Capítulo X

En silencio, Alcides Valdez e Inclán liberó su miembro erecto y lo acarició. El cuerpo desnudo de Bernabela siempre ejercía ese efecto en él, sin importar cuántos años pasaran. Su cabello largo le bañaba la espalda y se regaba sobre las piernas de Blackraven cuando ella, gimiendo, llevaba la cabeza hacia atrás. Las manos enormes y oscuras de su socio le acariciaban los pechos pálidos, mientras las caderas de Bela danzaban sobre la pelvis de Blackraven. Admiraba el dominio que Roger conservaba hasta el final. Sus ojos, intensos, la seguían, medían sus reacciones, estudiaban sus gestos. La conocía, sabía cuándo y dónde tocarla, la posición en que más disfrutaba, el momento exacto en que la acometería el orgasmo.

Jamás olvidaría la primera vez que los vio juntos, durante la visita anterior de Blackraven, a fines de 1804. El aturdimiento en el que cayó lo salvó de precipitarse dentro de la alcoba y retarlo a duelo. Su vida habría terminado aquella noche, cualquiera que fuera el arma que hubiese elegido. Pocas veces se había topado con un hombre tan diestro con la espada y el cuchillo, sin mencionar que su puntería era infalible. “Tengo que pensar”, se dijo, sin apartar los ojos del cuadro que componía su esposa bajo las pesadas embestidas de Blackraven. En torno a él, poco a poco, el aire comenzó a viciarse de odio. Esa mujer que gemía y cuyas piernas envolvían las caderas de Blackraven no se parecía a su Bela, siempre tan evasiva y recatada en la cama.

Pronto descubrió que le gustaba mirarlos, que la excitación que alcanzaba después entre las ancas de alguna esclava le proporcionaba los orgasmos más intensos. Así, noche tras noche, mientras accedía a la farsa de dejarse drogar con una infusión de Cunegunda, se deslizaba en la oscuridad de su casa hasta alcanzar la ventana de la habitación de Blackraven que se había asegurado de dejar sin pestillo. Y, mientras se masturbaba, pensaba en la forma de destruirlo.

Esa noche había seguido a Bela y a Cunegunda que, como todos los días desde la vuelta de Blackraven del Retiro, se aventuraban en la oscuridad de la ciudad hasta la casa de la calle de San José. A él no le costaba entrar, tenía un juego de llaves. Por fortuna, Somar, Trinaghanta y Sansón, el intimidante terranova, habían quedado en la quinta. Se movía con libertad, sin temor a que los pocos esclavos lo descubriesen pues dormían alejados, en el fondo de la casa. En cuanto a Cunegunda, la negra esperaba en la cocina.

Un imperceptible cambio se había operado en Blackraven en los últimos encuentros; Bela también lo notaba, y el mal humor que la había atacado durante su ausencia no mejoró cuando él regresó del campo. Alcides se preguntó si habría otra mujer, si miss Melody tendría que ver con la mudanza de su socio. Sabas, que a diario le traía noticias del Retiro, aseguraba que el trato con la institutriz no se había desarrollado en los mejores términos. Bien sabía él que miss Melody podía sacar de tino a cualquiera, incluso al inconmovible Blackraven. Pero más le había interesado saber que una de las esclavas, Berenice, juraba haberlos visto una noche en la cocina, en una actitud comprometida. Según refería la anécdota, miss Melody se había escabullido dejando a Blackraven caliente como una brasa.

Se quedó prendado del hermoso sonido que producía Bela cuando alcanzaba el orgasmo. Agitó la mano sobre su miembro y segundos después consiguió el alivio. Al levantar la vista, descubrió que Blackraven ya había dejado la cama y se paseaba desnudo por la habitación en tanto Bela aún permanecía acostada, con los ojos cerrados. Alcides se dio cuenta de que su socio no había encontrado satisfacción, y podía percibir la humillación y la amargura de su esposa. De seguro, presagiaba lo mismo que él: pronto la haría a un lado.

No importaba. Dentro de algún tiempo moriría. Le había costado decidir la manera de eliminarlo. Roger Blackraven no era el tipo de hombre al que se sorprendía con la guardia baja. Entrenado para esperar la muerte a la vuelta de la esquina, vivía con esa creencia. Aunque le costara aceptarlo, lo admiraba. En realidad, le inspiraba una mezcla de odio, envidia y admiración.

Por primera vez en muchos años sentía que su temor a Blackraven se diluía. Después de todo, no se trataba de un ser invencible, y él no se encontraba desprovisto de armas para atacar. El talón de Aquiles de Blackraven estaba expuesto, siempre lo había estado, pero sólo después de descubrir la infidelidad de Bela reunió la fuerza y halló la justificación para golpearlo. Hacía tiempo que había accionado el mecanismo que acabaría con la vida del hombre que le había quitado su tesoro más preciado.

Lo enorgullecía la sagacidad con que se había movido para obtener una combinación mortal de información secreta y odio que dejaría a Blackraven indefenso. Sus enemigos no tardarían en caerle encima. “Sólo es cuestión de tiempo”, se dijo, “para que el mensaje llegue a los oídos correctos, si no ha llegado ya”. Ansiaba la muerte de Blackraven no sólo por venganza sino porque lo volvería un hombre de gran fortuna ya que la mayor parte de sus propiedades y negocios en el Río de la Plata se hallaban a nombre de su testaferro, Alcides Valdez e Inclán.

Alcides se acomodó la camisa dentro del pantalón, se echó la capa a los hombros y abandonó la residencia de la calle de San José envuelto en el mismo sigilo con el que se había movido las noches anteriores.

Hacía una semana que el señor Blackraven había dejado la quinta del Retiro y no habían vuelto a saber de él. Melody se decía que era mejor así. Sin él, la placentera vida que habían conducido hasta su llegada volvía a transcurrir en paz. Aunque Víctor lo echaba de menos y le preguntaba a Somar cuándo regresaría. El turco se limitaba a levantar los hombros y a negar con la cabeza.

—Su padrino es impredecible, niño Víctor.

Melody apuró a Fuoco y sonrió a Sansón, que se mantenía a trote cerca de los cascos del alazán. Miró hacia el río, donde el sol comenzaba a asomar en el horizonte.

En realidad, ella también echaba de menos a Blackraven. El último encuentro en la planta alta, al cobijo de la oscuridad y del silencio de la noche, volvía de continuo a su mente. “No me odies”, le había suplicado, y a ella le pareció que él estaba entristecido. ¿Sería genuina su pena? ¿Confiaría en un hombre como él, un seductor consumado? Sabía que se acostaba con la esclava Berenice, y se murmuraba que entre él y doña Bela existía un romance. ¿Enamoraría también a su sierva, la tal Trinaghanta? ¿Las besaría como lo había hecho con ella?

Se acarició los labios tratando de revivir la sensación que le habían provocado los de él. La suavidad del primer contacto se había transformado en un ardor que la asustó y que le trajo malos recuerdos. Le temía a la fuerza de los hombres, a que la sometieran y que ella nada pudiera hacer. Por eso había llorado; entonces, él le había suplicado: “No, Isaura, no, por favor”. Se empeñaba en llamarla Isaura, el nombre que le había dado su madre y que nunca le había gustado a su padre, quien, como de costumbre, impuso su voluntad y la apodó Melody, en honor de su canto. “Isaura”. La voz de Blackraven volvía a atravesarla, enervándola.

La visita de Covarrubias la tarde anterior la había dejado perpleja.

—Nepomuceno ya está en posesión de la escritura que acredita que él es el dueño de la casa en el Tambor.

—¡Oh, doctor! —se emocionó Melody—. ¡Qué maravilloso! Se lo agradezco tanto.

—No me agradezca a mí —declaró Covarrubias, con amargo acento, y, movido por un sentido proverbial del honor, añadió—: Su excelencia, el conde de Stoneville, se hizo cargo del asunto y lo finiquitó en días. —Sin darle tiempo a reaccionar, prosiguió—: En cuanto a la suerte de la esclava Felipa, ayer me llegó una nota de la madre superiora del convento de las Clarisas en donde me decía que la muchacha fue anónimamente donada para que se desempeñe como doméstica en ese claustro. No es necesario que le recuerde, miss Melody, que ése era el deseo más ferviente de Felipa después de que su patrona profesó con el velo negro para esa congregación.

—Sí, lo recuerdo. ¿Su excelencia otra vez? —alcanzó a preguntar, y Covarrubias asintió.

