Capítulo IV
Blackraven abandonó el ensimismamiento en el que había caído. Se preguntó cuánto llevaba ahí, de pie en el camino de realengo, evocando los sucesos del día anterior en casa de los Valdez e Inclán.
Se hizo sombra con la mano. Había amanecido, y el sol bañaba la barranca. Columbró los techos rojos de su quinta “El Retiro”, que le daba nombre a la zona, y la torre del campanario. Se trataba de una soberbia construcción de principios del siglo XVIII, copia de una residencia veraniega de los reyes de la España llamada “El Buen Retiro”. El gobernador de aquel entonces, don Agustín de Robles, la había mandado construir con la palmaria intención de convertir a aquel lugar en el más imponente y lujoso de La Trinidad, como antiguamente se conocía a Buenos Aires.
De dos pisos, contaba con treinta y tantas habitaciones, varias salas, cuatro patios, dos tahonas para moler trigo, un molino aceitero, una noria y cochera para los carruajes. La planta baja se hallaba circundada por un pórtico de elegantes columnas blancas embellecidas con capiteles de hojas de acanto, en tanto a la parte superior la rodeaba una terraza con balaustrada donde convergían las contraventanas de los dormitorios principales. Cercaba la parte posterior de la propiedad una pared de ladrillos cocidos y encalados donde batían las aguas del Río de la Plata. Su parque era soberbio, con lomadas de regulares subidas y bajadas que se perdían en la escalada del terreno.
La propiedad pasó de mano en mano y hasta sirvió de asentamiento negrero de la Compañía Francesa de la Guinea, que años después la abandonó debido a las quejas por los hedores que alcanzaban incluso la ciudad. Blackraven la compró en un estado lastimoso e invirtió una fortuna en remozarla. Pero se sentía satisfecho. En ese viaje se ocuparía de la casa de la ciudad, la que había comprado el año anterior sobre la calle de San José. La pintura se había deteriorado, machones de humedad dominaban las esquinas del cielo raso y algunos tablones del piso se habían combado, como le apuntó Bernabela la noche anterior después de un intenso interludio de sexo.
Bernabela. ¿Qué haría con ella? Debió imaginar que, al saberlo solo en la casa de San José, se atrevería a visitarlo una vez que la noche le sirviera de cómplice. Embozada por completo, franqueó las calles que los separaban con la única compañía de su esclava de confianza, Cunegunda, armada con una lámpara de aceite y un palo para ahuyentar a las jaurías que ganaban la ciudad de noche.
A Bela no la dominaba el miedo sino la agitación que precedía a un encuentro con Roger Blackraven. El primero permanecía nítido en su memoria, la noche en que llamó a la puerta de su misérrimo apartamento en Londres, y Somar, su lacayo, entró con Valdez e Inclán completamente beodo. Blackraven debía de ser de su edad; ella, sin embargo, había recibido la impresión de contemplar a un hombre al que ya no le quedaba nada por vivir. Sus miradas, sus modos, incluso su estilo para vestir hablaban de alguien maduro, sólido y viril, un hombre al que ella se habría entregado con la fe ciega de un fanático religioso.
No sería el primer hombre con quien traicionaba a Valdez e Inclán, pero sí sería el último. Blackraven la había marcado con su aguijón, le había envenenado la sangre con su ardor, esclavizándola, incapacitándola. Camino a la casa de la calle de San José, mientras rememoraba la primera noche juntos, se le erizaba la piel y dolorosos latidos le alborotaban la entrepierna. Nadie la había hecho vibrar como él. Durante sus estancias en Buenos Aires no se había mostrado galante ni la había camanduleado como los otros; más bien había desplegado una actitud indiferente y abúlica. Pero ella sentía que sus ojos la recorrían, la estudiaban, la admiraban, provocándola, incitándola. Su cercanía —se alojaba en la casa de la calle Santiago— lo volvía más apetecible. Se echó encima un abrigo y caminó por el corredor hacia la habitación de huéspedes. Se deslizó dentro sin llamar.
