Capítulo XXIII

Dejaron Bella Esmeralda pasado el mediodía y anduvieron a tranco regular. Blackraven decidió que harían noche al raso, en un claro que se divisaba desde el camino. Somar y los marineros se encargaron de prender una fogata y de cocinar las provisiones que habían comprado en Capilla del Señor, incluso cazaron un armadillo y lo asaron dentro de su caparazón, como Melody les indicó.

Salvo esa intervención, la joven se mantuvo apartada, ocupándose de Fuoco, mientras el caballo ramoneaba las hojas de los árboles. Podía escuchar la voz gruesa de Blackraven dando órdenes y a sus hombres que actuaban sin demora. Una tristeza la debilitaba, y pensó en echarse sobre la hierba y dormir. Aún se repetían en su cabeza las duras palabras que intercambiaron Blackraven y su hermano antes de dejar la estancia. El odio consumía a Tommy y no le permitía pensar con sensatez, al menos eso decía Roger.

Blackraven la tomó por sorpresa, se había aproximado con sigilo y ella no se dio cuenta hasta que le pasó los brazos por la cintura y la besó.

—No estés triste por tu hermano, Isaura. Es joven y arrebatado. Pronto entrará en razón y nos pedirá ayuda.

—No conoces a Tommy. Es muy testarudo y orgulloso, como lo era mi padre.

—La realidad lo hará entrar en razón. La estancia está en ruinas y él, sin dinero, nada podrá hacer.

—No debiste ofrecerle comprar Bella Esmeralda —le reprochó—. Sabías que se pondría furioso.

—La tierra es lo más importante para un irlandés, ¿eh? —Melody asintió—. ¿Qué debí hacer? ¿Ofrecerle un préstamo?

—Quizá.

—No confío en el buen juicio de tu hermano, cariño. Dudo de que ese dinero hubiese terminado invertido en la estancia.

—¿Y dónde lo habría invertido? —se impacientó Melody.

Blackraven, que conocía a fondo las actividades de su futuro cuñado, sólo levantó los hombros.

—No sigamos hablando de esto —propuso—. Han sido días muy duros para todos. Tratemos de despejar nuestras mentes y de pasar un momento agradable. Estoy feliz por haberte recuperado —y la pegó a su cuerpo—. Casi muero de angustia cuando Elisea me dijo que te habían raptado. Nunca sentí una desolación igual.

Comieron en torno a la fogata, y por un rato Melody se olvidó de sus problemas y hasta se rió al escuchar las anécdotas de los hombres de Blackraven. Le mostraron al Captain Black, un hombre distinto, igual de fuerte e imponente, pero desembarazado de los modos propios de la gente decente. Entre sus marineros, Blackraven se convertía en un privateer, un corsario, que no era otra cosa que un pirata con licencia del gobierno inglés para atracar barcos de países enemigos. Melody sospechaba que, más allá de su título de conde y sus maneras de señor, los marineros le mostraron la verdadera naturaleza del hombre que amaba, la de un pirata arriesgado e impredecible. Quizá debería haber aceptado a Bruno Covarrubias, creíble y manso. Enseguida descartó esa posibilidad. No imaginaba otras manos sobre su cuerpo que las de Roger, ni a ella misma abriéndose y mostrándose a otro que no fuera él.

Divisaron los techos del Retiro al día siguiente, a media mañana. Al ver a los esclavos trabajar con ahínco, a Bustillo montado en su ruano y a las domésticas aireando las alfombras, a Melody le pareció que nada malo había ocurrido. Saltó de Fuoco y se precipitó en el interior de la mansión. Jimmy y Víctor dieron gritos de felicidad. Béatrice la abrazó en silencio y la besó en ambas mejillas.

—Gracias por cuidar de los niños —balbuceó Melody, y se limpió los ojos con torpeza—. Iré a cambiarme.

Jimmy no le soltaba la mano mientras preguntaba con insistencia por qué había partido sin avisarle. En consideración a él, Melody subía los escalones a paso lento y le mentía acerca de los motivos, que Jimmy parecía no creer.

—¿Tomaste tu medicina? —le preguntó, pues no tenía buen semblante.

—Sí, la señorita Leo me la dio.

—¿Dormiste bien?

—Más o menos. Estaba preocupado por ti.

—Esta noche lo harás pues ya estoy de regreso. Ahora ve a la sala de estudio con Víctor. Enseguida os alcanzo.

Jimmy se encontró con Blackraven, que le estrechó la mano y le palmeó la mejilla.

—Gracias por traerla de nuevo —dijo el niño.

—Un placer —contestó Roger.

—¿Ahora va a casarse con mi hermana, señor? —Blackraven le dirigió una mirada divertida—. A mí no me importaría —se apresuró a aclarar—, al contrario, estaría muy contento. A mí no me importa que su gracia sea inglés.

—Pues ahora que me has concedido su mano, muchacho, sólo resta pedirle a tu hermana que fije la fecha.