Volvió a mirar en dirección al río y le pareció divisar, alejado de la costa, a un nadador. Se inquietó; nadie en la zona desconocía el peligro de las corrientes del Plata. Brazada tras brazada, el nadador se adentraba en el río, volviéndose cada vez más pequeño; a veces desaparecía de la vista detrás de una onda. Se preguntó si se trataría de Pablo, siempre tan imprudente, pero lo descartó casi de inmediato; el asentamiento de troperos se encontraba distante de allí.

Desmontó y, con la mano sobre la frente, trató de no perder de vista al intrépido que desafiaba al río. Permanecería allí hasta verlo a salvo en la costa, aunque no supiese nadar. Se dio cuenta de que el intrépido habría desaparecido de la faz del río para cuando ella regresase con ayuda; de igual manera, se quedó en el filo de la barranca, atenta. El nadador se adentró más de dos millas pues pasó el malecón donde atracaban los barcos, y hubo un momento en que Melody dejó de verlo. Se impacientó, se movió hacia uno y otro lado, y esforzó la vista. Fuoco y Sansón compartían su inquietud.

A punto de ir por auxilio, volvió a distinguir la diminuta cabeza. Se notaba que nadaba hacia la costa. El alivio la llevó a correr barranca abajo, seguida por Sansón, decidida a alertar al intrépido de la peligrosidad de las aguas. Por un momento volvió a temer que se tratase de Pablo y el corazón se le llenó de aprensión. No quería encontrarse a solas con él.

El nadador se acercaba a la orilla en tanto ella ganaba terreno. A pasos del sitio donde rompían las mansas olas, Melody se dio cuenta de que era Blackraven. “Ha vuelto”, pensó, y se puso contenta. Sansón ladró y sacudió la cola, y se precipitó a saludar a su amo. Melody permaneció a cierta distancia sin decidir qué hacer. Por lógica y educación, se dijo, debería saludarlo; pero como ni la lógica ni la educación habían caracterizado sus encuentros, a él no le extrañaría si ella daba media vuelta y se alejaba a toda prisa.

Blackraven dejó de nadar y se puso de pie para caminar el último tramo hacia la playa. Enseguida divisó a Melody. Siguió avanzando; el río se retiraba y le descubría el cuerpo desnudo. Sus ojos penetraban los de ella. Melody se quedó quieta, con la vista fija en él. Blackraven era perfecto, eso la complacía, y al mismo tiempo la incomodaba porque evidenciaba la imperfección de su propio cuerpo.

El agua se escurría por el cabello de él, largo y suelto, y por su rostro, afilándole los lineamientos. Tenía el pecho cubierto por un vello oscuro. Le gustaron sus piernas, gruesas y sólidas, y los brazos de hierro que habían vencido al río y a sus trampas. Varias cicatrices le surcaban el torso y los miembros, y llegó a distinguir un tatuaje en el brazo izquierdo. La piel en torno a su cintura empalidecía y, entre una espesa mata de vello renegrido, asomaba un apéndice largo que creció y se endureció ante sus ojos. Era la primera vez que veía a un hombre desnudo, y no conseguía determinar si lo encontraba fascinante o repugnante. Se suponía que ese órgano debía penetrar el cuerpo de una mujer. “Es demasiado grande, ¿quién podría contenerlo?”. Un cosquilleo la sorprendió entre las piernas, similar al de la noche en que la besó. “¿Cómo puede él afectarme tanto?”, se preguntó con fastidio.

Ninguno escuchaba los ladridos de Sansón ni el chirrido de las gaviotas ni el sonido del oleaje al lamer las piedras de la costa.

Prisioneros de las emociones, se contemplaban con intensidad. Blackraven avanzó y Melody retrocedió, levantó la mano y gimoteó un lánguido “no”. Corrió cuesta arriba y saltó a la grupa de Fuoco, que galopó hasta perderse en la fragosidad del bosque de olivos.

Jimmy y Víctor se divertían con una peonza en el pórtico, cerca de la puerta principal, mientras Béatrice y Leonilda estudiaban la evolución de unos esquejes de rosas que él había traído de Holanda. Buscó a Melody por los alrededores. Temía que se hubiese fugado después del encuentro de esa mañana en la playa, aunque la presencia de Jimmy lo tranquilizó.

Durante esos siete días había pensado en ella todo el tiempo, como si se tratara de una presencia que lo acompañaba a cualquier parte y que lo distraía en asuntos de capital importancia.

Había pasado las tardes con Luis en la posada “Los Tres Reyes”, buscando en ese joven de casi veintiún años la clave de un misterio que no conseguía resolver. Como Luis se quejó de aburrimiento, le propuso colaborar con el doctor Moreno en la traducción de Du contrat social. Acordaron además una visita al Retiro para la semana siguiente.

Se había entrevistado en varias oportunidades con sus espías, O’Maley y Zorrilla, que le ratificaron la presencia de una logia jacobina en Buenos Aires que, en contra del deseo del movimiento independentista criollo, buscaba la libertad del Río de la Plata con los auspicios de la Francia. Asimismo, O’Maley se había ocupado de seguir al festejante de Béatrice, el escocés William Traver. Se lo tenía por comerciante; viajaba a menudo a Montevideo e incluso a Río de Janeiro. Resultaba alarmante que hubiese visitado en varias oportunidades la casa de quien se suponía que era el cabecilla de la logia francesa y que concurriese a menudo a una librería frente a San Francisco regenteada por un francés que vendía libros sin el nihil obstat concedido por la Iglesia.

Le había llegado una invitación de Nicolás Rodríguez Peña para compartir una cena en su casa de la calle de Las Torres. Con prudencia, Blackraven había comenzado a exponer sus ideas de libertad para ganarse la confianza de los criollos, tarea nada fácil ya que se sabían perseguidos por el virrey y temían a los traidores. Con Mariano Moreno fue distinto. Había ido a la casa de San José en tres oportunidades, siempre con la excusa de la traducción del libro de Rousseau. El muchacho le había confesado su ambición de romper con la España, a quien tildó de nación retrógrada, poblada por mezquinos y corruptos; su discurso, carente de circunloquios, puso de manifiesto lo que Blackraven había entrevisto en casa de Altolaguirre: que la pasión de Moreno, con tintes extremistas, debía manejarse con cuidado; podía ser útil, pero descontrolada se convertiría en fatal.

Aunque no había vuelto a encontrarse con Papá Justicia, Somar, que había viajado a la ciudad en un par de ocasiones, lo mantenía informado acerca de la rebelión de los esclavos. Se pretendía llevar adelante el ataque simultáneo a los principales negreros —Álzaga, Sarratea y Basavilbaso— durante la madrugada del Viernes Santo. Faltaban meses. Las armas habían sido entregadas y los esclavos eran adiestrados durante la noche en el barrio del Tambor.

Junto con Valdez e Inclán, visitó a diario las obras de la curtiembre. Cerca de allí se ubicaba la sede de la Real Compañía de Filipinas, y aprovechó para visitar a Sarratea que lo puso al tanto del ataque sufrido días atrás.

—Esperábamos que algo así ocurriese, excelencia.

—¿Por qué? ¿Alguien lo previno?

—No, nadie —dijo, pero Roger no le creyó—. Lo intuíamos porque la negrada anda muy revoltosa, y no es de extrañarse, con tanto francés revolucionario suelto por Buenos Aires. ¡Qué plaga! Además, hace poco llegó un barco con negros haitianos que les llenaron la cabeza de ideas raras.

—Veo que la influencia de Toussaint L’Ouverture ha alcanzado estas costas —comentó, pero Sarratea no sabía de quién le hablaba—. ¿Se conoce la identidad de los atacantes?

—No. Sólo sabemos que eran tres, todos con buenas monturas.

Por un lado lo tranquilizó que no mencionara al Ángel Negro; por el otro, se preocupó al enterarse de que habían sido tres jinetes los responsables del acto de vandalismo. No le quedaban dudas de que Isaura Maguire era uno de ellos, pero lo enloqueció de celos pensar en los otros dos. Por alguna inexplicable razón, se negaba a hacerla seguir, no deseaba investigarla, quizá porque temía descubrir algún secreto de ella que destruyese lo que su instinto se empeñaba en repetir: “Nunca has conocido ni conocerás a un ser más puro que esa muchacha”.

A sus preocupaciones se sumaba el nombre que Papá Justicia había deslizado durante su conversación: Popham. Él conocía a un comodoro inglés, sir Home Popham, amigo del venezolano Francisco de Miranda. Este último, durante años, había mendigado por toda Europa el apoyo para una incursión que liberase a Venezuela del dominio español. Blackraven los conocía bien a ambos, y no resultaba descabellado especular que hubiesen planeado un ataque a Montevideo o a Buenos Aires. Debía deshacerse de ellos.