—La esperaba —lo escuchó decir.
Ni siquiera la molestó su descaro. Se limitó a seguir el trazo de su voz en la lobreguez del dormitorio, para hallarlo apoltronado en un sillón, con los pies sobre un escabel, mientras bebía un líquido ambarino que parecía darle brillo a sus ojos, un brillo que los tornaba malévolos.
Blackraven se echó al coleto el último trago de brandy y se puso de pie. Ella permaneció quieta, enervada por su insoslayable presencia. Llevaba el torso desnudo y sólo vestía las calzas y las medias altas que había lucido en la tertulia de Marcó del Pont. Jamás había visto un torso así, magníficamente formado, ancho, saludable, de tendones que se dilataban bajo los delineados músculos. Extendió la mano y le acarició los pectorales, duros como pedernal. “¿Por qué tiene los músculos tan duros?”, se preguntó. Su mente cayó en un vórtice sin fin cuando Blackraven le envolvió la cintura con su brazo derecho y la pegó a su cuerpo; con la mano izquierda le quitó el salto de cama.
Era un experto. Dominante, tiránico, despótico. Ella obedecía sin la menor resistencia, sometiéndose a cada uno de sus caprichos, a cada una de sus exigencias. Él conocía del arte de amar más que ningún otro, y ella, en medio del delirio, se preguntaba dónde habría aprendido lo que sabía. El clímax la dejó sin respiración y el orgasmo fue tan devastador como una sudestada. La azotó, haciéndola gritar como si de una tortura se tratase. Después, perdió la conciencia.
Bela sabía que ese placer inconmensurable y perfecto le había devuelto las ganas de vivir. Nada la detendría en su búsqueda, ni los resquemores por abandonar la casa de su esposo, ni la noche sin luna, ni los perros salvajes ni los malvivientes. Nada. Como hechizada, caminaba por las calles despojada de aprensiones. La sensación de anticipación la volvía audaz e invencible.
Somar llamó a la puerta del estudio donde Blackraven se dedicaba a escribir varias misivas.
—Doña Bela está aquí —anunció, y Roger insultó en voz baja.
—Hazla pasar —ordenó segundos después.
—Querido —dijo Bernabela, mientras se quitaba el rebozo y caminaba hacia él—. Tenía tantos deseos de ti —y, en puntas de pie, le echó los brazos al cuello—. ¡Qué felicidad hoy cuando recibimos tu nota! ¿Por qué tardaste tanto en regresar? ¡Más de un año, Roger! Si no hubieses llegado, habría muerto de esplín.
—Bela, ¿qué locura has cometido? —se enfadó—. Tu esposo reparará en tu ausencia.
—No te preocupes, querido. Cunegunda se ocupó de él. No molestará hasta bien entrada la mañana. ¿Vamos a tu recámara?
Hacía semanas que Blackraven no estaba con una mujer y, si bien aún quedaban asuntos por atender antes de marchar al Retiro, se dijo que podría con ambos. La guió hasta su dormitorio donde, sin prolegómenos y en silencio, comenzaron a deshacerse de la ropa. Bajo el abrigo de fustán, Bernabela llevaba un camisón de muselina que, al través de la luz, la dejaba como desnuda, insinuando un cuerpo aún joven y torneado. Ella, por su parte, no quitaba los ojos de Blackraven, que seguía siendo el hombre más atractivo que hubiese conocido.
Después de un acto rápido, sin frenos ni falsos pudores, Bernabela cayó, agitada, sobre el pecho de Blackraven. Se movió hacia un costado y, con la cabeza apoyada en una mano, se dedicó a recorrer con un dedo el amplio tórax, mientras comentaba banalidades.
—¿Vas a despedir a miss Melody, verdad? —dijo, después de un silencio.
A Blackraven lo irritaba que las mujeres usaran ese momento después del sexo para lograr sus propósitos.
