UNA SIMPLE ESTAMPA
Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe en la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.
Inscripción en la biblioteca del monasterio de San Pedro
en Barcelona, citada por Alberto Manguel
Habían desempaquetado el libro, porque Meggie vio el papel de embalar tirado en una silla. Ninguno de los dos se dio cuenta de su entrada. Elinor se inclinaba sobre uno de los atriles, con Mo a su lado. Ambos daban la espalda a la puerta.
—Inconcebible. Pensaba que ya no existía ni un solo ejemplar —decía Elinor—. Corren historias muy peculiares sobre este libro. Un librero de viejo al que suelo comprar a menudo me contó que hace años le robaron tres ejemplares justo el mismo día. He escuchado de labios de dos libreros una historia muy parecida.
—¿De veras? ¡Es realmente extraño! —exclamó su padre, pero Meggie conocía lo suficiente su voz para darse cuenta de que su asombro era fingido—. Bueno, de todas maneras aunque no sea un libro raro, para mí es muy valioso y me agradaría saber que está a buen recaudo durante cierto tiempo, hasta que vuelva a recogerlo.
—En mi casa cualquier libro está a buen recaudo —respondió Elinor con tono de reproche—. Lo sabes de sobra. Son mis hijos, mis hijos negros de tinta, y yo los cuido con cariño. Mantengo la luz del sol lejos de sus páginas, les limpio el polvo y los protejo de la voraz carcoma de los libros y de los mugrientos dedos humanos. Este de aquí merecerá un lugar de honor y nadie lo verá hasta que tú me pidas que te lo devuelva. De todos modos, en mi biblioteca los visitantes no son bien recibidos, pues dejan en mis pobres libros huellas de dedos y cortezas de queso. Además, como ya sabes, dispongo de una instalación de alarma carísima.
—Sí, eso resulta muy tranquilizador —la voz de Mo sonó aliviada—. Te lo agradezco, Elinor. Te lo agradezco mucho, de veras. Y si en los próximos tiempos alguien llama a tu puerta y te pregunta por el libro, por favor, compórtate como si nunca hubieras oído hablar de él, ¿de acuerdo?
—Por supuesto. ¿Qué no haría yo por un buen encuadernador? Además, eres el marido de mi sobrina. ¿Sabes que a veces la echo de menos? Bueno, creo que a ti te sucede lo mismo. Tu hija parece apañárselas muy bien sin ella, ¿no?
—Apenas la recuerda —musitó Mo.
—Bueno, eso es una bendición, ¿no te parece? A veces resulta muy práctico que nuestra memoria no sea ni la mitad de buena que la de los libros. Sin ellos seguramente ya no sabríamos nada. Todo se habría olvidado: la guerra de Troya, Colón, Marco Polo, Shakespeare, toda esa ristra infinita de reyes y dioses… —Elinor se volvió… y se quedó petrificada—. ¿Acaso no te he oído llamar a la puerta? — preguntó dirigiendo a Meggie una mirada tan hostil que la niña tuvo que hacer acopio de todo su valor para no dar media vuelta y retornar al pasillo a toda prisa.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí, Meggie? —le preguntó su padre.
Meggie adelantó el mentón.
—¡Ella puede verlo, pero a mí me lo ocultas! —repuso la niña. La mejor defensa seguía siendo un buen ataque—. ¡Tú jamás me has ocultado un libro! ¿Qué tiene éste de especial? ¿Me quedaré ciega si lo leo? ¿Me arrancará los dedos de un mordisco? ¿Qué atroces misterios encierra que yo no puedo conocer?
—Tengo mis razones para no enseñártelo —contestó su padre.
Había palidecido. Sin más palabras se acercó a su hija e intentó arrastrarla hacia la puerta, pero Meggie se soltó.
—¡Oh, qué testaruda es! —constató Elinor—. Eso casi la hace simpática. Recuerdo que antes su madre era igual. Ven aquí. —Se apartó a un lado y le hizo a Meggie una seña para que se aproximara—. Comprobarás que no hay nada especialmente emocionante en ese libro, al menos para tus ojos. Pero convéncete tú misma. Uno siempre cree más lo que ve con sus propios ojos. ¿O tu padre tiene algo que oponer? —inquirió lanzando a Mo una mirada inquisitiva.