Entró en la habitación de Melody. Trinaghanta ya disponía el baño y apilaba las toallas.

—¿Le preparo su tina, señor?

—No será necesario, compartiré el baño con Isaura.

Melody se avergonzó y le lanzó un vistazo de reproche. Trinaghanta dejó la habitación y Blackraven la siguió hasta la puerta para echarle llave. Al volverse, recibió en la cara la prenda que Melody le arrojó.

—¡Sinvergüenza! —dijo conteniendo la risa—. ¡Descarado! Echas mi reputación al lodo sin importarte un ardite.

Blackraven la atrapó por la cintura y la llevó a la cama, donde le levantó la falda y se bajó apenas el pantalón antes de penetrarla. Melody se quejó levemente con la brusca irrupción. Blackraven la besaba sin darle respiro y buscaba jugar con su lengua.

—Quiero que fijes la fecha de la boda y quiero que se celebre lo más pronto posible.

Melody abrió los ojos y se encontró con la mirada intensa de Blackraven; sus oscuros párpados resaltaban el blanco de sus ojos de una manera asombrosa, y las pupilas dilatadas los volvían insondables. Permaneció en silencio pensando que ese hombre era capaz de cualquier hazaña, ¿acaso no había degollado a Paddy sin dudar?

—Te ataré a mí para siempre —insistió él—, y te haré jurar ante Dios que serás mía toda la vida. Habla, mujer, dime cuándo quieres que sea la boda.

—Roger, no sé.

—Será en una semana —dispuso—. Hoy mismo hablaré con el padre Mauro. —Se quedó mirándola al reparar en ese gesto de confusión que le sentaba muy bien, le marcaba el aire de niña que él encontraba tan sugerente. Más manso, le confesó—: Temí que desearas quedarte en Bella Esmeralda. Temí perderte.

—No —musitó ella.

Guadalupe Cuenca, la esposa del doctor Mariano Moreno, dejó los cubiertos sobre el plato, se limpió las comisuras con la servilleta y se dirigió a Melody, ubicada junto a ella:

—La admiro, señorita Maguire. —Melody la interrogó con una mirada de sorpresa—. Es usted un ejemplo de bondad cristiana. Conozco sus actividades entre los esclavos —se explicó—, usted hace mucho por ellos. Supe lo que hizo por el hijo de esa esclava, el que disfrazaron de diablillo, y nuestro vecino, el señor Bustamante, nos contó lo que hizo por su esclava Polina.

—No fui yo sino el señor Blackraven quien salvó la vida de Polina y la de su hijo. Su excelencia la cargó en brazos hasta la casa y llamó al doctor Redhead para que la asistiera. De otro modo, ambos habrían muerto a orillas del río. Y fue él también quien pidió intervención a las autoridades para que le quitasen ese disfraz al bebé de Palmira.

—El señor conde es magnánimo de verdad —acordó la señora Moreno—. De todos modos me inclino a pensar que el influjo del Ángel Negro habrá exacerbado su munificencia. —Sonrió, Melody también—. El señor Bustamante —prosiguió— asegura que, en cuanto Polina y su hijo puedan dejar esta casa, vendrá a buscarlos en su volanta. Está arrepentido de haber enviado a trabajar a la pobre muchacha en ese estado.

—Es una buena noticia —dijo Melody.

—¿Sabe, señorita Maguire?

—Llámeme Melody, por favor.

—Muy bien —dijo Guadalupe—. Usted tráteme de Lupe. Sabe, Melody, mi esposo, en Chuquisaca, osó levantar una voz a favor de unos indios yanaconas usados como esclavos en las minas.

—¿Acaso por las Leyes de Indias —se interesó Melody— no está prohibido esclavizar a los indios?

—Sí, está prohibido. Pero los encomenderos y las autoridades han hecho una lectura de esa ley muy favorable a sus bolsillos. La mita es moneda corriente en el Alto Perú. Supongo que un corazón tan sensible y humano como el suyo sufriría al ver a qué condición tan denigrante han sido condenados los indios del Potosí.

—Es difícil para mí comprender —declaró Melody— qué lleva a una persona a quitarle la dignidad a otra sólo para llenarse los bolsillos. ¿Acaso no morimos con lo puesto?

En el rostro le brillaba la bondad, en las maneras suaves y en la gracia impasible se adivinaba su buen origen. No debería sorprender que el conde de Stoneville se hubiese rendido a sus encantos. Guadalupe se sintió cómoda junto a esa polémica joven.

—Debido al enfrentamiento con los corregidores y los encomenderos —prosiguió—, mi esposo, mi hijito y yo debimos abandonar Chuquisaca.

—Lo siento —dijo Melody.

—No se aflija. Soy feliz aquí. Contar con su amistad sólo será en beneficio de esa felicidad.

—Sería para mí un gran honor —aseguró Melody, y sintió alegría.

