Y MÁS HACIA EL SUR

El Camino sigue y sigue

desde la puerta.

El Camino ha ido muy lejos,

y si es posible he de seguirlo

recorriéndolo con pie decidido

hasta llegar a un camino más ancho

donde se encuentran senderos y cursos.

¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.

J. R. R. Tolkien, El Señor de los Anillos

A la mañana siguiente, después de desayunar, Elinor desplegó un mapa arrugado sobre la mesa de la cocina.

—Así que a trescientos kilómetros al sur de aquí —dijo lanzando una mirada de desconfianza a Dedo Polvoriento—. Entonces enséñenos el lugar exacto en el que tenemos que buscar al padre de Meggie.

La niña miró a Dedo Polvoriento con el corazón palpitante. Se le notaban profundas ojeras, como si la noche anterior hubiera dormido fatal. Titubeante, se acercó a la mesa y se frotó la barbilla sin afeitar. Acto seguido se inclinó sobre el mapa, lo contempló durante un instante interminable y puso al fin el dedo encima.

—Aquí —anunció—. Justo aquí está el pueblo de Capricornio.

Elinor se puso a su lado y miró por encima de su hombro.

—Liguria —dijo—. Aja. ¿Y cómo se llama ese pueblo, si me es lícito preguntarlo? ¿Capricornia?

Observaba la cara de Dedo Polvoriento como si quisiera repasar sus cicatrices con la vista.

—No tiene nombre. —Dedo Polvoriento respondió a la mirada de Elinor con franca aversión—. Debió de tenerlo en un pasado remoto, pero ya se había olvidado antes de que Capricornio se instalase allí. Usted no lo encontrará en este mapa ni en ningún otro. Para el resto del mundo el pueblo sólo es un montón de casas derruidas al que conduce una carretera indigna de ese nombre.

—Hum… —Elinor se inclinó un poco más sobre el mapa—. Nunca he estado en esa región. En cierta ocasión visité Génova. Allí le compré a un librero de libros antiguos un ejemplar muy bello de Alicia en el País de las Maravillas, bien conservado y por la mitad de su valor —escudriñó con la mirada a Meggie—. ¿Te gusta Alicia en el País de las Maravillas?

—No mucho —respondió la niña clavando sus ojos en el mapa.

Elinor meneó la cabeza ante tamaña insensatez y volvió a dirigirse a Dedo Polvoriento.

—¿A qué se dedica ese tal Capricornio cuando no está robando libros o raptando padres? —preguntó—. Si no he entendido mal a Meggie, usted lo conoce muy bien.

Dedo Polvoriento rehuyó su mirada y siguió con el dedo el curso de un río que serpenteaba, azul, por la zona verde y marrón pálida.

—Bueno, somos del mismo pueblo —explicó—. Pero aparte de eso, tenemos poco en común.

Elinor le dirigió una mirada penetrante como si quisiera taladrar su frente.

—Es extraño —dijo ella—. Mortimer quería poner Corazón de tinta a salvo de ese Capricornio. Entonces, ¿por qué trajo el libro a mi casa? ¡De ese modo Mortimer prácticamente cayó en sus manos!

Dedo Polvoriento se encogió de hombros.

—Bueno, a lo mejor consideraba su biblioteca el escondite más seguro.

En la cabeza de Meggie se agitó un recuerdo, primero muy vago, pero después, de repente, se acordó de todo con absoluta claridad, como si fuese la ilustración de un libro. Vio a Dedo Polvoriento plantado junto a su autobús, a la puerta de su casa, y casi le pareció estar oyendo su voz…

Lo miró espantada.

—¡Tú le dijiste a Mo que Capricornio vivía en el norte!, —exclamó—. El volvió a preguntártelo expresamente y dijiste que estabas completamente seguro.

Dedo Polvoriento se miraba las uñas.

—Bueno, eso… eso también es cierto —contestó sin mirar a Meggie ni a Elinor.