Mo vaciló… y, resignándose al destino, negó con un movimiento de cabeza.
El libro estaba abierto sobre el atril. No parecía muy antiguo. Meggie conocía el aspecto de los libros realmente antiguos. En el taller de Mo había visto algunos cuyas páginas estaban manchadas como la piel de un leopardo y casi igual de amarillentas. Recordaba uno cuyas tapas habían sido atacadas por la carcoma. Las huellas de su voracidad le parecieron minúsculos orificios de bala, y Mo había desprendido el cuerpo del libro y había vuelto a encuadernar las páginas con esmero, dotándolas de un nuevo traje, como él solía decir. Un traje que podía ser de cuero o de tela, sin adornos o provisto de un estampado que Mo confeccionaba con sellos diminutos, a veces incluso de oro.
Ese libro tenía pastas de tela de un tono verde plateado, semejante a las hojas de un sauce. Los cantos estaban ligeramente gastados y las páginas eran tan claras que las letras destacaban, nítidas y negras, en el papel. Sobre las páginas abiertas había una fina cintita de lectura roja. En el lado derecho se veía un dibujo. Mostraba a mujeres suntuosamente ataviadas, un escupefuego, acróbatas y un hombre que parecía un rey. Meggie continuó pasando las páginas. No contenía muchas ilustraciones, pero la letra inicial de cada capítulo era en sí misma un cuadro en miniatura. Sobre algunas letras se veían animales; alrededor de otras trepaban plantas; una B ardía por los cuatro costados. Las llamas parecían tan auténticas que Meggie pasó un dedo por encima para asegurarse de que no quemaban. El capítulo siguiente comenzaba por una N. Se esparrancaba como un guerrero, en su brazo estirado se sentaba un animal de rabo peludo. Nadie lo vio salir a hurtadillas de la ciudad, leyó Meggie, pero Elinor cerró el libro delante de sus narices antes de conseguir ensamblar otras palabras.
—Creo que con eso es suficiente —dijo metiéndoselo debajo del brazo—. Tu padre me ha pedido que le guarde este libro en un lugar seguro, y es lo que voy a hacer a continuación.
Mo volvió a coger de la mano a su hija. Esta vez la niña le siguió.
—¡Por favor, Meggie, olvida ese libro! —le dijo en susurros—. Trae desgracia. Te conseguiré centenares.
Meggie se limitó a asentir. Antes de que Mo cerrase la puerta tras ellos, consiguió echar una última ojeada a Elinor, que, erguida e inmóvil, contemplaba el libro con tanta ternura como cuando Mo la miraba a veces a ella por la noche y remetía la manta por debajo de su barbilla.
Acto seguido, la puerta se cerró.
—¿Dónde lo va a guardar? —preguntó Meggie mientras seguía a su padre por el pasillo.
—Oh, ella tiene un par de escondites maravillosos para estas ocasiones —respondió evasivo—. Pero, como es natural, son secretos. ¿Qué te parece si ahora te enseño tu habitación? —Intentaba que su voz sonara despreocupada, pero no le salía muy bien—. Parece una habitación cara de hotel. Qué digo, mucho mejor.
—Suena bien —murmuró Meggie y miró a su alrededor pero no se veía ni rastro de Dedo Polvoriento.
¿Dónde se había metido? Tenía que preguntarle algo sin tardanza. No podía pensar en otra cosa mientras su padre le enseñaba la habitación y le contaba que ahora todo estaba arreglado, que se limitaría a concluir su trabajo y a continuación regresarían a casa. Meggie asentía y fingía escucharle, pero en realidad la pregunta que deseaba plantear a Dedo Polvoriento no se le iba de la mente. Le quemaba tanto en los labios que se asombraba de que Mo no la viera allí aposentada. En medio de su boca.
