PALABRAS QUEDAS

Las lágrimas rodaron por la mejilla de Peter Pan y esto le gustó tanto a Campanilla que extendió el lindo dedito y dejó que las lágrimas corrieran por él.

La voz del hada era tan débil que, al principio, el niño no podía entender sus palabras; después las comprendió. Decía Campanilla que acaso podría salvarse si los niños creyeran en las hadas.

James M. Barrie, Peter Pan

Meggie lo intentó de verdad.

En cuanto oscureció, aporreó la puerta con el puño. Fenoglio despertó de su sueño sobresaltado, pero antes de que pudiera detenerla, Meggie ya le había gritado al centinela situado ante la puerta que necesitaba ir al lavabo. El hombre que había relevado a Nariz Chata era un tipo paticorto con orejas de soplillo que mataba el aburrimiento abatiendo con papirotazos del periódico las polillas que habían entrado en la casa por error. Cuando dejó salir a Meggie al pasillo, ya había más de una docena pegadas a la pared blanca.

—¡Yo también tengo ganas! —gritó Fenoglio.

Quizá pretendía disuadir de ese modo a Meggie de su propósito, pero el vigilante le dio con la puerta en las narices.

—Uno detrás de otro —gruñó al anciano—. Y si no te puedes aguantar, mea por la ventana.

Se llevó el periódico mientras conducía a Meggie hasta el retrete. Por el camino mató otras tres polillas más y una mariposa que aleteaba sin descanso entre las desnudas paredes. Al final abrió de un empujón la última puerta antes de la escalera que conducía hacia el piso inferior. «¡Unos pasos más! —pensó Meggie—. Seguro que bajo saltando los escalones mejor que él.»

—¡Escucha, Meggie, si has pensado escapar, olvídalo! —le había repetido al oído Fenoglio en numerosas ocasiones—. Te perderás. Esta es una región despoblada en muchos kilómetros a la redonda. Tu padre te sacudiría una buena tunda si se enterase de tus propósitos.

«No lo haría», pensó Meggie. Pero cuando se encontró en la pequeña habitación en la que no había más que una taza de retrete y un cubo, su valor casi se esfumó. Estaba tan oscuro fuera, tan en tinieblas. Y hasta la puerta de entrada de la casa de Capricornio había un largo trecho.

—¡He de intentarlo! —musitó antes de abrir la puerta de golpe—. ¡Tengo que hacerlo!

El centinela la atrapó en el quinto escalón y la arrastró como si fuera un saco de patatas.

—¡La próxima vez te llevaré ante el jefe! —le dijo al devolverla a su cuarto de un empujón—. Seguro que conoce un buen castigo para ti.

Meggie se pasó casi media hora sollozando, mientras Fenoglio se sentaba a su lado con cara de pena.

—¡Ya está bien! —murmuraba él sin parar, pero, qué va, las cosas no estaban bien, ni muchísimo menos.

—¡Ni siquiera tenemos una lámpara! —sollozó la niña al cabo de un rato—. Y también me han quitado mis libros.

Fenoglio metió la mano debajo de su almohada y le puso una linterna de bolsillo en el regazo.

—La he encontrado debajo del colchón —susurró—. Junto con unos libros. Parece como si alguien los hubiera escondido a propósito.

Darius, el lector. Meggie aún recordaba al hombre bajo y delgado que caminaba presuroso por la iglesia de Capricornio con su montón de libros. ¿Cuánto tiempo lo habría tenido preso Capricornio en aquel cuartucho desnudo?

—En el armario también había una manta de lana, te la he colocado en la cama de arriba —musitó Fenoglio—. Yo no puedo subir ahí. Al intentarlo, la litera se ha bamboleado como un barco en alta mar.

—De todos modos, yo prefiero dormir arriba —Meggie se pasó la manga por el rostro. Se le habían pasado las ganas de llorar, y además era inútil.

Junto con la manta, Fenoglio había dejado sobre el jergón unos cuantos libros de Darius. Meggie los colocó con cuidado uno al lado del otro. Casi todos eran de mayores: una novela policíaca desgastada de tanto leerla, un libro sobre serpientes, otro sobre Alejandro Magno, la Odisea. Una recopilación de cuentos y Peter Pan eran los únicos libros infantiles… y Peter Pan ya se lo había leído por lo menos media docena de veces.

