.
Meggie oyó su repiqueteo dentro de la enorme casa. Luego, durante unos momentos, nada sucedió. Una urraca salió aleteando furiosa de uno de los rododendros que crecían alrededor del edificio, y unos gorriones gordos picoteaban bulliciosamente en la gravilla buscando insectos invisibles. Meggie les estaba arrojando unas migas de pan que aún conservaba en el bolsillo de la chaqueta —del picnic al que asistió un día ya olvidado—, cuando la puerta se abrió con brusquedad.
La mujer que apareció era mayor que Mo, bastante mayor… a pesar de que, en lo tocante a la edad de los adultos, Meggie nunca estaba muy segura. Su cara le recordó la de un bulldog, pero quizás eso se debiera más a la expresión que al rostro en sí. Llevaba un jersey de color gris ratón y una falda cenicienta, un collar de perlas ceñido alrededor del cuello y zapatillas de fieltro en los pies, como las que tuvo que ponerse Meggie un día en un palacio que visitó en compañía de su padre. Elinor llevaba recogido el pelo que ya encanecía, pero por todas partes le salían mechones, como si se hubiera peinado deprisa, consumida por la impaciencia. Elinor no tenía pinta de pasar mucho tiempo delante del espejo.
—¡Cielo santo, Mortimer! ¡Caramba, menuda sorpresa! —exclamó sin perder el tiempo en saludos—. Pero ¿de dónde vienes? — su voz sonaba áspera, pero su expresión no podía ocultar del todo su alegría al ver a Mo.
—Hola, Elinor —contestó Mo, colocando su mano sobre el hombro de su hija—. ¿Te acuerdas de Meggie? Ha crecido mucho, como puedes comprobar.
Elinor dirigió a Meggie una fugaz mirada de irritación.
—Sí, ya veo —respondió—. Pero al fin y al cabo, es propio de los niños crecer, ¿verdad? Si no recuerdo mal, en los últimos años no os he visto ni a tu hija ni a ti. ¿Qué me depara precisamente hoy el inesperado honor de tu visita? ¿Vas a apiadarte por fin de mis pobres libros?
—Tú lo has dicho. —Mo asintió—. Uno de mis encargos se ha aplazado, el de una biblioteca. Ya sabes, las bibliotecas siempre andan escasas de dinero.
Meggie lo observaba inquieta. Ignoraba que fuera capaz de mentir con tanta convicción.
—Debido a las prisas —prosiguió Mo—, no he conseguido alojar a Meggie en ninguna otra parte, por eso la he traído conmigo. Ya sé que no te gustan los niños, pero Meggie no embadurna los libros con mermelada, ni arranca sus páginas para envolver ranas muertas con ellas.
Elinor soltó un gruñido de desaprobación y examinó a Meggie como si la creyera capaz de cualquier infamia, a despecho de lo que dijera su padre.
—La última vez que la trajiste, por lo menos podíamos encerrarla en un andador —afirmó con voz gélida—. Ahora, creo que eso ya no es posible —volvió a observar a Meggie de la cabeza a los pies, como si fuese un animal peligroso que tuviera que soltar en su casa.
Meggie sufrió un ataque de ira y notó que su cara se enrojecía. Deseaba regresar a casa o al autobús, adonde fuera, excepto permanecer en casa de esa mujer abominable que la miraba de hito en hito con sus fríos ojos de pedernal.
Los ojos de Elinor se apartaron de ella y fueron a posarse en Dedo Polvoriento, que permanecía con timidez en segundo plano.
—¿Y ése? —miró a Mo inquisitiva—. ¿Lo conozco?
—Es Dedo Polvoriento, un… amigo mío. — Quizá sólo Meggie reparó en la vacilación de Mo—. Se dirige más al sur. ¿No podrías alojarlo esta noche en una de tus innumerables habitaciones?
Elinor se cruzó de brazos.
—Sólo a condición de que su nombre no guarde relación alguna con su modo de tratar los libros —repuso ella—. De todos modos tendrá que darse por satisfecho con un alojamiento muy precario en la buhardilla, pues en los últimos años mi biblioteca ha crecido mucho y ha devorado casi todas mis habitaciones para huéspedes.
—Pero ¿cuántos libros tiene usted? —preguntó Meggie.