La variedad de asuntos y responsabilidades lo mantenía despierto hasta la madrugada. La correspondencia le llevaba tiempo, y nunca faltaba la visita de Bela, que llegaba alrededor de las doce en compañía de Cunegunda. Había terminado por darle una llave de la puerta principal para que no usara la aldaba; los esclavos debían mantenerse ajenos al asunto. Cada vez le costaba más complacerla, y ella se daba cuenta. Su obsesión por Isaura Maguire estaba afectándolo más que ninguna otra mujer en su vida.

La divisó a lo lejos. Conversaba con Servando, el esclavo que Valdez e Inclán había adquirido para semental y que, durante el día, se desempeñaba como achurador, el oficio más humillante entre los negros. Reparó en él por primera vez: se trataba de un hombre joven —veinticinco años, quizás un poco más— de excelente constitución, delgado, fibroso, muy alto y de aspecto saludable; de eso daban cuenta las cuatro esclavas embarazadas que había dejado en la casa de la calle Santiago. Se preguntó si ya habría servido a alguna de las del Retiro.

Caminó hacia ellos, decidido a alejarlo de Melody. ¿Por qué reían? ¿Qué complicidad los unía? ¿Qué tenía que hacer un negro como ése, manchado de sangre y que apestaba a tripas de vaca, con Isaura? La sospecha lo condujo a grandes zancadas. Servando lo vio venir y se quedó mudo. Melody dio media vuelta y se volvió deprisa al ver de quién se trataba.

—Está bien, Babá, yo me haré cargo —la escuchó decir—. Vuelve al matadero ahora.

—Buenos días, amo Roger —dijo Servando, sin visos de temor.

—¿De qué se hará cargo usted? —la increpó—. ¿Acaso no tienes que hacer en el matadero? —se dirigió al esclavo.

—Fue mi culpa, señor —expresó Melody, sin mirarlo, aún de espaldas—. Yo le pedí que me hiciera un servicio.

—¿Se puede saber qué clase de servicio?

—Algo personal. Vete ya, Babá, no pierdas más tu tiempo por mi culpa.

—Con permiso, amo Roger —dijo el esclavo, y se marchó tras una rápida inclinación.

Melody se movió con la intención de volver a la casa, pero Blackraven la tomó por el brazo.

—¿Cómo lo ha llamado?

—Babá.

—Míreme. ¿Por qué no me mira?

—No puedo.

—¿Por qué? —Melody guardó silencio—. ¿Por lo que ocurrió esta mañana en el río? ¿Porque no se atreve a admitir que le resulto atractivo y que su cuerpo la traicionó con un montón de sensaciones al verme desnudo?

—Por favor, no me humille.

—¿Por qué lo ha llamado Babá? —preguntó con imperio, temiendo que se tratase de un nombre que usaban en la intimidad.

—Porque así se llama.

—Su nombre es Servando.

—No —contradijo Melody, y levantó la vista—. Ese nombre le pusieron el día en que lo embarcaron en el África. Su nombre es Babá. Y así lo llamaré yo. Dígame, señor Blackraven, ¿sería de su agrado que, de buenas a primeras, un día le cambiaran el nombre y le trastornaran la vida, lo arrancaran del seno de su familia y lo llevaran a un lugar distante con personas que no conoce y que no muestran ningún cariño por usted?

La pregunta pareció afectarlo. Desvió la vista y contempló a la lejanía, como si meditase la respuesta.

—No, claro que no —concedió, segundos después—. ¿Se preocuparía usted por mí y me dispensaría el trato afectuoso que reserva para Babá si yo hubiese atravesado por una situación similar?

—Señor Blackraven, no consigo imaginar la situación en la que usted me inspiraría lástima.

Para asombro de Melody, la respuesta lo ofendió.

—Me desprecia. Por inglés y por tener esclavos.

—No, no lo desprecio —y no se animó a agregar: “Aunque debería. Por inglés y por tener esclavos”.

—¿Qué encomienda le encargó a Babá? —Ante la reserva de Melody, insistió—: Si se trata de la suerte de alguno de mis esclavos, exijo saber. Yo resolveré el problema.

—No se trata de la suerte de uno de sus esclavos.

—Aunque se trate de la suerte del esclavo de cualquiera —se impacientó—, de hoy en más, usted acudirá a mí para resolver esas cuestiones.

—El doctor Covarrubias…

—El doctor Covarrubias ya no tiene injerencia en este asunto. El famoso Ángel Negro —pronunció, y Melody levantó la vista rápidamente— está causando una inquietud que no estoy dispuesto a tolerar. Hay quienes la asocian con un ataque ocurrido días atrás a la Real Compañía de Filipinas, el mismo día en que yo la vi cruzar los campos como si huyese de algo o de alguien. No admitiré escándalos relacionados con mi nombre, señorita Isaura. Y usted, aunque no lo desee, está relacionada conmigo.

La desilusión la dejó callada y triste.

—¿Qué le pasa? —preguntó Blackraven, de mala manera—. ¿Acaso le he prohibido que siga con este dislate de creerse el adalid de los negros? Le he ofrecido mi ayuda. Le aseguro, señorita Isaura, que será mucho más efectiva que la del doctor Covarrubias. Y más discreta, también.

—Imaginé… —habló Melody en voz tan baja que Blackraven se inclinó para escucharla—, imaginé que usted ofrecía su ayuda porque se compadecía de los africanos. He sido una cándida al pensar que usted era un buen hombre. Todo lo hace por propia conveniencia.

—Quizá no posea su magnanimidad, Isaura, pero tampoco soy un monstruo —se defendió.

—¡Roger, querido! —exclamó de lejos Béatrice, y Melody amagó con escabullirse hacia la casa.

—Aquí se queda —ordenó Blackraven, y volvió a tomarla por el brazo.

La señorita Béatrice y Leonilda se acercaron, con Jimmy y Víctor por detrás.

—Pensamos que no regresaría a tiempo para cumplir su promesa, señor —dijo Víctor, y Melody se enorgulleció de su aplomo.

—¿Qué promesa es ésa, muchacho?

—Llevarnos a la Plaza de Toros a ver la corrida. Hoy es domingo —le recordó.

Aunque Melody detestaba ese espectáculo, no se opondría si Blackraven decidía llevar a los niños. Hacía tiempo que no veía a Jimmy con esa ansiosa alegría en los ojos. Últimamente, su salud se deterioraba sin remedio. Dos noches atrás había sufrido un desmayo y todavía su semblante conservaba un tinte azulado.

—¡De veras, Roger! —se sumó Béatrice—. Será un refrescante esparcimiento.

Blackraven expresó con picardía:

—Iremos si la señorita Isaura nos acompaña.

—¿Verdad que nos acompañará, miss Melody? —se impacientó Víctor.

—Acompáñanos, Melody —pidió su hermano.

—Sí, iré con vosotros.

Se decidió que, después de oír misa en la iglesia del Pilar y del almuerzo, partirían a pie a la Plaza de Toros, lindante con el extremo sur del Retiro.

Como había dado por sentado que Blackraven no iría a misa, Melody se sorprendió al verlo. Tenía un aspecto demasiado profano para no descollar entre la feligresía. Hombres y mujeres se concentraron en él mientras avanzaba por la nave principal con la señorita Béatrice del brazo. Llevaba la cabeza descubierta, el cabello peinado hacia atrás en una coleta, brillante como el mármol negro a causa del aceite de Macassar.

Una oleada de calor cubrió las mejillas de Melody al evocar el embarazoso encuentro de esa mañana a orillas del río. Apretó el rosario entre sus manos. Juzgaba tan escandaloso dar cabida a esas imágenes en una iglesia como haber permanecido quieta mirándolo en sus partes pudendas. Todavía le costaba entender qué la había poseído. Quería pedir perdón a Dios y olvidar, pero el momento de silencio e intimidad compartido con ese hombre era lo único en lo que pensaba. Cada instante vivido con Roger Blackraven guardaba un secreto, algo que sólo él y ella sabían.

Sintió el peso de su mirada a lo largo de la misa como advertencia de que las cuestiones entre ellos no habían concluido. Aún quedaba el tema de los esclavos por zanjar. Él había ofrecido su ayuda y había dado pruebas al conseguir la escritura de Nepomuceno y al arreglar la aceptación de la negra Felipa en el convento de las Clarisas. Aquellos favores debieron de costarle una fortuna, pero, como lo consideraba un hombre que no movía un dedo si no entreveía un beneficio personal, no podía dejar de pensar que, de algún modo, aquello le convenía.

