SERPIENTES Y ESPINAS

Los Borribles se volvieron y allí, justo al comienzo del puente, vieron un círculo chillón de luz blanca que se abría en la zona inferior del cielo oscuro. Eran los faros de un coche que se situaba en posición al norte del puente, en la zona que los fugitivos habían abandonado apenas unos minutos antes.

Michael de Larrabeiti, Los Borribles, tomo 2: «En el laberinto de los Wendel»

Los faros se aproximaban por mucho que Elinor pisase el acelerador.

—A lo mejor es un coche cualquiera —opinó Meggie, aunque sabía que era muy improbable.

Sólo había un pueblo junto a la carretera accidentada y llena de baches por la que transitaban desde hacía casi una hora, y era el pueblo de Capricornio. Sus perseguidores únicamente podían proceder de allí.

—Y ahora, ¿qué? —gritó Elinor; conducía haciendo eses de puro nerviosismo—. No volveré a dejarme encerrar en ese agujero. No, no y mil veces no —y a cada negación golpeaba el volante con la palma de la mano—. ¿No dijo usted que les había pinchado las ruedas? —reprochó, iracunda, a Dedo Polvoriento.

—¡Por supuesto! —replicó el aludido furioso—. Es evidente que habían previsto semejante eventualidad, ¿o acaso no ha oído hablar usted de las ruedas de repuesto? ¡Pise el acelerador! Pronto deberíamos llegar a una población. Ya no puede estar muy lejos. Si logramos alcanzarla…

—¡Si lo logramos…! —exclamó Elinor golpeando con el dedo el indicador del nivel de combustible—. La gasolina se agotará dentro de diez, veinte kilómetros a lo sumo.

No llegaron tan lejos. Una de las ruedas delanteras reventó en una curva cerrada. Elinor tuvo el tiempo justo de dar un volantazo antes de que el coche derrapase y se saliera de la carretera. Meggie gritó y se cubrió el rostro con las manos. Durante un instante atroz pensó que se despeñarían por la empinada pendiente que se perdía en la oscuridad a la izquierda de la carretera. Pero la furgoneta derrapó hacia la derecha y rozó con la aleta el muro de piedras que apenas alcanzaba la altura de la rodilla y bordeaba el campo del lado contrario de la carretera. Luego exhaló el último suspiro y se detuvo bajo las ramas inferiores de una encina que se inclinaban sobre la carretera deseando tocar el asfalto.

—¡Oh, maldición! ¡Maldita sea! —masculló Elinor mientras se soltaba el cinturón de seguridad—. ¿Estáis todos bien?

—Ya sé por qué nunca he confiado en los coches —murmuró Dedo Polvoriento abriendo su puerta de un empujón.

Meggie permanecía sentada, temblando de los pies a la cabeza.

Su padre la sacó del coche y la miró de hito en hito, preocupado.

—¿Estás bien?

Ella asintió.

Farid salió por el lado de Dedo Polvoriento. ¿Seguiría creyendo que era un sueño?

Dedo Polvoriento, de pie en la carretera y con la mochila al hombro, aguzaba los oídos. En la lejanía, en medio de la noche, se oía el ronroneo de un motor.

—Hay que retirar el coche de la carretera —advirtió.

—¿Qué? —Elinor le miró estupefacta.

—Tenemos que empujarlo ladera abajo.

—¿Mi coche? —repuso Elinor casi a gritos.

—Tiene razón, Elinor —reconoció Mo—. A lo mejor así logramos quitárnoslos de encima. Empujaremos el vehículo por la pendiente. Seguramente, en la oscuridad ni siquiera lo verán. Y en caso de que lo vean, pensarán que nos hemos salido de la carretera. Mientras tanto, nosotros seguiremos ascendiendo por la ladera y de momento nos ocultaremos entre los árboles.

Elinor lanzó una mirada vacilante hacia arriba.

—¡Pero está demasiado empinado! ¿Y qué me decís de las serpientes?

—Basta seguro que ha conseguido otra navaja —dijo Dedo Polvoriento.

Elinor le dedicó una mirada sombría. Después, sin decir palabra, se situó detrás de su coche y echó un vistazo al maletero.

—¿Dónde está nuestro equipaje? —preguntó.

Dedo Polvoriento la miró divertido.

—Basta debió de repartirlo entre las criadas de Capricornio. Le gusta ganarse sus simpatías.

Elinor lo miró como si no creyera una palabra. Acto seguido cerró el maletero, apoyó los brazos en el coche y empezó a empujar.

No lo consiguieron.

