LA URRACA
Pero le despertaron con palabras, esas armas agudas, deslumbradoras.
T. H. White, El libro de Merlín
Aún era muy temprano cuando Meggie oyó la voz de Basta fuera, en el pasillo. No había probado el desayuno que le había traído una de las criadas. Le había preguntado qué había sucedido esa noche, qué significaban los disparos, pero la criada se había limitado a mirarla despavorida y sacudió la cabeza antes de salir a toda prisa. Seguro que la consideraba una bruja.
Fenoglio tampoco había desayunado. Escribía sin descanso. Llenaba hoja tras hoja, rompía lo que había escrito, comenzaba de nuevo, dejaba un folio al lado y empezaba con el siguiente, fruncía el ceño, lo arrugaba… y volvía a empezar. Llevaba horas así y lo único que había preservado de la destrucción eran tres hojas. Sólo tres. Al sonar la voz de Basta las ocultó deprisa bajo su colchón y empujó con el pie las arrugadas debajo de la cama.
—¡Rápido, Meggie, ayúdame a recogerlas! —susurró—. No debe encontrar ni una sola de esas páginas.
Meggie obedeció, pero sólo pensaba en una cosa: «¿A qué viene Basta? ¿Desea comunicarme algo? ¿Quiere verme la cara cuando me comunique que ya no necesito esperar más tiempo a Mo?».
Al abrirse la puerta, Fenoglio ya se había sentado nuevamente a la mesa, con una hoja vacía ante sí en la que garabateaba deprisa unas frases.
Meggie contuvo la respiración, como si de ese modo pudiera refrenar también las palabras… esas palabras que estaban a punto de brotar de la boca de Basta para destrozarle el corazón.
Fenoglio soltó el bolígrafo y se situó a su lado.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Vengo a buscarla —anunció Basta—. Mortola desea verla —su voz sonaba enojada, como si considerase indigno de su rango cumplir un cometido tan banal.
¿Mortola? ¿La Urraca? Meggie miró a Fenoglio. ¿Qué significaría eso? Pero el anciano se limitó a encogerse de hombros, desconcertado.
—La palomita tiene que echar un vistazo a lo que leerá esta noche —explicó Basta—. Para que no tartamudee como Darius y lo eche todo a perder. —Con gesto impaciente indicó a Meggie que se acercase—. Vamos, ven de una vez.
Meggie dio un paso hacia él, pero después se detuvo.
—Antes quiero saber qué ha pasado esta noche —dijo—. He oído disparos.
—¡Ah, ya! —Basta sonrió; sus dientes eran casi tan blancos como su camisa—. Creo que tu padre pretendía visitarte, pero Cockerell no le ha permitido la entrada.
Meggie seguía petrificada. Basta la cogió del brazo y la arrastró con rudeza. Fenoglio intentó seguirlos, pero Basta le dio con la puerta en las narices. El anciano gritó, pero Meggie no consiguió entenderle. Le zumbaban los oídos y escuchaba el curso acelerado de su propia sangre en las venas.
—Logró escapar, si eso te consuela —dijo Basta mientras la empujaba hacia la escalera—. Aunque bien pensado, eso no significa gran cosa. Los gatos también suelen hacerlo cuando Cockerell les dispara, pero al final acaban encontrándolos muertos en cualquier esquina.
Meggie le propinó una patada en la espinilla con toda su fuerza. A continuación echó a correr escalera abajo. Basta no tardó en alcanzarla. Con el rostro desfigurado por el dolor, la agarró por el pelo y tiró de ella hasta situarla a su lado.
—¡No vuelvas a intentarlo, tesoro! —silabeó—. Puedes estar contenta de ser la atracción principal de nuestra fiesta de esta noche, porque de lo contrario te retorcería tu escuálido pescuezo ahora mismo.