Terminada la ceremonia, esperó que se desalojara el templo para dirigirse a la capilla del Sagrado Corazón. Quedaban algunas mujeres, las mismas con las que había rezado el rosario antes de misa. Se acomodó la mantilla y se ubicó en el reclinatorio. Sabía que cuando levantara la vista y se cruzara con la mirada de Cristo lloraría. Le pediría por Jimmy, que no se lo quitara, le ofrecería su salud a cambio.

Blackraven la buscó entre los feligreses, en el atrio. Divisó a los Valdez e Inclán, que almorzarían con ellos para concurrir después a la Plaza de Toros; vio a Béatrice conversando con Concepción, la esposa de Altolaguirre; a Víctor y a Jimmy, que seguían jugando con la peonza; al padre Mauro, gran amigo de Melody, según le había informado Somar; a Covarrubias, a Diogo Coutinho, a los vecinos, a un grupo de esclavos, a todos menos a ella.

Preocupado, volvió a la iglesia. La descubrió de rodillas frente a un oratorio cercano al altar principal. El aire, surcado por filos de luz, olía a cirios y a incienso, aromas agradables que acentuaban el ambiente de recogimiento que lo obligó a moverse con sigilo. Tan absorta se hallaba Melody que no advirtió su presencia, a pesar del juego de luces y sombras que se produjo.

Blackraven era un iconoclasta incapaz de creer en alguien superior a sí, demasiado orgulloso para pedir ayuda. Repetía que, cada vez que necesitó una mano, la encontró en el extremo de su otro brazo. Hacía tiempo que había desterrado a Dios de su vida y se burlaba de quienes apelaban a esa entelequia para solucionar los problemas; los tildaba de cobardes. Con Isaura Maguire, en cambio, nada le evocaba la palabra “cobardía”, ni siquiera en ese momento en que, como en trance, con una mirada sin parpadeos fija en la imagen del Sagrado Corazón, parecía avasallada y débil, sometida a la voluntad del Ser supremo. Su devoción, por el contrario, le inspiró respeto.

Notó las lágrimas que le mojaban las mejillas. Su palidez lo asustó. Una luz alabastrina le transfiguraba el rostro. Blackraven no conseguía articular palabra. Se había convertido en prisionero del silencio y de la solemnidad que la piedad de Isaura infundía. ¿Tenía derecho a la pureza de esa mujer?

Melody sufrió un quebranto y se cubrió la cara con ambas manos. Blackraven cayó de rodillas a su lado, y ella se percató de una mano en su cintura y de la calidez de un aliento agradable que le jugueteó al oído. Las palabras que siguieron parecían parte de un sueño.

—Yo haría cualquier cosa por ti.

Lo miró a los ojos y trató de descubrir la trampa. No confiaba en ese hombre. Hermoso, rico, vano, mujeriego, seductor. Inglés. Frío, calculador, inescrupuloso. Una agobiante sensación de soledad y vulnerabilidad la llevó a confesar:

—Es por Jimmy.

—Lo sé —dijo él, mientras le pasaba un pañuelo.

—Anteayer se desmayó. Pensé que había muerto. No conseguía volverlo en sí —recordó, con desesperación.

—Lo sé. Somar me envió una nota comunicándomelo. Por eso he vuelto.

Se miraron, muy cerca el uno del otro. Nunca había experimentado la ternura que le inspiraba esa muchacha, con su pequeña nariz enrojecida y los ojos brillantes de lágrimas.

—Mañana por la mañana nos visitarán dos médicos, los mejores de la ciudad, y se ocuparán de Jimmy.

—No más médicos. ¿Qué me dirán? ¿Que no le queda mucho tiempo? No soportaré escuchar eso otra vez. Es lo que han venido diciendo desde que nació. No, no quiero un médico ni dos. Jimmy les teme.

—Isaura, debes ser razonable. —Roger había caído en el tuteo, y para ella resultaba extrañamente natural—. Se trata de los mejores. Quizás exista alguna esperanza.

—Costará un dinero que no poseo.

—Yo me haré cargo.

—No.

—Muchacha, no seas obstinada —repuso él, con paciencia—. Un inglés es tan bueno para ayudarte a salvar a tu hermano como un hombre de cualquier otra nacionalidad. ¿Impedirás que Jimmy sea asistido por un buen par de catedráticos y todo por un orgullo estúpido?

Ella bajó la vista, apenada, y no volvió a hablar; se secó las lágrimas y se puso de pie. Blackraven la ayudó.

Bernabela lo vio salir de la iglesia junto con miss Melody. No se tocaban, igual los rodeaba un halo de intimidad y complicidad. Lo que la esclava Berenice le había referido a Sabas no se presentaba tan descabellado a la luz de esa imagen. Había hecho bien en pedirle que investigara el pasado de la institutriz. De alguna manera se desharía de ella. Los hechizos de Cunegunda no surtían efecto y la esclava se negaba a volver a practicar la magia negra.

—Miss Melody tiene un espíritu muy poderoso que la protege. Todo lo que hago se vuelve en mi contra. Estoy segura de que Justicia la protege y yo no quiero terminar muerta, ama Bela.

—Envenénala.

—Yo no sé naa de eso —mintió.

Papá Justicia la había amenazado con matarla si la descubría practicando con venenos otra vez.

Allí iba Diogo a saludarla, con esa cara de cordero que reservaba para su adorada miss Melody. Si al menos le propusiera matrimonio y se la llevara lejos. Se lo sugeriría, incluso el rapto debía considerarse. Blackraven no permitió que Diogo los demorara, y siguió avanzando hacia la salida; ahora su mano se apoyaba en la parte baja de la espalda de Melody y le abría el paso como si se tratara de un lictor. Un grupo de esclavos intentó acercarse, y Blackraven, mano en alto, ordenó:

—No ahora. Más tarde, por la parte trasera del Retiro.

Ante aquel despliegue, Bela se quedó atónita. La protegía con un celo que jamás habría imaginado en un hombre frío como él. Una risa histérica le trepó por la garganta y se tapó con el abanico. ¿Roger Blackraven enamorado de una criatura anodina como miss Melody? ¿Roger Blackraven enamorado? La ironía le pareció absurda.

Se acordó de la última vez en la casa de San José y se deprimió. Lo había notado distante, se había excitado con dificultad. La torturó pensar que, mientras le hacía el amor, imaginaba a miss Melody. Un sentimiento oscuro llenó de tinieblas su ánimo, y la detestó con una fuerza renovada que no experimentaba por nadie, ni siquiera por Valdez e Inclán.

Diogo Coutinho se ubicó a su lado.

—Veo que miss Melody no está en tan malos términos con Blackraven como nos han cotilleado.

—Si no te apuras —acicateó Bernabela—, otro morderá el fruto que tanto te tienta. —Diogo asintió—. ¿Por qué no la seduces? Eres un hombre lleno de argucias con las mujeres, no comprendo qué esperas—. Meses atrás le propuse matrimonio.

—No me lo habías dicho —se pasmó Bela.

—Me rechazó.

—¡Qué pretenciosa!

—Aseguró que jamás contraería matrimonio.

Bela observó a su hermano por el rabillo del ojo y supo leer la codicia y los celos que se entremezclaban en su gesto despreocupado.

—Ráptala, Diogo. No tendrá opción y se casará contigo.

Coutinho lanzó una risotada vacía y artificiosa.

—La deseo, Bela, pero no arriesgaría mi pescuezo por ella. Conozco a Blackraven y no me interpondría en su camino. A diferencia de ti, sé cuándo retirarme de una contienda. Me parece que tendré que deleitarme con las muchachas de madame Odile y contentarme con la negra Gabina. Tú, querida hermana, deberías buscarte otro amante y no despertar el lado feroz de Blackraven.

El grupo entró en el Retiro, algunos a pie, otros en coche. Los Valdez e Inclán cruzaron el portón principal en su tartana y se asomaron para elogiar la mansión, famosa por sus casi cuarenta habitaciones. Al tiempo que las muchachas alababan la soberbia casa, Bela se juraba: “Algún día todo esto será mío”.

Una muchedumbre se congregaba cerca del pórtico. La vocinglería los alcanzaba incluso a esa distancia. Se divisaba a Sansón que, frenético, corría de un lado a otro, lanzaba tarascones y ladraba. Blackraven se hizo sombra con la mano y advirtió que se trataba de una gresca. Soltó el brazo de Béatrice y corrió hacia la casa.