La niña se había criado entre pilas de libros, pero ni con su mejor voluntad lograba imaginar que todas las ventanas de aquella casona tan enorme ocultasen libros.
Elinor volvió a observarla, ahora con franco desprecio.
—¿Cuántos? —repitió—. ¿Crees acaso que los cuento como si fueran botones o guisantes? Muchos, muchísimos. Acaso en cada habitación de esta casa haya más libros de los que leerás en toda tu vida… y algunos son tan valiosos que te pegaría un tiro sin vacilar si te atrevieses a tocarlos. Pero dado que, como asegura tu padre, eres una chica lista, doy por sentado que no lo harás, ¿eh?
Meggie no contestó. En lugar de eso se imaginó que se ponía de puntillas y le escupía tres veces en la cara a esa vieja bruja.
Su padre, sin embargo, se echó a reír.
—No has cambiado, Elinor —constató—. Sigues teniendo una lengua tan afilada como una navaja barbera. Pero te prevengo: como se te ocurra pegarle un tiro a Meggie, haré lo mismo con tus libros predilectos.
Elinor frunció los labios y esbozó una sonrisita.
—Buena respuesta —replicó mientras se apartaba—. Veo que tú tampoco has cambiado. Pasad. Te enseñaré los libros que precisan tu ayuda. Y algunos más.
Meggie siempre había creído que Mo poseía muchos libros. Tras conocer la casa de Elinor, desterró de su mente para siempre esa idea.
No había pilas de libros por todas partes, como en casa de Meggie. Era obvio que cada libro ocupaba su lugar. Elinor había colocado estanterías donde otras personas tienen papel pintado, cuadros o sencillamente un trozo de pared vacía. En la sala de entrada por la que los condujo en primer lugar, las estanterías blancas se extendían hasta el techo; en el cuarto que cruzaron después eran negras como los baldosines del suelo, igual que en el pasillo que seguía a continuación.
—Esos de ahí —proclamó Elinor con ademán despectivo mientras pasaba junto a los lomos densamente apretados de los libros—se han acumulado con el correr de los años. No son muy valiosos, la mayoría de calidad menor, nada extraordinario. Si ciertos dedos pierden el control y en cierto momento sacan uno de ellos —dirigió a Meggie una breve ojeada—no acarrearán graves consecuencias. Siempre que esos dedos, después de haber saciado su curiosidad, vuelvan a colocar cada libro en su lugar y no dejen en su interior algunos de esos antiestéticos marcapáginas. —Y tras estas palabras, Elinor se volvió hacia Mo—. ¡Puedes creerlo o no! —exclamó—. En uno de los últimos libros que he comprado, una primera edición espléndida del siglo XIX, encontré de hecho una loncha reseca de salami para señalar las páginas.
A Meggie se le escapó una risita, lo que le acarreó ipso facto otra mirada poco amistosa.
—No es cosa de risa, jovencita —le advirtió Elinor—. Algunos de los libros más maravillosos que se han impreso jamás se perdieron porque algún pescadero cabeza hueca los deshojó para envolver pescados apestosos con sus páginas. En la Edad Media se destruyeron miles de libros para recortar suelas de zapato de sus tapas o calentar baños de vapor con su papel. —El recuerdo de vilezas tan increíbles, aunque acaecidas hacía ya muchos siglos, hizo resoplar a Elinor—. Bien, dejemos eso —farfulló—. Si no, me altero demasiado, y de por sí ya tengo la tensión demasiado alta.
Se había detenido delante de una puerta. Sobre la madera blanca se veía un ancla pintada, alrededor de la cual saltaba un delfín.
—Ésta es la divisa de un famoso impresor —explicó Elinor mientras acariciaba con el dedo el afilado hocico del delfín—. Es lo más adecuado para la entrada de una biblioteca, ¿no os parece?
—Lo sé —medió Meggie—. Aldus Manutius. Vivió en Venecia. Imprimió libros con el tamaño justo para meterlos sin dificultad en las alforjas de sus clientes.
—¿Ah, sí? —Elinor frunció el ceño irritada—. Eso no lo sabía. En cualquier caso, soy la feliz propietaria de un libro impreso por su propia mano. Concretamente en el año 1503.
—Querrá decir que está hecho en su taller —corrigió Meggie.
—Pues claro.