Por mucho que lo movieron y empujaron, el coche de Elinor rodó fuera de la carretera, pero apenas resbaló más de dos metros terraplén abajo antes de que el morro se atascase entre los matorrales y se quedara inmóvil. El ruido de otro motor, sin embargo, sonaba en esa región despoblada, dejada de la mano de Dios, extraño, amenazador y cercano. Empapados en sudor, subieron de nuevo a la carretera —tras propinar Dedo Polvoriento una última patada al testarudo vehículo—, escalaron el muro, cuyas piedras parecían tener más de mil años de antigüedad, y emprendieron la esforzada ascensión cuesta arriba. Ante todo había que alejarse de la carretera. Mo tiraba de Meggie y Dedo Polvoriento ayudaba a Farid. Elinor bastante tenía consigo misma. La ladera estaba cubierta de muros, denodados intentos de arrancar a la escasa tierra campos y huertos diminutos, para unos olivos, unas vides, cualquier planta que diese fruto en ese suelo. Los árboles, sin embargo, se habían asilvestrado hacía tiempo y la tierra estaba cubierta de frutos que nadie había recogido, pues la gente se había marchado para encontrar en otra parte una vida menos dura.

—¡Agachad la cabeza! —exclamó jadeando Dedo Polvoriento mientras se acurrucaba con Farid detrás de uno de los muros derrumbados—. ¡Ya vienen!

Mo tiró de Meggie hasta situarse debajo del árbol más cercano. Los bardales que crecían entre las raíces nudosas tenían la altura justa para ocultarlos.

—¿Y las serpientes? —susurró Elinor mientras los seguía dando traspiés.

—¡Ahora hace demasiado frío para ellas! —musitó Dedo Polvoriento desde su escondite—. ¿Es que no ha aprendido nada de todos sus inteligentes libros?

Elinor tenía la respuesta en la punta de la lengua, pero Mo le tapó la boca con la mano. El coche apareció debajo de ellos. Era la camioneta de la que había salido el centinela adormilado. El vehículo pasó junto al lugar desde el que habían empujado la furgoneta de Elinor cuesta abajo sin aminorar la marcha, y desapareció tras la siguiente curva de la carretera. Meggie, aliviada, quiso asomar la cabeza por encima de las espinas, pero Mo volvió a apretársela hacia abajo.

—¡Todavía no! —susurró, aguzando el oído.

Era la noche más silenciosa que Meggie había conocido en su vida. Parecía como si se escuchara la respiración de los árboles, de la hierba y de la misma noche.

Vieron aparecer los faros de la camioneta de reparto al otro lado, en la pendiente de la siguiente colina: dos dedos de luz que tanteaban la oscuridad a lo largo de una carretera invisible. Pero de repente se quedaron inmóviles.

—¡Dan la vuelta! —musitó Elinor—. Ay, Dios mío. ¿Y ahora, qué?

Intentó incorporarse, pero Mo se lo impidió.

—¿Te has vuelto loca? —le susurró—. Es demasiado tarde para continuar la ascensión. Nos verían.

Mo tenía razón. La camioneta regresaba a gran velocidad. Meggie vio cómo se detenía a escasos metros del lugar por el que habían empujado el coche de Elinor fuera de la carretera. Oyó abrirse de golpe las puertas del vehículo y vio bajar a dos hombres. Les daban la espalda, pero cuando uno de ellos se volvió, Meggie creyó reconocer el rostro de Basta, a pesar de que apenas era una mancha clara en la oscuridad de la noche.

—¡Ahí está el coche! —exclamó el otro.

¿Era Nariz Chata? Al menos tenía su altura y su corpulencia.

—Comprueba si están dentro.

Sí, era Basta. Meggie habría distinguido su voz entre mil.

Nariz Chata descendió por la ladera con la pesadez de un oso. Meggie lo oía mascullar maldiciones, a las espinas, a los pinchos, a la oscuridad y a la maldita gentuza que lo obligaba a vagar dando trompicones en plena noche. Basta continuaba en la carretera. Cuando encendió el mechero para prender un cigarrillo, su rostro se ensombreció. El humo ascendió hasta ellos como un bailarín blanquecino y Meggie incluso creyó olerlo.

—¡No están aquí! —gritó Nariz Chata—. Tienen que haber seguido a pie. Maldita sea, ¿crees que debemos seguirlos?

Basta se acercó al borde de la carretera y miró hacia abajo. Después se giró y observó la pendiente en la que Meggie, con el corazón palpitante, se acurrucaba al lado de su padre.

—No pueden andar muy lejos —comentó—. Pero en la oscuridad será difícil encontrar su rastro.