Ubicado en la cabecera, Blackraven paseó la mirada por sus invitados. Marie escuchaba a William Traver; Luis se dirigía a Manuel Belgrano por el tema de la reapertura de la escuela de dibujo; Moreno y Vieytes polemizaban acerca de la interpretación del espíritu de una ordenanza real; Altolaguirre, su vecino, cuchicheaba con el padre Mauro, mientras su esposa, Concepción, le preguntaba a Leonilda por la salud de su cuñado, Valdez e Inclán; había escuchado que no se encontraba bien. También reparó en Castelli y en los hermanos Rodríguez Peña que hablaban de vinos.

Sus ojos se detuvieron en el extremo opuesto de la mesa, donde Melody ocupaba el lugar de anfitriona. No había sido fácil convencerla de que se sentara allí. “La señorita Béatrice debería ocupar ese sitio”, porfió varias veces. Temía que los invitados la condenaran por vivir bajo el mismo techo de quien todavía no era su esposo. “¡Sandeces!”, se dijo Roger. Días atrás, la desaparición de Melody lo había llevado a padecer una angustia tan visceral que desde entonces sólo contaba la felicidad de verla sentada frente a él, y no le interesaban las cuestiones sociales. Lo importante se había reducido a lo auténtico, a la simpleza de los actos cotidianos, por ejemplo, a verla sonreír ante un comentario de la joven Guadalupe Moreno, o llevarse a la boca un pedazo de fruta, o pasar la lengua por sus labios para recoger el almíbar del zapallo.

En la sala de música le pidió que tocara el arpa. La aplaudieron con admiración y, mientras duraban los comentarios, Blackraven se acercó y le entregó una copa de aguamiel. Levantó la suya en alto y expresó:

—Amigos, quiero que os unáis conmigo en este brindis por mi prometida, la señorita Isaura Maguire, que en tres días se convertirá en mi esposa. —Un murmullo recorrió la estancia—. Por ti, Isaura. —Levantó la copa y sonrió, emocionado ante las lágrimas en los ojos de Melody. Se aclaró la garganta y agregó—: El próximo domingo, luego de la ceremonia que tendrá lugar aquí, en el Retiro, a cargo del padre Mauro, estáis todos invitados a compartir un almuerzo con nosotros.

Béatrice no encontraba una posición cómoda en la cama, tenía los ojos tan abiertos como a media mañana y sentía los latidos del corazón. Pensó en Melody y en Blackraven, desnudos en la cama. Había sospechado que ellos mantenían relaciones carnales incluso antes de la irrupción de Tomás Maguire aquel mediodía cuando acusó de ramera a su hermana.

Ella nunca había hecho el amor y le costaba imaginar una escena de pasión como las que Roger y miss Melody compartirían. Su primo era del tipo de hombre que incluso a una virgen le hacía pensar en las partes pecaminosas del cuerpo, y se imaginó los delicados pezones de Melody rozando el pecho áspero de Blackraven. Apretó los ojos y sacudió la cabeza sobre la almohada para deshacerse de esas imágenes.

No era feliz con la noticia del matrimonio de Roger y miss Melody. Oscuros sentimientos la invadían, los celos, la envidia. Se arrepentía de haber aceptado acompañarla a la mañana siguiente de compras para armar el ajuar. Roger se lo había pedido mientras le entregaba una importante suma de dinero. Aprovecharía el viaje para hablar con el señor Traver. Si bien el escocés aceptó la explicación de la comprometida escena entre ella y Luis el día de la tertulia, su trato no había vuelto a ser el mismo, y ya no hablaba de matrimonio. Por respeto a la promesa hecha a Blackraven, en aquella oportunidad Béatrice se abstuvo de confesarle sus verdaderas identidades y le mintió al decirle que el señor Désoite era su primo. No volvería a callar. Si Roger había decidido unirse a miss Melody, ella tenía derecho a hacerlo con el señor Traver, y no llegaría al matrimonio ocultándole a su futuro esposo quién era en realidad.

Le dolían los pies dentro de los botines de cordobán. Junto con la señorita Béatrice y escoltadas por Somar y Anita, la mulequilla, habían recorrido las tiendas de Buenos Aires para armar su ajuar. Trousseau lo llamaba la señorita Béatrice con exquisita pronunciación.

También habían caminado por la Recova, un edificio de ladrillo cubierto por cemento en su parte más acabada y por piedras en otras, que se erigía en uno de los extremos de la Plaza Mayor, enfrentado al Cabildo. Detrás de la Recova, en dirección al río, se hallaba el Fuerte, la residencia del virrey.

En la Recova se desenvolvían las actividades comerciales de la ciudad, en especial la venta de alimentos. En la fachada sur se agrupaban las pulperías y tabernas, en tanto en el ala este se hallaban las carnicerías. Los carros con pescado se ubicaban entre el mercado de carnes y el Fuerte. Las legumbres, frutas y verduras se vendían frente a las tabernas, bajo la galería, mientras que los vendedores de aves y huevos levantaban sus tiendas en una línea que iba del ángulo norte hacia el sur.

