Capítulo XXVII

El final de los Carnavales y el comienzo de la Cuaresma marcaban una transformación en la ciudad, que cobraba vida con la vuelta de las familias de sus retiros estivales; se podía decir que, para el miércoles de Ceniza, ya estaban todas en Buenos Aires. En la Recova había más jaleo, más carretas y tenderos, más perros e inmundicias. Desde las primeras horas de la mañana se filtraba por las ventanas el pregón de los lecheritos, diestros jinetes de menos de diez años, quienes, con sus vasijas a modo de alforjas, vendían la leche recogida al amanecer en las quintas vecinas. Unos campanazos anunciaban al aguatero, que, subido a la yunta de los bueyes, guiaba el carro cuya tipa había colmado a orillas del Plata. Los buhoneros, los mendigos, los niños y los perros aportaban al bullicio general, acallado de tanto en tanto por el carillón de las iglesias.

Las señoras se volcaban a las calles otra vez; si vestían de negro indicaba que iban a misa, a menos que estuvieran de luto; para el resto del día, usaban colores vivaces, y jamás llevaban las cabezas descubiertas. Las jornadas se volvían más cortas y los vientos refrescaban. Las chupas y jubones, lo mismo que las mantillas, comenzaban a ser más gruesas o de lana, en tanto que los caballeros desempolvaban sus redingotes y capas de bayetón. La vida social florecía, y no había tarde de la semana que no se asistiera a una tertulia donde mucho se hablaba del último on dit, el escandaloso matrimonio del conde de Stoneville con el Ángel Negro. Algunas mujeres se cubrían con sus abanicos para señalar que resultaba improbable que ella hubiese conservado la doncellez hasta el día de la boda.

—¡Imposible! —declaraba Melchora Sarratea—. Imposible viviendo bajo el mismo techo con un don Juan como el conde de Stoneville.

En opinión de la mayoría, Isaura Maguire no sabía proceder como condesa, seguía ocupándose de las plagas y desdichas de los esclavos —hasta planeaba fundar un hospicio—, no vestía de acuerdo con su posición y andaba por la calle secundada por ese sacrílego con turbante y un esclavo alto en lugar del consabido mulequillo; rara vez aceptaba invitaciones y no había fijado un día para recibir en el Retiro. Casilda Igarzábal, la mujer de Nicolás Rodríguez Peña, salía en su defensa.

—La señora condesa espera a que las obras de la casa de San José terminen para invitarnos a departir con ella. Así se lo dijo su excelencia a mi Nicolás, que es su gran amigo.

Aunque en un principio se había tratado de una excusa, ocuparse de la remodelación llegó a cautivar el interés de Melody. Le gustaba ver cómo el orden le ganaba al caos y la belleza a la decrepitud. Los operarios jamás le dirigían la palabra, incluso bajaban la vista si la veían aparecer. Melody se movía entre andamios y escombros, con Somar y Servando por detrás, atenta a los pormenores, anotando dudas y observaciones que discutiría con Blackraven después de la cena. A lo largo de esos días en San José había caído en la cuenta de que ésa sería su casa, la que compartiría con Roger y con los hijos que tuvieran. Un sentido de posesión ajeno a su temperamento la volvió exigente y detallista. Así se lo comentó a Blackraven una noche y pocas veces lo vio tan feliz.

—Ésa no es la única casa donde serás ama y señora —le informó, y pasó a enumerarlas, las haciendas de Antigua y de Ceilán, la mansión en Cornwall y la de Londres. También le habló de sus apartamentos en París y de la casa en Cerdeña.

Guadalupe Moreno era su gran amiga. Muchas veces la acompañaba a comprar géneros, a visitar al tapicero, al ebanista o al pintor, a quien, además de varias aguafuertes y óleos, le encargó una miniatura con su retrato para Blackraven; el joyero de confianza de Lupe lo convertiría en un guardapelo con engaste de oro.

Hablaban a menudo del hospicio para esclavos y analizaban dónde deberían ubicarlo. Visitaron una propiedad de Marica Thompson cerca de la Plaza de Toros llamada Los Olivos, en venta desde hacía algún tiempo y que, por su estado ruinoso, espantaba a los compradores. A Guadalupe le parecía conveniente por su bajo precio y a Melody la entusiasmaba remodelarla. A quién pedirían el dinero para comprarla y arreglarla seguía siendo tema de debate.

