Capítulo XXX
Ese Domingo de Ramos, de sol y cielo límpido, Melody organizó un día de campo en el Retiro. Invitaron al padre Mauro, a las Valdez e Inclán, a la señorita Leonilda e incluso a don Diogo. Colocaron la mesa bajo el tilo próximo al jardín de Béatrice. Después del almuerzo, el padre Mauro propuso una caminata por la vera del río. Blackraven y Somar se demoraron para conversar.
—Papá Justicia me ratificó anoche —expresó el turco— que será mañana, al caer el sol.
Blackraven levantó la vista para mirar a Melody. Iba del brazo de la señorita Leonilda, lucía plena y dichosa, conversaba y reía.
—Sospecho que alguien los ha vendido.
—¿A qué te refieres?
—A Maguire y a su cáfila de imbéciles, a ellos me refiero —contestó Blackraven—. Días atrás le pedí a Zorrilla que vigilase los asientos de Sarratea y Basavilbaso, incluso que los visitase en sus hogares y que tratase de averiguar si están al tanto de algo, sólo como medida de prevención. Anoche me dijo que, si bien no pudo sacar nada en limpio de sus conversaciones con los negreros, sí vio mucho movimiento de hombres armados en ambos asientos. Incluso, ha venido gente del campo para custodiar los predios. Demasiada coincidencia.
—Sí, demasiada. ¿Qué piensas hacer?
Blackraven soltó un suspiro y movió la cabeza con resignación.
—Haré lo único que me queda por hacer. Mañana por la noche iré a cuidarle las espaldas a ese sotreta de cuñado que tengo.
En un primero momento, Elisea se negó a volver al Retiro. Ni sus hermanas ni la señorita Leo entendían el porqué. Ella, simplemente, declaraba: “No volveré allí”. Evitaba cerrar los ojos, si lo hacía veía la cara repugnante de Sabas, hasta percibía el tacto de sus manos y de sus labios en el cuerpo. Se quedó en la sala escuchando el ajetreo antes de partir.
En sus recuerdos se deslizó una imagen de aquel sitio, la torre del campanario, y el frío que se había apoderado de su pecho cedió ante una repentina calidez. Pese a que no sería feliz, de igual modo anheló volver al lugar donde la dicha la había desbordado, donde nunca la agobiaron los problemas sino el placer que Servando le prodigaba. Entonces dijo: “Está bien, iré”.
Servando contaba entre los esclavos que los servirían durante el día de campo. Él condujo la carreta con los alimentos y las bebidas, y ayudó a transportar la mesa bajo el árbol. Después, desapareció. “Mejor así”, concluyó Elisea. Pidió autorización para permanecer bajo el tilo, con Miora y Siloé como compañía. Melody insistió en que una caminata por el río le daría color a sus mejillas, pero Elisea adujo que un repentino cansancio la había acometido. El grupo marchó en dirección a la barranca, y las esclavas, a la cocina, con una pila de platos y cubiertos. Elisea dejó pasar unos minutos antes de escurrirse hacia el campanario. Caminó con rapidez y llegó muy agitada a la base de la torre. La ansiedad la volvió imprudente y subió corriendo. Casi no tenía aliento cuando alcanzó la puerta del campanario, estaba mareada y tuvo la impresión de que devolvería el almuerzo. Antes de que se desplomase, alguien la sostuvo.
—¡Servando! —exclamó.
—¿Qué has hecho? Estás muy pálida. Ven, acomódate aquí, sobre el jergón.
—¡No! —apenas musitó ella, pero Servando profirió un insulto y la obligó a sentarse.
—¿Qué has hecho? —insistió—. ¿Acaso has subido corriendo? ¿Con tu debilidad? Me dan ganas de… —Se mordió el labio; de pronto se llenó de compasión y trató de tocarla.
—¿Qué lees? —preguntó Elisea, esquivando la caricia.
Él dejó escapar un suspiro antes de contestar.
—Todavía no sé pronunciar su nombre.
—¿Shakespeare?
—Sí, ése.
—¿Qué obra de él lees?
—La violación de Lucrecia.
“Violación”, repitió Elisea, la palabra más sórdida y fea que conocía.
—¿Qué te ocurre? —se asustó Servando—. ¡Vuelves a estar pálida! ¿Por qué cierras los ojos? ¿Por qué te agitas? ¿Qué pasa? Elisea, háblame.
—Nada, nada —susurró—. Ya estoy calmándome, ¿lo ves? Léeme, vamos, léeme.
Servando, desorientado, se quedó mirándola. A veces le daba por pensar que las fiebres tan altas le habían arrebatado la cordura. No la conocía, ésa no era su Elisea, la joven arrogante de la que se había enamorado; otra, medrosa e insegura, había tomado su lugar.
—Lee —le ordenó de nuevo.
—“Dicho esto, pone su pie sobre la antorcha, pues la luz y la lujuria son enemigas mortales: el crimen, envuelto en la ciega noche, es tanto más tiránico cuando es menos visible. El lobo ha atrapado a su presa, la pobre cordera grita, hasta que con su propio vellón blanco su voz apaga, sepultando sus gritos, en el dulce pliegue de sus labios”.
Elisea oía en absoluto silencio, los ojos cerrados, las manos tomadas sobre el regazo y la cabeza descansando en la pared. Acompañaba a Lucrecia en cada momento del asalto que sufría a manos de Tarquino, podía describir lo que Shakespeare había obviado. En parte, esos versos la reconfortaban, como si la soledad que la había abrumado se esfumara. Lucrecia le parecía una amiga en la amargura, alguien que la habría comprendido. Ya no era la única mancillada ni la única condenada al deshonor.
—“Como el pobre venado que, asustado, contempla salvajemente, buscando por qué camino debe escapar, o como quien desorientado en una enmarañada espesura no puede hallar directamente su camino, así Lucrecia consigo misma sostiene un debate, acerca de si es mejor vivir o morir, cuando la vida es vergonzosa y la muerte es deudora del oprobio”. ¿Por qué lloras? —se interrumpió Servando—. ¿Qué tienes?
Las lágrimas se escurrían entre sus pestañas y le bañaban las mejillas. Dijo, sin levantar los párpados:
—Aquella noche, la de la boda del señor Blackraven y miss Melody, yo también me debatí entre si era mejor vivir o morir.
—¡Elisea! ¿De qué hablas?
—Sentía asco, mucho asco, mi cuerpo me daba asco, quería deshacerme de él.
—Explícame, no entiendo. ¡Me vuelves loco con tus rodeos! ¿Acaso asco de mí?
Elisea abrió los ojos y se encontró con el rostro de Servando muy próximo al de ella, alterado y confundido.
—Mi Servando. Tú también has sido víctima de la misma infamia a la que yo fui sometida, porque sé que te he hecho sufrir con mi rechazo y mi silencio.
—¡Por Dios, Elisea! —clamó el yolof, y se puso de pie—. Explícate o creeré que estás desquiciada.
—Aquella noche, la de la boda, la que precedió a la muerte de mi padre, después de despedirnos a la puerta de esta torre, corrí hacia el pórtico para entrar por la sala de música. Esa tarde, cuando nadie me veía, había quitado la falleba para poder entrar más tarde, después de nuestro encuentro. No alcancé nunca la sala. Antes de lograrlo, fui víctima del más horrendo ataque. —Se cubrió con las manos y se echó a llorar.
—¡Elisea! —Servando cayó de rodillas y la abrazó.
—¡No me hagas explicártelo! Entiéndelo tú mismo, por piedad. La vergüenza y el asco me atan la lengua y no puedo contarte lo que ocurrió esa noche sin que mi corazón se quiebre una vez más.
—Sólo dime su nombre.
—Sabas.
A la mañana siguiente, al despertar, Melody se dio cuenta de que Blackraven ya había dejado la cama. Se echó un peinador sobre los hombros y se sentó en el tocador para aprestarse. Sus ojos dieron con un sobre junto a los frascos de afeites y lociones. Lo abrió, creyendo que se trataba de un mensaje de Roger.
“Miss Melody, le suplico venga a verme al Convento de las Hijas del Divino Salvador hoy al mediodía, después del Ángelus. Bernabela Valdez e Inclán”.
Gilberta le aseguró que ella no había recibido ese sobre y, aunque preguntaron al resto del servicio doméstico, no dieron con la persona que lo había dejado sobre el tocador. Melody sabía que debía ir sola y no mencionar la misiva a Blackraven; en caso contrario, le prohibiría acudir al convento. Al igual que con el asunto del señor Traver, Roger se mostraba renuente a explicarle los motivos que llevaron a una mujer frívola como doña Bela a ingresar en un convento de clausura; lo de la promesa a Valdez e Inclán que se lo contara a otro, ella no era tonta. Le dolía desconfiar de su esposo; asimismo la ofendía que él desconfiase de ella y que no le abriera su corazón.
Al aproximarse la hora de la cita, se embozó con una mantilla de esclava, tosca y gruesa, y salió sin que Somar lo advirtiera. En cuanto a Blackraven, seguía fuera, y resultaba improbable que volviese para almorzar. Caminó rápido, sin levantar la vista.
Enda Feelham, que la seguía apenas la vio abandonar la casa, mantenía el tranco para no perderla. No le costó entrar en la casa de San José —Bernabela le había dado una llave— para dejar la carta sobre el tocador, incluso se había aproximado a la cama donde Melody dormía y le había tocado el pelo. Podría haberla matado, el esposo había salido temprano y no se escuchaba a los sirvientes ni al resto de la familia. Retiró la mano antes de que la tentación la llevara a trasegar sus planes. La hija de Lastenia debía sufrir antes de morir, tal como había sufrido su Paddy.
Melody llegó agitada y descompuesta de calor, y esperó unos minutos antes de tocar la campana del convento. La hicieron pasar al locutorio, una pequeña habitación sin ventanas, con una lámpara de aceite colgada del techo y una banqueta apostada a lo largo de una reja muy espesa, como filigrana. Cerró un ojo para observar por un agujero. El recinto contiguo era pequeño y lúgubre. No concebía que doña Bela hubiese accedido a enterrarse en vida en un sitio como ése a pedido de un hombre al que detestaba.
El roce de un hábito sobre el piso de piedra la alertó de que alguien se aproximaba. Se inclinó sobre la reja y la vio, tanta belleza desperdiciada tras la estameña del velo. A pesar del contexto y las vestiduras, su mirada seguía siendo la misma, fría y resentida.
Sobre todo, Bernabela envidiaba a Melody, no tanto por el hombre que le hacía el amor sino por la libertad de que gozaba, la que ella había codiciado desde el día en que la desposaron con Valdez e Inclán, la que recuperó con su muerte y que volvió a perder un día más tarde. El motivo por el cual no había hecho antes lo que se disponía hacer en ese momento se desvaneció el día en que puso pie en ese foso del Infierno: ya no necesitaba preservar la amistad de Blackraven para que, después de la muerte de Valdez e Inclán, las mantuviese a ella, a sus hijas y a sus hermanos. Se acordó de un proverbio que Roger le había dicho tiempo atrás —la venganza es un plato que se come frío— y dijo:
—Le agradezco que haya venido, miss Melody.
A contrapelo de lo que exigía de los demás, en ese caso le molestó que no la llamara “señora condesa”.
—Está bien, doña Bela. Vine sin dudar pues supuse que quería preguntarme por la salud y el estado de sus hijas.
—No. De mis hijas se ocupa Leonilda. Con usted deseaba hablar de Roger.
Los celos sacaron lo peor de ella, y objetó:
—Preferiría que llamara a mi esposo por su título.
—Miss Melody —manifestó, con acento obsequioso—, después de haberme acostado con él tantas veces no puedo pensarlo ni llamarlo de otro modo que no sea Roger.
Melody se puso de pie con intención de marcharse. Bela hizo otro tanto y, tomándose de la reja, le exigió:
—No se retire. Tengo cuestiones importantes que tratar con usted.
—Nada de lo que quiera decirme me interesa. Buenas tardes.
—Estoy convencida de que Roger no le contó que estuvo casado, ¿verdad? —Melody se detuvo—. Hay detalles escabrosos que usted debería conocer.
Aún de espaldas, Melody se debatía entre huir o quedarse. Una voz le insistía en que tomara asiento; otra le aconsejaba: “No te sometas a la malicia de esta mujer”.
—Hable de prisa —dijo, y se sentó—. No cuento con demasiado tiempo.