—No corras —ordenó Melody a Jimmy, y se lanzó detrás de Blackraven.

Se trataba de Servando y de Sabas, entreverados en una pelea. Melody ahogó un grito al ver el cuchillo de Sabas, que se movía con diestras fintas cerca de su adversario. Nunca le había gustado Sabas, pero en ese momento le temió. La mueca de su rostro, habitualmente desdeñosa y artera, se había transfigurado en una máscara malévola. La parte blanca de sus ojos se había vuelto roja y mostraba los dientes como un perro. No sólo lo castigarían por el escándalo sino por el cuchillo que portaba. Los esclavos tenían prohibido el uso de cualquier tipo de arma; ni siquiera se les permitía comer con cubiertos de metal, por lo que se fabricaban los propios en madera o en asta. Aunque quisiera, Melody no lo salvaría del castigo de Blackraven.

Lo vio quitarse el saco y entregárselo al sirviente turco, que acababa de sumarse al grupo de espectadores.

—¡Sabas! —vociferó—. Entrégame ese cuchillo.

Sabas y Servando permanecían ajenos al tumulto, y ni la voz de Blackraven consiguió arrancarlos del vórtice de odio en que se hallaban atrapados. Melody no reconocía esa mirada en Servando; ahora veía al cazador africano y tuvo la impresión de que el negro disfrutaba de la pelea.

—Te mataré —vociferó Sabas— para que no vuelvas a tocarla. Ella es mía.

Era un asunto de faldas. Servando se abalanzó, armado de su ira solamente. Rodaron por el piso, y el griterío recrudeció. Sabas logró poner a Servando de espaldas en el suelo y le acercó el cuchillo al ojo. El yolof le asía la mano y la apartaba con dificultad.

Blackraven jaló a Sabas por la cintura del pantalón y lo arrojó a un costado sin mayor esfuerzo. El negro se agitó en el suelo y se puso de pie. Estaba ebrio; insultaba y movía el cuchillo. Blackraven, con un puntapié, se lo hizo soltar y, cuando el esclavo trató de atacarlo con los puños, le propinó un golpe en el estómago que lo puso de rodillas. Melody concluyó que Blackraven era del tipo de hombre que, al final de una pelea, siempre se sostenía en pie. Sus brazos se habían inflado bajo la camisa, y un rasgón en la tela a la altura de los abdominales mostraba la tensión de sus músculos.

—¡Babá! —profirió Blackraven—. ¡De pie!

Desde el suelo, algo incorporado, el esclavo lo contempló con estupor. Recién caía en la cuenta de la presencia del amo Roger y de que lo había llamado por su nombre. Movió los ojos en torno y descubrió el círculo de gente que lo rodeaba. Su mirada de desconcierto se cruzó con la de la señorita Elisea, que, junto a su madre y a su hermana menor, sollozaba con la mano sobre la boca. Bajó la cabeza, mortificado.

—Somar —llamó Blackraven—, sujeta a Servando y sígueme a la alquería.

Melody ahogó un grito. La alquería era una pequeña cabaña en los confines de la propiedad donde se guardaban las traíllas y otros avíos de labranza, y el cepo y los látigos.

—Excelencia —interpuso don Alcides—, deje este penoso asunto en manos de don Diogo y de Somar. Ellos se harán cargo del castigo. No se moleste usted, vuestra merced.

—No quiero trifulcas ni armas entre mis esclavos —dictaminó Blackraven, enfrentando al grupo—. Yo mismo castigaré a quien infrinja alguna de estas reglas. Mi palabra es ley.

Melody corrió junto a Blackraven y le tocó el brazo para suplicarle clemencia, pero, cuando él se dio vuelta y le clavó un vistazo, ella retrocedió, asustada. Se contemplaron fijamente por algunos segundos hasta que Blackraven le dio la espalda y se alejó en dirección a la alquería.

Anochecía. Pronto servirían la cena. Melody debía cambiarse y peinar su cabello que se había escapado de las presillas y ahora le cubría los hombros en un salvaje desarreglo. Le habría gustado que su cabellera luciera como la de la señorita Elisea, tan oscura y dócil, o como la de Angelita, de encantadores bucles dorados. La de ella, en cambio, parecía la de una bruja. Al menos eso le había dicho Paddy y ella le creía. Detestaba su cabello, crespo e indómito, de una tonalidad indefinida entre el rubio y el pelirrojo, más lo segundo que lo primero. También detestaba sus labios, tan gruesos, y sus caderas, tan anchas, y sus senos, tan prominentes. En realidad, odiaba todo su cuerpo.

Venía de pasar unos minutos con Servando en la alquería después de sortear algunas dificultades para dejar la sala de la mansión. Lo había hallado en el cepo, exhausto y dolorido.

—No se preocupe por mí, miss Melody —le había pedido—, que la saqué barata. Tendría que haber visto a Sabas, con los ochenta latigazos que le dio el amo Roger. A mí no me dio ni uno.

Sin cruzar palabra, le curó una herida en el pecho, le dio de comer y de beber y le puso un linimento en las partes donde apretaba el cepo.

Camino a la casa, mientras apuraba el tranco, meditó acerca de la extraña jornada que pronto terminaría, con situaciones que tentaron sus nervios de la mañana al atardecer. El encuentro con Blackraven desnudo en la playa, la conversación que sostuvieron después de misa y la pelea entre Servando y Sabas habrían resultado suficientes para alterar al más equilibrado. Pero no acabó allí. El almuerzo con los Valdez e Inclán se sumó a los momentos del día que la pusieron a prueba.

Olvidándose de los buenos modales, don Alcides mencionó la pelea, lo que llevó a una discusión acerca de la naturaleza montaraz de los negros. Melody, que sabía que don Diogo se peleaba como gallo de riña en cada bar y antro que frecuentaba, se vio tentada de preguntar si por sus venas corría sangre africana. Decidió guardar silencio y comer. Su prudencia se esfumó cuando doña Bela dijo que los esclavos eran seres inanimados, menos que animales.

—Interesante su punto —manifestó, y Bernabela se quedó mirándola, sorprendida de que se atreviese a dirigirle la palabra—. Si los africanos son seres inanimados, menos que animales, ¿por qué la Iglesia se muestra tan interesada en evangelizarlos? A menos que, dentro de poco, el obispo Lué nos ordene oír misa con nuestros perros y caballos.

Se escucharon risas contenidas, aun de los esclavos que servían la mesa.

—Melody, por favor —interpuso el padre Mauro.

—Es muy desagradable, excelencia —se quejó doña Bela—, compartir la mesa con el servicio doméstico.

—La señorita Isaura no es parte del servicio doméstico —aclaró Blackraven—. Disculpe si lo escandalizo, padre Mauro —dijo a continuación—, pero creo que la señorita Isaura está en lo cierto. Si sostenemos que los esclavos son seres inanimados, ¿por qué preocuparnos en catequizarlos? Los míos pierden dos horas de trabajo cada domingo para oír misa.

—No son seres inanimados, excelencia. Han vivido en estado salvaje, pero no carecen de alma. El deber de la Iglesia es mostrarles la verdad de Cristo y guiarlos por el camino de la salvación.

—Disculpe, padre, pero no creo que la Iglesia esté mostrándoles a Cristo.

A excepción del padre Mauro, que ya conocía a Melody, el resto se quedó expectante y tenso.

—¿Cómo es posible —prosiguió— que los africanos lleguen a creer y respetar a una religión que pregona que todos los seres humanos son iguales y a la vez permite que se los trate peor que a bestias? Incluso las mismas órdenes religiosas y sus sacerdotes en forma privada los esclavizan.

—Usted está blasfemando —apuntó don Alcides.

—¡Hereje! —apostilló doña Bela.

—Ya hemos discutido esto, Melody —terció el sacerdote, con tolerancia—, y te he explicado que es una bendición para los esclavos poder convivir con cristianos que les enseñen modales y les transmitan la única y verdadera fe, la católica.

—¿Les enseñamos la verdadera fe y los buenos modales quitándoles la libertad, castigándolos duramente, marcándolos como si fueran ganado? No me imagino a Cristo aprobando ese comportamiento —insistió.

—¡Esto es escandaloso! —chilló doña Bela—. No soportaré otro comentario como el que acabo de escuchar.

—Si lo desea, doña Bela —habló Roger—, tiene mi anuencia para retirarse. Puede descansar en la habitación que ocupa la señorita Leo. Ahora, dígame, miss Melody, ¿qué propone usted con respecto al destino de los esclavos?

—Lo que propongo —manifestó, a sabiendas de que Blackraven le tendía una trampa— es una utopía.