Fuera, el vigilante seguía atizando golpes con el periódico, y debajo de ella Fenoglio se revolvía inquieto en la estrecha cama. Meggie sabía que no lograría conciliar el sueño. Ni siquiera lo intentó. Examinó de nuevo los libros desconocidos. Un montón de puertas cerradas. ¿Cuál de ellas debería traspasar? ¿Cuál le ayudaría a olvidarse de todo, de Basta, de Capricornio, de Corazón de tinta y hasta de sí misma? Apartó la novela policíaca, el libro de Alejandro Magno, vaciló, y cogió la Odisea. Era un tomito desgastado, a Darius debía de gustarle mucho. Incluso tenía líneas subrayadas, una con tanta fuerza que el lápiz casi había desgarrado el papel: Mas no salvó a los amigos, por mucho que lo intentó. Meggie, tras hojear indecisa las páginas sobadas, volvió a cerrar el libro y lo apartó. No. Conocía la historia de sobra. Esos héroes le daban casi tanto miedo como los secuaces de Capricornio. Se limpió una lágrima que seguía colgada de su mejilla, y acarició los demás libros. Cuentos. No le gustaban mucho los cuentos, pero el libro parecía precioso. Las páginas crujieron a medida que Meggie las pasaba. Eran finas, casi transparentes, cubiertas de letras diminutas. Tenían unas ilustraciones magníficas de enanos y hadas, y los relatos hablaban de criaturas poderosas, gigantescas, fuertes como osos, incluso inmortales, pero todas eran perversas: los gigantes devoraban a las personas, los enanos sentían avidez por el oro y las hadas eran maliciosas y rencorosas. No. Meggie dirigió la linterna hacia el último libro. Peter Pan.

El hada de allí dentro tampoco le resultaba muy simpática, pero el mundo que le esperaba en las páginas de ese libro le resultaba familiar. En una noche tan oscura como ésa quizá fuese lo más adecuado. Fuera, un mochuelo rompió el silencio que reinaba en el pueblo de Capricornio. Fenoglio murmuró algo en sueños y empezó a roncar. Meggie se introdujo bajo la manta rasposa, sacó de su mochila el jersey de Mo y se lo puso debajo de la cabeza.

—¡Por favor! —musitó mientras abría el libro—. Por favor, transpórtame lejos de aquí, sólo durante una hora o dos, pero te lo ruego, llévame lejos, muy lejos.

Fuera, el guardián farfulló algo entre dientes. Seguramente se aburría. El suelo de madera crujía bajo sus pies mientras caminaba de un lado a otro, siempre por delante de la puerta cerrada.

—¡Lejos de aquí! —susurró Meggie—. ¡Llévame lejos, por favor!

Recorrió las líneas deslizando su dedo por el papel áspero como la arena, mientras sus ojos seguían las letras hacia otro lugar, más frío, hacia otra época, a una casa sin puertas cerradas ni hombres vestidos de negro.

—Un momento después de la entrada del hada, la ventana se abrió de un soplo dado por las pequeñas estrellas —susurró Meggie; podía oír su chirrido— y Peter Pan entró dentro de la habitación. Había llevado a Campanilla de Cobre durante una parte del camino y en su mano veíanse todavía vestigios del polvillo de las alas del hada.

«Hadas —pensó Meggie—. Comprendo que Dedo Polvoriento añore a las hadas.» Pero ahora este pensamiento estaba prohibido. No quería pensar en Dedo Polvoriento, sino sólo en Campanilla, y en Peter Pan, y en Wendy, acostada en su cama y sin saber todavía nada del extraño chico que había entrado volando en su cuarto vestido de hojas y telarañas.

—«Campanilla de Cobre», llamó muy bajito después de asegurarse de que los niños estaban dormidos. «¿Campanilla de Cobre, dónde estás?» En aquel momento el hada estaba dentro de un jarro, lo que le resultaba intensamente grato pues en su vida había estado en un lugar semejante.