—Usted no es para un hombre como Roger. Covarrubias habría sido un esposo a su medida. Dócil y de carácter apacible. Sólo una mujer como yo habría estado a la altura de Roger Blackraven. Usted es poca cosa para él.
—No me quedaré para que me insulte. Hábleme de ese supuesto matrimonio del señor Blackraven o me iré.
—¡Supuesto matrimonio! Fue el matrimonio del que habló toda la sociedad londinense en su momento. Tuvo lugar hace algunos años. Ella se llamaba Victoria Trewartha y era de familia noble, aunque empobrecida. Debo admitir que, pocas veces en mi vida, he visto a una mujer tan hermosa como ésa.
Viniendo de doña Bela, el comentario la afectó sobremanera. No quería llorar, pero ya sentía tensa la garganta y un escozor en la nariz.
—El matrimonio no fue una unión exitosa. Roger no pudo con su genio y recomenzó la vida de aventurero y libertino a la que está acostumbrado. Victoria, por su parte, se buscó un amante para entretenerse durante las largas travesías de su infiel esposo. Una Navidad, Roger se presentó al improviso y los pilló en la cama.
—¡Oh!
—Las malas lenguas dicen que Roger se echó a reír, y yo lo creo capaz. Sin embargo, lo que vino después no es de risa. Victoria desapareció. Salieron a buscarla, Roger y muchos más. Horas después, hallaron, en lo alto de un risco, una carta junto a sus ropas. Se había suicidado arrojándose al mar. Nunca encontraron el cuerpo, y, aunque no pudo probarse nada, las sospechas cayeron en Roger. Según se murmura fue él quien la empujó para que se estrellase contra las peñas en el mar.
Melody rompió en un llanto de niña. No le importaba si doña Bela la veía sufrir, sólo necesitaba echar fuera el dolor causado por esa confesión.
—¿Por qué me cuenta esto?
—Porque quiero lastimarla. Sólo con haber liberado a mis pájaros habría bastado para querer hacerlo. Pero, además de eso, usted me despojó de Roger. Él era mío y usted me lo quitó.
Melody se instó a ponerse de pie y a huir de esa habitación enviciada de odio. Se sujetó de las rejas buscando apoyo para incorporarse. Bela entrelazó sus dedos con los de ella y se los apretó.
—¡Suélteme! ¡Déjeme ir! ¡Está haciéndome daño!
—Eso es lo que deseo, miss Melody. Hacerle daño. Mucho daño. Quisiera verla agonizar frente a mí.
—¡Déjeme ir! Ya me ha hecho usted mucho daño, puede estar satisfecha.
—No, aún quedan cuestiones por revelar. ¿Sabe, miss Melody? Siempre me intrigó saber qué diría el Ángel Negro si se enterase de que está casada con un hombre que amasó gran parte de su fortuna como negrero. Porque él no se lo ha dicho, ¿verdad?
—¡Eso es una calumnia! ¡Roger jamás traficaría con seres humanos! ¡No le creo!
Se soltó de un jalón, lastimándose.
—Confróntelo —sugirió Bela—, dígale que le jure por la vida de usted que él no fue negrero en el pasado. Lo fue, se lo aseguro. E hizo muchísimo dinero como tal.
Melody corrió hacia la salida.
—¡Esto no termina acá, miss Melody! —la amenazó, golpeando la reja con el puño.
—¿Se encuentra bien? —se extrañó la monja que le abrió la puerta.
Melody no contestó y alcanzó la calle tambaleándose, llorando bajo el rebozo. Tomó cualquier rumbo, quería alejarse. Caminó varias cuadras y terminó frente a la iglesia de San Francisco. El interior se hallaba fresco y vacío, apenas iluminado. Al hincarse frente al Sagrado Corazón, cierta paz le permitió respirar con normalidad. No rezó ni lloró, tan sólo contempló la imagen de Cristo. Ideas diversas le venían a la mente, de modo caótico y errático, pensaba en qué ordenaría para la cena y un segundo más tarde se imaginaba a Roger aventando a su esposa desde un risco.
—¡Señora! —exclamó Somar al verla regresar de la calle—. ¡Por fin llega! Estaba volviéndome loco.
Melody no se detuvo y corrió a su dormitorio. Blackraven entró cuando ella vomitaba en la jofaina.
—¡Isaura! ¿Qué tienes? —Se precipitó a su lado y la sostuvo por los hombros—. ¿Qué sientes? ¿Qué te ocurre? ¿Dónde estabas? Casi muero de la angustia cuando Somar me dijo que no podía encontrarte.
Melody se limpió con una toalla y se recostó en la cama donde se echó a llorar de nuevo. Blackraven se sentó en la cabecera y le retiró el cabello de la cara.
—No me toques.
—¡Isaura! ¿Qué te ocurre? ¡Háblame! ¿De dónde vienes? ¿Con quién estuviste?
—¡Con doña Bela! Me envió una nota pidiéndome que fuera al convento. Y allí supe cosas de ti que me revolvieron el estómago.
—No creas lo que esa pérfida te haya dicho. Es una serpiente que lo único que quiere es separarnos.
—¿Por qué querría separarnos? ¿Porque fue tu amante y está despechada?
—Te prohíbo que vuelvas a verla. —Blackraven se puso de pie—. Mantente alejada de esa mujer. Es peligrosa, ¿entiendes? ¡No vuelvas a acercarte a ella!
—¿Es mentira que estuviste casado con una mujer llamada Victoria? ¡Dime! ¿Es mentira?
—No, no lo es.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque es parte de un pasado que quiero olvidar.
—¿Quieres olvidar que la mataste?
—¡No sabes lo que dices! En caso contrario, jamás habrías mencionado esa calumnia.
Melody hundió la cara en la almohada y se puso a llorar de nuevo. Blackraven volvió a sentarse en el borde de la cama.
—Siempre he sospechado que te guardas cosas, que no me dices todo acerca de tu vida. Hoy pude comprobar que mis sospechas no eran vanas. Yo te abrí mi corazón, Roger. Tú no hiciste lo mismo con el tuyo.
—Tú necesitabas hacerlo, cariño. Necesitabas sacar fuera ese dolor y compartirlo conmigo.
—¿Y tú no? ¿Acaso eres todopoderoso que no necesitas de mí?
La dio vuelta con rudeza y la sujetó al colchón por los hombros.
—Necesito de ti como del aire —le dijo, muy próximo, apretándole la carne en tanto le hablaba—. Eres de lo único que necesito para vivir, ¿entiendes? No sé cómo lo lograste, pero te clavaste en mi corazón, y ya nada puedo hacer.
—Habría preferido que me contaras acerca de tu esposa y de las sospechas que cayeron sobre ti. Fue humillante enterarme por doña Bela.
—No vale la pena hablar del pasado.
—Pero yo quiero que me hables de ella —se encaprichó—, quiero saber de Victoria.
—¿Para qué quieres saber, Isaura? No tiene sentido.
—¿La amabas?
—No.
—¿Por qué la desposaste, entonces?
—Porque era hermosa y pertenecía a la nobleza de Cornwall, de donde es oriunda mi familia, los Guermeaux. Los Trewartha, al igual que las demás familias de la región, me despreciaban de niño por ser bastardo. Años más tarde regresé rico, y los Trewartha eran pobres para ese entonces. Me casé por despecho y ella, por dinero. No podía terminar bien.
—Doña Bela dice que la descubriste con su amante.
—Sí, es cierto.
—¿Por eso se suicidó?
—Se tiró al vacío y cayó al mar. No sé por qué lo hizo.
—¿Sufriste?
—Sí, sobre todo por la culpa. Ella era muy joven y hermosa. Merecía otro destino. La culpa por su muerte vive conmigo.
Melody dejó la cama, mareada y lánguida. Tenía mal sabor de boca y se sentía sucia y transpirada. Llamaría a Trinaghanta para que le preparase un baño. Quería estar sola y en silencio.
—¿En qué piensas?
—¿Fuiste negrero, Roger? —Blackraven permaneció callado, contemplándola con fijeza—. Jura por mi vida que no fuiste negrero.
—Sí, lo fui.
Melody experimentó una honda tristeza que le quitó la poca fuerza que le quedaba. Se echó en un confidente y cerró los ojos.
—Isaura, permíteme explicarte.
Melody levantó la mano y Blackraven se detuvo.
—Déjame sola. Necesito estar sola.
Ese día, el de la revuelta, Sabas tenía que hacer dos cosas, la primera, sacar del medio a Papá Justicia para que no participara; la segunda, quitarse él mismo del medio para justificar su ausencia durante el ataque. Para la primera fue a ver a su madre al Convento de las Hijas del Divino Salvador; a esa hora la encontraría regresando del mercado.
—No permaneceremos por mucho tiempo en este lugar, m’hijo. La señora Enda nos ayudará a escapar.
—Usté no se escape, madre, porque así se convertiría en una cimarrona. A mí me faltan muy pocos riales para comprar la liberta. De algún lado los voy a conseguir. ¿Tiene lo que le pedí?
—Aquí está —y le pasó un saquito de tela—. Preste atención, m’hijo. No le vaya a dar más de dos puñaditos, así, mire. Si le da más de esto, me lo despacha pa lotra vida. ¿Está claro?
—Sí, madre, está claro.
—¿Y pa qué anda necesitando dormirme al Justicia?
—Es largo de explicar, madre, y ahora no hay tiempo. Se lo diré más luego. Sólo sepa esto: hoy me voy a vengar del amo Roger, por lo que le hizo a usté y por los ochenta verdugazos que me dio a mí.
—Váyase con cuidado, m’hijo.
Nada detendría la furia de Maguire cuando le dijera que había sido Blackraven el felón que los había vendido a Álzaga, y, por supuesto, la traición comenzaría por Servando. Se adentró en el barrio del Mondongo ensayando las frases y gestos que utilizaría para convencer al hermano de miss Melody, aunque presumía que sería fácil conseguirlo. Llamó a la puerta de Papá Justicia.
—¡Sabas! ¿Qué haces aquí?
—Vine a visitarlo, Papá.
—Vamos, entra. Aguarda un momento. Voy a quitar la olla del fuego.
Como de costumbre, el jarro con que cebaba mate estaba sobre la mesa. Midió los dos puñados de polvo, los echó al agua y revolvió con el dedo. Enseguida apareció Papá Justicia con un plato de puchero.
—¿Quieres?
—Huele bien —dijo Sabas, y se sentó a comer.
Papá Justicia cebó un mate y se lo extendió.
—No, gracias. Ando con las tripas medio sueltas.
De camino a la casa de la calle Santiago, se detuvo en una pulpería y bebió tres vasos de ginebra. Llegó entonado a lo de Valdez e Inclán y se puso a manosear a Visitación, la preferida de Servando antes de la señorita Elisea. La esclava dio gritos y profirió insultos hasta que don Diogo se presentó con el látigo y lo agarró de la oreja.
—¡Estás borracho, negro vicioso! ¡Al cepo! Eres un vago sin remedio —le espetó, en tanto echaba cerrojo al madero que le inmovilizaba cabeza y manos—. Te buscaré un oficio o le diré a Blackraven que te venda por los dos pesos que vales.
Servando se acostó en el jergón y fijó la vista en el techo de la pieza. A riesgo de ligarse unos azotes, ese día no se había presentado en el taller del tapicero para dedicarse a buscar a Sabas. Cuando por fin dio con él en la casa de los Valdez e Inclán, le dijeron que don Diogo acababa de enceparlo por manosear a Visitación. No lo mataría encepado, así que tendría que esperar quizás hasta el día siguiente porque don Diogo solía levantar las penas por la mañana. Sería una larga noche de insomnio, como lo había sido la anterior, atormentado con imágenes espantosas de Elisea y Sabas, y asfixiado por un sentimiento de impotencia que ni siquiera experimentó cuando Pangú le echó la red y lo cazó como a un mono. No soportaba estar acostado, se ahogaba con el llanto. A veces se quedaba dormido y una pesadilla lo sobresaltaba para comenzar con las lágrimas otra vez. Se recriminó no haberla acompañado hasta el pórtico y asegurarse de que entrara en la casa, y se golpeó la cabeza contra la pared hasta pelarse la frente y sacarse sangre.
Somar entró en la pieza.
—Levántate —le ordenó—. El amo Roger te necesita.
Se habría enterado de que no había ido al taller, y tendría suerte si lo dejaba ir con el lomo intacto. Caminó detrás del turco hacia la biblioteca y, recién al entrar, se dio cuenta de que no llevaba el turbante ni esos ropajes extraños sino chiripá y poncho de bayeta. Aunque la habitación se hallaba en penumbras, advirtió que el amo Roger también usaba vestimenta de campo y que se había soltado el pelo y tenía un sombrero a la espalda, con el barboquejo alrededor del cuello.