La mejoría de Elisea era motivo de dicha para Melody. En un principio de la convalecencia se mareaba al dejar la cama; días más tarde se mostró estable y prefirió la mecedora frente a la ventana.

Cuando el doctor O’Gorman le aseguró que, salvo una recaída, el peligro de perderla había pasado, Melody deseó correr para contárselo a Servando.

—Con prudencia, aprovechando el sol de la siesta —prescribió O’Gorman—, sería conveniente que Elisea fuera a la Alameda a diario.

Melody se ocupaba de llevarla los días que visitaba la ciudad. Servando extendía una sábana sobre la gramilla donde Melody ayudaba a Elisea a acomodarse. Pasaban una hora, a veces un poco más, bebiendo aguamiel y escuchando la lectura de Servando, que en los últimos tiempos se había aficionado a algunas obras de Shakespeare. Eran momentos muy agradables para los tres, con el río frente a ellos y el susurro de las hojas sobre sus cabezas. Elisea a veces ni pestañeaba, se quedaba inmóvil, y a Melody le daba por pensar que, por alguna razón secreta, la joven tenía el alma quebrada; se había dejado curar por el amor y la compañía de Servando, pero algo profundo seguía enfermo. Cansada de conjeturar, Melody dirigía la mirada al río, trataba de olvidar sus problemas y pensaba en Roger.

Lo necesitaba; podía pasar el día sin él, pero a la noche lo quería a su lado. Él estaba lleno de defectos, era posesivo, ¿cuántas veces le había recordado que ella le pertenecía? A veces tenía la impresión de que la amenazaba. Aunque se mostraba renuente a hablar de sí mismo, le exigía detalles pormenorizados de sus actividades, las que corroboraría más tarde con Somar y Servando. Era celoso e intransigente, como la tarde en que la encontró hablando en la sala de los Valdez e Inclán con Covarrubias, apenas llegado de Montevideo. De igual modo, guardaba un lado suave, casi parecía un niño grande, y a veces la sorprendía pidiéndole con una mirada: “Ámame”. En ocasiones, después de hacer el amor, lo sentía vulnerable; se trataba de una fugaz percepción, y a ella le daban ganas de preguntarle: “¿Nadie te ha amado antes, amor mío?”, pero siempre callaba. Blackraven había sufrido, no lo dudaba. El dolor lo había asustado, enseñándole a ser cínico y frío, de ahí la coraza con que se protegía.

Los días que no iba a la ciudad, Melody atendía la educación de los niños —para ese entonces por completo en manos del señor Désoite—, organizaba las tareas del servicio doméstico, pasaba tiempo con Miora diseñando su vestuario o la confección de las cortinas para San José, montaba a Fuoco, se ocupaba de los esclavos y se dedicaba a responder las invitaciones que llegaban a diario. Le gustaba acompañar a la señorita Béatrice mientras trabajaba en el jardín. Le parecía que si la observaba y la imitaba terminaría por adquirir ese aire de nobleza del que ella carecía. En ocasiones la llenaba de preguntas acerca de lo que se esperaba de una duquesa, otras, mientras Béatrice aireaba la tierra de los malvones o quitaba la maleza, le ponía delante de los ojos las muestras de damasco de seda para los canapés o el terciopelo para las cortinas, y esperaba el veredicto.

La señorita Béatrice abandonaba el puesto de anfitriona de un modo sutil y natural, ya no se mostraba ni meticulosa ni exigente, como si los aspectos domésticos hubieran dejado de interesarle. Un cambio se operaba en su disposición; hablaba menos, se expresaba en voz muy baja y sólo parecía encontrar solaz en su jardín y en largas conversaciones con el señor Désoite. No se mencionaba a Traver desde su intempestivo viaje a Europa, y Melody se refrenaba de preguntar si el comerciante escocés volvería para desposarla.