—Vamos, Bela, arriba, debes irte —le ordenó, e intentó levantarse, pero Bernabela lo detuvo.
—¡Roger, liberó a mis pájaros! —se quejó, echándoselas de niña—. Todos ellos se escaparon. Todos. Casi muero de la tristeza porque tú me los habías regalado, mi amor. ¡Despídela, Roger!
—No me des órdenes, Bela —advirtió Blackraven, y se deshizo de su mano.
—¡Maldigo el día en que fuimos a esa tienda y la conocimos! Desde ese momento todo cambió. La casa no me pertenece. ¡Le pertenece a ella! No sé cómo lo logra, pero maneja todo a su antojo. Los esclavos la siguen como ciegos. Y tu prima, ah, esa traidora.
Blackraven se dio vuelta y le lanzó una mirada de advertencia.
—Cuidado con mi prima, Bela.
Bernabela ensayó un mohín al que siguieron algunas lágrimas, motivadas, en parte, por la seguridad de que, por ella, Blackraven jamás mostraría ese implacable sentido de posesión.
Roger se aproximó a la cama y le alcanzó el camisón y el abrigo.
—Vamos, vístete. Le pediré a Somar que te acompañe de regreso.
—¿Irás a la Plaza de Toros el domingo? Yo iré, acompañando a la virreina.
—Quizá, no lo sé.
—¿Cuándo volveré a verte si te vas al Retiro?
—Vendré a menudo.
En ese momento, mientras contemplaba su propiedad, deseó pasar una larga temporada alejado de Buenos Aires, sin preocupaciones ni compromisos. Bela estaba convirtiéndose en ambas cosas.
Somar lo llamó por su nombre y le habló con la familiaridad que acostumbraba cuando se encontraban a solas. Una decena de años mayor que Blackraven, aún conservaba ese aire de fortaleza que lo había caracterizado en la juventud. Su atuendo tan peculiar, exacerbado por los tatuajes en sus pómulos y la cimitarra y el alfanje que llevaba calzados en el tahalí, le conferían un aspecto cruel del cual se aprovechaba. No tan alto como Blackraven, tenía un cuerpo macizo que había soportado las situaciones más extremas sin resentirse.
Hacía quince años que compartían la misma suerte, una vida azarosa que los había conducido por los cinco continentes. Hombres de educación y extracción tan disímiles habían congeniado como hermanos porque coincidían en dos puntos: en la pasión por el riesgo y la aventura y en el sentido más estricto del compañerismo.
Existían pocas personas a las que Blackraven quisiera y respetara tanto como a Somar. Era su gran amigo, quien conocía todos sus entresijos, quien mejor comprendía su naturaleza. Somar, en tanto, le debía la vida y eso, para un turco, era una deuda que nunca se saldaba. La lealtad y la devoción retribuían, en parte, el don que Blackraven le había devuelto.
—Roger —dijo—, ¿qué te detiene en este camino?
—Apreciaba la vista —explicó, sin volverse—. Desde aquí hay una perspectiva inmejorable de mi propiedad.
Somar sabía que se hallaba inquieto. Acarició la cabeza del terranova y volvió a trepar en el pescante, donde aguardaría hasta que su amigo se decidiera a transitar la corta distancia que lo separaba de su mansión.
Blackraven calculó que serían las seis de la mañana. Se disponía a regresar al coche cuando divisó una figura en la lejanía. Un jinete. El hombre se alejaba en dirección norte, cruzando quintas y huertos. Galopaba a gran velocidad y parecía que una urgencia lo impulsaba a soliviantar al animal y a ganar terreno a campo traviesa. Vestía una larga capa, que gualdrapeaba sobre el lomo del caballo, con la capucha sobre la cabeza.
Permaneció inmóvil, admirando la destreza del jinete, que, recostado sobre la cruz del alazán, lo dirigía con mano férrea. A pesar de la velocidad, el animal no estaba desbocado sino que respondía a su conductor. El campo se había silenciado, no lo alcanzaba sonido alguno, ni el de las órdenes del jinete, ni el de la tela fustigando el viento ni el de los cascos castigando el terreno, hasta el trino de los pájaros parecía haberse acallado. Sólo reparaba en el dúo que irrumpía en la quietud, mancillándola.