—Babá —pronunció Blackraven—, necesitamos tu ayuda esta noche. De lo que hoy te enteres aquí se irá contigo a la tumba, ¿está claro?
—Sí, amo Roger.
Una hora más tarde, salieron los tres a caballo en dirección a la Plaza Mayor, donde tomarían distintos rumbos, Somar hacia lo de Basavilbaso para custodiar a Pablo, y Blackraven y Servando, a lo de Álzaga, para ocuparse de Maguire y de Papá Justicia, a quien trataron de alertar de la sospecha de una emboscada, pero no hallaron por ningún lado.
Enlazaron las riendas al palenque y ocuparon una mesa en la pulpería frente al negocio de Álzaga, donde ya no atendían al público, pero se veía luz y el movimiento de los empleados acomodando las mercancías.
—Escúchame bien, Babá. Nosotros nos mantendremos ocultos y vigilantes. Si todo se desarrolla como mi cuñado planeó, sin inconvenientes, no intervendremos en absoluto. Si vemos que esto se desmadra, tú te ocupas de Papá Justicia y yo, de Maguire. Los ocultaremos por un tiempo donde Somar te llevó el otro día. ¿Recuerdas cómo llegar?
—Sí, amo Roger.
Blackraven distinguió a Tomás Maguire entre los pocos transeúntes que quedaban, a pesar de que iba embozado y con un sombrero de ala ancha sobre la frente. Lo delataron unos mechones de una tonalidad peculiar, entre rubio y rojizo, que se le escapaban a la altura de la nuca. Tres esclavos pasaron junto a Maguire y lo miraron de reojo.
—Ingresaremos por la parte trasera —indicó Blackraven—. Allí está el depósito, una especie de granero atestado de cajas, sacos y toneles. No nos faltará lugar para escondernos.
—Sí, amo Roger.
—Apresta tu arma. Andando.
Blackraven se trepó a un árbol con una agilidad que dejó boquiabierto a Servando, y desde allí examinó el panorama. Aún quedaban luces encendidas dentro de la tienda, y una calma y oscuridad sospechosas reinaban en el depósito. Bajó del árbol.
—No entraremos. Algo no me gusta. Aguardaremos aquí fuera.
Se ocultaron tras los ligustros de una casa vecina, y transcurrió un cuarto de hora antes de que escucharan pasos y susurros. Era de noche, sin luna, y la calle estaba privada de iluminación pública. Alguien encendió un fanal cerca de la tapia de Álzaga. Blackraven y Servando distinguieron al grupo de insurrectos que, aprovechando las sinuosidades de la pared, trepaban, todos al mismo tiempo.
No pasó mucho hasta escuchar la voz de alto y disparos. Como Blackraven había sospechado, algunos guardias se agazapaban en el depósito.
—¡Vamos! —ordenó.
Cruzaron la calle y se lanzaron dentro de la propiedad. Tiempo después, al meditar la proeza, Servando se preguntaría de qué modo pudo franquear la pared de dos metros y penetrado en esa marimorena sin que le temblara el pulso, blandiendo sus armas y gritando como un loco.
El amo Roger, en cambio, lucía más sereno, como si aquel espectáculo le resultase familiar y supiera cómo conducirse. Sorprendía la economía de sus golpes, con la culata del arma o bien con los certeros mandobles de su estoque, y lo hacía sin abrir la boca y con movimientos austeros y precisos. Ya había ubicado su objetivo y embestía lo que se interpusiera. Servando, por su parte, no encontraba a Papá Justicia en medio de ese enredo de cuerpos, alaridos y tiros, y le dolía el brazo derecho a causa de un corte cerca del hombro.
Blackraven derribaba a guardias e insurrectos por igual. Sabía que, si bien los esclavos mostraban gran denuedo, los hombres de Álzaga estaban masacrándolos y que la escaramuza terminaría pronto. Corrió el último trecho y se detuvo detrás de Tommy, que se debatía en una pelea a cuchillo. Apuntó por sobre la cabeza de su cuñado, y el guardia cayó de espaldas con un tiro en el pecho. Tommy, sorprendido, se dio vuelta para recibir un golpe en la cara que lo tiró, inconsciente.
—¡Babá! —gritó Blackraven, con Tommy sobre el hombro—. ¡En retirada!
—¡No he dado con Papá Justicia! ¡No lo encuentro por ninguna parte!
—¡Déjalo! ¡No hay más tiempo!
Esa noche, Servando tuvo una medida de la fuerza física de Blackraven cuando lo vio cargar ese peso muerto sobre las espaldas mientras corría y sorteaba obstáculos para alcanzar la parte trasera de la propiedad. Un guardia, que se desprendió de la trifulca, los siguió, ordenándoles que se detuvieran. Blackraven, que ya había usado la única bala de su pistola, tomó la de Servando, apuntó y lo derribó de un tiro en la pierna. Acercaron un tonel a la pared para ayudarse a transponerla.
—Salta tú primero y quédate cerca para recibir a Maguire.
—Pero, amo Roger, ¿cómo hará para subirlo?
—¡No me cuestiones y haz lo que te digo!
Saltó, como le había sido ordenado, y se pegó a la pared. Blackraven recostó sobre el filo de la tapia a Tommy y luego lo sentó.
—Sujétalo de las piernas que yo lo sostendré por los sobacos.
Por fin, Roger saltó fuera y volvió a echarse al hombro a Tommy.
—Ve a buscar los caballos, pero ten cuidado. Habrá guardias en la parte delantera.
De hecho, el comisario y sus agentes se precipitaban por la calle de la pulpería, alertados por los tiros y el escándalo. Los vecinos y los parroquianos se agolpaban a la entrada de la tienda, lo que aprovechó Servando para desatar los caballos del palenque y fugarse.
Blackraven atravesó a Tommy sobre la montura de Servando y lo aseguró con un cabestro al arzón.
—Llévalo a la cueva. ¡De prisa! —y azuzó al animal que galopó en dirección al Bajo.
Montó a Black Jack y marchó hacia la otra calle, la de la entrada principal al negocio de Álzaga. Desde la esquina divisó a un par de policías que apuntaban a cuatro negros esposados, formados en fila; el comisario y otros agentes, por su parte, sacaban a los demás, muertos o heridos, a la rastra. A los sobrevivientes les aguardaba la tortura. No vio a Álzaga, y conjeturó que el vasco mantuvo distancia durante el ataque.
Cansado, guió a Black Jack hacia la zona de la Plaza Mayor. Al llegar a su casa, comprobó que Somar seguía fuera. Se aligeró de ropas y se tomó un trago de brandy. Recostado en el sillón, pensó en Isaura y en el escándalo que estallaría cuando los negros confesaran el nombre de su hermano y de Papá Justicia. “Si tan sólo pudiera aislarla de lo que vendrá”, deseó.
Ese día, después de la aciaga confesión de Bernabela, Melody se encerró en su dormitorio y ni siquiera le permitió a Siloé entrar con comida. Aunque por momentos pensó en echar abajo la puerta, Blackraven respetó su decisión y se mantuvo alejado.
Escuchó los pasos medidos de Somar en el corredor y se asomó a la puerta.
—¡Por fin, amigo! Estaba preocupándome. —Somar ensayó una expresión de asombro, y Blackraven se justificó—: Estaba impaciente por conocer tu suerte.
—Estoy en una pieza, aunque aquello fue una masacre. Los esperaba un pequeño batallón armado.
—¿Qué ocurrió con Pablo?
—Lo dejé en la cueva. Ahí me encontré con Servando y tu cuñado, que seguía inconsciente. En cuanto a Pablo, está muy mal herido.
—Iré por Redhead, lo llevaré a la cueva. Podemos confiar en él.
—Redhead no podrá hacer nada por él, Roger. Tiene la mitad de las tripas fuera del cuerpo. Ya debe de haber muerto.
—¿Viste a Papá Justicia? —Somar sacudió la cabeza—. Es extraño, nosotros tampoco lo encontramos. Y no creo que haya participado del ataque de la Compañía de Filipinas. Él mismo te dijo que estaría con Maguire.
—¿Piensas lo mismo que yo?
—No —dijo Blackraven, con firmeza—. Papá Justicia no es el traidor.
Antes de acomodarse en una habitación para huéspedes, intentó hacerlo en la suya. La puerta estaba abierta. Se acercó a la cama, donde Melody dormía ovillada sobre un costado, con las piernas pegadas al pecho y las manos, al cuello, como si tuviera frío. Blackraven desenredó la sábana y la cubrió, y Melody se agitó sin despertarse.
—Te amo —le susurró, y la besó en la sien.
Tomás Maguire notó el gusto a sangre en su boca y abrió los ojos. Identificó cada puntada y malestar, y se dio cuenta de que su cuerpo había sido maltratado, como si un ejército lo hubiera baqueteado. Percibió el frío y la aspereza del suelo en la mejilla y, al mover la cabeza, descubrió una fuente de luz a palmos de él, una lámpara de aceite sobre una caja de madera. Vio unos pies descalzos y unas fuertes y oscuras pantorrillas a continuación. Ladeó aún más la cabeza hasta descubrir a Servando que se movía hacia una persona recostada en el piso.
El esfuerzo le agitó las puntadas en la sien y le aceleró la respiración. Apretó los ojos para ahuyentar el dolor. Quería averiguar dónde estaba y cómo había llegado allí. Recordaba a un hombre de ominosas facciones y cuchillo en alto que se abalanzaba sobre él; recordó también que lo vio caer de espaldas con un tiro en el pecho. Después todo se había vuelto negro.
Servando se puso de pie con trapos que goteaban sangre. ¿Quién sería el pobre infeliz? Y por primera vez Tommy se preguntó qué haría Servando allí. Intentó pronunciar su nombre, sin éxito, pues no consiguió emitir sonido, tampoco moverse, y se desesperó al ver que el esclavo se evadía por un hueco abierto en la tierra con un fanal en la mano. Debieron pasar largos minutos antes de que pudiera incorporarse. Apenas se irguió, vomitó, y caminó como ebrio hasta un odre con agua.
Se acercó al hombre en el piso y lo contempló desde arriba con desapego mientras sorbía. Cayó de rodillas al darse cuenta de que era Pablo.
—¡Pablo! ¡Pablo! ¡Despierta!
Como una lluvia de piedras, los recuerdos acudían a su mente.
—Tommy —musitó Pablo.
—Sí, soy yo.
El muchacho lanzó un quejido e intentó llevarse la mano a la altura del bajo vientre donde tenía una venda empapada en sangre.
—No te toques. Tienes un rasguño, nada más, pero debe de doler.
—¿Dónde estamos? —Tommy recorrió aquel sitio con la mirada—. ¿Qué pasó? Recuerdo… Creo que estaban…
—Calla, no debes hablar. Haz acopio de fuerzas. Debes recuperarte. ¿Tienes sed?
—Sí.
Lo ayudó a levantar la cabeza y beber unos tragos de agua.
—Tommy, escúchame. —Pablo lo aferró por el cuello y, con vigor inusitado, lo obligó a agacharse—. Fue Blackraven, él nos delató.
—¿Qué dices? ¿Cómo sabría él de la revuelta?
—Su sirviente, el que llaman Somar, estaba ahí. Llevaba la cara cubierta, pero al llegar aquí, creyéndome inconsciente, se quitó el pañuelo y lo reconocí.
—Oh, por Dios. —Le tembló la voz y el pulso, y de pronto se disipó la confusión inicial—. Ha sido Servando, él le ha confesado todo a Blackraven. ¡Maldito negro felón! ¡Maldito pirata inglés! ¿Qué habrá sido del resto? ¿Qué hacemos nosotros aquí?
—Blackraven ha querido salvarnos para evitar el odio de Melody. Por eso nos trajeron aquí.
—Tiene sentido —acordó Tommy, con los ojos nublados—. ¡Es un maldito hijoputa! ¡La va a pagar, maldito mal nacido! ¡Juro por la memoria de mi padre que la va a pagar!
—Tommy…
—Basta, no digas más. Descansa.
—Tommy, dile a Melody… —Se puso rígido, contuvo el aliento y, al soltar el respiro, murió.
—Pablo, Pablo, vamos, abre los ojos, ¡háblame! ¿Por qué no me hablas? —Lo sacudió con furia y, aunque sabía que estaba muerto, siguió llamándolo—: ¡Pablo, no me dejes, amigo! ¡Tú no me dejes también! —hasta que se dio por vencido, soltó un alarido y lloró con la cara sobre el pecho de Pablo.