—¡Tú lo has dicho! —Nariz Chata jadeaba cuando apareció de nuevo en la carretera—. A fin de cuentas no somos unos malditos indios, ¿no es cierto?

Basta no contestó. Se limitaba a permanecer inmóvil, al acecho, dando caladas a su cigarrillo. Acto seguido, susurró algo a Nariz Chata. Meggie contuvo el aliento.

Nariz Chata miró, preocupado, a su alrededor.

—¡No, es mejor que regresemos por los perros! —le oyó decir Meggie—. Aunque se hayan escondido por estos parajes, ¿cómo vamos a saber si han ido cuesta arriba o cuesta abajo?

Basta echó una ojeada a los árboles, miró carretera abajo y apagó su pitillo de un pisotón. A continuación regresó a la camioneta y sacó dos escopetas.

—Primero probaremos a bajar —dijo lanzando una de las armas a Nariz Chata—. Seguro que la gorda prefiere ir cuesta abajo.

Y sin añadir más desapareció en la negrura. Nariz Chata lanzó una mirada nostálgica a la camioneta y, refunfuñando, echó a andar detrás de Basta.

En cuanto ambos quedaron fuera del alcance de la vista, Dedo Polvoriento, sigiloso como una sombra, se incorporó y señaló pendiente arriba. Meggie notaba los latidos desbocados de su corazón mientras lo seguían. Se deslizaban ligeros de un árbol a otro, de un arbusto a otro, acechando siempre a sus espaldas. Meggie se sobresaltaba con cada rama que se partía bajo sus pies, pero por suerte también Basta y Nariz Chata hacían ruido mientras avanzaban monte abajo por entre la espesura.

En cierto momento dejaron de divisar la carretera. A pesar de todo, el miedo a que Basta hubiera dado media vuelta y los persiguiera monte arriba no los abandonaba. Sin embargo, en cuanto se detenían y escuchaban con atención sólo oían su propia respiración.

—No tardarán mucho en darse cuenta de que han elegido la ruta equivocada —susurró Dedo Polvoriento—. Y entonces volverán a por los perros. Tenemos suerte de que no los hayan traído. Basta no los estima demasiado, y desde luego tiene razón: los he alimentado muchas veces con queso. Eso embota el olfato de los canes. A pesar de todo, tarde o temprano regresará con ellos, porque ni siquiera Basta se atreve a presentarse ante Capricornio con malas noticias.

—Entonces, ¡apretemos el paso! —aconsejó Mo.

—¿Adónde vamos? —inquirió Elinor jadeando.

Dedo Polvoriento miró en torno suyo. Meggie se preguntó para qué. Sus ojos apenas lograban percibir algo en medio de aquellas tinieblas.

—Tenemos que dirigirnos al sur —dijo Dedo Polvoriento—, hacia la costa. Lo único que puede salvarnos es mezclarnos con la gente. Allí abajo las noches son claras y nadie cree en el diablo.

Farid caminaba al lado de Meggie. El chico escudriñaba con tanto esfuerzo la noche como si fuera capaz de traer la mañana con sus ojos o descubrir en medio de tanta negrura a las personas de las que hablaba Dedo Polvoriento. Pero en la oscuridad no se distinguía una sola luz salvo la maraña de estrellas que titilaban, frías y lejanas, en el cielo. Por un momento le parecieron a Meggie ojos delatores y creyó oír sus cuchicheos: «¡Pero míralos, Basta, van corriendo por ahí abajo! ¡Vamos, atrápalos de una vez!».

Siguieron avanzando a trompicones, muy juntos, para no perderse. Dedo Polvoriento había sacado a Gwin de la mochila y cogió a la marta por la cadena antes de hacerla andar. Al animal no parecía gustarle demasiado. Dedo Polvoriento tenía que caminar todo el rato tirando de ella para sacarla de entre la maleza, alejándola de todos los olores prometedores que permanecían ocultos al olfato humano. Entre bufidos y chillidos malhumorados, mordía la cadena y daba tirones.

—¡Maldita sea, voy a acabar tropezando y cayéndome encima de esa bestezuela! —rezongó Elinor—. ¿No podría tener más consideración con mis pies desollados? Os aseguro que en cuanto estemos entre personas elegiré la mejor habitación de hotel que pueda pagar y dejaré reposar mis pobres pies encima de un gran almohadón mullido.

—¿Aún te queda dinero? —preguntó Mo incrédulo—. A mí me lo quitaron todo en el acto.

—Oh, Basta también me arrebató el monedero —informó Elinor—, pero soy una mujer precavida. Mi tarjeta de crédito está a buen recaudo.

