UN BUEN LUGAR ANTIGUO Y ADECUADO PARA QUEDARSE

—Yo no tengo mamá —dijo él. No sólo no tenía mamá sino que no sentía ningún deseo de tenerla. Peter Pan pensaba que las mamás eran unas personas pasadas de moda.

James M. Barrie, Peter Pan

La casa que alquilaba Fenoglio se encontraba apenas a dos calles de distancia de la suya. Se componía de un cuarto de baño diminuto, una cocina y dos habitaciones. Como estaba en un bajo era algo oscura, y las camas crujían al tumbarse en ellas, pero a pesar de todo Meggie durmió bien, mucho mejor que encima de la paja húmeda de Capricornio o en la choza del tejado derrumbado.

Mo no durmió bien. La primera noche, Meggie se despertó tres veces asustada porque fuera, en la callejuela, se peleaban los gatos, y en esas ocasiones vio tumbado a su padre con los ojos abiertos, los brazos cruzados detrás de la cabeza y los ojos fijos en la ventana oscura.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano y compró lo que necesitaban para desayunar en la pequeña tienda emplazada al final de la calle. Los panecillos todavía estaban calientes, y la verdad es que a Meggie casi le dio la sensación de estar de vacaciones cuando Mo viajó con ella hasta la localidad vecina, más grande, para comprar las herramientas imprescindibles: pincel, cuchillo, tela, cartón duro… y un helado gigantesco que se zamparon juntos en un café a la orilla del mar. Meggie aún conservaba su sabor en el paladar cuando llamaron a la puerta de la casa de Fenoglio. El viejo y su padre se tomaron un café en su cocina pintada de verde, luego subieron con Meggie al desván, donde Fenoglio guardaba sus libros.

—¡Esto no es serio! — exclamó su padre, enfadado, cuando se plantó ante las estanterías cubiertas de polvo—. ¡Tendrían que expropiártelos todos en el acto! ¿Cuándo has estado aquí arriba por última vez? Se podría rascar el polvo de las páginas con una espátula.

—Tuve que alojarlos aquí —se defendió Fenoglio mientras sus arrugas ocultaban su mala conciencia—. Abajo, con tantos estantes, se desperdiciaba mucho espacio, y además mis nietos no paraban de manosearlos.

—Bueno, los niños habrían causado menos daño que la humedad y el polvo —replicó Mo con voz tan irritada que Fenoglio bajó al piso inferior—. Pobre niña. ¿Tu padre es siempre tan severo? —preguntó a Meggie mientras descendían por la empinada escalera.

—Sólo cuando se trata de libros —contestó ella.

Fenoglio desapareció en el despacho antes de que ella pudiera preguntarle. Sus nietos estaban en la escuela y en el jardín de infancia, así que cogió los libros que le había regalado Elinor y se sentó con ellos en la escalera que bajaba hasta el pequeño jardín de Fenoglio. En él crecían rosales silvestres, tan espesos que apenas se podía dar un paso sin que sus ramas arañasen las piernas, y desde el escalón superior se divisaba el mar en la lejanía, aunque parecía muy cercano.

Meggie volvió a abrir el libro de poemas. El sol, esplendoroso, le daba en la cara obligándola a entornar los ojos, y antes de empezar a leer miró por encima del hombro, para asegurarse de que Mo no bajaba de nuevo por casualidad. No quería que la sorprendiese haciendo lo que se proponía. Su propósito le avergonzaba, pero la tentación era demasiado grande.

Cuando tuvo la completa certeza de que no venía nadie, respiró hondo, carraspeó… y comenzó su labor. Formaba cada palabra con los labios, igual que había visto hacer a Mo, casi con ternura, como si cada letra fuera una nota musical y pronunciar una sin cariño distorsionase la melodía. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que si se concentraba en cada palabra la frase dejaba de sonar, y las imágenes que encerraba se perdían si sólo se fijaba en el tono y no en el sentido. Era difícil. Muy difícil. Y el sol la adormecía, hasta que acabó cerrando el libro para exponer su rostro a los cálidos rayos. De todos modos era una tontería intentarlo. Una tontería supina…

A última hora de la tarde llegaron Pippo, Paula y Rico, y Meggie callejeó con ellos por el pueblo. Compraron en la tienda que Mo había visitado esa mañana, se sentaron juntos en un muro situado a las afueras del pueblo, observaron a las hormigas arrastrando agujas de pino piñonero y semillas de flores por las piedras rugosas, y contaron los barcos que surcaban el lejano mar.

Así transcurrió el segundo día. De vez en cuando, Meggie se preguntaba dónde se habría metido Dedo Polvoriento, si Farid seguiría a su lado, y qué sería de Elinor, si se extrañaría al ver que no llegaban.

No podía responder a ninguna de esas preguntas, y Meggie tampoco conseguía averiguar a qué se dedicaba Fenoglio tras la puerta de su despacho.