—Alguien dijo que las utopías de ayer son las realidades de hoy. Dígame, ¿qué propone hacer con los esclavos?

—Propongo manumitirlos, excelencia, a todos ellos. Regresarlos al África, si es lo que desean, o contratarlos con un jornal digno para que realicen las tareas que hoy no les reditúan un centavo.

Se levantó un murmullo. Melody notó que sólo Blackraven callaba y la observaba con gesto inextricable.

—Si quieren la libertad —interpuso Valdez e Inclán—, deberán comprarla.

—Me pregunto, don Alcides, ¿cómo podrían los africanos comprar su libertad si usted se queda con el total de los jornales que ganan trabajando?

—¡Esto es inadmisible! —profirió doña Bela, y Blackraven medió para evitar que la polémica pasara a mayores.

—Ya deberíamos aprestarnos para salir —dijo—. En caso contrario, llegaremos tarde a la corrida.

Melody lanzó un suspiro y se apuró en el último trecho. El crepúsculo languidecía y la noche se apoderaba del cielo. Todavía le quedaba por delante la cena, aunque sería llevadera sin el matrimonio Valdez e Inclán; habían partido algunas horas antes dejando a dos de sus hijas como huéspedes, Elisea y Angelita. Aunque doña Bela también deseaba pasar una temporada en el Retiro, su esposo no se lo permitió, y de nada valió su pequeña escena de llanto ni su mala cara después.

Melody entró en la caballeriza para ver a Fuoco y lo notó inquieto, al igual que el resto de los animales. El caballo de Blackraven piafaba y relinchaba.

La tomaron por detrás y le taparon la boca. Melody se contorsionó y trató de liberar los brazos.

—¡Melody, quédate quieta! Soy yo, Tommy.

—¡Has podido matarme del susto! —se enfureció, mientras se acomodaba la blusa y se quitaba el cabello de la cara—. ¿Qué haces aquí? Si Bustillo te descubre, no dudará en dispararte.

—Vine a buscar a Fuoco.

—Hola, Melody.

Pablo surgió de la penumbra y se detuvo frente a ella. Le dirigió esa mirada de desolación que tanto daño le hacía. Melody lo quería como a un hermano; se conocían desde pequeños y se habían criado juntos.

A diferencia de Lastenia, la madre de Melody, a Fidelis Maguire lo tenía sin cuidado que sus hijos se relacionaran con Pablo, hijo del capataz, su hombre de confianza y gran amigo. Se los veía juntos la mayor parte del día, a lomo de caballo o enredados en alguna travesura. Desde niño, Pablo había experimentado un sentimiento reverencial hacia Melody. En un principio le gustó el sonido de su risa, tan genuina y contagiosa, y le parecieron bonitas las pecas rojizas de su nariz; después la escuchó cantar, y la dulzura de su voz lo dejó callado y sereno. Con el tiempo, reparó en la hermosa mujer en que se había convertido, y creció en él un fervor por poseerla. Fueron novios, a escondidas; doña Lastenia jamás lo habría consentido. Él la besaba y la abrazaba cada vez que podía, pero jamás pasaba ese límite. Para satisfacer sus instintos había otras. Melody se casaría con él y llegaría virgen al matrimonio. Era un ángel al que él no se atrevía a mancillar.

Nada resultó como Pablo había planeado. Después de la muerte de Fidelis, él y Tommy se vieron forzados a huir para no caer en manos del comisario del pueblo, quien, en connivencia con Paddy Maguire, sobrino de Fidelis, los acusaba de abigeato. De todos modos, a Pablo poco le importaba su destino. Melody ya le había confesado que no lo amaba y había roto con él.

Desde la huida, volvieron a verse en contadas ocasiones, con Tommy siempre presente; eran momentos incómodos, caracterizados por la frialdad y el distanciamiento que Melody imponía. Él seguía amándola y padecía su indiferencia.

—Hola, Pablo —respondió, y desvió la mirada—. ¿Dices que vienes a llevarte a Fuoco? Ni lo pienses, Tommy.

—Lo necesito. Mi caballo perdió una herradura y tengo prisa.

—¿En qué andan? ¿Para qué necesitan mi caballo?

—Tenemos que ir a la ciudad a buscar provisiones.

—No me mientas, Pablo.

—Entonces no preguntes —se impacientó Tommy—. Es por una causa justa. Por la misma que el otro día atacamos la Real Compañía de Filipinas.

—Me enteré de que hubo un incendio. No era eso lo que habíamos acordado. Robábamos los carimbos y nos marchábamos.

—Te preocupas demasiado —expresó Tommy, risueño.

—Y tú no te preocupas lo suficiente —se enfadó Melody—. No has preguntado por Jimmy. Eres un desalmado. Siempre embrollado con tus cuestiones, bien poco te importa de nuestra suerte. Jimmy no ha estado bien, Tommy. Se desmayó el otro día. Ya no sé qué hacer —agregó, y se le quebró la voz.

Pablo se retiró para ocultar las lágrimas y Tommy abrazó a Melody. La familiaridad de aquel contacto la tranquilizó y se permitió fantasear con que no se hallaba sola para enfrentar al mundo, que Tommy y Pablo la acompañaban como cuando niños.

—Quítele las manos de encima. Ahora.

Reconoció la voz de Blackraven, que tronó en sus oídos y alborotó a los caballos. Le sobrevino un desfallecimiento y se sujetó a Tommy, aunque cobró ánimo de inmediato y lo enfrentó. Blackraven le dio miedo. El ceño que le pronunciaba la línea oscura de las cejas enmarcaba una mirada siniestra. La ignoraba, sólo parecía interesado en el extraño que le pasaba el brazo por los hombros.

—¿Quién es usted?

Blackraven advirtió que Melody se interponía entre él y el muchacho, actitud que no ayudó a enfriar sus celos.

—¿Qué hace en mi propiedad?

—Usted debe de ser el inglés —habló Tommy, y escupió cerca de las botas de Roger.

—¡Tommy! —se enfadó Melody, y lo empujó hacia atrás, hacia la salida—. Vete, vete.

Blackraven lo alcanzó en dos zancadas, lo tomó por las solapas y lo levantó en el aire. Tommy trató de quitarse esas manos de encima, pero casi de inmediato dejó de forcejear al caer en la cuenta de que sus pies se despegaban del suelo. La fuerza de aquel hombre lo mantuvo quieto, entre asustado y perplejo. A pesar de vivir con los troperos, personajes rústicos acostumbrados a derramar sangre ajena, admitió que pocas veces se había topado con una fisonomía que le inspirase tanto miedo.

—¿Quién es usted? —se impacientó Blackraven—. ¿Qué tiene que ver con Isaura?

—¡Por amor de Dios! —suplicó Melody, al borde de un ataque nervioso, y golpeó a Roger en la espalda—. ¡Déjelo! ¡Está lastimándolo! ¡Déjelo! ¡Es mi hermano! ¡Mi hermano! ¡Tomás Maguire!

Las palabras de Melody penetraron en su mente ofuscada. Aflojó la tensión de las manos y regresó al muchacho a tierra firme, sin soltarlo por completo. Movió su cabeza en dirección a Melody y descubrió que sus ojos y mejillas resplandecían en la penumbra a causa del llanto.

—¿Su hermano?

Escuchó un alarido al tiempo que un dolor lacerante en el costado derecho lo replegó sobre su vientre. Cayó al suelo e instintivamente se apretó los ijares. Enseguida reconoció la cálida pegajosidad de la sangre entre sus dedos. No podía respirar, la puntada se tornaba insoportable con cada tentativa por cobrar el aliento. Supo que lo habían herido a traición con un arma blanca y temió que le hubiesen perforado el pulmón. Se lo merecía, por haber permitido que los celos lo obnubilaran y haber descuidado la retaguardia. En otros tiempos jamás habría soslayado ese detalle, pero tratándose de Isaura Maguire comenzaba a actuar como un estúpido.

—¡Pablo! ¿Qué has hecho?

Reconoció la angustiada voz de Melody y se concentró en su imagen mientras las siluetas que lo circundaban se desvanecían en líneas confusas. Cerró los ojos e inspiró hondo aunque la puntada lo traspasara como una espada. Se puso de pie y se dio cuenta de que lo ayudaban. Era Melody.

—¿Dónde está el felón que me atacó por la espalda?

—Se ha marchado. Mi hermano y él se han marchado.

Alertado por el escándalo, apareció Bustillo.

—¿Qué ha ocurrido, patrón? ¡Está sangrando! —se horrorizó al ver los dedos apretados en el costado, teñidos de rojo.