Meggie no volvió a intentarlo. Aunque hubiera querido, ya no tenía la menor posibilidad. Basta no volvió a soltarle el pelo. Tiró de ella como si de un perro desobediente se tratara. El dolor hizo que se le saltaran las lágrimas, pero giró la cara para que Basta no la viera.
La condujo al sótano. Ella aún no había pisado nunca esa zona de la casa de Capricornio. El techo era aún más bajo que el de la cuadra donde los habían encerrado al principio a Mo, a Elinor y a ella. Las paredes estaban encaladas en blanco como en los pisos superiores, y también había muchas puertas. La mayoría parecían no haberse abierto desde hacía mucho tiempo. De algunas colgaban pesados candados. Meggie recordó las cajas de caudales de las que había hablado Dedo Polvoriento, y el oro que Mo había traído para Capricornio en la iglesia. «¡No le han acertado! —pensó—. Seguro que no. El cojo tiene mala puntería.»
Al final se detuvieron delante de una puerta. Había sido fabricada con una madera diferente a la de las demás; sus vetas tenían la belleza de la piel de un tigre. A la luz de las bombillas desnudas que iluminaban el sótano la madera despedía un brillo rojizo.
—¡Créeme! —susurró Basta a Meggie antes de llamar a la puerta—. Como te permitas con Mortola las mismas frescuras que conmigo, te meterá en una de las redes de la iglesia hasta que roas las cuerdas de hambre. Comparado con su corazón, el mío es blando como uno de esos animalitos de tela que les ponen en la cama a las niñas pequeñas para que se duerman —su aliento mentolado rozó la cara de Meggie.
Jamás comería algo que oliera a menta.
La habitación de la Urraca era tan grande que se habría podido organizar un baile dentro de ella. Las paredes, rojas como los muros de la iglesia, casi no se veían, pues estaban cubiertas de fotos en marcos dorados de casas y de personas. Se apiñaban en la pared igual que una multitud en una plaza demasiado pequeña. En el centro, ribeteado en oro como los demás, pero mucho más grande, pendía un retrato de Capricornio. Fuera quien fuese su autor, era tan poco ducho en su arte como el que había esculpido la estatua de la iglesia. En el cuadro el rostro de Capricornio era más redondo y blando que en la realidad, y su extraña boca femenina parecía una fruta exótica debajo de una nariz algo corta y ancha. El pintor sólo había captado con fidelidad sus ojos. Unos ojos inexpresivos como en la vida real que contemplaban a Meggie desde lo alto como un hombre a una rana a la que se dispone a abrir en canal para averiguar lo que esconde dentro. En el pueblo de Capricornio había aprendido que no existe nada más pavoroso que un rostro despiadado.
La Urraca estaba sentada con extraña rigidez en un sillón de orejas de terciopelo verde, emplazado justo debajo del retrato de su hijo. Daba la impresión de no tener costumbre de hacerlo, de ser una mujer perpetuamente atareada y a la que desagradaba la calma. Pero a lo mejor obligaba a veces a su cuerpo a adaptarse a ese sillón desproporcionado que parecía descomunal para su figura enjuta… Meggie observó que las piernas de la vieja estaban hinchadas por encima de los pies. Se abombaban de manera informe por debajo de las afiladas rodillas. Al reparar en su mirada, la Urraca se estiró el borde de la falda.
—¿Le has contado por qué está aquí?
Le costaba trabajo levantarse. Meggie vio cómo se apoyaba con la mano en una mesita apretando los labios. A Basta esa muestra de debilidad pareció gustarle, y en sus labios se dibujó una sonrisa hasta que la Urraca se apercibió y la borró con una mirada gélida. Con un ademán impaciente indicó a la niña que se aproximara. Al comprobar que Meggie no se movía, Basta le dio un empujón en la espalda.
—Ven, quiero enseñarte algo.
La Urraca se dirigió, con pasos lentos pero firmes, hacia una cómoda que parecía demasiado pesada para sus patas de elegante curvatura. Sobre la cómoda, entre dos lámparas de color amarillo pálido, reposaba un cofre de madera, adornado a su alrededor con un dibujo de diminutos agujeros.