Las visitas de madame Odile al Retiro una vez a la semana se habían vuelto parte de la rutina. Solían ocupar la sala privada de Melody, la habitación que Blackraven había destinado para ella, con una puertaventana al pórtico desde donde se veía el parque. Tomaban el té y conversaban, y no había tema que Melody se avergonzara de abordar con madame. Ahí radicaba la gran diferencia con Guadalupe Moreno, porque a veces, por pudor o por miedo a escandalizarla, no aludía a ciertos temas. Con madame Odile, Melody se convertía en un ser transparente y libre. A veces se daba cuenta de que actuaba de manera distinta de acuerdo con la persona con quien se relacionara, para algunos ejecutaba el papel de “señora condesa”, para otros se volvía el Ángel Negro y con los de la casa era miss Melody. Sabía que, en función del ámbito, debía desempeñarse con mayor o menor dosis de protocolo; en rigor, lo que la fastidiaba era descubrir que últimamente buscaba agradar. Del mismo modo en que trataba de complacer a los amigos de Blackraven y demostrarles que llegaría a ser una gran duquesa, buscaba el beneplácito de los esclavos, convenciéndolos de que a ella un título nobiliario la tenía sin cuidado.

—Madame, ¿por qué no puedo experimentar esta libertad que siento junto a usted con Roger? Hay cosas que a él le oculto, y me siento mal por ello, pero no puedo evitarlo.

—Porque lo amas demasiado y temes perderlo. Sabes que a mí nunca me enfadará lo que me digas, nunca me perderás, pues entre nosotras existe amistad, nada de pasiones ni arrebatos como los de tu relación con él. La pasión es la sal del amor, aunque también puede convertirse en su ruina.

Una tarde a fines de marzo, madame llegó al Retiro bastante inquieta. Saludó a Melody y enseguida le dijo:

—Tengo que tirarte las cartas —y sacó la baraja—. Mézclalas y corta con la izquierda.

Melody no necesitó que le indicara cómo acomodarlas; sin darlas vuelta, ubicó una en posición horizontal y seis en posición vertical.

—Ahora separa una carta más —apuntó Odile— y ponía a continuación de las otras seis, aunque más apartada. Ésa será la respuesta a los problemas.

La carta horizontal era el arcano cero, “el loco”. Madame le recordó que significaba insensatez e imprudencia.

—Es el tipo de persona —explicó— que cobra experiencia a golpes, a fuerza de disgustos. Suelen traer problemas a quienes los rodean y a sí mismos.

—Me hace pensar en mi hermano Tommy —admitió Melody.

La primera de las verticales era “la sacerdotisa”, misteriosa y secreta. Con ella nada se movía en la superficie sino en la oscuridad. Asimismo presagiaba cambios importantes.

—De seguro se concretarán durante la próxima luna —profetizó Odile—. Vamos, da vuelta esta carta. ¡Oh, la emperatriz!

—¿Qué significa? —se inquietó Melody.

—Es sobre todo el arcano del verdadero amor, el que produce frutos. —Le puso la mano sobre el vientre, y Melody negó con la cabeza.

Le siguieron “los amantes”, aunque en este caso madame dijo que los llamaría “los rivales” en cuanto simbolizaban la ruptura. “La rueda de la fortuna” hablaba de los cambios, del paso de la felicidad a la tristeza, de la abundancia a la pobreza.

—Anuncia un cambio que implica elección.

Apareció “el diablo”, la malicia, las pasiones perversas, la tentación de utilizar malas artes para conseguir un provecho, y después le siguió “la torre”, la carta de peor augurio entre los veintidós arcanos, ya que representaba a la desgracia que se mostraría de manera imprevista.

—Antes de dar vuelta la carta que apartaste al final, repasemos qué tenemos aquí. Sin duda se avecina un cambio, algo que de pronto alterará tu vida. Habrá dudas, recelos, misterios, y estarás compelida a hacer una elección. Por un lado, hay insensatez e imprudencia, también veo maldad, mucha maldad, y no sé si provienen de la misma fuente, aunque sí puedo decirte que actúan en conjunto para promover el cambio al que me refiero.

Melody dio vuelta la última carta con miedo. Era el cuarto arcano, el Emperador.

—Bien —pronunció Odile, y soltó un suspiro—, sin duda, él es tu destino, la respuesta a todas tus preguntas.