Ninguna mujer decente se aventuraba en la Recova, por eso la señorita Béatrice despotricó ante la ocurrencia de Melody de pasearse entre los tenderos. Se quejaba del barro en las calles, de los olores, de la basura, del bullicio, de los perros, de las moscas y, sobre todo, de los esclavos que, al reconocer al Ángel Negro, las seguían como enjambre, pidiendo favores, agradeciendo los ya recibidos. Con paciencia, Melody se detenía, los escuchaba, les compraba sus labores o confites, les daba dinero, les dirigía una palabra cariñosa o de consuelo y los despedía. Compró duraznos para Blackraven —Trinaghanta aseguraba que era su fruta preferida— e higos y batatas para almibararlos porque a Jimmy y a Víctor les encantaban.

Al entrar en la casa de San José, callada y fresca, Melody sintió alivio. Indicó a Somar que llevara los paquetes a su habitación mientras ella se dirigía a la cocina para comer algo. La señorita Béatrice almorzaba en casa de Marica Thompson y no regresaría hasta la tarde.

En la cocina se topó con la esclava que Blackraven le había comprado a Warnes. La mujer enseguida supo que estaba frente al Ángel Negro. Cayó de rodillas, le tomó las manos y se las besó varias veces al tiempo que le agradecía. Melody la obligó a ponerse de pie y le indicó que jamás volviera a hincarse ante ella.

—Sólo lo haces ante Dios. ¿Cuál es tu nombre?

—Gilberta, señorita.

—¿Estás feliz en esta casa, Gilberta?

—Oh, claro que sí, muy feliz.

—Me alegro.

Desde el interior de la casa llegó el estrépito de unos martillazos y el sonido constante de un serrucho.

—Es Ovidio, mi esposo —explicó la esclava—. Él se da maña con la madera y es bueno con la escayola. El amo Roger le pidió que hiciera unas cuantas composturas. La casa quedará muy bonita para vuestra merced —y se inclinó en una reverencia.

—Estoy segura de que así será. ¿El señor Blackraven se encuentra en la casa?

—Está en su despacho con un señor. Yo mismita lo anuncié. El señor Álzaga.

La puerta se hallaba entreabierta, y las voces de ambos hombres, la de Roger gruesa y medida, la de Álzaga un poco más aguda y entusiasta, se filtraban por el resquicio. Hablaban del comercio negrero.

—Para su excelencia no será desconocido —apuntó el vasco— que por ser hijo de la España, yo cuento con ciertas gracias para esta actividad que no les son concedidas ni a los extranjeros ni a los hijos de estas tierras. A saber, yo no sólo puedo introducir negros en el virreinato sino también herramientas de labranza y enseres para los ingenios además de gomas, marfil, especias, ébano, sagú y cristal de roca. El negocio promete una suculenta ganancia y no hace falta decir que la misma está asegurada.

—Y vuestra merced necesita mis barcos para llevarlo adelante —manifestó Blackraven en ese modo directo que incomodó a Álzaga.

—Sin duda, contar con una flota de tal envergadura sería muy auspicioso para el negocio. Como de seguro su excelencia admitirá, el comercio de esclavos ofrece ventajas que lo distinguen de los demás, sin mencionar que contamos con exenciones en los derechos de entrada y de alcabala.

—Vuestra merced olvida —apuntó Blackraven— que por Real Ordenanza de 1793 se establece que las embarcaciones que se dediquen a este comercio deben ser españolas.

—Eso podría arreglarse —desestimó Álzaga.

—De todos modos, no me encuentro interesado en el comercio negrero ni en ninguno de sus derivados. Mis actuales negocios me mantienen muy ocupado y no creo que sea buen momento para encarar una nueva actividad.

Álzaga carraspeó para ocultar la frustración.

—Me dijo su socio, el señor Valdez e Inclán, que piensan inaugurar la curtiembre dentro de poco tiempo. —Blackraven asintió—. ¿Cuándo exactamente? Como su excelencia sabe, me interesa comprar parte de vuestra producción.

—En honor a la verdad, no lo sé —admitió Roger—. Las obras han sufrido retrasos. Aunque la fecha ronda el mes de julio de este año.

—Entiendo que se trata de una curtiembre de gran magnitud, donde se realizará un aprovechamiento integral del cuero.

—Será una de las más grandes. Contaremos con más de cien noques. —Álzaga levantó las cejas—. Pensamos superar las producciones actuales de suelas, cordobanes e introduciremos una innovación: las vaquetas, el cuero curtido de ternera. Todos serán de la mejor calidad. Quiero alcanzar el mismo nivel de curtido que el de los cueros de mi país, flexibles, delgados y resistentes.