El jinete se incorporó apenas, y la capucha cayó sobre su espalda. Blackraven se echó hacia atrás y reprimió una exclamación cuando una larga y espesa cabellera de mujer se batió con el viento. Los tímidos rayos del sol acariciaron los mechones rojizos y le arrancaron destellos dorados, que por momentos parecían del color de la alheña o de una tonalidad flamígera que él, en sus incontables viajes, no había visto en ninguna latitud.
La muchacha volvió la cabeza en el ademán de quien mide la distancia que la separa de sus perseguidores. Nadie la seguía, pero, en la rapidez del acto, no advirtió al caballero que, a lo lejos, en la orilla del camino, la contemplaba con expresión atónita.
Blackraven comprendió que se dirigía hacia la cerca de tunas que separaba sus campos de los de Altolaguirre. No lograría saltarla; incluso a él le habría resultado demasiado alta y espesa. Sería una pena verla caer y arruinar la figura tan armónica que componía sobre el magnífico ejemplar. Pagaría caro su temeridad o su ignorancia.
Lo dominó una sensación de expectación que le entumeció el cuerpo. En un acto reflejo, contuvo el aliento. Cinco varas, cuatro varas, tres, dos. La muchacha se paró sobre los estribos, levantó las riendas, y el caballo saltó la cerca con sublime elegancia, encogiendo las patas, que apenas rozaron la parte superior de las tunas. Aterrizó en suelo firme y continuó el galope sin disminuir la velocidad hasta que se los tragó la espesura del oquedal.
Blackraven lanzó un soplido y masculló en inglés: “¡Santo Dios!”. Aflojó las manos en el estoque y respiró hondo. Enseguida pensó: “Hacía tiempo que algo no me sorprendía de la manera en que lo ha hecho esa endiablada muchacha”.
Desde la torre del campanario, Servando veía las inmediaciones del Retiro, una posición privilegiada para abarcar los cuatro puntos cardinales: hacia el río, que parecía mar, hacia el convento de los hermanos Recoletos y hacia el paraje de Los Olivos. Él mantenía la vista fija en el sur.
A punto de amanecer, Servando deseó que el sol asomara. La oscuridad se volvía cómplice de las huidas y de los escondites. Pero comenzó a clarear hacia el este. Con las primeras luces, avistó en el camino de realengo un coche tirado por dos caballos, lo cual lo sorprendió pues la mayoría usaba mulas, a excepción del virrey y de algún otro funcionario encumbrado. Distinguió un diseño en la portezuela negra, tal vez el escudo de la familia.
Lo preocupó que el carruaje frenara, más aún que su ocupante descendiera en compañía de un perro. A la distancia, la figura se veía empequeñecida, pero Servando apreció que se trataba de un hombre joven, más bien robusto y alto. Caminaba sin prisa, haciendo jugar un bastón en su mano derecha. Se detuvo y contempló los alrededores.
Servando vio a miss Melody antes que el extraño y, aunque había esperado que apareciera, cuando la descubrió, sus ojos se prendaron de la figura tan atípica que componía sobre su caballo en aquel sitio tranquilo y silencioso. Galopaba por los campos sin respetar el camino, saltando ligustros y tranqueras. Servando bajó corriendo las escalerillas de la torre y se precipitó hacia la zona trasera de la mansión, al cuarto patio.
Algunos esclavos ya pululaban, ocupándose de sus oficios. Verían entrar a miss Melody, montada sobre Fuoco, y deducirían que se trataba de otra de sus cabalgatas matinales por la zona de la Alameda. Tampoco los alertaría que vistiese pantalones y botas de caballero ni que montara a horcajadas. Así la habían visto en otras ocasiones. Seguía preocupándole el extraño del camino. Con seguridad, ya la había divisado.