Cuando la dejó sola para ir a recoger el equipaje del autobús, Meggie corrió a la cocina, pero tampoco encontró allí a Dedo Polvoriento. Miró hasta en el dormitorio de Elinor, pero por más puertas que abría en la enorme mansión, Dedo Polvoriento continuaba desaparecido. Al final se sintió demasiado cansada para seguir buscando. Su padre se había acostado hacía rato y también Elinor se había retirado a su habitación. Así que Meggie se fue a su cuarto y se tumbó en la enorme cama. Se sentía completamente perdida en ella, casi enana, como si hubiera encogido. «Igual que Alicia en el País de las Maravillas», pensó acariciando la ropa de cama con estampado de flores. Por lo demás, el cuarto le gustaba. Estaba atestado de libros y de cuadros. Contaba incluso con una chimenea, aunque parecía que nadie la había utilizado desde hacía más de cien años. Meggie se levantó y se acercó a la ventana. Fuera ya había oscurecido y cuando empujó las contraventanas, abriéndolas, un viento fresco acarició su rostro. Lo único que podía distinguir en la oscuridad era la plaza cubierta de gravilla situada delante del edificio. Un farol arrojaba su luz mortecina sobre las piedras de un blanco grisáceo. El autobús a rayas de Mo permanecía aparcado junto a la furgoneta gris de Elinor como una cebra que se hubiera extraviado yendo a parar a unas caballerizas. Su padre pintó las rayas sobre la laca blanca después de regalar a su hija El libro de la selva. Meggie recordó la casa que habían abandonado tan precipitadamente, su habitación y el colegio en el que ese día su asiento habría quedado vacío. No estaba segura de sentir nostalgia.
Al acostarse, dejó los postigos abiertos. Mo había colocado su caja de libros junto a la cama. Cansada, sacó uno e intentó construirse un nido con las palabras familiares, pero no lo lograba. El recuerdo del otro libro difuminaba una y otra vez las palabras; Meggie veía las letras iniciales ante sus ojos, grandes y policromas, rodeadas de figuras cuya historia desconocía porque el libro no había tenido tiempo de contársela.
«He de encontrar a Dedo Polvoriento —pensó somnolienta—. ¡Tiene que estar aquí!» Pero luego el libro se le escurrió de entre los dedos y se durmió.
A la mañana siguiente la despertó el sol. El aire aún evocaba el frescor nocturno, pero el cielo estaba despejado y cuando Meggie se asomó a la ventana divisó a lo lejos, entre las ramas de los árboles, el brillo del lago. La habitación que le había asignado Elinor estaba ubicada en el primer piso. Mo dormía tan sólo dos puertas más allá, pero Dedo Polvoriento había tenido que conformarse con un cuarto en la buhardilla. Meggie lo había visto el día anterior cuando estaba buscándole. Sólo contaba con una cama estrecha, rodeada de cajas de libros que se apilaban hasta el entramado del tejado.
Cuando Meggie entró en la cocina para desayunar, su padre ya estaba sentado a la mesa con Elinor, pero de Dedo Polvoriento no se veía ni rastro.
—Oh, él ya ha desayunado —comentó Elinor, mordaz, cuando Meggie preguntó por él—, concretamente en compañía de un animal de dientes afilados que estaba sentado encima de la mesa y me ha bufado cuando he entrado en la cocina sin sospechar nada. Le he aclarado a vuestro extraño amigo que las moscas son los únicos animales que tolero encima de la mesa de mi cocina, y a continuación ha salido fuera con el peludo animal.
—¿Qué quieres de él? —preguntó su padre.
—Oh, nada en especial, yo… sólo deseaba preguntarle algo —contestó Meggie. Y tras engullir a toda prisa media rebanada de pan, y beber unos sorbos del cacao preparado por Elinor, de un amargor repugnante, corrió hacia el exterior.
Encontró a Dedo Polvoriento detrás de la casa, en una pradera en la que, junto a un ángel de escayola, había una solitaria tumbona. De Gwin no había ni rastro. Unos pájaros discutían en el rododendro de flores rojas, y Dedo Polvoriento, con expresión ensimismada, practicaba juegos malabares. Meggie intentó contar las pelotas de colores: cuatro, seis, ocho, eran ocho. Él las recogía con tanta rapidez en el aire que la niña se mareó sólo con verlo. Las atrapaba manteniéndose sobre una pierna, indiferente, como si ni siquiera necesitase mirar. Al descubrir a Meggie, se le escapó de las manos una pelota que rodó hasta los pies de la niña.
Meggie la recogió y se la devolvió a Dedo Polvoriento.