Martín de Álzaga tenía como hábito concurrir al café de los Catalanes después de misa los domingos. Esa costumbre la compartía con sus amigos más íntimos, Sarratea, Basavilbaso y Santa Coloma, a veces los secundaban Larrea y Manuel de Anchorena. Acabada la misa, se encontraban en el atrio de San Ignacio, departían con sus conocidos y marchaban cuando el sitio empezaba a despejarse.

Ese día, Sarratea se inclinó sobre el oído de su tocayo y le comentó:

—Ahí fuera está ese negro, el que llaman Sabas, el que pertenecía a Valdez e Inclán.

—A Blackraven querrás decir —manifestó Álzaga, y Sarratea, con labios sesgados, asintió.

—Hace rato que nos mira por el vidrio.

—Lo vi en el atrio, detrás de la reja. Nos buscaba con la mirada. Yo me hice el sonso.

—No olvides —lo instó Sarratea— que él nos vendió la información acerca del ataque que sufrió mi asiento negrero a principios de año.

—No le creíste.

—Es cierto. A pesar de eso, apresté unos guardias.

—Con todo, te costó unos cuantos reales en mercadería quemada.

—Ochocientos pesos, eso me costó. ¡Ni me lo recuerdes! —Sarratea bebió de un trago lo que le quedaba en el vaso y se preguntó—: ¿Tendrá algo para decirnos ese negro?

—Después del ataque a tu compañía —manifestó Álzaga—, estuve haciendo averiguaciones acerca de él. Es un esclavo sin oficio ni beneficio. Goza de ciertas prerrogativas en casa de Valdez e Inclán como hijo de la esclava favorita de doña Bernabela. Ahora que ella se recluyó en un convento, imagino que la situación habrá cambiado. Como no tiene nada que hacer, se lo pasa recorriendo la ciudad, conoce el Tambor y el Mondongo como la palma de su mano, se da con los troperos y pertenece a la Cofradía de San Baltasar. Sabe vida, obra y milagros de todos. Hace tiempo que medito lo ventajoso que sería contar con un espía como este Sabas.

Álzaga estiró su bastón y golpeó la pantorrilla desnuda de un muchachito de plantón cerca de su silla.

—Mande, amo Martín.

—Remigio, ve a ver qué quiere ese negro ahí fuera.

El encargo sólo le tomó algunos segundos.

—Sabas pregunta si vuestra mercé es tan amable para dispensarle unos minutos. Él dice que le quiere decir algo importante a su gracia.

—Ve y dile que lo veré en una hora, en mi tienda.

Sabas caminó desde la esquina del café por la calle de la Santísima Trinidad, a la que algunos llamaban de la Compañía, hasta la Plaza Mayor; cerca de allí se encontraba la tienda de abarrotes de Álzaga. Lo esperó enfrente, sentado a la puerta de una pulpería, buscando pasar inadvertido. Había varios parroquianos bebiendo caña y jugando a los naipes. Alguien rasgueaba las cuerdas de una guitarra y cantaba un yaraví, que se mezclaba con el pregón de dos indios pampas que exponían pieles de jaguar, ponchos de lana y plumeros de avestruz.

Sabas dejó pasar algunos minutos después de que Álzaga entrase en la tienda, y dio varios rodeos para acercarse a la puerta y llamar. Le abrió Remigio, el mulecón, y le dijo que el amo Martín lo recibiría en su despacho.

—Aseguras tener algo importante para decirme —apuntó Álzaga.

—Así es, mercé. Muy importante.

—Habla pues. —Como Sabas no lo hizo, Álzaga lo instó—: ¿Qué pasa? ¿Por qué no hablas?

—Es muy importante.

—Eso ya lo dijiste.

—Tan importante que vuestra mercé me estará muy agradecido.

—¿Cuánto pides?

—Cuatrocientos pesos.

Álzaga se puso de pie de un salto.

—¡Negro soez e impertinente! ¿Qué puedes saber tú que valga tanto? Vamos, fuera de aquí antes de que te haga arrestar por estafador.

Sabas lo contempló con aplomo, y Álzaga le devolvió una mirada atónita, sorprendido de la sangre fría del negro.

—Admito que tienes cojones para venir hasta mí, sostenerme la mirada y pedirme plata a cuenta. —El negro seguía callado, con una mueca idiota—. Dime lo que viniste a decirme y yo juzgaré si la información vale algo.