Primero escuchó el sonido de los cascos y después la voz grave de miss Melody que le ordenaba al caballo que se detuviese. Fuoco entró en el patio a trote ligero, con las crines pegadas al cuello empapado en sudor y los belfos blancos de espuma. Los esclavos levantaron la vista y, al ver a miss Melody, la saludaron sonrientes. Tarcisio, el talabartero, se quitó la boina y ejecutó un floreo como si una reina pasara frente a él.
Servando abrió el portón de la caballeriza, y Melody entró sin apearse. Con la puerta cerrada, la lobreguez se apoderó del lugar, y el silencio pareció acentuar el aroma a alfalfa húmeda y el hedor del estiércol. Melody se sintió dichosa con la familiaridad y la seguridad de ese sitio. Agitada aún, se abrazó a la cruz de Fuoco.
—Me salvaste la vida, Fuoco. Sin ti, me habrían atrapado.
—¡Miss Melody! —exclamó Servando, y se acercó al caballo—. No me asuste. ¿Qué quiere decir con eso, que sin Fuoco la hubiesen atrapado?
Melody saltó del caballo y se arrojó a sus cascos.
—Déjame ver, Fuoco. ¿Te hiciste daño cuando saltamos la cerca, cariño? No veo bien. Babá —dijo Melody, que llamaba a Servando por su nombre yolof—, abre un poco el portón, ¿quieres? No logro distinguir si tiene magullones.
—Miss Melody —se enfadó el esclavo—, deje eso. Yo me haré cargo. Debe ir a la casa y prepararse. Pronto despertarán todos.
Melody descinchó al caballo, lo desembarazó de la montura, pasó la mano por el lomo sin detectar excoriaciones y le colocó un paramento de bayeta para evitar el enfriamiento rápido. Fuoco, entretanto, bebía, bocezando ruidosamente, del balde que Servando le había puesto enfrente.
—Cuando termine de beber —indicó Melody—, dejas pasar un momento y, al verlo más tranquilo, le das doble ración de cebada, por favor.
—Sí, miss Melody. Así lo haré. Dígame lo que ocurrió, que moría de la angustia porque usté no llegaba y el sol ya salía. Pasé mucha angustia.
Melody desajustó el ronzal de la montura y la alforja cayó al suelo produciendo un ruido amortiguado a hierros.
—Ahí tienes los malditos carimbos, Babá. —Hablaba de los hierros con que se marcaba la piel de los esclavos—. Arrójalos en la gavia y que se los lleve el agua.
—Me subiré a la tapia y los echaré al río —propuso Servando, y Melody asintió—. Dígame, niña, ¿qué fue lo que ocurrió? ¿El joven Tomás y Pablo estaban con usté?
—Sí, claro —respondió Melody, con aire pensativo—. La guardia se percató de nuestra presencia, o quizás alguien los había alertado de que iríamos. Nos descubrieron, Babá y, después, todo fue una gran confusión. No nos atraparon de milagro. Escapé gracias a la velocidad de Fuoco.
—¡Ay, miss Melody! —se lamentó Servando, con las manos en la cabeza—. ¡Ya no más! ¡Ya no más! ¿Para qué? Harán nuevos carimbos y usté habrá arriesgado el pellejo por nada.
—Para ser un bozal —dijo Melody, entre enojada y sarcástica—, hablas tan bien como un castizo. Ya no digas nada, Babá.
Se envolvió en el dominó para ocultar los pantalones y salió al patio. En la cocina, Siloé le lanzó un vistazo reprobatorio.
—Por favor, Siloé, calienta agua para que pueda darme un baño. Me duele todo el cuerpo.
Blackraven se había equivocado: el Retiro parecía un hervidero con gentes que iban y venían. A esa hora tan temprana, los hortelanos atendían la huerta, los labriegos, diseminados en el campo, trabajaban la tierra, la noria hundía sus cangilones en el agua, mientras del molino aceitero y de las tahonas entraban y salían esclavos.