—¿Existe algún lugar seguro ante Basta? —Dedo Polvoriento tiró de Gwin obligándola a bajar del tronco de un árbol.

—Por supuesto que sí —respondió Elinor—. Ningún hombre tiene prisa por registrar a mujeres gordas y viejas. Eso constituye una ventaja. Algunos de mis libros más valiosos los he… —Se interrumpió bruscamente y carraspeó cuando su mirada cayó sobre Meggie, pero la niña simuló que no había oído esa última frase o al menos no había comprendido su significado.

—Pues tampoco estás tan gorda —comentó—. Y lo de vieja me parece una exageración —¡cuánto le dolían los pies!

—Muchas gracias, tesoro —repuso Elinor—. Creo que te compraré a tu padre para que me digas esas cosas tan amables tres veces al día. ¿Cuánto pides por ella, Mo?

—Tendré que pensármelo —respondió el aludido—. ¿Qué te parecerían tres tabletas de chocolate diarias?

Mientras mantenían esta charla, las voces apenas más altas que un murmullo, se abrían paso con esfuerzo a través de la piel espinosa de las colinas. Su charla carecía de importancia porque los cuchicheos sólo tenían una finalidad: mantener a raya el miedo y el cansancio, que lastraba los miembros de todos ellos. Poco a poco se fueron alejando, con la esperanza de que Dedo Polvoriento supiera adonde los conducía. Meggie se mantuvo todo el rato pegadita a su padre. Su espalda le ofrecía al menos protección contra las ramas espinosas que se enganchaban sin cesar en su ropa y arañaban su rostro, como animales malignos que acechan en la oscuridad con garras puntiagudas como agujas.

En cierto momento desembocaron en un sendero y lo siguieron. Lo bordeaban cartuchos vacíos, tirados por cazadores que habían traído la muerte a esos parajes silenciosos. Por la tierra pisada era más fácil caminar, a pesar de que Meggie, de puro cansancio, era casi incapaz de levantar los pies. Cuando tropezó por segunda vez, muerta de sueño, contra los talones de su padre, éste se la cargó a la espalda y la llevó como había hecho tantas veces en el pasado, cuando ella aún era incapaz de seguir el ritmo de sus largas zancadas. «Pulga» la llamaba entonces, «niña pluma» o «Campanilla», por el hada de Peter Pan. Aún le daba esos apelativos en algunas ocasiones.

Fatigada, Meggie apoyó la cara en sus hombros e intentó pensar en Peter Pan para ahuyentar de su mente las serpientes o los hombres con navajas. Pero esta vez su propia historia era demasiado poderosa para que la inventada la desplazase de su mente.

Farid llevaba un buen rato silencioso. La mayoría del tiempo caminaba a trancas y barrancas detrás de Dedo Polvoriento. Parecía haberse aficionado a Gwin, pues cada vez que la cadena de la marta se enredaba en algo, Farid acudía presuroso a liberarla, aunque el animal chillara y le lanzase mordiscos a los dedos. Una vez clavó los dientes tan profundamente en el pulgar del chico, que empezó a sangrar.

—¿Sigues creyendo que esto es un sueño? —le preguntó sarcástico Dedo Polvoriento mientras Farid se limpiaba la sangre.

El chico no contestó. Se limitaba a contemplar su pulgar herido. A continuación se lo chupó y escupió.

—¿Y qué es si no? —inquirió.

Dedo Polvoriento miró a Mo, pero éste parecía tan sumido en sus pensamientos que no reparó en su mirada.

—¿Qué te parecería otro cuento? —le preguntó Dedo Polvoriento.

Farid se echó a reír.

—Otro cuento. Eso me gusta. Siempre me han gustado los cuentos.

—¿Ah, sí? ¿Y qué opinas de éste?

—Demasiadas espinas, y la verdad es que poco a poco bien podría amanecer, pero con todo y con eso, aún no he tenido que trabajar. Algo es algo.

Meggie no pudo contener la risa.

Un pájaro pió a lo lejos. Gwin se detuvo y levantó el hocico venteando. La noche pertenece a los ladrones. Siempre les ha pertenecido. En casa, protegido por la luz y fuertes muros, uno lo olvida con facilidad. La noche protege a los cazadores, permitiéndoles acercarse con sigilo a su presa. Meggie recordó las palabras de uno de sus libros favoritos:… porque las horas nocturnas son horas de poder para colmillo, garra y pata.

Apoyó la cara en el hombro de su padre. «Tal vez fuese preferible que volviera a caminar —pensó—. Ya lleva mucho rato cargando conmigo.» Pero después se adormiló sobre su espalda.