—¿Cómo es que sabe hacer eso? —preguntó—. Era… maravilloso.
Dedo Polvoriento hizo una reverencia burlona. Ahí estaba de nuevo su enigmática sonrisa.
—Me gano la vida con eso —explicó—. Con eso y con un par de cosas más.
—¿Cómo se puede ganar dinero así?
—En los mercados. En las fiestas. En los cumpleaños. ¿Has estado alguna vez en uno de esos mercados donde parece que la gente todavía vive en la Edad Media?
Meggie asintió. Un día visitó uno en compañía de su padre. Había cosas preciosas, extrañas, como si hubieran surgido no de otra época, sino de otro mundo. Mo le compró una caja adornada con piedras de colores y con un pequeño pez de metal de brillos verdes y dorados, la boca muy abierta y una bolita en la barriga hueca que, al sacudir la caja, sonaba como una campanita. El aire olía a pan recién horneado, a humo y ropa húmeda, y Meggie había contemplado la forja de una espada y se había escondido de una bruja disfrazada tras la espalda de su padre.
Dedo Polvoriento recogió sus pelotas y las devolvió a su bolsa. Estaba abierta tras él, sobre la hierba. Meggie caminó despacio hacia ella y atisbo en su interior. Vio botellas, algodón en rama y un paquete de leche, pero antes de que pudiera descubrir nada más, Dedo Polvoriento la cerró.
—Lo siento —se disculpó—. Secreto profesional. Tu padre entregó el libro a la tal Elinor, ¿verdad?
Meggie se encogió de hombros.
—Puedes contármelo con toda tranquilidad. Ya lo sé. Estuve escuchando. Él está loco por dejarlo aquí, qué le vamos a hacer.
Dedo Polvoriento se sentó en la tumbona. Al lado, sobre la hierba, yacía su mochila. Un rabo espeso asomó.
—He visto a Gwin —dijo Meggie.
—¿Ah, sí? —Dedo Polvoriento se reclinó y cerró los ojos. A la luz del sol su pelo parecía más claro—. Yo también. Está en la mochila. Es su hora de dormir.
—La he visto en el libro.
Meggie no apartaba la vista del rostro de Dedo Polvoriento mientras hablaba, pero nada dejó traslucir. Dedo Polvoriento no llevaba sus pensamientos escritos en la frente como Mo. El rostro de Dedo Polvoriento era un libro cerrado, y Meggie tenía la impresión de que le daría un papirotazo en los dedos a cualquiera que intentase leerlo.
—Estaba encima de una letra —prosiguió la niña—. En una N. Vi los cuernos.
—¿De veras? —Dedo Polvoriento ni siquiera abrió los ojos—. ¿Sabes en cuál de sus mil estantes lo colocó esa chalada por los libros?
Meggie hizo caso omiso a la pregunta.
—¿Por qué se parece Gwin al animal del libro? —preguntó ella—. ¿Le ha pegado usted los cuernos?
Dedo Polvoriento abrió los ojos y parpadeó.
—Vaya, ¿lo hice? —preguntó mirando al cielo.
Unas nubes cruzaron por encima de la casa de Elinor. El sol desapareció tras una de ellas y la sombra cayó sobre la hierba verde como una fea mancha.
—¿Suele leerte tu padre en voz alta, Meggie? —preguntó Dedo Polvoriento.
La niña lo observó con desconfianza. Después se arrodilló junto a la mochila y acarició el rabo sedoso de Gwin.
—No —contestó—. Pero me enseñó a leer a los cinco años.
—Pregúntale por qué no te lee en voz alta —le dijo Dedo Polvoriento—. Pero no le permitas que te despache con cualquier excusa.
—¿A qué se refiere? — Meggie se incorporó irritada—. No le gusta, eso es todo.
Dedo Polvoriento sonrió. Inclinándose fuera de la tumbona, deslizó la mano dentro de la mochila.
—Ah, esto parece una barriga llena —afirmó—. Creo que la caza nocturna de Gwin ha tenido éxito. Ojalá no haya vuelto a saquear un nido. ¿O serán sólo los panecillos y los huevos de Elinor?
El rabo de Gwin se agitaba de un lado a otro, casi como el de un gato.