—¿Quién lo proveerá del ganado para abastecer una producción tan ambiciosa? Yo cuento con relaciones que podrían mostrarse interesadas en aprovisionarlo con la mejor materia prima.

—Le agradezco, don Martín. Su intervención en ese sentido será de gran utilidad. Aunque le confieso que estoy buscando hacerme de unas haciendas para no depender, al menos en gran medida, del ganado ajeno. Hay dos que me interesan, una en Capilla del Señor, la otra en las cercanías del Luján.

—Si llego a saber de alguna que esté a la venta se lo haré saber de inmediato. —Blackraven inclinó la cabeza en señal de agradecimiento—. Supongo que los curtientes se presentan como otro escollo por resolver —comentó Álzaga.

—Utilizaré los mejores, los que se extraen de la corteza del cebil. Entiendo que son más ricos en taninos que los de otros árboles.

Melody se alejó en dirección a su dormitorio. Ya no tenía hambre; una desagradable sensación le pesaba en el estómago. No le gustaba que Blackraven tuviera tratos con un hombre como Álzaga. ¿Eran muy diferentes Álzaga y su futuro esposo? Melody intuía que, si lo juzgaba conveniente, Blackraven no dudaría en echar mano del vasco para lograr sus objetivos, como había tratado de hacer con Bella Esmeralda; ahora entendía que su ofrecimiento para comprarla en nada se relacionaba con una actitud altruista, más bien con una especulativa.

Por la tarde, Blackraven partió a visitar a su socio, Valdez e Inclán, que aún guardaba cama la mayor parte del día a causa de una afección gástrica. Melody recibió a Guadalupe y a Marianito, su hijo de alrededor de un año. La incipiente amistad con la mujer del doctor Moreno se convertía en un gran solaz para ella.

—Es usted más joven que yo —se sorprendió al enterarse de que Guadalupe tenía dieciséis años—. Y ya con un niño. ¡Qué bello y simpático es!

Lo sentó sobre su falda y lo contempló de cerca, asombrada por el tamaño de sus ojos pardos y la belleza de sus pestañas. Lo besó en la sien, y un delicado aroma almizcleño la embriagó de pura y simple alegría. Ella quería darle un hijo a Blackraven, una criatura tan adorable como ésa que resumiera lo mejor de los dos. Tal pensamiento borró la tristeza que la desanimaba desde la conversación entre Roger y Álzaga porque, a pesar de todo, ella lo amaba con locura, aunque intuyese que él no le mostraba su lado más oscuro, aunque supiese que podía ser feroz y letal.

Blackraven decidió pasar la noche en Buenos Aires. Terminada la cena, Béatrice y Melody no accedieron a tomar café ni a tocar el piano. Habían permanecido distantes a lo largo de la comida y se limitaron a pronunciar cortas frases para responder a las preguntas y comentarios de él. Se despidieron y marcharon juntas hacia los interiores.

—Gilberta —le indicó a la esclava—, llévame el café al despacho y dile a Somar que necesito hablar con él.

Un propio acababa de entregar una carta de Nicolás Rodríguez Peña donde el militar detallaba particulares acerca de su proyecto para la creación de un ejército de criollos. Blackraven rasgó el sello con impaciencia, leyó la misiva de un vuelo y la dejó a un costado junto a otros documentos. Abrió el cajón de su escritorio y extrajo los papeles donde había copiado los criptogramas hallados en poder de William Traver. Lo urgía descifrarlos. Durante la época del Terror y del Gran Terror los agentes franceses habían diseñado varios códigos. Nuevas claves se desarrollaban en tiempos de Napoleón que cambiaban de tanto en tanto para despistar a los ingleses.

Se puso de pie y caminó por la habitación con la vista al suelo y las manos tomadas en la espalda. Por un momento dejó de lado los mensajes cifrados y pensó en Marie. ¿Por qué había llegado tan tarde? A causa de su demora no habían vuelto al Retiro. Le exigió una explicación y obtuvo respuestas vagas.

—¿Me mandaste llamar? —dijo Somar, y entró en el despacho.

—¿Concertaste el encuentro con Justicia? —En vista de la noche forzosa que pasarían en la ciudad, había decidido aprovecharla para sostener una conversación largamente postergada con el quimboto.

—Estará aquí en breve —aseguró el turco—, por la parte trasera. Te avisaré apenas llegue.

Blackraven recomenzó su caminata y se detuvo frente a las cajas con libros que aún no había tenido tiempo de acomodar. Levantó la tapa de la más grande y enseguida lo vio, Candide de Voltaire. Se destacaba del resto, como si una luz cayera sobre su lomo. Ese libro, considerado la obra maestra del escritor francés, había servido para crear el código secreto más utilizado durante los primeros años de la Revolución.

Lo sacó de la caja, le quitó el polvo de un soplido y lo abrió. Como recordaba los mensajes de memoria, ahí mismo, aplicó el método para interpretar las notas y las palabras comenzaron a cobrar sentido. Sigo pista firme. Creo haber dado con Madame Royale. Ella me conducirá a su hermano. Le Libertin.