Elinor carraspeó y dirigió a Mo una mirada cargada de reproches, como si él y sólo él tuviera la culpa de que su hija conociera detalles tan extravagantes. Después puso su mano sobre el picaporte.
—Por esta puerta no ha pasado todavía ningún niño —explicó mientras apretaba el picaporte con unción casi religiosa—, pero ya que tu padre seguramente te ha inculcado cierto respeto a los libros, haré una excepción. Pero con una condición: que te mantengas de las estanterías a una distancia mínima de tres pasos. ¿Aceptas esta condición?
Por un instante, Meggie estuvo tentada de rechazarla. Le habría encantado dejar boquiabierta a Elinor castigando a sus valiosos libros con el desprecio. Pero no fue capaz. Su curiosidad era demasiado poderosa. Casi le parecía escuchar los cuchicheos de los libros por la puerta entreabierta. Le prometían mil historias desconocidas, mil puertas hacia miles de mundos inéditos. La tentación fue mayor que el orgullo de Meggie.
—Acepto —murmuró cruzando las manos a la espalda—. Tres pasos —sentía un hormigueo en sus dedos de pura avidez.
—Una niña lista —repuso Elinor con un tono tan despectivo que Meggie estuvo en un tris de cambiar de opinión.
Acto seguido penetraron en el sanctasanctórum de Elinor.
—¡La has reformado! —oyó decir Meggie a su padre.
Él añadió algo más, pero ya no lo escuchaba. Se limitaba a contemplar los libros, embelesada. Las estanterías donde reposaban olían a madera recién cortada. Llegaban hasta arriba, hasta el techo de color azul celeste del que pendían lámparas diminutas como estrellas encadenadas. Ante las estanterías se veían estrechas escaleras de madera provistas de ruedas, dispuestas para llevar a cualquier lector ansioso hasta los estantes más altos. Había atriles sobre los que descansaban libros abiertos, atados con cadenas de latón dorado. Había vitrinas de cristal en las que libros con páginas manchadas por el tiempo mostraban a todo aquel que se acercase las estampas más maravillosas. Meggie no pudo evitarlo. Un paso, una mirada apresurada a Elinor, que por suerte le daba la espalda, y se encontró delante de la vitrina. Se inclinó tanto sobre el cristal que lo golpeó con la nariz.
Unas hojas puntiagudas se enroscaban alrededor de letras marrón pálido. Una diminuta cabeza roja de dragón escupía flores sobre el papel manchado. Caballeros sobre caballos blancos miraban a Meggie como si apenas hubiera transcurrido un día desde que alguien los había pintado con minúsculos pinceles de pelo de marta. Junto a ellos había una pareja, de novios quizás. Un hombre con un sombrero rojo como el fuego observaba a ambos con hostilidad.
—¿Eso son tres pasos?
Meggie se volvió asustada, pero Elinor no parecía muy enfadada.
—¡Sí, el arte de decorar libros! —dijo—. Antes sólo los ricos sabían leer. Por eso a los pobres les ofrecían imágenes que acompañaban a las letras para que pudieran entender las narraciones. Como es natural, no se pensaba en proporcionarles placer, los pobres estaban en el mundo para trabajar, no para ser felices o contemplar bellas ilustraciones. Eso estaba reservado a los ricos. No, qué va. Se pretendía instruirlos. Casi siempre con historias bíblicas bien conocidas por todo el mundo. Los libros se exponían en las iglesias, y cada día se pasaba una página para enseñar una nueva estampa.
—¿Y este libro? —quiso saber Meggie.
—Oh, yo creo que nunca estuvo en la iglesia —respondió Elinor—. Debió de servir más bien para complacer a un hombre muy rico, pues tiene casi seiscientos años. —Era imposible pasar por alto el orgullo que dejaba traslucir su voz—. Un libro como éste ha provocado crímenes y asesinatos. Por fortuna yo sólo he tenido que comprarlo.
Al pronunciar la última frase se giró de repente y miró a Dedo Polvoriento, que los había seguido, sigiloso como un gato que sale de caza. Por un momento, Meggie pensó que Elinor iba a mandarlo otra vez al pasillo, pero Dedo Polvoriento permanecía ante las estanterías con una expresión tan respetuosa, las manos cruzadas a la espalda, que no le dio ningún motivo, así que se limitó a lanzarle una postrera mirada de desaprobación y se giró de nuevo hacia Mo.