Meggie observó la mochila, desazonada. Se alegraba de no ver el hocico de Gwin. A lo mejor aún llevaba sangre adherida.
Dedo Polvoriento volvió a recostarse en la tumbona de Elinor.
—¿Quieres que te enseñe esta noche para qué sirven las botellas, el algodón y todos los demás objetos misteriosos de mi bolsa? — inquirió sin mirarla—. Pero para eso tiene que estar oscuro, oscuro como boca de lobo. ¿Te atreves a salir fuera de la casa en plena noche?
—¡Por supuesto! —respondió Meggie ofendida, a pesar de que una vez oscurecido le gustaba cualquier cosa excepto salir al exterior—. Pero primero dígame usted por qué…
—¿Usted? —Dedo Polvoriento soltó una carcajada—. Dios mío, dentro de nada me llamarás señor Dedo Polvoriento. No puedo soportar que me traten de «usted», así que olvídalo, ¿vale?
Meggie se mordió los labios y asintió. Tenía razón… el usted no le pegaba nada.
—Bueno, ¿por qué le pegaste los cuernos a Gwin? —inquirió—. ¿Y qué sabes del libro?
Dedo Polvoriento cruzó los brazos detrás de la cabeza.
—Conozco un montón de cosas sobre él —contestó—. Acaso algún día te las cuente, pero ahora nosotros dos tenemos una cita. Esta noche, a las once, en este mismo lugar. ¿De acuerdo?
Meggie levantó la vista hacia un mirlo que se desgañitaba cantando encima del tejado de Elinor.
—Sí —respondió—. A las once.
Acto seguido echó a correr para entrar en la casa.
Elinor había propuesto a Mo instalar su taller justo al lado de la biblioteca. Allí había una pequeña estancia en la que guardaba su colección de pequeñas guías de animales y plantas (por lo visto Elinor coleccionaba libros de todo tipo). Esta variedad se encontraba en estanterías de madera clara del color de la miel. En algunos estantes, vitrinas de cristal con escarabajos pinchados en agujas sujetaban los libros, lo que incrementaba la antipatía que Meggie sentía por Elinor. Ante la única ventana había una mesa, preciosa, de patas torneadas, aunque apenas la mitad de larga que la que poseía su padre en el taller de su casa. Seguramente por eso maldecía en voz baja cuando Meggie asomó la cabeza por la puerta.
—¡Mira qué mesa! —exclamó él—. Aquí uno puede clasificar su colección de sellos, pero no encuadernar libros. Esta estancia es demasiado pequeña. ¿Dónde voy a colocar la prensa, dónde dejaré las herramientas…? La última vez trabajé arriba, en la buhardilla, pero con el paso del tiempo las cajas de libros se apilan por doquier, incluso allí.
Meggie acarició los lomos de los libros, colocados pegaditos unos a otros.
—Dile simplemente que necesitas una mesa más grande.
Con sumo cuidado sacó un libro del estante y lo abrió. Reproducía los insectos más singulares: escarabajos con cuernos, con trompa, uno contaba incluso con una auténtica nariz. Meggie deslizó el índice por encima de las ilustraciones de colores desvaídos.
—Mo, en realidad, ¿por qué no me has leído nunca en voz alta?
Su padre se volvió tan bruscamente que a Meggie casi se le cae el libro de las manos.
—¿Por qué me lo preguntas? Has hablado con Dedo Polvoriento, ¿verdad? ¿Qué es lo que te ha contado?
—¡Nada! ¡Nada en absoluto! —la propia Meggie ignoraba por qué mentía.
Volvió a introducir el libro de escarabajos en su sitio. Le daba la impresión de que alguien estaba tejiendo una red finísima alrededor de los dos, una red de secretos y mentiras que poco a poco se volvía más tupida.
—Creo que es una buena pregunta —dijo mientras cogía otro libro. Se titulaba Maestros del camuflaje. Los animales de sus páginas parecían ramas u hojas secas vivas.
Mo le dio de nuevo la espalda. Comenzó a extender sus herramientas sobre la mesa demasiado pequeña: a la izquierda del todo las plegaderas, después el martillo de cabeza redonda con el que golpeaba los lomos de los libros para darles forma, el afilado cortapapeles…
Habitualmente solía silbar en voz baja, pero ahora guardaba un obstinado silencio. Meggie se dio cuenta de que sus pensamientos vagaban muy lejos de allí. Pero ¿dónde?