—Hay quienes traman una conjura en vuestra contra, mercé. Y también en contra del señor Sarratea y del señor Basavilbaso. Los atacarán a los tres el mismo día, a la misma hora.

—¿Quiénes? —Sabas hizo silencio—. ¿Cuándo? —se exasperó Álzaga.

—Todavía no lo sé, pero lo sabré pronto, eso es si vuestra mercé aún está interesado en que lo averigüe.

El vasco decidió que, una vez que el negro obtuviese la información, lo torturaría hasta quitársela por nada. Contaba con expertos que lo harían hablar en minutos. Ya lo había hecho en el 95, en oportunidad de la llamada “conspiración de los franceses”, cuando mandó triturar los huesos y lacerar la carne del mestizo José Díaz porque no quería soltar prenda.

—Sí, me interesa que lo averigües. Apenas lo sepas, vuelve aquí y te daré lo que pides.

—A vuestra mercé también le interesará saber —agregó el esclavo con flema— que conozco a la señora Amelia Cámara y a su hijo, el niño Martín.

—Negro maldito —masculló, descarnado de ira.

—Descuide, mercé. Esta boca está sellada. Aunque si algo llegase a ocurrirme, lo que fuere, por ejemplo, desaparecer el día en que vengo a traerle la información, entonces habrá alguien que irá donde su esposa, doña Magdalena, y le contará acerca de sus visitas a la casa de esa señora. También le dirá lo parecido que es el niño Martín a usté, mercé. —La mueca de ingenuidad se desvaneció de su rostro cuando dijo—: Yo soy negro, no idiota. Ahora debo irme, si vuestra mercé así lo dispone. Regresaré en unos días.

Sabas ya había abandonado el despacho, y Álzaga seguía con la vista fija en la puerta.

Traspuso el portón del Retiro a lomo de Black Jack y se aseguró de que los guardias estuvieran en sus puestos. Cerca del jardín, bajo un gran tilo, Béatrice y Luis tomaban el té, en tanto, a palmos de allí, Melody y los niños saltaban la soga. Víctor y Melody la movían, y Angelita saltaba; Jimmy y Sansón los observaban desde el césped. Blackraven pensó que sólo Melody conseguía que una niña de luto saltara, riera y cantara la tonadilla que acompañaba al juego. Entregó su montura a un palafrenero y se acercó a la mesa.

—Pensamos que sería una buena idea tomar el té en el jardín —explicó Béatrice—, como solíamos hacer en Versalles, ¿recuerdas? —Blackraven asintió—. Pronto comenzará a oscurecer temprano y ya no será conveniente hacerlo. Ven, querido, siéntate. Te serviré café.

—Iré a asearme y regresaré de inmediato.

De nuevo en el jardín, descubrió que los niños se habían sentado a la mesa y comían los pasteles y dulces de la negra Siloé.

—Buenas tardes —saludó, y se acomodó junto a Melody.

—¡Qué alegría que hayas regresado tan temprano! —le susurró ella, a quien todavía le saltaba el corazón al verlo aparecer.

El buen ánimo siguió durante la cena. Désoite mencionó a Mariano Moreno y su traducción de Du contrat social, y Blackraven, por su parte, comentó que había estado con Manuel Belgrano, aún interesado en la reapertura de la escuela de dibujo. También hablaron acerca de Guadalupe Moreno y su idea del hospicio, de Elisea y su mejoría, y de las obras de San José.

Por un instante, Blackraven tomó distancia de aquella escena, y un negro pensamiento empañó su dicha. La armonía acabaría pronto, cuando él se llevase lejos a Marie y a Luis, y dejara a Isaura por mucho tiempo. Esa mesa, llena de gente, de voces y risas, componía la imagen de lo que había codiciado de niño, vivir rodeado de personas que lo amaran.