Servando montó su caballo, oculto en la espesura de la vegetación a orillas del río, y galopó hacia la ciudad. Le quedaba ocuparse de Sabas, y no le importó que todavía fuese noche cerrada y que lo aguardasen horas de espera antes de que don Diogo lo liberase del cepo. Esperaría escondido en la parte trasera de la casa de Valdez e Inclán, no se movería de allí hasta dar con él, lo acecharía como había acechado a las bestias en su época de cazador. A pesar de que hacía dos días que no pegaba ojo, se mantenía firme y despierto sobre la montura, en una mano la rienda, en la otra el facón.
En Buenos Aires, dejó el caballo en la casa de San José y caminó hasta la calle de Santiago. Trepó la pared y cayó en el patio de la servidumbre. En unas horas comenzaría el movimiento, por lo que decidió esconderse en el techo de la caballeriza. Desde allí tendría un panorama inmejorable de la situación. Alrededor de las seis, apareció don Diogo, se metió en la pieza del cepo y salió con Sabas tambaleándose por detrás.
—Hoy hablaré con Blackraven acerca de ti —le informó—. Ahora ve a lavarte que apestas, negro sucio, y más te vale que no reciba otra queja por tu causa, porque te mato a cuerazos.
—Sí, don Diogo.
Sabas apenas si se mantenía en pie. Con ayuda de Gabina, sacó agua del aljibe y se lavó ahí mismo sin jabón ni esmero.
—Te traeré algo para comer —dijo la esclava, y se metió en la cocina.
Sabas se echó sobre unos fardos y se quedó dormido, unos minutos, los que tardó Gabina en alcanzarle un mate y un mendrugo de pan. Servando advirtió que no parecía apenado por las horas de castigo ni por la amenaza de don Diogo, al contrario, se habría dicho que estaba animado. Sonó la campana. Elodia, la cocinera, salió con una olla para comprar la leche.
—¡No sabe, Elodia! —dijo el lecherito, y desmontó de un salto—. ¡Tremendo jaleo se ha armado!
Los esclavos se agruparon en el portón de mulas para escuchar al niño que les refirió los sucesos de la noche anterior en lo de Álzaga, Sarratea y Basavilbaso. Sus palabras se mezclaban con exclamaciones y lágrimas, pues las víctimas entre los negros eran muchas. Servando, que no apartaba los ojos de Sabas, lo vio estremecerse cuando el lecherito aseguró que Papá Justicia estaba preso.
—Dicen que los soldados del virrey entraron en su casa del Mondongo y lo encontraron durmiendo en una silla. Lo sacaron a la rastra y lo llevaron al Fuerte.
Sabas no se quedó para escuchar el final del relato. La noticia de la revuelta había tomado estado público, y podía verse la conmoción en la gente que se juntaba en las esquinas a polemizar. Servando se sorprendió cuando Sabas se metió en la casa del comerciante Martín de Álzaga, sobre la calle de la Santísima Trinidad. Salió al poco rato y caminó en dirección a la Plaza Mayor; allí se detuvo a la puerta del Cabildo para hablar con un mulecón. Servando lo conocía, se llamaba Remigio; pertenecía a Álzaga y lo acompañaba a todas partes. El mulecón se metió en el edificio y reapareció un momento después.
—Ven. El amo Martín te verá en el patio.
Aunque Servando no pudo acercarse ni escuchar lo que Sabas decía, una nefasta percepción comenzaba a formarse en su mente. Veía la severidad y el desprecio con que Álzaga contemplaba a Sabas primero, y la furia que lo acometió después, no porque gritase, pues se cuidaba de levantar la voz, sino porque su rostro, de una palidez malsana, se volvió rojo. El vasco dio media vuelta con una maniobra airosa y petulante y entró en el Cabildo. Sabas y Remigio salieron por el costado.
—Dicen que un negro lo delató cuando lo amenazaron con la tenaza.
—Papá Justicia no participó de la revuelta —se encolerizó Sabas—. Yo lo sé. Lo dejé dormido en su casa. ¿Acaso no estaba dormido cuando fueron a sacarlo los soldados?
—No te preocupes. El amo Martín lo hará liberar porque tú lo amenazas con irle con el cuento a doña Magdalena.
Sabas tomó hacia el Bajo y caminó por el río en dirección sur hasta alcanzar la altura del barrio del Mondongo. Pasó la zona de las lavanderas y se adentró en un bosquecillo solitario. Se notaba que lo conocía de memoria pues se desplazaba con seguridad. Alcanzó un gomero y se sentó sobre una raíz que emergía de la tierra. Metió la mano en el hueco del tronco y sacó una lata que, Servando recordó, le había desaparecido a la señorita Leonilda.
—Sabas —lo llamó.
—¡Eh! ¿Qué haces aquí? ¡Me estás siguiendo!
—Sí. He venido a matarte, por lo que le hiciste a mi mujer.
—¡Aléjate de mí! ¡Yo no hice nada!
El esclavo tomó un talego gordo de la lata, se lo pegó al pecho y se movió hacia atrás con pasos medidos. Cayó de espaldas al tropezar con un tronco caído.
—¡Aléjate!
—Fuiste tú, ¿verdad? Tú le dijiste a Álzaga de la revuelta de esclavos. Tú enviaste a la muerte a nuestra gente y ya veo que lo hiciste por dinero.
—¡Mentira! Este dinero me lo gané trabajando. Yo no sé nada de revueltas.
—¿Trabajando? ¡Mentira es lo que tú dices, Sabas! Eres el ser más despreciable que he conocido, nadie es tan bajo como tú. Me alegra ser quien te mande al Infierno.
Sabas intentó ponerse de pie, pero cayó de nuevo cuando Servando se arrojó sobre él y lo sujetó de los tobillos. Sacudió las piernas sin conseguir apartarlo, y sólo dejó caer la bolsa con monedas cuando se tomó la mandíbula después de recibir un puñetazo. Escuchó el rasgueo de la tela de sus pantalones. Abrió los ojos y tardó un momento en darse cuenta de que Servando sostenía un cuchillo cerca de sus genitales.
—Por Elisea —pronunció el yolof, y lo castró.
Los alaridos de Sabas rebotaron en los árboles. La sangre manaba a borbotones entre sus piernas. Servando, con el miembro y los testículos en la mano, lo miraba sin compasión, atestiguando el cambio rápido que se operaba en sus oscuras facciones al adquirir un color grisáceo. Arrojó lejos los genitales, como basura, y se acuclilló para consumar su venganza, hundiéndole varias veces el cuchillo en el pecho y en el vientre. Antes de abandonar ese lugar, se limpió las manos en los pantalones de Sabas y se apoderó de la bolsa con dinero.
Melody despertó y enseguida volvió a entristecerse. Roger Blackraven había sido un negrero, en su opinión, la peor ralea, nadie más inhumano y perverso. El lujo y el dinero del que gozaban se debían en parte al tráfico de esclavos, y a ella se le haría insoportable ponerse los vestidos y las alhajas que él le había regalado. ¿Cómo habría tratado a los africanos que transportaba en el pañol del barco? ¿Los habría matado de sed al igual que Álzaga? ¿Los habría dejado morir de hambre?
Le dolía el ocultamiento, y habría valorado que él le hubiese confesado la verdad acerca de su pasado. Enterarse por doña Bela avivaba el rencor y los malos pensamientos. ¿Qué habría de cierto acerca de la muerte de su primera esposa? Le costaba creer que la hubiese asesinado, aunque también dudó de que hubiese sido negrero, y él mismo terminó por admitirlo. Nadie ignoraba que Blackraven era un hombre implacable, cuya cólera podía hacer temblar los cimientos, y muy celoso con lo que consideraba de su propiedad. Ella no olvidaba su indignación la tarde que la encontró conversando con Covarrubias en la sala de Valdez e Inclán. Pillar a su mujer en la cama con otro debió de sacar lo peor de él, y bien podría haberla arrojado por un peñasco.
—¡Oh, Dios, no! —sollozó, cubriéndose la cara.
Melody se dirigió al comedor a desayunar. No sabía cómo enfrentarlo; la única certeza era que no seguiría escondiéndose en el dormitorio. Blackraven y el señor Désoite se pusieron de pie al verla.
—Buenos días —saludó en voz baja, y ocupó su sitio.
—Luces demacrada, querida —apuntó Béatrice—. ¿No has dormido bien?
—No, no muy bien.
Melody percibía la mirada de su esposo sobre ella, no la abandonaba ni un instante. Sorbió el café con gran esfuerzo.
—Come algo, Isaura —lo escuchó decir—. Desde ayer que no pruebas bocado.
—No me apetece, señor —contestó, sin levantar la vista.
—¿Acaso tienes revuelto el estómago? —se interesó Béatrice—. Pues bien, eso podría significar que pronto habrá un niño. —Calló al toparse con la mirada severa y desorbitada de Melody—. Perdón —dijo, y siguió comiendo.
Ovidio, el esposo de Gilberta, entró en el comedor.
—Amo Roger, el señor de Álzaga quiere verlo. Dice que es urgente. Pregunta si la señora condesa puede acompañarlos.
—Haz que pase.
Álzaga no venía solo, lo escoltaban el alcalde de primer voto, don Francisco de Lezica, el procurador del Cabildo, don Benito de Iglesias —quien había intervenido en ocasión del bebé disfrazado de diablillo—, y dos comisarios de barrio, el de Monserrat y el del Alto. El alcalde y el procurador no lucían tan compuestos como Álzaga. El primero pasaba su vara blanca, distintivo del cargo, de una mano a la otra y carraspeaba, en tanto el segundo se pasaba el pañuelo por la frente y lo agitaba cerca del rostro.
—Caballeros —dijo Blackraven—, por favor, acomodaos. ¿Deseáis un poco de café?
—No, gracias, excelencia —tomó la palabra Álzaga—. Ésta no es una visita de cortesía.
—No, imagino que no —acordó Roger—. Sentaos igualmente.
—Nosotros nos retiramos, excelencia —manifestó Luis, al tiempo que dejaba la mesa imitado por su hermana.
—Excelencia —manifestó Álzaga—, no son buenas noticias las que le traigo esta mañana.
—Sin rodeos, don Martín —lo instó Blackraven.
—Verá. Anoche tuvo lugar un desgraciado episodio. Sarratea, Basavilbaso y quien le habla fuimos atacados por un grupo de revoltosos, esclavos en su mayoría, que pretendía no sólo alzarse con parte de nuestro patrimonio sino ejecutarnos en el proceso.
—Lo siento —dijo Roger—. Veo que vuestra merced está ileso. Lo mismo deseo para don Martín y don Manuel.
Álzaga inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—Me complace informarle que ellos están bien y nuestro patrimonio, a salvo. Tuvimos la fortuna de ser alertados a tiempo.
—Discúlpeme, don Martín, pero tratándose de un incidente tan luctuoso —señaló Blackraven— preferiría que mi esposa se retirase. No veo de qué modo este asunto le concierne.
—Es que hemos venido justamente a ver a la señora de usted, excelencia —explicó Álzaga.
—Excelencia —terció el procurador, el señor de Iglesias—, es muy penoso para nosotros tener que molestaros, pero ha ocurrido una contingencia que nos obliga a ello.
—¿Qué contingencia, señores? —se mosqueó Blackraven.
—Uno de los revoltosos, un esclavo de nombre Milcíades, que sobrevivió al ataque a la Compañía de Filipinas y cayó prisionero, confesó que uno de los cabecillas de la conjura es un tal Tomás Maguire. Entendemos que es el hermano de la señora condesa.
Melody se puso de pie y se llevó la mano a la boca. Blackraven se precipitó a su lado y la tomó por la cintura. El resto se puso de pie.
—Lo siento, señora condesa —dijo Iglesias—, no habríamos querido causarle este sobresalto, pero…
—Necesitamos saber dónde se esconde su hermano —disparó Álzaga.
—¡Álzaga! —tronó la voz de Blackraven—. Un poco de mesura en mi casa, señor. Mi esposa está visiblemente conmocionada. Es claro que ella nada sabe sobre el tema. Es más, hace tiempo que la señora condesa y su hermano se han distanciado por divergencias en asuntos de familia.
—Tommy —empezó a balbucear Melody—. Roger… Tommy… ¿Qué está pasando?