Campanilla. Meggie susurró el nombre nada menos que dos veces. Siempre le había gustado pronunciarlo, con la «p» deslizándose como un beso sobre los labios y luego ese pequeño empujón de la lengua contra los dientes.

—«Vamos, sal de ese jarro y dime si sabes dónde han puesto mi sombra.» Un encantador tintinear de campanillas de oro fue la respuesta. Ése es el lenguaje de las hadas. Vosotros, queridos niños, no podéis escucharlas habitualmente, pero si las oyerais comprenderíais que antes las habíais oído ya alguna vez.

«Si pudiera volar como Campanilla —pensó Meggie—, treparía al alféizar de la ventana y saldría volando. No tendría que preocuparme de las serpientes y encontraría a Mo antes de que viniera. Debe de haberse perdido. Sí. Eso es. Pero ¿y si le hubiera ocurrido algo…?» Meggie sacudió la cabeza como si con ese gesto lograra ahuyentar los pensamientos que la asediaban.

—Campanilla dijo que la sombra estaba en la caja grande —musitó—. Quería decir en el arcón antiguo y Peter saltó al mueble y lo abrió, esparciendo su contenido en el suelo con ambas manos…

Meggie se detuvo. En la habitación se vislumbraba cierta claridad. Apagó la linterna, pero la luz seguía allí… mil veces más luminosa que las luces nocturnas.

—Y cuando se detuvo durante un segundo —susurró Meggie—, lo has visto: Era un… —no pronunció la palabra.

Siguió con la vista la luz, que aleteaba de un lado a otro, presurosa, más rápida que una luciérnaga y mucho más grande.

—¡Fenoglio!

Al guardián del otro lado de la puerta ya no se le oía. A lo mejor se había dormido. Meggie se inclinó sobre el borde de la cama hasta que tocó el hombro de Fenoglio con los dedos.

—¡Mira, Fenoglio! —Sacudió al anciano hasta que al fin abrió los ojos.

¿Qué pasaría si salía volando por la ventana?

Meggie se deslizó fuera del lecho. Cerró la ventana tan deprisa que por poco pilla una de las alas irisadas. El hada se alejó aleteando, despavorida. Meggie creyó escuchar unos improperios cantarines.

Fenoglio, muerto de sueño, contemplaba aquel ser que revoloteaba.

—¿Qué es eso? —preguntó con voz ronca—. ¿Una luciérnaga mutante?

Meggie volvió a la cama sin apartar la vista del hada. Revoloteaba cada vez más deprisa por el estrecho recinto igual que una mariposa perdida; ascendía hasta el techo, retornaba a la puerta y luego a la ventana. Una y otra vez a la ventana. Meggie colocó el libro en el regazo de Fenoglio.

—Peter Pan. —Él contempló el libro, luego el hada, y nuevamente el libro.

—¡Yo no he querido hacerlo! —susurró Meggie—. ¡De veras que no! ¡No! —exclamó corriendo hacia ella—. ¡No puedes salir por ahí! ¿No lo entiendes?

Era un hada apenas mayor que su mano, pero crecería más. Era una niña y se llamaba Campanilla, elegantemente vestida con una hoja estriada.

—¡Viene alguien! —Fenoglio se incorporó de improviso, golpeándose la cabeza contra la litera superior.

Tenía razón. Fuera, por el pasillo, se acercaban pasos rápidos y decididos. Meggie retrocedió hasta la ventana. ¿Qué significaba eso? En plena noche. «¡Ha venido Mo! —pensó—. Está aquí», y su corazón dio un vuelco de alegría a pesar de que no deseaba alegrarse.

—¡Escóndela! —le aconsejó Fenoglio en voz baja—. ¡Deprisa, escóndela!

Meggie le miró confundida. Claro. El hada. Ellos no debían descubrirla. Meggie intentó cogerla, pero el hada se le escurrió entre los dedos y voló hacia el techo. Allí se quedó, como una luz de cristal e invisible.

Los pasos sonaban ya muy próximos.

—¿Llamas a esto montar guardia? —era la voz de Basta.

Meggie oyó un gemido sordo, seguramente había despertado al centinela de una patada.

—¡Abre de una vez, vamos, no dispongo de toda la noche!

Alguien introdujo una llave en la cerradura.