Más tarde, en el dormitorio, Melody se acomodó sobre sus piernas y le dio un masaje en la espalda con un aceite de Trinaghanta. Él estaba relajado, casi dormido, cuando percibió la respiración de ella en el cuello, y sus labios después, y la punta de su lengua sobre el contorno de la oreja. Nunca pensó que lo haría tan dichoso que Melody tomara la iniciativa, y permaneció quieto y en silencio para dejarla actuar. Escuchó que se quitaba la bata y el camisón, y lanzó un resuello al darse cuenta de que frotaba los pezones contra su espalda. Tembló cuando Melody metió las manos entre él y el colchón para desatarle los calzones y bajárselos. Le besó el trasero, se lo mordió y le abrió las piernas para lamerle los testículos. Podía imaginársela, desnuda a horcajadas de él, inclinada sobre su espalda, el cabello suelto, los pezones oscurecidos de excitación y el vientre palpitante. Se dio vuelta y, en un acto rápido, la colocó debajo.

—Qué agradable sorpresa, cariño.

—Me has convertido en una lujuriosa. He pensado en esto todo el día.

—No sabes lo feliz que me hace saberlo —repuso él.

Un ceño le cambió la expresión.

—¿Qué ocurre?

Blackraven le hizo ademán de que callara y se incorporó a medias sobre ella. Melody no distinguía ningún sonido aparte del de los insectos y el croar de los sapos anunciando lluvia, hasta que escuchó que alguien rasguñaba la puerta.

—¿Qué es eso? —se asustó.

—Sansón. Quiere entrar. Algo lo inquieta.

—Al igual que a ti.

Blackraven dejó entrar al terranova, que fue directo a la contraventana donde comenzó a ladrar con los pelos del lomo erizados.

—¿Qué hay, muchacho? —le preguntó, mientras se vestía.

Se escuchó un disparo y los guardias comenzaron a vociferar.

—¡Roger! —se espantó Melody.

—Tranquila, debe de tratarse de algún ladronzuelo. Ya vuelvo. Quédate aquí y no salgas para nada, ¿está claro?

Lo vio tomar un arma de fuego de la caja que siempre permanecía con llave y asir su estoque. Abandonó la habitación con Sansón por detrás sin volver a hablarle, dejándola angustiada. Se puso el camisón y la bata y se calzó con los chapines de satén. Apagó las bujías y descorrió el cortinado. Abajo se percibía una gran agitación, y Melody dedujo que los guardias corrían de un sector del parque a otro por las teas, que iban y venían. La ansiedad la llevó a abrir la contraventana y salir al balcón. Entró casi de inmediato pues creyó escuchar el llanto de Víctor.

Todo estaba tranquilo; de hecho, Víctor dormía plácidamente, al igual que Jimmy y Angelita. A excepción de Blackraven y de ella, nadie notaba el alboroto que tenía lugar fuera. Volvió a la habitación sin saber qué hacer. Encendió las velas y caminó en círculos, estrujándose las manos, repitiendo: “¡Dios mío, protégelo!”. Volvió a la contraventana y, al apartar la cortina, se topó con William Traver. Soltó un alarido y se movió varios pasos hacia atrás.

—¡Señor Traver, casi me mata del susto!

—Lo lamento, miss Melody. Iba a abandonar su recámara cuando la escuché entrar.

—Descuide.

Enseguida comprendió que aquello era muy irregular, en cierta forma, absurdo. Ese corto intercambio de palabras la hizo sentir ridícula.

—¿Qué hace aquí? —se atrevió a formular.

—¿Dónde está la habitación del señor Désoite? —y caminó en dirección a ella.

Se quedó muda, más por el modo empleado que por la pregunta. Definitivamente, algo andaba muy mal. Se escucharon corridas en el pasillo, y las voces de Blackraven y Somar confundidas con los ladridos de Sansón. Melody volteó para huir, pero Traver se echó sobre ella y la sujetó por el cuello.

—Quédese quieta o le enterraré la daga entre las costillas.

Se abrió la puerta, y Blackraven quedó estupefacto en el umbral. Somar guardó su sitio detrás él; Sansón, en cambio, se precipitó dentro, mostrando los colmillos.

—¡Ordénele a esa bestia que se retire o la mataré!

—¡Sansón, ven aquí! ¡Ahora!

El perro volvió junto a su amo, que lo tomó por el collar.

—Suéltela. Le daré lo que pida, pero déjela libre.