—Cariño —le susurró sobre la sien—, cálmate. Vamos, vuelve a tu silla. Estoy seguro de que nada malo le ha sucedido a Tommy.
—Le recuerdo, excelencia —intervino el señor de Lezica, alcalde de primer voto—, que su cuñado es un prófugo de la Justicia.
—Disiento con usted, vuestra merced. La participación de mi cuñado en la revuelta no es un hecho probado, y juzgo inadmisible que se tome la confesión bajo tortura de un esclavo como toda prueba para dictaminar la culpabilidad de un hombre decente. Cualquier letrado apoyaría este razonamiento. Me resulta extraño que usted, experto en la materia, no lo haya advertido.
—Le ruego me disculpe, excelencia —se apenó Lezica—, pero…
—Igualmente —presionó Álzaga—, es imperioso dar con su paradero. Necesitamos que concurra a declarar, que dé pruebas fehacientes de sus actividades en la noche de ayer. Si es inocente, no tendrá dificultad para probarlo.
—Podrá ser muy imperioso —manifestó Roger— que mi cuñado concurra a declarar, señor Álzaga, pero eso no tiene nada que ver conmigo ni con mi esposa. Como ya le he informado, hace tiempo que no sabemos de él. Ahora, si me permiten, los acompañaré a la salida. Caballeros —y extendió la mano en dirección al vestíbulo.
—Al menos —se empecinó Álzaga—, la señora condesa podría indicarnos a qué se dedica su hermano y dónde suele residir, más bien dónde solía hacerlo antes del distanciamiento que vuestra merced nos refiere.
—Mi cuñado heredó de su padre una estancia en Capilla del Señor. Podrían empezar a buscar por allí, señores. Es todo lo que sabemos. Ahora insisto en que me acompañen.
Blackraven encontró a Melody inclinada sobre la mesa, llorando.
—¡Isaura, amor mío! —La ayudó a ponerse de pie y la condujo al sillón—. Vamos, tranquilízate. —Le entregó su pañuelo—. No llores, no puedo verte sufrir.
—¡Oh, Roger! No soportaré esta angustia por mucho tiempo. Tengo que saber qué ha sido de Tommy, necesito saber que está bien y que no está vinculado a esa revuelta.
—No tienes que angustiarte. Al menos sabes que está en libertad.
—Si es cierto lo que afirma Milcíades, que él era parte de la revuelta, podría estar herido, solo, sin nadie que lo asista. ¡No soporto pensar en eso! ¡Qué agonía!
—Lo encontraremos, yo me haré cargo. Ahora quiero que te calmes. Vamos, deja de llorar.
La fuerza y la autoridad de Blackraven bastarían para acomodar el caos en que se había convertido la vida de su hermano. A veces la enojaba ese absolutismo de su esposo, como si todo y todos se hallasen bajo su esfera y no pudieran actuar sin su consentimiento. Pero había momentos, como ése por ejemplo, en donde contar con la supremacía de Blackraven la hacía sentir en tierra firme.
—Tommy tuvo problemas con la justicia en el pasado. Paddy y el comisario de Capilla del Señor los acusaron, a él y a Pablo, de abigeato, y tuvieron que huir para salvarse de la prisión. Ahora todo vuelve a empezar. ¡Nunca tendrán paz!
—Vamos a nuestro dormitorio. Quiero que te recuestes. Estás muy pálida y te tiemblan las manos. ¡Las tienes heladas! Le pediré a Trinaghanta que te prepare un té. Tú no debes apenarte. Yo me haré cargo de esta situación.
La besó en los labios, y Melody vibró como la primera vez. Quería acordarse de que estaba enojada con él y no desearlo de ese modo casi animal.
Blackraven la ayudó a acostarse, le acomodó las almohadas bajo la cintura y le quitó los chapines. Le alcanzó un vaso con agua y salió a llamar a Trinaghanta.
—¿Te sientes mejor? —preguntó al regresar.
—Sigo muy angustiada, Roger. No soporto estar aquí haciendo nada cuando mi hermano podría estar necesitándome. ¡Salgamos a buscarlo!
—Isaura, vuelve a acostarte —y la empujó con suavidad—. Sé juiciosa, cariño. ¿Adónde iríamos?
—Al campamento de los troperos, para empezar.
—Enviaré a Servando.
—Gracias.
Trinaghanta llamó a la puerta y entró con un té de manzanilla. Estaba caliente y dulce, y Melody se sintió mucho mejor después de los primeros sorbos.
—Vamos, Isaura, come estas figurillas de mazapán —la instó Blackraven—. Necesito verte comer.
Melody mordisqueó la masa sin entusiasmo.
—Trinaghanta, dile a Servando que necesito verlo.
—Servando no está, señora. No lo hemos visto desde anoche.
Al principio no supieron si eran carcajadas o gritos, pensaron que algún esclavo estaría jugándole una broma a alguien, o que se había armado una gresca. Pronto distinguieron alaridos de terror e insultos que se escucharon cada vez más cerca de la parte principal de la casa. Blackraven se puso de pie en el instante en que la puerta se abría y daba paso a Tomás Maguire. Melody lo contemplaba ajena al sentido de su presencia y no parecía darse cuenta de que su hermano blandía un arma que apuntaba a Blackraven. Sólo se fijó en el moretón del ojo izquierdo.
—Te voy a matar, hijoputa —lo escuchó decir, y ella, en un acto reflejo, saltó de la cama y cubrió a Roger con su cuerpo.
Blackraven se tiró al suelo, arrastrando a Melody, que quedó aprisionada bajo su peso. La bala terminó embutida en la pared. Maguire, en tanto, contemplaba con mirada ausente la punta humeante de la pistola.
—¡Isaura! —se desesperó Blackraven; la tomó por los brazos y le pasó una mano por el pecho y el vientre—. ¿Estás bien? ¿Estás herida?
—No, no lo creo. Estoy bien.
—¿Por qué cometiste esa locura? ¿Por qué te interpusiste? ¡Podría haberte matado! ¡Desgraciado, miserable, maldito hijo de mala madre! —Se movió hacia Maguire y lo aferró por el cuello—. Podrías haber matado a tu hermana y yo te habría degollado.
—¡Quería matarlo a usted! —reaccionó Tommy—. ¡A usted, miserable inglés! ¡A usted, que mató a Pablo y a tantos otros!
—¡Pablo! —exclamó Melody—. ¿Pablo está muerto?
—¡Sí, muerto! Su último pensamiento fue para ti, desgraciada. Y tú revolcándote con este traidor. ¡Me das asco!
—¿De qué hablas, Tommy? —Se exasperó Melody—. ¿Qué estás diciendo? ¡Explícame!
—Tu esposo es un traidor. Supo de una revuelta que planeábamos en contra de los principales negreros y fue a advertirle a su compinche y socio, Martín de Álzaga. Cuando atacamos anoche, sus hombres estaban esperándonos. Fue una masacre. Casi todos murieron. Y habría sido mejor para los que quedaron con vida morir también, porque hoy deben de estar sufriendo la peor de las torturas.
—Roger —balbuceó Melody; trastabilló hacia atrás y cayó en el borde de la cama—. Roger, ¿qué dice Tommy? ¿Tú sabías?
—Por supuesto que él lo sabía. Servando se lo dijo todo. ¡Otro felón a quien descuartizaré cuando lo tenga enfrente! También nos vendió en aquella oportunidad cuando robamos los carimbos de la Compañía de Filipinas. Además de Pablo y de nosotros dos, él era el único que lo sabía.
—Estás desvariando, Maguire. No sabes lo que dices.
—Antes de morir, Pablo me dijo que Somar lo sacó de lo de Basavilbaso. Y yo vi a Servando en esa cueva del infierno en la que nos arrojaron. ¡Ahora atrévase a jurar que usted no sabía de la revuelta! —Extrajo un puñal de la cintura y lo dirigió hacia Blackraven.
—Roger, ¿lo sabías?
—Sí, lo sabía. —El semblante de Melody se contorsionó en una mueca de llanto—. Isaura, por favor, ¿no creerás que fui yo quien traicionó a tu hermano?
Maguire se abalanzó con el arma en alto y Blackraven se apartó con agilidad.
—Detente, Maguire. No quiero hacerte daño.
—No me detendré hasta verlo muerto. Pagará por las vidas de Pablo y de esos esclavos.
—Si me matases, el traidor seguiría vivo.
Tommy lanzó una finta, y Blackraven la esquivó moviéndose hacia el costado. Con rapidez, tomó el brazo de Maguire por la muñeca y se lo torció hasta aprisionarlo contra su espalda, en tanto lo sujetaba por el cuello desde atrás, reduciéndolo y obligándolo a soltar el cuchillo a causa del dolor.
—Yo no sé quién es el traidor. A Somar y a Servando los envié para protegeros, a ti y a Pablo, a riesgo de que los reconocierais y supusierais lo peor; pero no me importó porque vuestras vidas estaban primero. Si hoy estás vivo, es gracias a Servando. En cuanto a Pablo, Somar llegó demasiado tarde. Lo siento. Busca al traidor entre tu gente. Alguno te vendió por un par de doblones. Ahora quiero que te vayas y que te escondas porque tienes a toda la policía detrás de ti. Puedes contar conmigo, si lo deseas.
—¡Antes le pediría ayuda al mismísimo demonio!
Trinaghanta había ido a buscar a Shackle y a Milton, que no intervinieron hasta que Blackraven les indicó con un ademán de cabeza que se encargaran de Maguire.
—Denle un caballo y provisiones —les ordenó.
—No aceptaré nada de usted, maldito asesino y traidor.
—¡Tommy! —exclamó Melody, y se aferró al cuello de su hermano, impidiendo a los marineros que lo condujeran fuera.
—¡Suéltame! Tú también eres una traidora. Traicionaste a nuestro padre el día en que desposaste a este gusano. ¡Te maldigo!
Melody se estremeció al ver que su hermano desaparecía detrás de la puerta. Blackraven intentó abrazarla, pero ella se sacudió las manos de encima.
—Podrías haberle pedido que se quedara con nosotros. Sólo aquí estará a salvo. Bajo tu protección.
—Isaura, tu hermano jamás habría aceptado mi hospitalidad. Además, él sabe dónde esconderse. Si lo mantuviésemos aquí lo atraparían de seguro. No sabemos quién es el traidor, podría estar entre nosotros y delatarlo.
Melody lo enfrentó. Blackraven sufrió una dura impresión al verla transformada por la ira y el dolor, sobre todo lo afectó su mirada, de ojos inyectados y siniestros.
—¡Tú eres el traidor! ¡Tú los delataste con Álzaga! ¡Ah, toda esa parodia que montasteis esta mañana! ¡Qué incrédula y estúpida he sido!
—¡Isaura! —se enfureció Blackraven—. ¿Qué estás diciendo? ¡No sabes lo que dices!
—Tú eres un mentiroso, un hombre frío y calculador. Forjaste tu imperio sobre la sangre de los africanos. Nada te detiene, eres ambicioso y no tienes corazón.
—¡Calla! Te arrepentirás de lo que estás diciendo.
—Me mentiste, desde el principio. Jamás tuviste el valor para decirme que fuiste negrero. Y nunca mencionaste a tu primera esposa que murió en extrañas circunstancias. No puedo creerte. No confío en ti.
—Entiendo tus aprensiones. Y te pido perdón por no haber sido sincero, pero aquello no tiene nada que ver con esta acusación que tu hermano formula en mi contra. Yo no lo traicioné. Si hoy él está vivo es gracias a que yo mismo lo cargué fuera de la tienda de Álzaga donde iban a masacrarlo.
—¡Estuviste allí! —se conmocionó Melody.
—Sí, estuve allí, y lo hice por ti. Porque no habría soportado verte sufrir por la muerte de tu hermano.
—¿Cómo supiste de la revuelta? ¿Quién te dio la información?
—No te lo diré, Isaura. No traicionaré a quien respeto por ganarme tu confianza.
—Si sabías de la revuelta, ¿por qué no trataste de detenerlos? Tú cuentas con ese poder.
—Me sobrestimas. Asimismo, ¿quién soy yo para impedirle a un hombre que haga lo que cree que tiene que hacer? Tu hermano no es un niño.
—¡Sí, es un niño! Un niño torpe y desmesurado. Y lo sabías. Con todo, dejaste que fuera a una muerte segura. Tú los traicionaste —insistió, casi sin aliento, en un hilo de voz.
—¡No, no lo hice! Debes creerme.