Se limitaba a examinar sus uñas. Al final se las frotó contra el jersey, como si necesitara eliminar alguna horrible mancha.

—No me creéis —dijo con voz ronca, sin mirar a nadie—. Ninguna de las dos me creéis. Yo… lo comprendo, pero no he mentido. Capricornio tiene dos cuarteles generales y algunos otros escondrijos secundarios, por si en alguna parte el suelo se torna resbaladizo bajo sus pies o alguno de sus hombres necesita desaparecer durante cierto tiempo. Por lo general, pasa los meses cálidos arriba, en el norte, y sólo en octubre viaja al sur. Este año, sin embargo, es obvio que también pretende pasar abajo el verano. ¡Yo qué sé! ¿Habrá tenido problemas con la policía en el norte? ¿Existe alguna cuestión en el sur de la que desea ocuparse en persona? —su voz sonaba ofendida, casi como la de un chico al que se ha acusado sin razón—. ¡Sea lo que sea, sus hombres se han dirigido al sur con el padre de Meggie, lo comprobé con mis propios ojos, y cuando está en el sur, Capricornio resuelve los asuntos importantes siempre en ese pueblo! Allí se siente seguro, más seguro que en ningún otro lugar. Allí nunca ha tenido problemas con la policía y puede comportarse como un reyezuelo, como si el mundo le perteneciera. Él dicta allí las leyes, determina el curso de los acontecimientos, y hace y deshace a su antojo, de eso se han encargado sus hombres. Creedme, son expertos en esa labor.

Dedo Polvoriento sonrió. Era una risa amarga. «¡Si vosotras supierais! —parecía decir—. Pero no sabéis nada, ni entendéis nada.»

Meggie sintió cómo aquel miedo negro, provocado no por lo que decía Dedo Polvoriento, sino por lo que callaba, volvía a atenazarla.

Elinor también pareció percibirlo.

—¡Por todos los santos, no se exprese con tanto misterio! —su voz áspera le cortó las alas al pánico—. Se lo preguntaré otra vez: ¿a qué se dedica el tal Capricornio? ¿Con qué se gana la vida?

Dedo Polvoriento se cruzó de brazos.

—De mi boca no saldrá ni un solo dato más. Pregúnteselo usted misma. El mero hecho de llevarla a su pueblo me puede costar el cuello, pero ya no pienso mover ni un dedo y menos hablarle de los negocios de Capricornio. —Sacudió la cabeza—. ¡De ninguna manera! Se lo advertí al padre de Meggie, le aconsejé que le llevara el libro a Capricornio por su propia voluntad, pero se negó a escucharme. De no haberle advertido, los secuaces de Capricornio habrían dado mucho antes con él. ¡Pregúntele a la niña! Ella estaba delante cuando le previne. De acuerdo, no le conté todo lo que sabía. Bueno, ¿y qué? Hablo de Capricornio lo menos posible, evito incluso pensar en él y, créame, cuando lo conozca, hará usted lo mismo.

Elinor arrugó la nariz, como si semejante suposición fuera demasiado ridícula para perder el tiempo en ella.

—Seguro que tampoco podrá decirme por qué persigue ese libro con tanto ahínco, ¿verdad? ¿Es un coleccionista?

Dedo Polvoriento recorrió con el dedo el borde de la mesa.

—Sólo le diré lo siguiente: ansia el libro, y en consecuencia debería entregárselo. En cierta ocasión presencié cómo sus hombres pasaron cuatro días y sus noches ante la casa de un hombre, sólo porque a Capricornio le gustaba su perro.

—¿Y lo consiguió? —preguntó Meggie en voz baja.

—Por supuesto —respondió Dedo Polvoriento mirándola meditabundo—. Créeme, nadie duerme a pierna suelta si los hombres de Capricornio montan guardia delante de su puerta y se pasan la noche mirando su ventana… o la de sus hijos. Casi siempre consigue lo que desea a los dos días como mucho.

—¡Demonios! —exclamó Elinor—. Con mi perro no se habría quedado.