Al final se sentó sobre el borde de la mesa y miró a su hija.
—Es que no me gusta leer en voz alta —contestó como si no hubiera nada menos interesante en el mundo—. Lo sabes de sobra. Sencillamente es así y punto.
—¿Y por qué no? Tú me cuentas historias. Sabes contar unas historias maravillosas. Sabes imitar todas las voces, y hacerlo emocionante y divertido…
Mo cruzó los brazos ante el pecho, como si quisiera esconderse detrás.
—Podrías leerme Tom Sawyer —propuso Meggie—, o Cómo adquirió sus arrugas el rinoceronte.
Ése era uno de los cuentos favoritos de Mo. Cuando era más pequeña, jugaban a veces a que en sus vestidos había también muchas migas, igual que en la piel del rinoceronte.
—Sí, ésa es una historia espléndida —Mo volvió a darle la espalda, depositó en la mesa la carpeta donde guardaba sus papeles para guardas, y los hojeó con aire ausente. «Todos los libros deberían empezar con un papel así», le dijo a su hija en cierta ocasión. «Preferiblemente de tono oscuro: rojo oscuro, azul oscuro, según sean las tapas del libro. Luego, al abrirlo, ocurre como en el teatro: primero te encuentras el telón. Pero lo apartas a un lado, y comienza la función»—. ¡Meggie, ahora tengo que trabajar, en serio! — le dijo sin volverse—. Cuanto más deprisa termine con los libros de Elinor, antes regresaremos a casa.
Meggie colocó en su sitio el libro con los animales disfrazados.
—¿Qué pasaría si no le hubiera pegado los cuernos? —preguntó.
—¿Qué?
—Los cuernos de Gwin. ¿Qué pasaría si Dedo Polvoriento no se los hubiera pegado?
—Pero se los pegó. —Mo acercó una silla a la mesa demasiado corta—. Hablando de otra cosa, Elinor ha salido a comprar. Si te mueres de hambre antes de que regrese, hazte unas tortitas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —musitó Meggie. Durante un momento pensó en contarle la cita nocturna con Dedo Polvoriento, pero al final decidió no hacerlo—. ¿Crees que podría llevarme a mi habitación algunos de estos libros? —preguntó.
—Seguro. Siempre que no los escamotees en tu caja.
—¿Como ese ladrón de libros del que me hablaste? —Meggie se puso tres debajo del brazo izquierdo y cuatro bajo el derecho—. ¿Cuántos había robado? ¿Treinta mil?
—Cuarenta mil —respondió su padre—. Pero al menos no asesinó a la propietaria.
—No, eso lo hizo ese monje español, me he olvidado de su nombre. — Meggie se aproximó a la puerta arrastrando los pies y la abrió con la punta del zapato—. Dedo Polvoriento dice que Capricornio sería capaz de matarte para conseguir el libro —procuró que su voz sonara indiferente—. ¿Lo haría, Mo?
—¡Meggie! —Su padre se volvió y le hizo un gesto amenazador con el cortapapeles—. Túmbate al sol o mete tu preciosa nariz en esos libros, pero ahora déjame trabajar. Y dile de mi parte a Dedo Polvoriento que lo cortaré en lonchas muy finas con este cuchillo si continúa contándote semejantes disparates.
—¡No has respondido a mi pregunta! —exclamó Meggie y se deslizó hasta el pasillo con su montón de libros.
Una vez en su habitación, extendió los libros sobre la enorme cama y comenzó a leer sobre escarabajos que se mudaban a conchas de caracol abandonadas igual que las personas a una casa vacía; sobre ranas con forma de hoja y orugas con púas de colores; sobre monos de barba blanca, sobre osos hormigueros a rayas y sobre gatos que escarban en la tierra en busca de batatas. Parecía haber de todo, cualquier ser que Meggie fuese capaz de imaginar y muchos más aún que ni siquiera se le habían pasado por la imaginación.
Sin embargo, en ninguno de los eruditos libros de Elinor halló una sola palabra sobre martas con cuernos.