Aunque impertérrito con el libro en la mano, su espíritu se convulsionaba de aprensión. “Le Libertin”, murmuró, deprimido, incrédulo. Se trataba de uno de los agentes más antiguos y avezados de la Francia, con habilidades que habían hecho imposible al Servicio Secreto inglés echarle el guante. Conocido por su capacidad para imitar cualquier acento y su destreza con los disfraces, se había ocultado tras la fachada de disímiles personajes, un sultán turco, un cardenal veneciano, un aristócrata sueco y un capitán genovés contaban entre los más famosos. Su despliegue como comerciante escocés había sido soberbio, y él jamás lo habría pillado si Le Libertin no hubiese desconocido el gaélico. Blackraven comenzó a seguirle la pista en el 96, después de que el espía francés desbarató, en el puerto de Burdeos, la entrega de un cargamento de armas para los realistas, es decir, los defensores de la monarquía en la Francia. Había sido una masacre, y las víctimas se repartían entre los ingleses que comandaban el barco y los franceses que aguardaban el armamento. En aquella oportunidad en la que Blackraven salvó el pellejo de milagro, juró acabar con Le Libertin.

Llamaron a la puerta. Era Somar. Papá Justicia había llegado.

—Deprisa —urgió Blackraven—, tráeme a O’Maley. Encuéntralo, no vuelvas sin él.

Al extender la mano y estrechar la de Papá Justicia, Blackraven, ya concentrado en las cuestiones que trataría con el liberto, fue al grano.

—Es perentorio que detengas la revuelta de esclavos.

—¡Amo Roger! —se sorprendió Justicia.

—Debes convencer a los cabecillas de que no es el momento propicio, deben cancelar la misión.

—No será fácil. ¿Qué razones les daría?

—Después del ataque sufrido por la Real Compañía de Filipinas, los negreros se han mantenido alerta. Saben que los esclavos están siendo influenciados por ideas de libertad e igualdad. De algún modo, esperan un ataque en cualquier momento y están preparados. Si se enfrentasen, sería una carnicería.

—No creo que esas razones detengan a Tomás Maguire. Es terco y voluntarioso.

—Lo sé —admitió Roger—. Desde que me confesaste que él era el cabecilla de esta alocada empresa, he meditado en que no debería llevarse a cabo. Maguire es un jovenzuelo precipitado que actúa guiado por sus pasiones, propias de la sangre que corre por sus venas.

—No será fácil detenerlo —insistió el negro—. Esta mañana se apareció por mi casa para decirme que había decidido adelantar el ataque. Intenta llevarlo a cabo en breve, quizás una vez pasado el Carnaval. Aunque Tomás no me lo haya dicho, yo sé que él piensa sacar una ventaja económica de esta revuelta. Y ahora que ha recuperado la estancia de su padre, necesita el dinero con urgencia. Me contó que si no pagaba los impuestos adeudados antes de abril, la Real Audiencia ordenaría el remate de la propiedad. Sus negocios con Álzaga, excelencia —dijo Justicia como al pasar—, se verían perjudicados si saliera a la luz que su cuñado está detrás de los ataques a los asientos negreros. —El quimboto sostuvo la mirada de Blackraven con un aplomo que hablaba de su coraje.

—Mis negocios con Álzaga no tienen nada que ver con esta decisión de detener la revuelta —manifestó, sin ofenderse.

—La decisión entonces tiene que ver con miss Melody. —Blackraven asintió, y Justicia dijo—: Al proteger a su hermano de su propia insensatez, busca protegerla a ella del dolor. Entiendo.

—Mantenme informado, Justicia.

—Así lo haré —y se despidió inclinando la cabeza.

Somar se presentó con O’Maley al rato. Blackraven lo invitó con un brandy antes de preguntarle:

—¿Qué hizo hoy William Traver?

—No me preocupa tanto lo que hizo Traver —admitió el espía— sino lo que hizo su prima, excelencia.

—Explícate.

—Por la tarde, cuando la viuda de Avilés salió para visitar a su hija —O’Maley hablaba de la dueña de la casa donde Traver alquilaba dos habitaciones—, el escocés hizo entrar a su prima por la parte trasera, por el portón que da sobre la calle de la Santísima Trinidad. Allí estuvieron un buen rato. Después salieron por el mismo sitio. La señorita Laurent iba embozada y nadie la habría reconocido. Traver la acompañó hasta esta casa y se despidieron antes de alcanzar la puerta principal.

—¿Mi prima no iba acompañada? ¿Ni siquiera su mulequilla? —O’Maley negó con la cabeza—. ¿Qué hizo Traver después de despedirla?

—Regresó a lo de la viuda de Avilés y no ha vuelto a salir. Estuve montando guardia hasta que Somar me dijo que su excelencia me convocaba con apremio.