Éste se encontraba ante uno de los atriles, con un libro entre las manos cuyo lomo pendía de unos cuantos hilos. Lo sostenía con sumo cuidado, igual que a un pájaro que se hubiera partido un ala.
—¿Y bien? —preguntó Elinor preocupada—. ¿Puedes salvarlo? Sé que está en un estado lamentable, y los otros me temo que tampoco están mucho mejor, pero…
—Todo tiene remedio. —Mo dejó el libro a un lado y examinó otro—. Pero creo que necesitaré como mínimo dos semanas. Siempre que no tenga que encargar materiales adicionales. Eso podría alargar el plazo algo más. ¿Soportarás tanto tiempo nuestra presencia?
—Por supuesto —Elinor asintió, pero Meggie reparó en la ojeada que lanzó a Dedo Polvoriento.
Éste seguía aún ante las estanterías emplazadas justo al lado de la puerta y parecía enfrascado en la contemplación de los libros; a Meggie, sin embargo, le dio la impresión de que no se le escapaba nada de cuanto se hablaba a sus espaldas.
En la cocina de Elinor no había libros, ni uno solo, pero allí tomaron una cena excelente, sentados a una mesa de madera que, según aseguró Elinor, procedía del escriptorio de un monasterio italiano. Meggie lo dudaba. Por lo que sabía, los monjes trabajaban en los escriptorios de los monasterios en mesas con superficies inclinadas, pero decidió que era mejor reservarse ese conocimiento. En lugar de eso cogió otro trozo de pan y se estaba preguntando si estaría rico el queso depositado sobre la presunta mesa de escriptorio, cuando observó que Mo cuchicheaba algo a Elinor. Los ojos de ésta se abrieron codiciosos, y Meggie dedujo que sólo podía tratarse de un libro, lo cual trajo en el acto a su memoria el papel de embalar, unas tapas verde pálido y la voz enfurecida de su padre.
A su lado, Dedo Polvoriento hizo desaparecer un trozo de jamón en su mochila sin que lo vieran: la cena de Gwin. Meggie percibió un hocico redondo que asomaba por la mochila olfateando, con la esperanza de lograr otras exquisiteces. Dedo Polvoriento sonrió a Meggie al reparar en su mirada y le dio un poco de tocino a Gwin. El cuchicheo de Mo y Elinor no parecía extrañarle, pero Meggie estaba segura de que los dos estaban planeando algún negocio secreto.
Unos instantes después, Mo se levantó y salió. Meggie preguntó a Elinor dónde estaba el lavabo… y le siguió.
Se sentía rara espiando a su padre. No recordaba haberlo hecho jamás… excepto la noche de la llegada de Dedo Polvoriento. Y cuando intentó averiguar si Mo era Papá Noel. Se avergonzaba de seguir sus huellas. Pero la culpa era suya. ¿Por qué le ocultaba ese libro? Y ahora a lo mejor pretendía entregárselo a la tal Elinor… ¡un libro que le impedía ver! Desde que Mo lo había escondido apresuradamente detrás de la espalda, a Meggie ya no se le había ido de la cabeza. La niña había llegado incluso a buscarlo en la bolsa que contenía las pertenencias de su padre, antes de meterla en el autobús, pero no había conseguido hallarlo.
¡Necesitaba verlo antes de que quizá desapareciera en alguna de las innumerables vitrinas de Elinor! Tenía que saber por qué era tan valioso para su padre como para haberla arrastrado hasta allí por su causa…
En el vestíbulo, Mo volvió a acechar en torno suyo antes de salir de la casa, pero Meggie se agachó a tiempo detrás de un arcón que olía a bolas de alcanfor y a lavanda. Decidió permanecer en su escondite hasta el regreso de su padre. Fuera, en el patio, seguro que la habría descubierto. El tiempo transcurrió con desesperante lentitud, como suele suceder siempre que se espera algo con el corazón palpitante. En las estanterías blancas los libros parecían observar a Meggie, pero callaban, como si percibieran que en ese momento la niña sólo podía pensar en un único libro.