Bustillo y su mujer, Robustiana, con las caras frescas, aseados y bien vestidos, lo aguardaban a pasos del coche. Al verlo escoltado por su perro y el extraño del turbante, los esclavos destinados al servicio doméstico se hacinaron a las puertas de la barraca.
El cuarto patio, con sus corrales de gallinas, pavos y codornices, sus conejares y el establo, usualmente sucio y maloliente, presentaba un aspecto inmejorable. Blackraven paseó la mirada por las paredes encaladas, el piso de ásperos ladrillos mojado y barrido, las herramientas en orden y los sacos de maíz estibados junto al corral, y experimentó satisfacción. Un aroma a pan recién horneado le flotó bajo las fosas nasales, abriéndole el apetito y haciéndolo sentir contento. A veces, inmerso en las complejidades de su vida, olvidaba el valor de cosas simples como un trozo de pan caliente en la boca.
—¡Don Blackraven! —exclamó Bustillo, pronunciado mal su apellido—. ¡Bienvenido, patrón! —y enseguida ordenó a los esclavos que bajasen los baúles del amo Roger.
Béatrice, asomada a la puerta de la cocina, se restregaba las manos en un mandil y le sonreía. Detrás se atisbaba la negra Siloé, retacona y corpulenta, con el infaltable pañuelo rojo cubriéndole la cabeza.
—¡Roger, querido! —se alegró Béatrice—. ¡Qué maravilloso es tenerte entre nosotros! No te esperábamos hasta dentro de unas semanas. Bienvenido. Buenos días, Somar.
—Señorita Béatrice —dijo el lacayo, y se inclinó apenas.
—¿Qué tienes en el rostro? ¿Harina?
—Oh, sí, un poco —admitió Béatrice, mientras permitía que Blackraven le pasara la mano por la frente—. Siloé está enseñándome a hornear pan. ¿No hueles, querido?
—¿Tú, horneando pan? No necesitas hacer eso, lo sabes.
—Me divierto tanto aquí, Roger —adujo Béatrice, con ese aire melancólico que él conocía bien—. Mis días no son tan largos ni tediosos. ¿Por qué has entrado por la parte trasera? ¿Por qué no has detenido el coche frente a la galería? ¡Qué extraño es verte recorrer estas partes de la casa!
Blackraven la había tomado de la cintura y la guiaba por los patios y los corredores hacia la parte principal, y, mientras la escuchaba paliquear, estudiaba cada rincón advirtiendo la misma pulcritud y esmero del cuarto patio. Al dejar atrás la cocina, los aromas cambiaron, y la sutil fragancia que despedían las ramas secas de espliego se mezclaron con el de la cera de abeja con que lustraban los muebles de jacarandá. En la sala grande, la destinada a las tertulias y bailes, los sahumadores ya habían sido encendidos, y el aceite de jazmín se desvanecía en el aire. Blackraven admitió que nunca le había provocado tanto placer entrar en una casa, fuese propia o ajena.
—Está todo en su sitio, tan limpio y perfumado —comentó—, parece que hubiesen estado esperando mi llegada.
—Así luce la casa a diario —manifestó Béatrice.
—Te felicito. Has logrado con Bustillo y Robustiana lo que yo no conseguí con amenazas.
—Oh, no, esto no es obra mía. Ya conoces mi defecto, querido: soy demasiado abúlica. Además, nadie me preparó para regentear una casa, menos aún una hacienda. Es obra de miss Melody, que nos hace marchar como soldados desde el alba hasta el atardecer. No me quejo. Me siento llena de bríos y contenta. ¿Sabes, querido? Me siento útil.
Blackraven la besó en la frente, feliz de verla con una sonrisa.
—Debes de estar cansado. ¿Por qué no te retiras a tu dormitorio? Haré que te preparen un baño. ¿Ha venido Trinaghanta contigo?