Blackraven conocía a O’Maley desde hacía muchos años. El irlandés era un hombre de aguda inteligencia y proverbial discreción; trabajaban juntos desde un principio, y había demostrado su destreza en misiones comprometidas.

—Nunca te lo mencioné —dijo Blackraven—, pero tiempo atrás requisé las habitaciones que ocupa Traver en lo de la viuda de Avilés. Traver no es escocés. Traver es Le Libertin. —El nombre afectó de inmediato tanto a O’Maley como a Somar—. Acabo de descifrar esta nota que encontré en su dormitorio. —Se la extendió al irlandés, que a su vez se la pasó a Somar después de leerla—. Le Libertin no tardará en deducir que el señor Désoite es Luis XVII. Lo más probable es que ya lo sepa y que esté enviando mensaje a quienes lo hayan contratado.

—¿Quiénes lo contrataron? —se impacientó Somar.

—No lo sé. Podría tratarse de Napoleón, del conde de Provence —se refería al tío de Luis XVII—, del propio gobierno inglés. Sea quien fuere, no puedo arriesgarme. Le Libertin tiene que desaparecer después de confesar para quién trabaja.

Una hora más tarde, O’Maley regresó a la casa de San José con malas noticias: Le Libertin había desaparecido, sus habitaciones en lo de la viuda de Avilés estaban vacías a excepción de un sobre con dinero dejado sobre la mesa junto a una nota que indicaba que se utilizase para cubrir el mes de alquiler.

O’Maley, comienza esta misma noche con la búsqueda. Pídele a Zorrilla que te ayude. Le Libertin no puede estar muy lejos. Revisen las posadas, en especial “Los Tres Reyes”, y mantengan vigiladas las casas de los jacobinos. Somar —dijo, y giró para enfrentar al turco—, recorrerás el Bajo hasta llegar al Riachuelo. Si Le Libertin ha decidido cruzar a Colonia o a Montevideo necesitará tomar un bote.

Blackraven despidió a sus hombres y, después de guardar algunos papeles bajo llave, se echó en el sofá y se cubrió el rostro con el brazo. Podía identificar la tensión en cada músculo y cada miembro. Al rato decidió que no tenía sentido esperar en ese sofá y marchó a su dormitorio donde Gilberta había encendido un par de velas. Sobre la mesa de noche encontró un plato con tres duraznos y una nota que decía: Los compré para ti con amor. Tuya, Isaura.

Se llevó uno a la nariz. Pocas veces un regalo lo había conmovido de esa manera. Ahora que se ponía a pensar, nadie le había regalado algo con tanto amor, buscando sólo su satisfacción y no una demostración de falsa devoción. No debía de ser fácil obsequiar al conde de Stoneville, un hombre que lo tenía todo. Isaura, con su encantadora simpleza, lo sorprendía una vez más.

La halló dormida, apenas cubierta por la camisa de noche, con aquella paz que experimentan los puros de corazón. Hacía años que él no dormía tan profundamente, ni siquiera toda una noche; se había habituado a un estoico régimen de cuatro o cinco horas.

La contempló sin atreverse a tocarla, advirtiendo cómo la calma y mansedumbre de Isaura le acallaban la mente y le relajaban el cuerpo. Su respiración se volvió más lenta y acompasada, y sintió una inesperada somnolencia en los párpados y en los miembros. Se quitó las botas y el pantalón, y se acomodó junto a ella, que apenas se movió cuando la rodeó con sus brazos.

A la mañana siguiente, antes de que partieran hacia el Retiro, Blackraven le mandó decir a Béatrice que la aguardaba en su despacho. A pesar de las preocupaciones y los acontecimientos del día anterior, había dormido como pocas veces en los últimos años, sumergido en una profunda inconsciencia de la que salió bien entrada la mañana cuando Melody le besó varias veces la boca. Quiso hacerle el amor, colmado de energía y deseo, pero una esclava llamó a la puerta y quebró la magia. Blackraven juntó sus cosas y se escabulló por el patio. La noche de descanso le serviría para enfrentar a Béatrice con ecuanimidad.

—Ayer llegaste muy tarde —le recriminó.

—Sé que por mi causa no pudimos volver al Retiro —admitió Béatrice—. Lo siento.

—¿Con quién pasaste la tarde?

—En lo de Marica Thompson —aseguró—, con algunas de sus amigas. El tiempo pasó como un suspiro. Cuando me di cuenta ya era casi de noche.

Blackraven dejó su butaca y caminó hacia Béatrice, que se mantuvo quieta y no se volvió cuando su primo, detrás de ella, le puso una mano sobre el hombro.

—¿Por qué me mientes, Marie? ¿Por qué no me dices la verdad?

—¿De qué hablas, Roger? —Se dio vuelta para mirarlo con aire impaciente.

—Hablo de que no pasaste toda la tarde de ayer en compañía de la señora Thompson y de sus amigas.