Su padre regresó al fin con un paquetito envuelto en papel marrón en la mano. «¡A lo mejor sólo desea esconderlo aquí!», pensó Meggie. ¿Dónde se podía ocultar mejor un libro que entre miles y miles más? Claro. Mo lo dejaría allí y ellos regresarían a casa. «Pero me gustaría verlo una vez —pensó Meggie—, solamente una vez antes de que esté en un estante al que sólo puedo acercarme a tres pasos de distancia.»
Mo pasó tan cerca de ella que Meggie habría podido rozarle, pero él no la vio. «¡No me mires así, Meggie! —decía a veces su padre—. Vuelves a adivinarme el pensamiento.» Ahora parecía preocupado, como si no estuviera seguro de que lo que se proponía fuese correcto. Meggie contó despacio hasta tres antes de seguirlo, pero Mo se detuvo tan bruscamente en un par de ocasiones, que estuvo a punto de chocar con él. Su padre no regresó a la cocina, sino que se dirigió directamente a la biblioteca. Sin volverse a mirar, abrió la puerta que ostentaba la divisa del impresor veneciano y la cerró con absoluto sigilo tras él.
Allí estaba ahora Meggie, entre todos aquellos libros silenciosos, preguntándose si debía seguirle… si debía pedirle que le enseñase el libro. ¿Se enfadaría mucho? Justo cuando se disponía a hacer acopio de todo su valor para seguirlo, oyó pasos… unos pasos presurosos, decididos, precipitados, impacientes. Sólo podía ser Elinor. ¿Qué podía hacer?
Meggie abrió la puerta siguiente y se deslizó dentro. Una cama con dosel, un armario, fotos con marco de plata, una pila de libros sobre la mesilla de noche, un catálogo abierto sobre la alfombra, las páginas cubiertas con reproducciones de libros antiguos. Había ido a parar a la alcoba de Elinor. Con el corazón palpitante aguzó los oídos, oyó los pasos enérgicos de Elinor y a continuación la puerta de la biblioteca se cerró por segunda vez. Meggie salió con cautela y sigilo al pasillo. Mientras permanecía, indecisa, ante la biblioteca, una mano se apoyó de pronto en su hombro por detrás. Una segunda ahogó su grito de susto.
—¡Soy yo! —le susurró al oído Dedo Polvoriento—. Calma, mucha calma o nos llevaremos los dos un disgusto, ¿comprendes?
Meggie asintió con la cabeza y Dedo Polvoriento apartó despacio la mano de su boca.
—Tu padre pretende entregar el libro a esa bruja, ¿verdad? —musitó—. ¿Fue a buscarlo al autobús? Dímelo. Lo llevaba consigo, ¿verdad?
Meggie lo apartó de un empujón.
—¡No lo sé! —farfulló enfurecida—. Además… ¿a usted qué le importa?
—¿Que qué me importa? —Dedo Polvoriento soltó una risita ahogada—. Bueno, quizá te cuente algún día lo que me importa. Pero ahora sólo quiero saber si tú lo has visto.
Meggie negó con la cabeza. Ignoraba por qué mentía a Dedo Polvoriento. Quizá porque su mano había presionado su boca con demasiada fuerza.
—¡Meggie, escúchame! —Dedo Polvoriento la miró con insistencia cara a cara.
Sus cicatrices parecían rayas pálidas que alguien hubiera dibujado en sus mejillas, dos rayas en la izquierda, ligeramente arqueadas, una tercera en la derecha, aún más larga, desde la oreja hasta la aleta de la nariz.
—¡Capricornio matará a tu padre si no consigue el libro! —le informó en voz baja Dedo Polvoriento—. Lo matará, ¿comprendes? ¿No te he explicado cómo es? Quiere el libro, y él siempre consigue todo lo que se propone. Es ridículo creer que aquí estará a salvo de él.
—¡Mo no piensa eso!
Dedo Polvoriento se incorporó y clavó sus ojos en la puerta de la biblioteca.
—Sí, lo sé —musitó—. Ese es el problema. Y por eso mismo… —puso ambas manos sobre los hombros de Meggie y la empujó hacia la puerta cerrada—…por eso mismo tú entrarás ahí dentro haciéndote la inocente y averiguarás lo que pretenden hacer esos dos con el libro. ¿De acuerdo?
Meggie intentó protestar. Pero en un abrir y cerrar de ojos Dedo Polvoriento abrió la puerta y empujó a la niña hacia el interior de la biblioteca.