—Bustillo, ayúdeme a llegar a mi habitación. Y usted, señorita Isaura, vaya por Somar y Trinaghanta.

—¿Podrá subir las escaleras, patrón?

—Podré.

Somar y Trinaghanta entraron en el dormitorio; Melody, en cambio, se quedó bajo el dintel. Blackraven se hallaba solo, recostado en la enorme cama, sin chaqueta ni camisa y aún llevaba los pantalones manchados de sangre. Su pecho subía y bajaba a un ritmo apacible mientras un brazo le descansaba sobre la frente. Trinaghanta revisó la herida y expresó en un duro inglés:

—Necesitará costura, amo Roger. Somar, tráeme el láudano.

—Sabes que no aceptaré que me atontes con opio. ¿Cuándo has debido dormirme para coserme?

—Es para que no le duela, no sea tozudo.

—Nada de opio. Somar, sírveme un whisky. Vamos, Trinaghanta, limpia la herida y cósela.

Melody se acobardó; no soportaría la vista de la aguja mientras se hundía en la carne a sabiendas de que Blackraven sufriría cada pinchazo por culpa de ella. Se sintió miserable y prefirió abandonar la habitación.

—Isaura —llamó Roger—, ven aquí, acércate.

Se aproximó hasta el pie de la cama y se apoyó contra el poste del dosel, con la vista baja, percibiendo el par de ojos azules que no la abandonaban.

—¿Quién me hirió? —Ella no contestó—. Dímelo —exigió, con suavidad.

—Pablo.

—¿Otro de tus hermanos?

—Pablo no es mi hermano. Su padre era el capataz de nuestra estancia. Tommy y él son grandes amigos.

Ahora sabía quiénes la habían acompañado la noche de la excursión a la Real Compañía de Filipinas.

—Tommy —repitió—. Tu hermano me ha parecido un zagal un tanto precipitado.

Melody asintió, y le vino a la mente la sesión de tarot cuando madame Odile le habló del arcano número cero, el loco, símbolo de la insensatez y de la imprudencia, y se preguntó si se trataría de Tommy. Y también se acordó del emperador, el cuarto arcano, la carta principal de la tirada, y pensó en Blackraven. Lastenia, su madre, se habría escandalizado de haber sabido que comenzaba a dar crédito a esas supersticiones.

—¿Qué edad tiene?

—Diecinueve.

—¿Qué hacía en mi propiedad?

—Había venido a buscar a Fuoco. ¿Va a denunciarlos?

—Se lo merecen —dijo, con entonación carente de severidad—. ¿No lo crees así? Mírame, Isaura. Vamos, quiero ver tu rostro. —Melody levantó la vista lentamente—. ¿Qué debo hacer, Isaura?

La muchacha le lanzó una mirada desesperada, y Blackraven se llenó de compasión. Lucía muy pálida, y el cabello suelto y alborotado daba muestras de que había atravesado por un mal momento.

—Ellos…

—Ellos, ¿qué? —instó Blackraven.

—Ellos han padecido tanto desde la muerte de nuestros padres. La vida no ha sido fácil para ninguno de nosotros.

Detestaba apelar a la lástima ajena, pero no tenía fuerzas para envalentonarse y, aunque apretó la garganta para no llorar, las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Siento tanto lo que ha ocurrido —expresó—. Estoy muy avergonzada. Ahora usted tiene que pasar por todo esto, por mi culpa…

—Isaura —la interrumpió Blackraven—, ven aquí.

Se aproximó al borde de la cama, a la altura de la cabecera. Trinaghanta limpiaba la herida. La manga de su peculiar atuendo se derramaba en los pectorales de Blackraven, mientras sus dedos oscuros revoloteaban sobre el tajo con una pericia que infundía seguridad. Melody le estudió el perfil de facciones rotundas y poco comunes; ella también tenía labios gruesos y marcados pómulos, y sus ojos, enormes y rasgados, de un negro impenetrable, parecían abarcarlo todo. Se miraron, y la extraña mujer le sonrió.

—No quiero que te preocupes —dijo Blackraven—, esto no es nada, apenas un corte superficial. Trinaghanta sabrá cómo arreglarlo. Está acostumbrada. Y quédate tranquila pues no denunciaré a Pablo, menos aún a tu hermano.

La sonrisa de Melody mitigó el dolor de la puntada, y Blackraven pensó: “Es la primera vez que me sonríe”.

Después de que Melody dejó la habitación, Somar se aproximó a la cama y le dirigió una mirada sombría.

—Has pensado que el tal Tommy era el amante de miss Melody y has permitido que los celos te enceguecieran, olvidándote de tu seguridad. Te desconozco, Roger.

—Yo también me desconozco, amigo —y, como si el cansancio lo abrumara, cerró los ojos y suspiró.

Elisea Valdez e Inclán apartó la sábana y se bajó de la cama. Una vez lista, calzada con chapines y envuelta en su mantilla, encendió la palmatoria y salió de la habitación. Se dirigiría a la escalera que conducía al patio principal y, de allí, caminaría hacia la parte trasera. Vería a Servando o la angustia terminaría por enloquecerla. Blackraven lo había mandado encepar hacía horas. Se detendría en la cocina para recoger comida y agua.

Al chirrido de la puerta, Servando levantó la cabeza. Cualquier movimiento le causaba una descarga de dolor que se multiplicaba hasta los dedos de los pies. No la reconoció sino cuando se hincó frente a él.

—Bebe —dijo Elisea, y le acercó a la boca el borde de un jarro.

En ocasiones, Servando llegaba a la conclusión de que había cruzado el océano en la sentina de un barco y padecido interminables días de tormento para conocer a la única mujer que le había arrebatado el corazón, Elisea Valdez e Inclán. La belleza de esa joven lo mortificaba, su perfección lo hacía sentirse aún menos digno de lo que la esclavitud y los maltratos habían conseguido. Su porte soberbio, sus costosos vestidos y esa mirada altanera que le dirigía de soslayo lo fastidiaban. Él no era nadie, un negro achurador. Ella, en cambio, era una exquisitez.

Impulsado por la máxima paulista “quien no trabaja que no coma”, don Alcides obligaba a los esclavos a ganarse el sustento aprendiendo un oficio. A excepción de los destinados al servicio doméstico, los demás salían a trabajar a diario y, al regresar, entregaban los jornales a don Alcides, que engrosaban notablemente su faltriquera. Había zapateros, panaderos, sastres, talabarteros, carpinteros, vendedores callejeros y costureras. Debido al manso temperamento y a la rapidez con que aprendían, los negros se transformaban en requeridos aprendices. En el caso de Servando, además de embarazar esclavas, tarea en la que se había granjeado una reputación, sólo sabía cazar. Demostró gran habilidad para despostar y despellejar animales, podía hacerlo en minutos, sin desperdiciar siquiera la grasa, por lo que don Diogo no dudó en convertirlo en achurador. Lo envió a trabajar al matadero del Retiro, con el propósito de conchabarlo en la curtiembre que Blackraven y Valdez e Inclán inaugurarían en meses, donde lo pondría a cargo de otros esclavos menos diestros con el cuchillo.

A la par que la tarea le agradaba —en parte le evocaba sus días de cazador en la sabana—, le causaba gran desazón ya que sabía que, entre los esclavos, el oficio de achurador se tenía por el más bajo en la escala laboral. Se los tildaba de sucios y hediondos y, en parte, era cierto. A su paso, dejaban un olor a sangre descompuesta y a carne abombada que obligaba a los paseantes a llevarse un pañuelo a la nariz. Desalentaba el cuadro que componían, ataviados con ropas andrajosas, abrumados bajo el peso de espuertas colmadas de vísceras y cabezas de vacas y perseguidos por un enjambre de moscas.

Servando no permitía que la señorita Elisea lo viera en esa facha. Al terminar la jornada, se bañaba en el río, aun en invierno, con el jabón que él mismo había aprendido a fabricar con grasa, y se cambiaba con una muda que le había ganado a Tomás Maguire en una partida de cartas. Así, marchaba a la ciudad y entraba en la casa de la calle Santiago desmintiendo los estigmas de los de su clase. Podía aceptar que lo supiera achurador, pero jamás admitiría que ella se cubriera la nariz en su presencia.

A Elisea, el oficio de Servando le daba igual. Era su fama de amante la que la desvelaba. Se había enterado de que las esclavas se lo disputaban y que los gemidos se escuchaban desde el primer patio. Aquello la intrigaba. Un atardecer, se escabulló hacia la zona de la servidumbre para aguardar su regreso. Se acuclilló junto al gallinero y simuló interesarse en una carnada de pollitos. Lo vio entrar y aproximarse, y se incorporó de un salto. El libro que descansaba sobre su falda cayó junto a los pies desnudos de Servando. Él, en silencio, se agachó y lo tomó.