Dedo Polvoriento volvió a examinarse las uñas y sonrió.

—¡No sonría de ese modo! —le bufó Elinor—. ¡Recoge un par de cosas! —ordenó a Meggie—. Partiremos dentro de treinta minutos. Ya va siendo hora de que recuperes a tu padre. Aunque no me guste entregarle a cambio el libro a ese como—se—llame. Odio que los libros caigan en malas manos.

A pesar de que Dedo Polvoriento prefería el autobús de Mo, utilizaron la furgoneta de Elinor.

—Tonterías, jamás he viajado en un cacharro así —dijo Elinor poniendo en los brazos de Dedo Polvoriento una caja de cartón llena de provisiones para el viaje—. Además, Mortimer dejó el autobús cerrado con llave.

Meggie se percató de que Dedo Polvoriento tenía una respuesta en la punta de la lengua, pero él se abstuvo de plantearla.

—¿Y si tenemos que hacer noche? —preguntó mientras llevaba las provisiones al coche de Elinor.

—Cielo santo, ¿a quién se le ha ocurrido semejante idea? Pretendo estar de regreso mañana temprano como muy tarde. Odio dejar solos a mis libros más de un día.

Dedo Polvoriento alzó los ojos al cielo, como si allí pudiera hallar más comprensión que en la mente de Elinor y se dispuso a subir al asiento trasero, pero Elinor se lo impidió.

—Alto, alto. Es mejor que conduzca usted —le dijo entregándole la llave del coche—. Al fin y al cabo es el que mejor conoce nuestro destino.

Dedo Polvoriento, sin embargo, le devolvió la llave.

—No sé conducir —adujo—. Bastante desagradable es tercer que viajar en un chisme semejante, y no digamos conducirlo.

Elinor recogió la llave y se sentó al volante meneando la cabeza.

—¡Qué tipo tan raro es usted! —comentó mientras Meggie se sentaba en el asiento contiguo—. Confío de veras en que conozca el paradero del padre de Meggie, pues de no ser así comprobará que ese tal Capricornio no es el único que puede resultar aterrador.

Cuando Elinor puso en marcha el motor, Meggie bajó su ventanilla y giró la cabeza para echar un vistazo al autobús de su padre. Le daba mala espina dejarlo allí; era peor que marcharse de cualquier casa, la que fuera. Por extraño que le pareciese un lugar, el autobús les había proporcionado a su padre y a ella un cierto calor hogareño. Ahora también eso quedaba atrás y ya nada le resultaba familiar salvo la ropa de su bolsa de viaje. Había guardado un par de prendas para Mo… y dos de sus libros.

—¡Una elección interesante! —exclamó Elinor al prestar a Meggie una bolsa para guardar las pertenencias de ambos, un objeto pasado de moda de piel oscura que se podía llevar colgado del hombro—. Así que has elegido al rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda y a Frodo y sus ocho compañeros. Dos relatos muy largos, justo lo adecuado para un viaje. ¿Los has leído ya?

La niña asintió.

—Muchas veces —musitó acariciando de nuevo las tapas antes de introducir los libros en la bolsa.

De uno de ellos recordaba incluso con suma exactitud el día en que Mo lo había encuadernado de nuevo.

—¡No pongas esa cara tan sombría! —le dijo Elinor, preocupada—. Ya lo verás, nuestro viaje no será ni la mitad de malo que el de los pobres hobbits y mucho más corto.

A Meggie le habría alegrado estar tan segura. El libro que constituía el motivo de su viaje iba en el maletero, bajo la rueda de repuesto. Elinor lo había guardado dentro de una bolsa de plástico.

—¡No dejes que Dedo Polvoriento sepa dónde está! —le encareció antes de ponerlo en sus manos—. Sigo sin fiarme de él.

Meggie, sin embargo, había decidido confiar en Dedo Polvoriento. Deseaba confiar en él. Necesitaba confiar en él. ¿Quién si no la guiaría hasta su padre?