—¿Acaso me haces seguir?

—No a ti.

—¿A quién, pues?

—A William Traver.

Béatrice se puso de pie con un movimiento brusco.

—¿Acaso me inmiscuyo en tus asuntos con miss Melody?

No lo sorprendió la pregunta sino entrever en ese gesto ofendido y desconcertado sólo un disfraz de los sentimientos de Béatrice. Se puso incómodo, y prefirió obviar la pregunta.

—¿Dónde estuviste?

—Sabes que no apruebo tu matrimonio con ella —prosiguió Béatrice—, sabes que opino que es poco para ti y que me molesta el modo escandaloso en que os conducís. Y, sin embargo, mi opinión es de ningún valor para ti. Pues bien, lo acepto. Guardo mis pensamientos y no me inmiscuyo, porque te respeto. —Más apocada, expresó—: No entiendo por qué tienes que hacer seguir al señor Traver.

—Porque tu hermano y tú son mi mayor preocupación.

—¡Miss Melody es tu mayor preocupación!

—Marie —se molestó Blackraven—, estás siendo insensata. Esto no tiene que ver con Isaura, en absoluto —remarcó—, tiene que ver con Traver.

—William me ama, ¿es eso lo que tanto te molesta acerca de él?

—William Traver no es William Traver —aseguró Blackraven—, ni siquiera es escocés. —Béatrice se quedó quieta, sin pestañear, y con la boca entreabierta—. Lo siento —agregó—, pero es la verdad. No conozco su verdadero nombre, sólo sé que es un espía francés que se hace llamar Le Libertin.

Béatrice lanzó una carcajada y se dejó caer en la silla, donde se estrujó las manos sobre la falda con la cabeza amorrada en un intento por que su risa no deviniera en llanto.

—Quizá se trate de un error —tentó—, quizás estés equivocado. ¿Cómo pronuncias una afirmación tan comprometedora con esa soltura? Si te equivocases, estarías destruyendo la reputación del hombre que a mí tanto me importa.

—No estoy equivocándome —contestó Blackraven con frialdad.

—¡Eres un soberbio! ¿Qué pruebas tienes para acusar a William? ¿Cómo sabes lo que sabes? ¿Cómo descubriste lo que descubriste?

—No te daré explicaciones, Marie. No acostumbro darlas a nadie, ni siquiera a ti. Sólo te diré que, si bien hace tiempo que desconfío de él, no fue sino hasta anoche que confirmé mis sospechas.

Le Libertin sabe que eres Madame Royale y quizás a este punto sospeche que el señor Désoite es, en realidad, Luis XVII.

—¿No existe la posibilidad de que estés confundiéndolo con otra persona?

La desolación que le opacaba el semblante conmovió a Blackraven.

—Marie —susurró, y se acuclilló junto a ella—. Mi querida Marie —y le tomó las manos—. Lo siento tanto. No creas que fue fácil para mí decirte esto. Sé que estoy causándote dolor al revelarte la verdad acerca de Traver, pero no me queda otro camino.

Béatrice bajó la cara y rompió en un llanto amargo. Blackraven la envolvió con sus brazos e intentó consolarla. Como si evocase a los de su estirpe y el respeto que les debía, Béatrice se incorporó, se secó las lágrimas con un pañuelo y pronunció:

—No lo sospecha.

—¿De qué hablas?

—William Traver no sospecha que el señor Désoite es Luis XVII. Lo sabe. Yo misma se lo confesé ayer.

Blackraven se mordió el labio inferior para no explotar en insultos que, en esa instancia, de nada valían. Se paseó por la habitación mientras Béatrice permanecía quieta y callada, atenta a los fuertes pasos de Blackraven. Por primera vez, le temió.

—¿Irás a buscar a Traver ahora? —se animó a preguntar.

—Traver ha desaparecido. Anoche envié a uno de mis hombres a lo de la viuda de Avilés y encontró sus aposentos vacíos.

—¿Cómo consiguió dar con mi paradero? Fuiste muy cauto al sacarme de mi país y traerme aquí.

—En operaciones como la que llevamos a cabo para sacarte de la Francia se involucra a mucha gente, algunos conscientes de lo que están haciendo, otros completamente ignorantes. Ambos son peligrosos. Los primeros, porque pueden vender la información con la que cuentan; los segundos, porque, sin saberlo, pueden dar información que nos perjudique. Así es este juego, Marie. El riesgo lo es todo.

—¿Qué haremos? —quiso saber, y el tono de voz denunció su pánico.

—Por el momento, redoblar las precauciones.

Béatrice bajó la vista porque sabía lo que eso significaba: perder la poca libertad que tenía.

—Aún no he meditado los pasos a seguir —admitió Blackraven.

—Esto ocurre en un momento muy inconveniente. Espero que no trastorne tu boda con miss Melody —agregó, sin mala intención.

—Mi boda con Isaura se celebrará según lo previsto, pierde cuidado.