—Llegará mañana. Se quedó en la casa de San José a cargo de detalles de último momento. Me urgía venir. Me preocupé, Marie —le reprochó, llamándola por su verdadero nombre—. Al enterarme de que te encontrabas en el Retiro, sola con Víctor, pensé que el buen juicio te había abandonado. Ésta es una región peligrosa, llena de alimañas y mal entretenidos. ¿En qué pensabas cuando decidiste venir?
—Oh, Roger, no te enfades. No estoy sola. Un batallón de gente me acompaña y no me aventuro más allá de los lindes de la propiedad. Aquí estoy, mejor que en muchos años. ¿Es que no puedes ver eso, querido?
Más tarde, mientras su cuerpo se relajaba en la tina y él dormitaba con el agua tibia hasta el cuello, Blackraven se dio cuenta de que alguien entraba en su habitación. Lo había hecho en absoluto sigilo, evitando que los goznes chirriaran y que los tablones del piso crujieran. Un cambio en el aire, una sutil correntada más fresca, y un aroma diferente lo habían alertado. La vio entre los resquicios de sus párpados. Berenice. Se había olvidado de ella. Sesgó los labios, complacido. Ahora la recordaba. Berenice, la cuarterona voluptuosa y apasionada que se había metido en su cama durante la visita del año anterior y no la había abandonado hasta que él dejó el Río de la Plata.
—¿Quieres lavarme la espalda? —le preguntó, sin abrir los ojos.
—¡Amo Roger! Quería sorprenderlo.
—Sorprenderme a mí, chiquilla, es muy difícil.
Media hora después, Berenice dejó la recámara del patrón con el pelo mojado. Se deslizó por el pasillo en puntas de pie, envuelta en el mismo sigilo que había guardado al entrar en la habitación del amo Roger. Su presencia en la casa levantaría sospechas; durante el día, su lugar era la tahona. Pero fue en vano: Siloé y Melody, que planeaban las comidas de ese día, la vieron pasar. La cocinera sacudió la cabeza, se quitó la pipa de la boca y chasqueó la lengua.
—Ya sabía yo —dijo— que, en cuantito el amo Roger pusiera pie en esta casa, Berenice se metería en su cama.
—¿Crees que la ha forzado?
—No, a fe que no —aseguró la negra—. Berenice se le ofrece y él, por supuesto, la acepta. Hace tiempo que conozco al patrón, miss Melody, y puedo decirle que son las mujeres las que le corretean como perras en celo. Él hace poco esfuerzo pa’tenerlas debajo. Es de ésos que tienen y en abundancia. Es atractivo, cierto que lo es, y alguna vez escuché que Berenice voceaba que nunca había tenido a un macho tan bien dotado.
—¿Tan bien dotado? —se preguntó Melody.
—Continuemos con las comidas —propuso Siloé, que sonrió y siguió fumando su pipa.
Las risas y las voces infantiles se acercaban por el pasillo. Blackraven abandonó el documento que analizaba y prestó atención. Sin comprender lo que decían, distinguió la vocecilla de Víctor, más risas después, y a continuación la voz de un adulto. Si lo pensaba con detenimiento, era la primera vez que escuchaba reír a Víctor. Alguna vez una tímida mueca, similar a una sonrisa, había despuntado en sus labios, pero una risotada, una fuerte y saludable carcajada, jamás.
Consultó su reloj: las once de la mañana. Se puso de pie, se acomodó la lazada y ajustó los botones superiores de su chupa. Salió.
Melody, Víctor y Jimmy se detuvieron de golpe al verlo. Las sonrisas de los niños se evaporaron para convertirse en una expresión indefinida entre la sorpresa y el miedo. Blackraven era consciente de que su corpulencia lo dotaba de un halo de fiera autoridad a la que Víctor siempre había temido, y parecía provocar el mismo efecto en el otro niño. La mujer —miss Melody, seguramente— lo desconcentró con una mirada fría y desafiante como pocas personas se animaban a sostener en su presencia. Aunque lo llevaba recogido, enseguida se fijó en la extraña tonalidad de su cabello, exaltada por la blancura lechosa de su piel.