—¿Qué es esto?

—Un libro.

—¿Para qué sirve?

—Aquí se escriben historias.

—En mi tribu las historias se cuentan.

—Yo podría contarle esta historia —propuso Elisea.

Él le lanzó un vistazo desconfiado mientras le devolvía el libro. Ella lo recibió sin apartar su mirada de ojos negros.

—Se llama la Ilíada. Es un relato fascinante. Podríamos empezar esta noche.

—Esta noche —acordó Servando—. La espero en el cobertizo de junto a la caballeriza.

En pocos días, Elisea se dio cuenta de que Servando era brillante. Preguntaba con agudeza y ensayaba exégesis ingeniosas de párrafos que ella no entendía. Una noche, además del volumen de la Ilíada, llevó lápiz y papel y se empeñó en enseñarle a leer y a escribir.

—¿Para qué quiere que aprenda a contar cuentos con los ojos? —se enojó el yolof—. ¿Para qué ha de servirme esto cuando regrese con los míos? Allá no hay libros.

—Mientras esté aquí —adujo Elisea—, podrá serle útil.

—Lo que pasa es que usté no soporta que yo sea un negro ignorante, ¿no? Se avergüenza de mí porque soy lo que soy, ¿no es verdá?

—¿Qué dice?

—¡Claro! Yo no soy como el señorito ése, el copetudo con cara de mequetrefe que la visita.

Los celos de Servando le dieron risa.

—¿De qué se ríe? —se impacientó.

—Me río de usted, porque está celoso de Ramiro Otárola.

—Sí, muy celoso —y la nota profunda de su voz atemorizó a Elisea, que alcanzó a echar el torso hacia atrás en el momento en que Servando la tomaba por la cintura y la pegaba a su cuerpo. Se miraron, él con ojos de depredador diestro, ella, dominada por el pánico de una presa acorralada. Los labios gruesos y oscuros de Servando se abalanzaron sobre los de ella. Pensó que se ahogaría, pero él le dio un respiro antes de volver a saquear su boca. La desvirgó allí mismo, en el cobertizo, y Elisea entendió por qué gemían las demás.

Se encontraban cada noche; hacían el amor y leían la Ilíada, a la que siguieron varios libros. Ante el asombro de Elisea, Servando aprendió a leer y a escribir, y se dio cuenta de que el esclavo hacía un esfuerzo por hablar correctamente frente a ella; con los de su casta seguía utilizando la misma jerga. Lo celaba de miss Melody porque Servando la veneraba, si bien se cuidaba de criticarla para no fastidiarlo. Ella podía ser su amante, pero miss Melody era su diosa. Optó por imitarla y simuló interesarse en la suerte de los negros, sin mayor éxito, pues, al no tenerle confianza, declinaban su fingida compasión.

Servando amaba a Elisea, tanto que no pensaba en regresar al África ni en vengarse. Cuando la tenía debajo de él, excitada y predispuesta, se creía capaz de alcanzar cualquier meta. Sus impresiones cambiaban con la llegada del día y, al ataviarse como achurador y cargar las espuertas malolientes y resecas de sangre, se daba de bruces con la verdad. El sueño se hacía añicos a la luz del sol. Él era un esclavo, ella, la hija de su dueño, y antes de permitirles una vida juntos los ajusticiarían a los dos.

Por Elisea, acabaría con ese amor que se juzgaría como antinatural. Lo inquietaba que se echasen a correr habladurías. Notaba nervioso a Sabas, como al acecho, incluso en ocasiones, cuando estaba ebrio, se mostraba violento. Como descuidaba el papel de semental, pululaban los rumores acerca de su nueva amante. El día en que miss Melody le ofreció mudarse por los meses del verano al Retiro supo que la oportunidad había llegado.

—Es muy conveniente para ti, Babá. Ya sabes que el matadero forma parte de la propiedad del señor Blackraven.

—Iré, miss Melody.

Escribió una nota para Elisea, la depositó en el lugar donde escondían el libro de turno y se marchó. Los días se convirtieron en un suplicio comparable con los vividos en el barco negrero. Su cuerpo anhelaba el contacto con la piel de Elisea, necesitaba escuchar sus jadeos y palabras susurradas después, añoraba la complicidad que compartían, las horas de lectura y las despedidas llenas de promesas. Creyó que enloquecería de angustia cuando lo alcanzó la noticia de la extraña enfermedad que la aquejaba, a la que ningún médico acertaba a poner un nombre. Entonces, se decidió a escribirle y a explicarle el motivo de su huida. Al final de la carta le pedía: “Quiero que vivas por mí y, aunque no sea en esta vida, te prometo que estaremos juntos, siempre, en un lugar donde no importen los colores”. A modo de promesa, le recordaba un párrafo de la Eneida con hondo significado para ellos: “Ausente yo, te seguiré con negros fuegos, y cuando la fría muerte haya desprendido el alma de mis miembros, sombra terrible, me verás siempre a tu lado”.

Supo de la convalecencia de Elisea y de los planes que se tejían para su boda con Ramiro Otárola. Calmaba el ardor de su cuerpo en las esclavas del Retiro, pero lo que antes había bastado ahora sabía a poco. La tristeza lo quebraba, y aceptaba emborracharse con sus nuevos amigos, los troperos. Lamentaba provocar el enojo de miss Melody, enemiga tenaz del alcohol.

Elisea lo amaba, de eso estaba seguro. Podía leérselo en la ansiedad de la mirada, allí, arrodillada junto al cepo, con el cabello suelto y el salto de cama ajustado a su hermoso cuerpo.

—¡Vete, no quiero que me veas así! Estoy sucio, huelo mal.

—Servando, por amor de Dios —suplicó Elisea, y apoyó la frente sobre la de él y le encerró la cara con las manos—. Nada de eso me importa. Deberías saberlo.

—¿Para qué has venido aquí? Te dije que no volveríamos a vernos.

—No he podido dejar de pensar en ti, Servando. Así que, cuando el doctor Argerich aseguró que el aire puro me haría bien, acepté sin dudar la invitación del señor Blackraven para pasar una temporada en el Retiro. Te amo, Servando, y no me resignaré a no compartir esta vida contigo. Te quiero aquí, ahora, no me importa el más allá.

—Yo también te amo, Elisea —admitió, vencido, inerte a los remordimientos—. Te amo aquí, ahora, y me tiene sin cuidado el más allá.

Hablaron un buen rato, como en las noches del cobertizo. Una serenidad, que procedía de haber adquirido el valor para afrontar lo inevitable, sobrevolaba sus ánimos concediéndoles un momento de paz. Aunque miss Melody lo había alimentado y curado, Servando prefirió callarse y le permitió a Elisea que le diera de comer y de beber.

—¿Por qué peleabais esta mañana Sabas y tú?

—Sabe de lo nuestro.

—¡Oh, Dios mío! —se espantó—. ¿Cómo pudo ser? No se lo he contado a nadie, ni siquiera a mi confesor.

—Leyó la carta que te envié. ¿Acaso no la quemaste como ahí te indicaba?

—No pude hacerlo. La guardé entre mis enaguas.

—Pues el muy pérfido hurgó entre tus enaguas y la leyó.

—Sabas no sabe leer —interpuso Elisea.

—Le llevó la carta a alguien que sí sabe, evidentemente. A Papá Justicia, quizá.

El silencio se ahondó luego de esas últimas palabras. La paz y la serenidad se habían esfumado.

—Se lo dirá a mi padre.

—No lo hará. Está loco por ti y, por protegerte de la ira de Valdez e Inclán, callará.

—Huyamos —propuso Elisea.

—No puedo. No aún —fue la respuesta de Servando—. Pero pronto lo haremos. Sólo te pido que te mantengas alejada de Sabas. Es un demonio desatado, Elisea, y hará cualquier cosa para separarnos. ¡Prométemelo! Dime que te cuidarás de él, que nunca estarás sola. ¡Prométemelo!

—Te lo prometo.

Se miraron con intimidad y se besaron en los labios.

—Quiero verte todos los días —exigió ella.

—Es peligroso —interpuso él, sin convicción.

—Me tiene sin cuidado. Te veré todos los días.

—En el campanario —capituló Servando—, al caer el sol, a mi regreso del matadero. Dame tiempo a que me lave y ahí estaré.