«Está mordiendo su lápiz —informó Paula una vez que consiguió esconderse debajo de su escritorio—. Muerde su lápiz y camina de un lado a otro.»

—Mo, ¿cuándo iremos a casa de Elinor? —preguntó Meggie la segunda noche, al darse cuenta de que su padre seguía sin conciliar el sueño; se sentó al borde de la cama de él, que chirriaba igual que la suya.

—Pronto —contestó—. Pero ahora sigue durmiendo.

—¿La echas de menos? —Meggie no supo por qué hizo esa pregunta tan inesperada. De repente afloró a sus labios y salió sin poderlo remediar.

Su padre tardó mucho en responder.

—A veces —contestó al fin—. Por la mañana, a mediodía, por la tarde, por la noche. Casi siempre.

Meggie notó cómo los celos hundían sus diminutas garras en su corazón. Conocía esa sensación; la asaltaba cada vez que Mo tenía una nueva novia. Pero ¿sentirse celosa de su propia madre?

—Háblame de ella —le rogó en voz baja—. Pero no se te ocurra contarme historias inventadas como solías hacer antes.

A veces ella había buscado una madre adecuada en sus libros, pero en sus obras favoritas apenas aparecía alguna: ¿Tom Sawyer? No tenía madre. ¿Huck Finn? Tampoco. ¿Peter Pan, los niños perdidos? No había ninguna madre a la vista. Jim Botón, huérfano de madre… y en los cuentos tan sólo hallaba madrastras malvadas, madres descastadas, celosas… la lista era interminable. Antes eso solía consolar a Meggie. Carecer de madre no parecía un fenómeno muy desacostumbrado, al menos en sus relatos preferidos.

—¿Qué puedo contarte? —Su padre miró por la ventana. Fuera volvían a pelearse los gatos. Sus gritos sonaban como los de los niños pequeños—. Tú te pareces a ella más que a mí, por fortuna. Ella se ríe como tú, y se muerde un mechón de pelo mientras lee, justo igual que tú. Es corta de vista, pero demasiado presumida para llevar gafas…

—Lo comprendo.

Meggie se sentó a su lado. El brazo ya casi no le dolía, el mordisco del perro de Basta casi se había curado. Sin embargo quedaría una cicatriz, clara como la que el cuchillo de Basta le había dejado nueve años atrás.

—¿Cómo que lo comprendes? A mí me gustan las gafas —repuso su padre.

—Pues a mí no. ¿Y qué más…?

—Le gustan las piedras planas redondeadas y pulidas que acarician la mano. Siempre lleva una o dos en el bolsillo. Además tiene la costumbre de colocarlas encima de sus libros, sobre todo de los de bolsillo, porque no le gusta que se levanten las tapas. Pero tú siempre cogías las piedras y las hacías rodar por el suelo de madera.

—Y se enfadaba.

—¡Qué va! Te hacía cosquillas en tu cuellecito regordete hasta que las soltabas —Mo se volvió hacia ella—. ¿De verdad que no la echas de menos, Meggie?

—No lo sé. Sólo cuando estoy furiosa contigo.

—O sea, más o menos una docena de veces al día.

—¡Qué tontería! —Meggie le dio un codazo en el costado.

Escucharon juntos los ruidos nocturnos. La ventana estaba entreabierta; en el exterior reinaba el silencio. Los gatos habían enmudecido, seguro que se dedicaban a lamerse sus heridas. Delante de la tienda solía sentarse uno con una oreja desgarrada. Por un instante, Meggie creyó oír el rumor lejano del mar, pero tal vez se tratase de la cercana autopista.

—¿Dónde crees que ha ido Dedo Polvoriento?

La oscuridad la envolvía como un paño suave. «Echaré de menos el calor —pensó—. Sí, en serio.»

—No lo sé —respondió su padre con voz ausente—. Confío en que muy lejos, pero no estoy seguro.

No, Meggie tampoco lo estaba.

—¿Crees que el chico sigue con él? —Farid, le gustaba su nombre.

—Supongo que sí. Lo seguía como un perro.

—Porque le quiere. ¿Crees que Dedo Polvoriento le querrá también?

Su padre se encogió de hombros.

—No sé qué o a quién quiere Dedo Polvoriento.

Meggie reclinó la cabeza contra su pecho, como acostumbraba hacer en casa cuando él le contaba un cuento.

—Sigue deseando poseer el libro, ¿verdad? —le dijo en susurros—. Basta lo cortará en lonchas con su navaja como lo pille. Seguro que hace mucho tiempo que tiene una navaja nueva.

Fuera, alguien caminaba por la estrecha callejuela. Una puerta se abrió y se cerró de golpe. Se oyeron los ladridos de un perro.

—Si tú no existieras —dijo Mo—, yo también volvería.