—No puedo, no puedo confiar en ti —se descorazonó—. Te miro y sé que me mientes, sé que no me dices toda la verdad. Quizá no los traicionaste, pero sabías de la emboscada que los aguardaba y los dejaste seguir adelante.
—Sólo sospechaba de la emboscada, no tenía la seguridad. Piensa, Isaura, ¿por qué habría querido hacer semejante cosa, dejarlos sufrir una emboscada?
Melody levantó la vista; tenía las mejillas con manchas púrpuras y blancas, y los ojos entrecerrados y endurecidos. Blackraven no encontraba vestigios de su dulce Isaura en esa mujer presa del odio. Le tuvo miedo porque presintió que deseaba herirlo, y contaba con el poder para hacerlo.
—Porque con Tommy fuera de juego te habrías apoderado de Bella Esmeralda.
Blackraven dio un paso hacia atrás, en tanto sus ojos se llenaban de lágrimas. Con la mano en alto, pronunció:
—Sal de mi vista si sabes lo que te conviene.
Y Melody huyó de la habitación.
Servando se agazapó y esperó a que la señorita Leo, Marcelina y María Virtudes se alejaran en dirección a la iglesia de San Ignacio para la misa del mediodía. Por fortuna, Elisea había decidido permanecer en casa. Entró por la parte trasera, donde las esclavas lo saludaron con afecto, algunas se le acercaron con meneos provocativos.
—¿Alguien ha visto a Sabas? —preguntó Gabina.
—Andará de vago, como siempre —aseguró Elodia, la cocinera.
—¿Qué te preocupas? Habrá ido a visitar a su mamita al convento —se burló Visitación, y las demás rieron a coro.
—Me envía el amo Roger —explicó Servando—. Debo buscar unos papeles de don Alcides en el escritorio.
—Pasa nomás —le indicó Elodia, y cada una volvió a sus quehaceres.
Abrió la puerta del dormitorio de Elisea con cautela. Ella estaba en su mecedora, frente a la ventana que daba al patio.
—No tengo hambre, Elodia —dijo—. Comeré más tarde.
—No soy Elodia.
—¡Servando! —Se puso de pie en un arranque—. ¿Qué haces aquí? Tío Diogo está al llegar. Si te encontrase…
—Me iré pronto. He venido a decirte algo. Luego me marcharé.
—Pasa y cierra la puerta.
Elisea corrió las cortinas y volvió a su mecedora, y Servando se arrodilló junto a ella. Le tomó la mano, enflaquecida y pálida, y la besó, satisfecho de que la joven no la retirase como en ocasiones pasadas.
—Ya no tienes nada que temer, Elisea mía. Ahora puedes vivir en paz.
—¿De qué hablas, Servando?
—Hablo del demonio que te hizo vivir aquel infierno. Él ya no existe. Ha muerto.
—¿Muerto? ¿Acaso…?
—Sí, yo mismo lo hice, por ti, también por mí, pero sobre todo por ti. Debes saber que ha sufrido mucho más de lo que te hizo sufrir a ti. Padeció horriblemente.
Elisea se echó a llorar. La desolación que la acometía nada tenía que ver con su regocijo cada vez que imaginó la muerte lenta y dolorosa de Sabas, sino más bien con la culpa por ser la causa de que las manos de Servando se hubiesen manchado con la sangre de una criatura despreciable; tal vez por eso su amado iría al Infierno.
A él no le molestó que llorase; lo prefería a la actitud abúlica que Elisea había adoptado en las últimas semanas; era una evidente reacción, y conjeturó que, al igual que volvía a derramar lágrimas, en el futuro podría obsequiarlo con una sonrisa. La abrazó, al cabo de tanto tiempo, sintiéndose parte de esa menuda muchacha.
—Algún día olvidaremos esto que nos ha pasado y seremos felices —la alentó.
—Nunca podré olvidar.
—Sí, olvidaremos.
Elisea se apartó de Servando, se despejó los ojos con la manga y lo miró con intensidad, como quien busca desentrañar un misterio. Pasaron largos segundos en silencio, contemplándose. Elisea meditaba que debería decirle que se fuera y que no regresara jamás, ¿qué esperanzas tenían? Buscó fuerzas para cumplir ese cometido y no las halló. Su corazón quebrado necesitaba de ese hombre y sólo pudo pronunciar unas pocas palabras:
—Yo te amo, Servando, con todo mi corazón.
—Elisea, amor mío —dijo él.
—Pero estoy destrozada por dentro y no volveré a ser la misma. Dudo que pueda ser tuya alguna vez.
—No me importa. Si sólo me dejaras tomarte la mano, como ahora, y pasar un momento a solas contigo, conversando y leyendo, me harías feliz.
—¿Sí? ¿Con eso bastaría?
—Nunca volveré a tocarte si eso te hace daño, pero no me apartes de tu lado. Dedicaré mi vida a ti, Elisea, si me lo permites, y seré tu esclavo hasta que muera, y después también. Nunca te abandonaré.
Y le recordó el párrafo de la Eneida que para ellos tenía valor de juramento: “Ausente yo, te seguiré con negros fuegos, y cuando la fría muerte haya desprendido el alma de mis miembros, sombra terrible, me verás siempre a tu lado”.
Somar entró en el Retiro por la parte trasera usando el camino que bordeaba el río, el que iba hacia el norte. Halló a Blackraven en la biblioteca, echado en el sillón, con un brazo cruzado sobre la frente y una copa de brandy en la mano. Sansón se levantó y se acercó a recibirlo, dando ladridos amistosos y moviendo la cola.
—¿Dónde está? —preguntó Roger, sin dejar el sillón.
—Como suponías, en lo de madame Odile.
—¿La viste?
—No, dormía. Hablé con madame.
—¿Qué te dijo?
—Que llegó muy angustiada, llorando; que conversaron durante un buen rato y que después miss Melody se quedó dormida. Madame me indicó la conveniencia de que pasase la noche allí.
—¡No! —se opuso Blackraven, y lanzó un vistazo amenazador a su asistente.
—Madame asegura que no abrirá el burdel esta noche en deferencia a ella.
—No me importa.
—Roger, por favor, tienes que entender razones. Es mejor que se mantenga alejada por lo menos hasta mañana. Está confundida y herida. Fueron demasiadas revelaciones, todas al mismo tiempo. Sólo lo de tu actividad como negrero habría bastado para enfurecerla. Eso sumado a lo de Victoria…
—No necesito que me enumeres los desaciertos que cometí. —Se puso de pie—. De igual manera, Isaura no debió dudar de mí. ¡Acusarme de lo que me acusó! ¡De querer apoderarme de Bella Esmeralda! ¡Es inadmisible! —Estrelló la copa en el hogar—. ¿Qué clase de monstruo cree que tiene por esposo? Si hubiera dejado que los emboscasen y me hubiese mantenido ajeno a este escándalo, hoy no tendría este problema.
—Sabes que no es verdad —señaló Somar—. Si anoche no hubieses intervenido, hoy miss Melody estaría quebrada por el dolor, y tú, sufriendo al verla sufrir, sintiéndote culpable también. Hiciste lo correcto y eso es suficiente para que te calmes. Miss Melody es una de las pocas mujeres razonables que conozco.
—¡Razonable! ¡Muy razonable!
—Debes entenderla, Roger.
Blackraven se dejó caer en el sillón y soltó un suspiro. No, no podía entenderla, la herida que le había provocado con aquella infame acusación estaba volviéndolo loco de dolor y lo cegaba.
Siempre había sabido que no debía amarla del modo en que la amaba, que cometía un grave error pues esa clase de sentimiento lo debilitaba.
—En pocos días zarparé hacia Río, con Marie y Luis.
—¿Me embarcaré contigo?
—No. Te quedarás y cuidarás de ella. Cuenta con una asombrosa habilidad para meterse en problemas. —Abandonó el sillón y caminó por la estancia; se detuvo frente a Somar y le puso una mano sobre el hombro—. Eres el único a quien puedo confiársela. —Como si lamentara ese momento de flaqueza, usó un tono casual para continuar—: Sé que no es un buen momento para alejarme, con Enda Feelham suelta por ahí y Maguire prófugo, pero necesito tiempo para pensar. No estoy preparado para volver a verla. Además, ya es hora de que ponga a buen resguardo a mis primos. Los he descuidado de un modo imperdonable.
—¿Adónde irás después de Río?
—No lo sé.
Con el correr de las horas, Melody empezó a preguntarse acerca del origen de la revuelta, la idea que llevó a su hermano a embarcarse en una contienda de locos. Se culpaba al razonar que ella, en su papel del Ángel Negro, había influenciado en la conducta de Tommy y de Pablo. Por cierto, jamás debió pedirles que la ayudaran a robar los carimbos de la Real Compañía de Filipinas. Terminó cuestionándose su propia actitud, si ayudaba a los africanos desde la caridad o como revancha por lo sufrido a manos de Paddy; a veces le parecía que consideraba tan perversos como a su primo a todos los propietarios de esclavos, lo que constituía un prejuicio infundado.
Cuanto más analizaba el impulso de Tommy por conspirar contra los negreros, menos entendía las motivaciones. ¿Amor a la libertad y compasión por los esclavos? No parecían sentimientos propios de su hermano. De naturaleza imprudente y desatinada desde niño, Tommy siempre había carecido de sentido común, complicando lo simple y soslayando lo relevante. De todos modos, ya no lo conocía, había algo oscuro e innoble en él. Madame Odile le recordó el arcano cero, “el loco”, asociado al tipo de persona que cobraba experiencia a fuerza de disgustos, acarreando complicaciones a quienes los rodeaban y a sí mismos.
—Sabíamos por las cartas —apuntó madame— que un cambio se avecinaba con la nueva luna. Siempre sospeché que de nada bueno se trataría cuando apareció la torre en la tirada.
—Y el diablo —se angustió Melody—. Las cartas predicen los acontecimientos que caerán sobre nosotros, arruinando nuestras vidas, sin enseñarnos cómo evitarlos.
—Acuérdate —dijo madame— de que las cartas te marcaron el camino al presentarte al cuarto arcano como la solución a tus problemas.
“¡El cuarto arcano!”, despotricó Melody. Lo odiaba por varias razones, en especial por haber permitido que su hermano avanzara en esa empresa descabellada, y también por haberla marginado, como si ella fuese un estorbo incapaz de proponer una solución viable. Él era, sobre todo, un gran mentiroso: ¿por qué jurarle que conformaban una sola carne cuando mantenía una vida paralela que no tenía intenciones de compartir? Más allá de eso, lo peor era seguir preguntándose si él había delatado a los conjurados. Si quería mantenerse en buenos términos con Álzaga, ponerlo sobre aviso de una revuelta liderada por su cuñado era la acción lógica a seguir. La solidez de ese razonamiento desbarataba a los demás, en los que ella trataba de exonerarlo. De todos los puntos oscuros, la conducta de Blackraven constituía el más difícil de esclarecer.
Melody formulaba pregunta tras pregunta y ninguna respuesta lógica.
—¡Me volveré loca conjeturando!
—Pues deja de hacerlo —la reconvino madame—. Has acusado al Emperador injustamente cuando ha sido tu hermano el causante de este entuerto.
—Usted siempre lo defiende.
—Lo defiendo porque estás exagerando. Me dices que el Emperador debería haber detenido a tu hermano. Quizás intentó hacerlo y no lo consiguió. Por lo que sé, tu hermano puede ser muy voluntarioso cuando se lo propone. Además, ¿por qué habría tenido que interferir en las acciones de un muchacho que ya está bastante crecidito para tomar sus propias decisiones?
—Eso dice él —admitió Melody—. De igual modo, debió decírmelo, yo habría detenido a Tommy.
—Melody, querida, sabes que no cuentas con ningún ascendiente sobre tu hermano. Nada habrías logrado. Además, debes atender a las razones del Emperador para ocultarte lo de la revuelta, en primer lugar, evitarte una gran preocupación.
—Estoy igualmente preocupada. Muy preocupada.
—Otra vez —apuntó Odile—, gracias a la imprudencia de tu hermano.
—A Roger le convenía que Tommy se embarcara en la revuelta. —Madame puso gesto de extrañeza—. Sí, y le convenía también que ocurriera el desastre que resultó.
—¿De qué hablas?
—Era necesario sacar a Tommy del medio porque él quería echar mano de la estancia de mi padre, Bella Esmeralda. Yo lo sé, lo escuché decírselo a Álzaga.