Cuando la Urraca levantó la tapa, Meggie retrocedió asustada. El cofre contenía dos serpientes, delgadas como lagartijas y apenas más largas que su antebrazo.
—Mantengo siempre bien calentita mi habitación para que estas dos no se adormezcan demasiado —explicó la Urraca mientras abría el cajón superior de la cómoda para sacar un guante.
Era de cuero negro fuerte y tan tieso que tuvo que esforzarse para introducir su delgada mano en él.
—Tu amigo Dedo Polvoriento le jugó una mala pasada a la pobre Resa encargándole que buscara el libro —prosiguió mientras introducía la mano en el cofre y agarraba con firmeza a una de las serpientes por detrás de su cabeza plana.
—¡Vamos! ¿A qué esperas? —le dijo con tono rudo a Basta tendiéndole el ofidio que se retorcía.
Meggie percibió su resistencia, aunque él acabó aproximándose para coger la serpiente. Mantuvo lejos de sí su cuerpo escamoso que giraba y se retorcía.
—Como verás, a Basta no le gustan mis serpientes —constató la Urraca con una sonrisa—. Nunca le han gustado, pero eso carece de importancia. Por lo que sé, Basta nunca ha sentido apego a nada, salvo a su navaja. Además, cree que las serpientes traen desgracia, lo que, por supuesto, es un completo disparate.
Mortola entregó a Basta la segunda serpiente. Cuando la víbora abrió la boca, Meggie vio los diminutos dientes del veneno. Por un momento, Basta casi le dio pena.
—Bueno, ¿qué me dices? ¿No es un buen escondite? —preguntó la Urraca metiendo la mano por tercera vez en el cofrecillo.
En esta ocasión sacó un libro. Meggie no necesitó reconocer las tapas de colores para saber cuál era.
—Suelo guardar objetos valiosos en este cofre —prosiguió la Urraca—. Nadie sabe nada de él ni de su contenido, salvo Basta y Capricornio. La pobre Resa es una mujer valiente y buscó el libro por numerosas dependencias, pero no descubrió mi cofre. Y sin embargo las serpientes le gustan, aunque ya le han mordido alguna vez, conozco a pocas personas que no les tengan miedo. ¿No es verdad, Basta? —La Urraca se quitó el guante y le dirigió una mirada sarcástica—. A Basta le gusta atemorizar con una serpiente a las mujeres que lo rechazan. Con Resa, sin embargo, cosechó un fracaso rotundo. ¿Por qué? Basta, ¿no te la colocó ella delante de la puerta?
El aludido calló. Las serpientes seguían retorciéndose en sus manos. Una había enroscado la cola alrededor de su brazo.
—¡Mételas dentro! —le ordenó la Urraca—. Pero con cuidado. —Luego volvió al sillón con el libro—. ¡Siéntate! —le dijo a Meggie señalando el escabel situado junto al sillón.
Meggie obedeció. Miró a su alrededor con disimulo. La habitación de Mortola le parecía uno de esos arcones del tesoro repleto hasta los bordes. Había de todo en exceso… demasiados candelabros de oro, demasiadas lámparas, alfombras, cuadros, demasiados jarrones, figuras de porcelana, flores de seda, campanitas doradas.
La Urraca le dirigió una mirada burlona. Estaba allí sentada con su insignificante vestido negro como un cuco aposentado en el nido de otro pájaro.
—Una habitación soberbia para una criada, ¿verdad? —afirmó henchida de orgullo—. Capricornio sabe lo útil que le resulto.
—¡Te deja vivir en el sótano! —respondió Meggie—. A pesar de ser su madre.
¿Por qué no podrá uno tragarse las palabras… cazarlas y devolverlas enseguida a la garganta? La Urraca la contempló con tal odio, que Meggie sentía ya sus dedos huesudos en la garganta. Mortola, sin embargo, continuaba sentada, mirándola fijamente con sus ojos inexpresivos de pájaro.