—Me aferró a ella como a una tabla en medio del océano —advirtió Le Libertin—. Ella es mi salvoconducto para obtener lo que he venido a buscar. Su excelencia podría empezar por arrojar el arma que trae y deshacerse de ese bastón.

Blackraven se quitó la pistola de la cintura y, al igual que al estoque, la colocó en el suelo. Aparecieron Víctor y Jimmy, descalzos y soñolientos, seguidos por Béatrice y Luis, que entendieron de inmediato la gravedad de la situación.

—Vamos, niños —dijo Béatrice, con un aplomo que admiró a Blackraven—. Debéis regresar a la cama. Ésta es una reunión de mayores. Nada tenéis que hacer aquí.

La vocecilla de Víctor y la de Béatrice fueron perdiéndose hasta desvanecerse, sumiendo a la habitación en un mutismo cargado de tensión.

—Déjela ir —insistió Blackraven—. Pídame lo que quiera.

—Haremos un cambio: miss Melody por el señor Désoite.

Luis avanzó hacia Le Libertin y, al pasar junto a Blackraven, éste lo detuvo y le ordenó en francés que se quedara donde estaba.

—¿Quién lo envía por él?

—No está en posición de hacer preguntas, excelencia.

—Dígame cuánto le han ofrecido. Doblaré esa cantidad. ¡La triplicaré!

Sansón se agitó y ladró de nuevo; sólo el vigor de Blackraven le impedía lanzarse sobre el espía.

—No haré negocios con usted, excelencia —aclaró Le Libertin—. No confío en su palabra. Entrégueme a Désoite y le devolveré a la muchacha sana y salva. ¡Haga callar a ese perro! —se enfureció.

Blackraven hizo caso omiso y siguió hablando, aportando más bullicio en un intento por amortiguar el chirrido de la contraventana que se entornaba para dar paso a Shackle. El marinero se deslizó detrás de Le Libertin y lo acuchilló por la espalda. Melody sintió que el brazo de Traver se ajustaba en torno a su cuello y que el cuchillo le lastimaba el costado; un instante después, algo se desplomó detrás con un quejido. Estaba libre. Blackraven la sostuvo cuando las piernas le fallaron.

—¡Sacad el cadáver de aquí! ¡Sacadlo ahora mismo! Somar, que los demás requisen la propiedad. No sabemos si contaba con un cómplice. Ven, cariño —y la condujo a la cama.

Béatrice regresó al dormitorio cuando Shackle y Somar cargaban el cuerpo. No sabía qué sentir. Lo vio pasar entre espantada e impávida. Durante todo ese tiempo su corazón se había negado a la teoría de Blackraven y, en contra de toda lógica, creyó en la inocencia del hombre al que se había entregado. Los hechos cayeron sobre ella con contundencia y le demostraron que, una vez más, Blackraven no se equivocaba, William Traver no era tal sino Le Libertin, un sicario contratado por alguno de sus incontables enemigos. Al comenzar a vislumbrar las derivaciones de lo acontecido, echó la cabeza hacia delante y cerró los ojos, superada por el dolor.

—¿Estás bien? —le preguntó Luis Carlos.

—Sí, bien. ¿Cómo está miss Melody?

—Algo turbada.

—Iré por Trinaghanta —se ofreció Béatrice.

—Sí —habló Roger—, ve por ella. —A Luis le indicó—: Por favor, convoque a mis hombres. En un momento los alcanzo en mi despacho.

Blackraven no se apartó de Melody hasta verla más tranquila después de sorber el jarabe de adormidera que le dio Trinaghanta.

—Roger, no te vayas —le suplicó cuando él se inclinó para besarla en la frente—. Dime qué ocurrió aquí esta noche. Todo es tan confuso.

—Hablaremos después. Ahora descansa. Trinaghanta se quedará contigo hasta que yo regrese.

En su despacho, Blackraven se enfureció con sus hombres.

—¿Qué clase de guardia montabais que Traver llegó hasta mi dormitorio en la planta alta? ¡Mi esposa podría haber muerto a manos de ese miserable!

Se dieron muchas explicaciones y se conjeturó por un largo rato. Blackraven levantó una mano y los mandó callar.

—Mañana mismo nos mudaremos a la ciudad. Allí la vigilancia será más acotada y, por ende, más segura. Vamos, marchad a preparar todo.