—¡Melody! —se escandalizó madame—. Por amor de Dios, ¿no creerás eso del Emperador? Si no confías en su índole, al menos razona que un hombre de su fortuna puede hacerse de cualquier estancia. ¿Por qué ensuciarse las manos de ese modo por Bella Esmeralda? Estás siendo insensata.
—No existen demasiadas estancias de la envergadura de la de mi padre. Y Roger, para abastecer su nueva curtiembre, necesitará de muchas cabezas de ganado. ¡Ya no sé qué pensar! —se abatió—. No puedo confiar en él; quisiera, madame, pero no puedo.
Se echó a llorar sobre el regazo de Odile.
—Mi niña, estás confundida y es lógico. Ayer supiste por boca de esa pérfida algunos aspectos del pasado de tu esposo que te enfurecieron y te pusieron celosa también. Y hoy se desata este escándalo. No pienses más, deja que los hechos decanten y pronto verás con claridad. Cuando las pasiones nos dominan, no es bueno emitir juicios.
Odile quiso tirarle las cartas, pero Melody se negó pues temía lo que tuvieran para decirle. Se quedó dormida en la cama de madame y despertó mucho antes del amanecer; le tomó unos segundos entender dónde estaba y que la persona que dormía a su lado no era Blackraven sino madame Odile. La invadió una profunda añoranza de su casa y de su esposo y de la armonía compartida hasta que la maldad y la insensatez se ocuparon de trastornarla. Se mantuvo quieta para no perturbar a madame, mientras su mente volvía a caer en las conjeturas y preguntas del día anterior. Estaba cansada de darle vueltas al asunto y quería acabar con las dudas.
Volvió a San José alrededor del mediodía con temor de enfrentar a su esposo. Gilberta la siguió hasta el dormitorio y, después de contarle una sucesión de trivialidades, le informó que Blackraven se había ido al Retiro. Melody, que abría el ropero para sacar una muda, vio que faltaban sus chaquetas y pantalones. Primero sintió miedo y después, rabia. “Pues bien”, se dijo, “si va a dárselas de ofendido, está bien conmigo”. No dudaba de que, tarde o temprano, Blackraven regresaría para pedirle perdón; después de todo, la agraviada, engañada e injuriada era ella.
Durante el almuerzo, se dio cuenta de que Jimmy había escuchado la discusión del día anterior, por su semblante taciturno y sus ojitos caídos. Habló el señor Désoite tratando de levantar los ánimos, aunque nadie parecía dispuesto a acompañarlo en su empeño; la señorita Béatrice también lucía muy desazonada. Terminada la comida, los niños marcharon a dormir la siesta, dejando a los adultos en un incómodo silencio.
—Si me disculpan —expresó Luis—, me retiro a terminar unas traducciones para el señor Moreno. Es mi intención entregárselas antes de partir.
—¿Partir? —se sorprendió Melody.
—Yo le explicaré a la señora condesa. —Béatrice esperó a que Luis saliera del comedor para tomar la palabra—: Verás, Melody, es perentorio que el señor Désoite y yo dejemos Buenos Aires.
—No comprendo.
—Lo imagino. Creo que debo explicarte desde el principio. Mereces mi sinceridad.
“Al menos alguien así lo cree”, pensó Melody desde la ira.
—El señor Désoite y yo somos hermanos. Sí, entiendo tu sorpresa. Y lamento haber tenido que ocultártelo. Fuimos separados de niños, en la época de la Revolución en la Francia. Nuestros padres, al igual que muchos miembros de la nobleza, fueron guillotinados.
—¡Oh! ¡Cuánto lo siento!
—A partir de ese momento, tanto mi vida como la de mi hermano se convirtieron en un martirio, huyendo de un sitio a otro, cambiando nombre, casa, soportando la más extrema pobreza. Hasta que su excelencia dio conmigo y me trajo a vivir aquí, poniéndome a resguardo pues todavía hay quienes pretenden hacernos daño, en especial a mi hermano, quien fue muy difícil de hallar. Finalmente su excelencia lo consiguió y ha vuelto a reunirnos trece años más tarde.
—Puedo imaginar su dicha, aunque no comprendo por qué tenéis que dejar Buenos Aires, y de manera perentoria.
—El señor William Traver no era quien decía ser, bien recordarás aquella fatídica noche en la que tu vida corrió peligro. De hecho, Traver llegó al Río de la Plata siguiendo nuestra huella para matar a mi hermano. No sabemos si, antes de morir, tuvo tiempo de informar acerca de nuestros destinos a quienes lo enviaron. Aunque me duela, es una medida prudente dejar Buenos Aires.
Melody juzgaba extraño que un hombre tan joven y de aspecto inofensivo como el señor Désoite suscitara semejante proeza e interés, y se preguntó quién sería en realidad; sin duda, su nombre debía de ser falso. Hubo un momento en que la curiosidad casi la lleva a mostrarse imprudente y a cuestionar a la señorita Béatrice. Si Blackraven, una vez más, había elegido marginarla de sus asuntos, no sería ella quien contravendría esa decisión averiguando a sus espaldas.
—Espero que halléis un sitio en donde os sintáis cómodos y a salvo —expresó por fin.
Béatrice extendió la mano y aferró la de Melody; con voz quebrada, manifestó:
—Ha sido una gran alegría contar con tu amistad, Melody. Siempre te estaré agradecida por lo que has hecho por mi pequeño Víctor, a quien echaré tanto de menos.
—Mi eterno agradecimiento para usted, señorita Béatrice, que nos acogió a mi hermano y a mí cuando más lo necesitábamos. Estoy segura de que volveremos a vernos.
—Es todo muy triste —sollozó Béatrice.
—¿Cuándo os marcháis?
—Su excelencia aún no lo dispone. Él tiene que atender unas cuestiones antes de poder ausentarse por tanto tiempo.
El comentario la dejó sin respiro, aunque Béatrice no advirtió su mudanza y siguió hablando.
—Hoy por la tarde debemos reunirnos con él en el Retiro, desde donde partiremos rumbo a Ensenada de Barragán; allí está el barco en el que zarparemos.
Melody no quería seguir escuchando. Reiteró sus buenos augurios y se excusó para dejar la sala. Se encerró en su dormitorio y se durmió llorando. Despertó a la caída del sol. Caminó por la casa, evocando el entusiasmo con que había decorado las distintas salas, en ese momento, silenciosas y en penumbras. Entró en la cocina, donde halló a los niños comiendo dulces. Los contempló uno a uno y meditó que, sin el señor Désoite, tendría que ocuparse de nuevo de su educación. Los mandó a lavarse y a cambiarse para la cena. Jimmy se rezagó para preguntarle:
—¿Cuándo volverá el señor Blackraven?
Le extrañó que no se interesara por la suerte de Tommy.
—No lo sé —admitió.
—El señor Désoite y la señorita Béatrice se despidieron esta tarde y nos dijeron que marcharán lejos con el señor Blackraven.
—Sí, lo sé. De seguro, él vendrá a despedirse antes de emprender su viaje.
—Ayer estuvo Tommy —dijo—, pero la señorita Béatrice no me dejó ir a tu recámara. ¿Otra vez vino a pelear al señor Blackraven? —Melody asintió—. ¡Por eso él se marchará! Porque Tommy lo cansó con tanto grito. A mí también —declaró, y se fue.
Melody quedó estupefacta y se pasó un buen rato en ese sitio repasando las ocasiones en que Tommy había irrumpido para alterar sus existencias, desde la vez en el establo, en la que Blackraven resultó herido, hasta la última, el día anterior, en que intentó matarlo.
—Señora —la sobresaltó Gilberta—, ¿qué desea que preparemos para la cena? Siloé dice que podemos hacer sopa de pescado para aprovechar esa cabeza de pejerrey…
La esclava siguió parloteando, pero Melody no la escuchaba, exasperada ante la idea de ocuparse de menesteres domésticos.
—Sí, sí, la sopa estará bien —dijo, y caminó hacia su dormitorio.
Ya habían encendido las cornucopias del tocador y armado el rebozo de la cama. Distinguió sobre la almohada un talego bien gordo y una nota redactada con mala caligrafía y errores ortográficos. “Anjel Negro: este dinero es para los povres”. No había firma. En un recuento veloz, se dio cuenta de que se trataba de una suma exorbitante. Pensó en el hospicio y decidió visitar a Guadalupe Moreno al día siguiente.
Somar apareció tarde, después de la cena, y encontró a Melody leyendo en la sala; en realidad, simulaba leer mientras aguardaba la llegada de Blackraven. Pese a que no era de índole orgullosa, aquel enredo había sacado lo peor de ella, volviéndola dura y empecinada, por lo que no preguntó por su esposo. El sirviente turco tampoco lo mencionó y, viendo que su señora no necesitaba nada, se fue a descansar.
Al día siguiente, el encuentro con Guadalupe Moreno significó un grato interludio.
—¡Más de ochocientos pesos! —exclamó la joven chuquisaqueña al conocer el monto al que ascendía la anónima donación—. Es maravilloso contar con esa suma en los albores de nuestro proyecto. Tu fama como Ángel Negro ha sido muy beneficiosa. —Días atrás habían comenzado a tutearse.
—No lo será cuando tengamos que postular entre las matronas de Buenos Aires para reunir lo que nos falta. Ellas detestan al Ángel Negro.
—Ya pensaremos en alguna argucia. ¿Crees que encontraremos una propiedad por ese monto?
—Quizás en las afueras de la ciudad —conjeturó Melody—. Contaremos con algo más en poco tiempo pues he decidido vender el carrocín y los dos caballos que los Valdez e Inclán nos dieron como obsequio de bodas. Podremos sacar una buena suma por ellos.
—Es un coche magnífico. ¿De veras quieres deshacerte de él?
—Sí, no lo quiero —replicó Melody, con una firmeza que impresionó a Lupe.
—¿Sospechas quién pudo haber dejado ese dinero sobre tu cama?
—No, no lo imagino —si bien ambicionaba que se hubiera tratado de Blackraven.
Aunque le costara admitirlo, deseaba que él llegara en medio de la noche y la despertara con sus caricias para hacerle el amor. Después de dos días de ausencia y falta de noticias, la angustiosa incertidumbre le había alterado no sólo el sueño sino el temperamento; no tenía paciencia con los niños ni ánimo para pensar en los temas de la casa, y se lo pasaba atenta al menor sonido de cascos o de fuertes pisadas.
Somar se esfumaba durante el día y aparecía por la noche, y, tras corroborar que ningún problema se hubiera presentado, saludaba con una inclinación y se iba a descansar. Él no mencionaba a su amo y ella no preguntaba.
La ansiedad se convirtió en resentimiento y, como para el cuarto día se prolongaba la falta de noticias, ensilló a Fuoco y se lanzó en dirección al Retiro. Pese a que Blackraven le había prohibido que saliera sin escolta no estaba de humor para cumplir órdenes, y fustigó al alazán que galopó hacia el Bajo. Aminoró la marcha para cruzar el puente que franqueaba el Zanjón de Matorras, para retomarla apenas alcanzó el otro lado. Traspuso el ingreso al Retiro minutos después.
—¡Señora! —se sobresaltó el senescal Bustillo.
—¿Dónde está el señor Blackraven? —y tras un silencio, se enojó—: ¿Qué ocurre, Bustillo? ¿Por qué no me contesta? ¿Por qué me mira con esa cara?
—Señora —balbuceó el hombre—, yo creía que… Pues…
—¡Hable!
—El patrón se fue ayer por la tarde, señora, rumbo a la Ensenada de Barragán. Según me informó, se haría a la mar temprano esta mañana.
Quedó laxa arriba de la montura, los hombros caídos y la vista fija en el senescal. Se dio cuenta de que lloraba porque las siluetas comenzaron a desdibujarse.
—Señora, ¿quiere que la ayude a desmontar?
—No.
Sujetó las riendas y apretó los ijares de Fuoco, que galopó en dirección a la barranca. Aturdida por el golpe de los cascos y el sonido de su propio llanto, se dejó conducir hasta la playa, donde se apeó de un salto y corrió hacia el río, internándose en el agua, llamando a gritos a Roger hasta sentir dolor en la garganta. El Río de la Plata estaba inmóvil, sin una brisa que agitara su superficie; la claridad del horizonte le devolvía una imagen imponente y solitaria. La gran masa de agua se abría frente a ella y engullía sus gritos y su desesperación devolviéndole nada.
—¡Roger! ¡Vuelve a mí! —suplicó, avanzando hasta que el agua le dio al cuello—. ¡No me dejes! ¡Roger! ¡Llévame contigo!