—La señorita Isaura Maguire, presumo —dijo, a modo de saludo, en perfecto castellano, aunque con un acento que denotaba su origen inglés.
La muchacha inclinó apenas la cabeza e hizo una corta reverencia. Llevaba a ambos niños de la mano, y de su cuerpo se proyectaba una inconfundible actitud posesiva como la que habría desplegado una madre ante un peligro inminente.
—Yo soy Roger Blackraven, el tutor de Víctor.
—Cuervo negro —dijo Melody, y Roger tardó en reaccionar, pues la voz de la muchacha, de una coloración grave, lo tomó por sorpresa.
—Disculpe, ¿cómo ha dicho?
—Dije: cuervo negro. Blackraven significa cuervo negro. A juzgar por el significado, su apellido no es nada halagüeño, señor.
Blackraven se quedó mirándola, y Melody percibió que Víctor y Jimmy le apretaban las manos y retrocedían.
—Lamento que mi apellido no sea de su agrado.
—Es inglés. Igualmente no me habría gustado.
“¡Menuda desfachatez!”, exclamó para sí, y se debatió entre simular enojo u ofensa.
Víctor lanzó un quejido y Jimmy terminó detrás de Melody, prendido a su cintura. El terranova se acercaba con la cadencia de un felino y los ojos en ellos. Se detuvo junto a su dueño y gruñó, mostrando los colmillos y los pelos crispados del lomo.
—No teman —ordenó Melody—. Jamás le muestren miedo a un animal.
Se acuclilló y, antes de que Blackraven pudiera impedirlo, estiró el brazo y acarició el hocico del perro.
—Eres hermoso —le dijo.
Pasado un brevísimo momento, el animal le lamió la mano ante el pasmoso estupor de su dueño. Sintió que la furia lo dominaba y no acertó a definir si se debía al miedo experimentado cuando la vio peligrar ante la ferocidad del perro o a su orgullo agraviado, pues, de algún modo, esa condenada muchacha se las había ingeniado para hacerlo sentir como un idiota desde el principio. Por cierto, hacía años que nadie se animaba a tomarlo por idiota.
—Sansón, vete de aquí —gruñó en inglés—. Vuelve al escritorio. Víctor —dijo de inmediato, sin pausa, con el mismo acento de disgusto—, ¿no vas a darme la mano? ¿No vas a saludar a tu padrino? Vamos, ven aquí.
Melody debió empujarlo. Víctor extendió una mano vacilante y Blackraven se la sacudió con energía.
—¿Cómo has estado, muchacho? —le preguntó en inglés.
—Muy bien, señor —respondió Víctor, en igual lengua—. Gracias por preguntar.
—Vaya, vaya —se sorprendió Blackraven—. Tu inglés ha mejorado desde la última vez.
—Miss Melody ha estado enseñándome, señor.
—Ya veo —masculló.
Lo comenzaba a poner de malas ese nombre. No había pasado un día desde su visita a casa de Valdez e Inclán y ya lo había escuchado cientos de veces. Miss Melody esto, miss Melody aquello. Y en ese momento, con ella frente a él, lo confundió un impulso violento. Deseaba borrar de sus facciones ese aire desafiante y vanidoso, y no sabía si hacerlo propinándole una bofetada o besándola hasta quitarle el aliento. No saber qué hacer también lo ponía de malas.
—Si nos disculpa, señor —habló Melody, y de nuevo su voz tan peculiar lo sacó del trance— se hace tarde, nosotros nos retiramos.
—¿Adónde? —preguntó de mal modo.
—A nuestra clase de botánica, señor. Vamos al huerto.
Sin más, tomó a los niños de la mano y pasó junto a él en silencio y con la cabeza erguida. Blackraven dio media vuelta y los observó alejarse. Atónito, sólo consiguió pronunciar por segunda vez: “¡Menuda desfachatez!”.