—¿Quién te ha contado eso? ¿El viejo brujo? —preguntó la Urraca con aspereza.
Meggie apretó los labios y miró a Basta. Seguramente ocupado en devolver al cofre la segunda serpiente, no había escuchado una sola palabra. ¿Conocería el pequeño secreto de Capricornio? Antes de que pudiera seguir reflexionando sobre el particular, Mortola depositó el libro en su regazo.
—Una palabra al respecto a cualquiera de los presentes o en otro lugar —le susurró la Urraca—y yo misma te prepararé tu próxima comida. Un poco de extracto de acónito, un par de puntas de tejo o quizás algunas semillas de cicuta en la salsa, ¿qué tal te sabría? Créeme, esa comida no te sentaría bien. Y ahora, empieza a leer.
Meggie clavó los ojos en el libro que tenía en el regazo. Cuando Capricornio lo cogió en la iglesia, no había podido distinguir la imagen de la sobrecubierta, que en ese momento contemplaba de cerca. El fondo era un paisaje que se asemejaba a una reproducción algo ajena a las colinas reales que rodeaban el pueblo de Capricornio. En primer plano se veía un corazón, un corazón negro rodeado de llamas rojas.
—¡Ábrelo de una vez! —le rugió la Urraca.
Meggie obedeció… y lo abrió por la página que comenzaba con la N en la que se acurrucaba la marta con cuernos. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde su estancia en la biblioteca de Elinor donde contempló por primera vez esa misma página? ¿Una eternidad? ¿Toda una vida?
—¡No es ahí! Sigue pasando las hojas —le ordenó la Urraca—, hasta llegar a la que tiene la esquina doblada.
Meggie obedeció sin rechistar. La página no contenía ilustración alguna, ni tampoco la contigua. Sin pensar, alisó con la uña del pulgar la esquina doblada. Su padre odiaba las páginas dobladas de los libros.
—¿Pero qué haces? ¿Pretendes acaso que no vuelva a encontrar el sitio? —se burló la Urraca—. Comienza por el segundo párrafo, pero no se te ocurra leer en voz alta. No me apetece ver aparecer de improviso a la Sombra en mi habitación.
—¿Y hasta dónde? ¿Hasta dónde tengo que leer esta noche?
—¡Y yo qué sé! —La Urraca se inclinó hacia delante para frotarse la pierna izquierda—. ¿Cuánto tiempo precisas habitualmente para traer a tus hadas y a tus soldaditos de plomo o lo que sea?
Meggie agachó la cabeza. Pobre Campanilla.
—Es imposible decirlo —murmuró—. Varía mucho. A veces acontece deprisa; otras, al cabo de muchas páginas o incluso nunca.
—Bien, en ese caso léete el capítulo entero, creo que con eso bastará. Y no quiero volver a oír la palabra «nunca». —La Urraca se frotó la otra pierna, llevaba las dos vendadas, según dejaban traslucir sus medias oscuras—. ¿Qué estás mirando? —dijo con tono grosero a Meggie—. ¿Puedes leerme algo contra esto? Pequeña bruja, ¿conoces por casualidad alguna historia que contenga una receta contra la vejez y la muerte?
—No —susurró Meggie.
—Pues deja de mirarme como un pasmarote y concéntrate en el libro. Fíjate en las palabras, una a una. Esta noche no quiero escuchar ni un solo tartamudeo, ni un balbuceo, ni la menor equivocación, ¿entendido? Esta vez Capricornio ha de obtener exactamente lo que desea. De eso me encargo yo.
Meggie dejó resbalar sus ojos por las letras. No entendía ni una palabra de lo que leía, sólo podía pensar en Mo y en los disparos nocturnos. Pero simuló que continuaba leyendo, mientras Mortola no le quitaba ojo de encima. Por fin, levantó la cabeza y cerró el libro.