Se calló al sentir que flotaba. La suavidad de la corriente la contenía en su densa frescura. Se imaginaba que llegaba al horizonte, que extendía la mano y alcanzaba el punto en donde se tocaban el cielo y el agua. Mantuvo los ojos abiertos, anegados de lágrimas y de río, fijos en el esplendor celeste que la envolvía y la acunaba. Después, le pareció que abandonaba el agua y se elevaba.
Somar la sacó del río, la acostó sobre la playa y la cubrió con su capa.
—¡Señora! ¡Señora mía! ¿Qué intentaba hacer? ¿Cómo me habría presentado ante mi señor si hubiese caído una desgracia sobre usted?
Melody movió la cabeza y encontró el rostro del turco muy próximo al de ella. Nunca había visto sus facciones de cerca, de una tonalidad olivácea, con grandes y profundos ojos negros, nariz afilada y mejillas enjutas; se fijó en los tatuajes de sus pómulos, extraños símbolos en tinta negra; usaba un bigote prolijo y delgado, y una barba le cubría el mentón; no le conocía el pelo, siempre llevaba turbante. Siloé decía que estaba enamorado de Miora, y los esclavos sostenían que era un castrado. Ella había visto al barbero de Capilla del Señor extirpar los genitales de ciertos caballos y toros de su padre, pero jamás imaginó que esa práctica se destinase a los hombres.
—Se fue, Somar —dijo llorando—. Se fue sin mí.
Somar la cargó en brazos y la sentó sobre Fuoco. Tomó las riendas y los condujo barranca arriba. Melody sollozaba sin fuerza, inclinada sobre la cruz del caballo. En la casa, Somar la llevó hasta la habitación principal y la acomodó en la cama. La dejó sola. Poco después, entró una esclava, que, en silencio, la ayudó a cambiarse de ropa.
—Tome, señora.
Somar había vuelto y le extendía un vaso. El líquido ambarino olía muy bien, y le recordó al aliento de Roger cuando la besaba después de haber bebido. Sorbió apenas.
—¿Está mejor? —Melody asintió—. Bien. Ahora acuéstese y trate de descansar.
—¿Cuándo volverá?
—No lo sé, señora.
Melody bajó el rostro y empezó a llorar.
—Le dije cosas horribles. Estaba enojada y le dije cosas de las que me arrepiento.
El turco la contemplaba en un reflexivo silencio en el que Melody no halló ningún vestigio de reproche. Se pasó las manos por los ojos e inspiró, buscando calmarse. Vio que Somar pensaba marcharse.
—Somar, no te vayas, no me dejes sola.
—Señora, usted debe descansar.
—No podría. Por favor, háblame. Dime cómo conociste a Roger. Cuéntame de él, Somar. Por favor, lo necesito.
Después de intercambiar una mirada con Melody, el hombre asintió con aire de serena seguridad y acercó una silla a la cabecera.
—Lo conocí en un barco negrero.
En ese momento no la enfurecía que su esposo hubiera traficado con esclavos.
—Él era muy joven —prosiguió el turco—, muy valiente y algo alocado. No tuvo una infancia feliz, mi muchacho, y sufrió por ello. —Melody se movió para mirarlo, emocionada por la ternura con que se refirió a Roger—. Había dejado a los suyos para encontrar su propio camino y terminó en una nave de piratas que comerciaba esclavos. No se embarcó por su voluntad sino por la fuerza. Usted no sabe cómo es la vida en esos puertos del Caribe, señora. Uno debe estar atento o le rompen algo en la cabeza y de lo próximo que se entera es de que está en alta mar. Así fue con Roger. —Era la primera vez que usaba el nombre de pila de su señor, y a Melody la alegró la presencia de ese sirviente con quien compartía el amor por Blackraven—. Los otros marineros lo respetaban porque, más allá de su corpulencia, pronto descubrieron que era bueno para la lucha. Mi situación en el barco del capitán Ciro Bandor era comprometida ya que yo formaba parte de un botín; en cuanto tocáramos algún puerto del Asia donde un hombre como yo fuese apreciado para trabajar en un harén me venderían al primer sultán.
—¿Cómo llegaste a ser prisionero de los piratas?
—Atacaron nuestra nave en el Mediterráneo. Yo acompañaba a mi señora, la hermana del sultán Mustafá IV, que se desposaría con un rico califa del Mar Rojo. Nos tomaron prisioneros junto con la dote, que eran tres cofres llenos de joyas y monedas de oro.
—¿Tu señora también cayó prisionera?
—No, ella no —dijo—. La maté antes de que los piratas pudieran tocarla.
Melody, estremecida, quedó mirando al turco, que siguió adelante como si la respuesta hubiese sido de una obviedad y racionalidad que no admitía comentarios. Agregó que, en el barco pirata, a sus compatriotas y a él los redujeron a la calidad de esclavos; el trato era cruel, el trabajo, muy duro, y la comida, pésima. Por musulmanes, les tenían miedo y pensaban que toda clase de calamidades caerían sobre ellos si los mantenían por más tiempo en el barco. Sólo el gitano inglés (así apodaban a Roger) los trataba con consideración; bajaba al sollado y les ofrecía comida en buen estado y agua, a riesgo de su propia vida; tocar las provisiones se reputaba de los peores delitos. Somar y Blackraven se comunicaban en francés, ya que la madre del turco le había enseñado esa lengua.
El capitán Ciro Bandor mostraba por Somar un especial encono porque había asesinado a la princesa turca, privándolo de un poco de placer y de una gran recompensa en oro. Su trato era despiadado y despectivo y no pasaría mucho hasta que reclamase su vida. Un mañana, Somar le dio la excusa perfecta al dejar caer un balde con agua de mar sucia que empapó las botas de las cuales el capitán venía pavoneándose desde hacía tiempo. La furia de Ciro Bandor se desató enseguida y comenzó a castigarlo dándole puntapiés que no arrancaron un quejido al turco, lo que atizaba su ensañamiento. Incluso para el resto de la tripulación, se trataba de una medida desproporcionada, y comenzaron a murmurar entre ellos. Hacía tiempo que el descontento influenciaba el ánimo de los filibusteros a causa de los exabruptos del capitán, de su carácter atrabiliario y de sus decisiones desacertadas; sospechaban que se quedaba con una porción mayor del botín y eso resultaba imperdonable.
—¡Basta! Hasta aquí llegó, capitán.
Alguien sujetó el brazo de Ciro Bandor y se interpuso para que no siguiera golpeando al turco. El capitán levantó la vista y sus ojos se toparon con los azules, que a veces parecían negros, del joven gitano inglés. Le gustaba ese muchacho, porque, al igual que él, no le temía a nada, en especial a la autoridad. A veces lo pasmaba su inteligencia, y la sensatez de algunos de sus planes los había conducido a la victoria en más de una ocasión. Con todo, no admitiría que lo humillara frente a los demás.
—¿Quién eres tú, gitano, para decirme cuándo debo detener mi castigo?
—Ha sido suficiente, capitán. Terminará por matarlo.
Cuando Ciro Bandor ordenó que lo apresaran, nadie movió un dedo para cumplir la orden. Sorprendido y desorientado, desenvainó su sable y su puñal y trató de herir a Blackraven, que evadió el mandoble dando un brinco y colgándose de un obenque.
Enseguida se lanzó a cubierta, empuñó su cuchillo y caminó hacia el capitán con la postura de quien acepta el desafío.
La lucha fue larga y sangrienta pues el capitán era un hombre hábil y estaba mejor armado, pero a Blackraven lo impulsaba un despecho que yacía bajo su reserva: no le perdonaba a Ciro Bandor haber entrado en la vida de pirata del modo en que lo había hecho; no renegaba de ese destino, pues estaba proporcionándole la fortuna que tanto ansiaba, pero no admitía que, en un principio, se lo hubiesen impuesto. Por último, cansados y heridos, Roger y Ciro Bandor se entreveraron en una pelea cuerpo a cuerpo donde la agilidad y juventud de Blackraven se impusieron. Los piratas lo vitorearon cuando colocó la estocada mortal en el vientre del capitán.
—Desde ese día —dijo Somar con gravedad— juré a Roger eterna amistad y fidelidad. Mi vida está consagrada a él desde aquel momento.
En algún punto del relato, Melody había comenzado a escuchar con la ansiedad de una niña, despojada de prejuicios y enojos, enamorada del protagonista, ese excéntrico y oscuro gitano inglés.
—Lo demás —retomó Somar— puede usted imaginarlo. Roger, a pesar de su juventud, quedó al mando del barco y continuó con la principal actividad, el tráfico de esclavos. Si de algo sirve —apuntó después de un silencio—, nuestros africanos nunca murieron de hambre o de sed. La dejo para que descanse. Cuando usted disponga, regresaremos a la ciudad.
—¿Somar?
—¿Señora?
—Dime la verdad, ¿algún barco de la flota de Roger aún se dedica al comercio de africanos?
—No, señora, ninguno.
—¿Lo juras?
—Yo jamás miento —se ofendió.
—Discúlpame. Es que me cuesta creer que Roger haya desistido de un negocio tan redituable.
—La entiendo. Si me permite, le contaré cómo fue que él decidió abandonar esa práctica. —Volvió al confidente y tardó en hablar, como si buscase el mejor modo de dar comienzo—. Hacía días que habíamos dejado el golfo de Benín, en el África. Llevábamos a más de cien negros en la bodega. Roger ordenaba que los sacáramos a cubierta a diario. Una mañana, él se hallaba en la serviola, desde donde tenía una buena perspectiva del barco, y se detuvo a contemplar a una africana que, apartándose del grupo, se había acercado demasiado a la borda. Si bien les concedíamos cierta libertad en cubierta, permanecíamos atentos pues a veces se les daba por arrojarse. En ese caso, Roger se dio cuenta de que la muchacha no tenía intenciones de tirarse al mar sino de sujetarse con ambas manos, como si buscase un apoyo para no terminar en el piso de cubierta, de seguro atacada por le mal du mer. Allí se quedó, con ambas manos sobre la batayola, el torso inclinado, la cabeza echada hacia delante y las piernas algo separadas. Tiempo después, Roger me confesó que no recordaba haber sufrido una conmoción más grande al percatarse de que, entre las piernas de la muchacha, asomaba un bebé.
—¡Oh, por Dios! —se espantó Melody.
—La pobre muchacha parió sin proferir un quejido. El niño cayó en cubierta y apenas sollozó. Seguía unido a su madre cuando ésta lo recogió del piso, se subió a una aduja de cabos y se precipitó al mar.
Melody se llevó las manos a las mejillas y entreabrió los labios, desprovista de palabras, con ojos arrasados, de pronto muy pálida.
—Roger se precipitó a cubierta desde la serviola y se tiró al agua, aunque demasiado tarde, el mar se los había tragado. Se recluyó en su camarote y no volvimos a verlo hasta el día siguiente, cuando emergió del sollado para ordenar al timonel que virase el barco en dirección al África. Como el marinero lo miraba y no atinaba a proceder, Roger tomó posesión del gobernalle y empezó a vociferar órdenes para cambiar el rumbo. Echamos anclas en el delta del Níger, lejos de Cotonou y de Whydah, los principales puertos negreros del Golfo de Benín. Allí liberó a los africanos con provisiones. Para evitar un amotinamiento, le pagó a la tripulación más de lo que hubiésemos obtenido por ese cargamento en Río de Janeiro. Comandó el barco hasta Bristol, donde anunció a la tripulación que ése había sido su último viaje como negrero.
Se quedaron en silencio, sin mirarse. Melody se mordía el labio y se estrujaba las manos. Nunca había experimentado una tristeza tan honda.
—Cuando sucedió lo de la lavandera Polina —mencionó de pronto Somar—, el día que nació Rogelito, yo sé que Roger pensaba en aquella infeliz que se lanzó al mar con su bebé recién nacido. Fue muy duro para él agitar aquellas memorias.
—Entiendo.
Quizá Roger Blackraven nunca regresase, y ella jamás tendría oportunidad para expresarle que siempre lo amaría, no importaba cuánto tiempo transcurriese ni qué acontecimientos le tocasen vivir. Roger Blackraven era y sería el amor de su vida, el más grande y verdadero.
Hubo un fugaz momento en que su mirada se encontró con la del turco, y su corazón se llenó de agradecimiento y esperanza, y le sonrió con labios trémulos y le apretó la mano al tiempo que meditaba que nadie conocía a Blackraven como ese extraño de turbante.
—Roger volverá —dijo— porque tú estás aquí.
—Volverá, señora, pero no por mí.