—¡Ésa no, estúpido dormilón! Capricornio espera a la cría, ya le informaré de por qué ha tenido que esperar tanto.

Meggie se subió a la cama, que osciló amenazadora al ponerse en pie.

—¡Campanilla! —susurró—. Ven, por favor.

Pero pese al cuidado con que alargó la mano hacia ella, el hada retrocedió volando hasta la ventana… y Basta abrió la puerta.

—¿Eh, de dónde ha salido ésta? —preguntó mientras se quedaba inmóvil en el umbral—. Hacía años que no veía uno de esos seres voladores.

Meggie y Fenoglio callaron. Sobraban las palabras.

—No os figuréis que vais a libraros de contestar. —Basta se quitó la chaqueta, la cogió con la mano izquierda y caminó despacio hacia la ventana—. Tú ponte en la puerta por si se me escapa —ordenó al guardián—. Si la dejas pasar, te rebano las orejas.

—¡Déjala! —Meggie se deslizó deprisa fuera de la cama, pero Basta fue más rápido.

Lanzó su chaqueta y la luz de Campanilla se extinguió como la de una vela ante un soplido. Cuando la chaqueta cayó al suelo la tela negra se contraía débilmente. Basta la levantó con cuidado, la sujetó cerrándola igual que un saco y se detuvo con ella ante Meggie.

—¡Vamos, tesoro, suéltalo! —le dijo con voz tranquila, pero amenazadora—. ¿De dónde ha salido esta hada?

—¡No lo sé! —balbuceó Meggie sin mirarle—. De… de repente apareció ahí.

Basta echó un vistazo al guardián.

—¿Has visto alguna vez por estos contornos algo parecido a un hada? —preguntó.

El guardián levantó el periódico con unas sangrientas alas de polilla adheridas, y lo estrelló contra el marco de la puerta mientras esbozaba una amplia sonrisa.

—No, pero si la viera, sabría qué hacer con ella —contestó.

—Sí, esos seres diminutos son pertinaces como los mosquitos. Pero por lo visto dan suerte. —Basta volvió a dirigirse a Meggie—. ¡Venga, suéltalo de una vez! ¿De dónde ha salido? No volveré a preguntártelo.

Sin poder evitarlo, los ojos de Meggie se dirigieron al libro que había dejado caer Fenoglio. Basta siguió su mirada y recogió el libro.

—¡Hay que ver! —murmuró mientras contemplaba el dibujo de la portada.

El ilustrador había reflejado a Campanilla a la perfección. En la realidad era algo más pálida que en el dibujo y también una chispa más pequeña, pero a pesar de todo Basta la reconoció. Tras soltar un suave silbido entre dientes, colocó el libro delante de las narices de Meggie.

—¡Y ahora no me vengas con el cuento de que la ha traído el viejo leyendo! —dijo—. Has sido tú. Me apuesto mi navaja. ¿Te enseñó tu padre o has heredado ese don de él? Bueno, da igual. —Se introdujo el libro en la pretina del pantalón y agarró a Meggie por el brazo—. Ven, vamos a contárselo a Capricornio. A decir verdad sólo venía a buscarte para que te encontraras con un viejo conocido, pero seguro que a Capricornio le alegrará conocer unas novedades tan emocionantes.

—¿Ha venido mi padre? —Meggie se dejó conducir fuera de la habitación sin oponer resistencia.

Basta sacudió la cabeza y la observó con sorna.

—¡No, aún no ha aparecido! —informó—. Es evidente que aprecia más su propio pellejo que el tuyo. Si yo fuera tú, estaría que trino con él.

Meggie percibía dos sensaciones al mismo tiempo: desilusión, aguzada como un pincho, y alivio.

—Admito que también a mí me ha decepcionado —prosiguió Basta—. Al fin y al cabo me había apostado el cuello a que vendría, pero ahora ya no lo necesitamos para nada, ¿no es cierto? — Sacudió su chaqueta, y Meggie creyó oír un quedo tintineo desesperado.

—¡Encierra de nuevo al viejo! —ordenó Basta al guardián—. ¡Y ay de ti como te encuentre roncando a mi regreso!

Después arrastró a Meggie por el pasillo.