—Terminé —dijo.
—¿Tan deprisa? —la Urraca la miró, incrédula.
Meggie no contestó. Vio a Basta apoyado en el sillón de Mortola con cara de aburrimiento.
—No pienso leer esta noche —afirmó la niña—. Anoche habéis matado a tiros a mi padre. Basta me lo ha dicho. No estoy dispuesta a leer ni una palabra.
La Urraca se volvió hacia Basta.
—¿Qué significa esto? —le preguntó irritada—. ¿Acaso crees que la pequeña leerá mejor si le rompes su estúpido corazón? Dile que errasteis el tiro, vamos, díselo ya.
Basta bajó la mirada, como un chico al que su madre ha pillado en falta.
—Ya se lo he dicho —gruñó—. Cockerell tiene mala puntería. Su padre no ha sufrido el menor daño.
Meggie, aliviada, cerró los ojos. Se sentía contenta y a las mil maravillas. Todo estaba bien, o lo estaría pronto.
La felicidad la volvió temeraria.
—Hay algo más —dijo.
¿Por qué tener miedo? La necesitaban. Sólo ella podía traerles con su lectura a esa Sombra, nadie más… salvo Mo, y aún no lo habían capturado. Ni lo capturarían jamás.
—¿Qué más? —La Urraca se acarició el pelo recogido en un severo moño.
¿Qué aspecto habría tenido antes, cuando contaba los mismos años de Meggie? ¿Serían entonces sus labios igual de finos?
—Sólo leeré si puedo ver otra vez a Dedo Polvoriento. Antes de que… —se interrumpió en medio de la frase.
—¿Para qué?
«Porque quiero decirle que intentaré salvarle —pensó Meggie—, y porque creo que mi madre está con él.» Pero, como es natural, silenció estos pensamientos.
—Deseo decirle que lo siento mucho —respondió en cambio—. Al fin y al cabo, nos ayudó.
Mortola torció la boca en una mueca burlona.
—¡Qué conmovedor! —exclamó.
«Sólo quiero verla de cerca una vez —pensaba Meggie—. A lo mejor no es ella. A lo mejor…»
—¿Y qué pasará si me niego? —la Urraca la observó como un gato que juega con un ratón joven e inexperto.
Pero Meggie esperaba esa pregunta.
—Entonces me morderé la lengua —respondió—. Me morderé tan fuerte que se me hinchará y no podré leer esta noche.
La Urraca se reclinó en su sillón y se echó a reír.
—¿Has oído eso, Basta? La pequeña no tiene un pelo de tonta.
Basta se limitó a asentir con un gesto.
Mortola observaba a Meggie casi con simpatía.
—Voy a decirte una cosa: satisfaré tu ridículo deseo. Pero, por lo que respecta a tu lectura de esta noche, querría que contemplases mis fotos.
Meggie miró a su alrededor.
—Obsérvalas con atención. ¿Ves todos esos rostros? Cada uno de ellos fue un enemigo de Capricornio, y de ninguno se ha vuelto a oír nada. Las casas que ves en las fotos tampoco existen ya, ni una sola de ellas, todas fueron devoradas por el fuego. Recuerda las fotos esta noche mientras lees, pequeña bruja. Como empieces a tartamudear o se te ocurra la majadería de mantener la boca cerrada, tu rostro figurará muy pronto en un marco de oro tan bonito como éstos. Pero si cumples bien tu cometido, te permitiremos regresar junto a tu padre. ¿Por qué no? Lee como un ángel esta noche y volverás a verle. Me han dicho que su voz transforma cada palabra en terciopelo y seda, en carne y sangre. Así leerás también tú, sin temblar ni balbucear como ese mentecato de Darius. ¿Me has comprendido?
Meggie la miró.
—Sí —repuso en voz baja, aunque sabía perfectamente que la Urraca mentía.
Ellos jamás la dejarían regresar junto a Mo. Él tendría que venir a buscarla.