Capítulo XXII

NOTAS DE UN SICARIO

Entrada del día domingo 22 de septiembre de 1805

Ni Simon Miles ni Frederick Musgrove ni Conrad Phillips, los tres restantes de la lista de Fouché. Ninguno es el Escorpión Negro, como ya lo suponía. Ahora el dilema se debate entre dos nombres, quizá tres.

Una semana más tarde de haberlo visitado recibimos una nota del joyero de la Strand, Isaac Lienzo, aquél que aseguraba haber visto el sello del escorpión. “Tengo información que la ayudará en su búsqueda. Venga a verme hoy por la tarde con aquello que prometió. Su humilde servidor, Isaac Lienzo”.

Nos atendió en la trastienda, un sitio penumbroso y caótico que coincidía con el aspecto poco cuidado del joyero. La invitó a sentarse mientras yo permanecía de pie a sus espaldas. Le presentó un libro que levantó polvo cuando lo apoyó sobre el escritorio. Lo abrió por la marca que había hecho doblando la punta superior de la hoja. “Es un catálogo de joyas italianas del Renacimiento”, explicó. “Lo adquirí tiempo atrás en una subasta para copiar modelos. Éste es”, dijo, con satisfacción, “el sello que buscabais”. Nos inclinamos sobre el dibujo. Experimenté una fuerte emoción y podía sentir cómo palpitaba mi vena en el cuello. Sin duda, era el mismo. Conocíamos el sello de memoria, cada detalle, la precisión de sus partes y la exacta proporción de sus medidas, lo habríamos reconocido entre miles.

Junto a ese diseño del escorpión, había un trébol de cuatro hojas de tonalidad oscura. “¿Y este trébol?”, preguntó Desirée. “No es un trébol”, aseveró el judío, y le contó una interesante historia.

Benvenuto Cellini, el conocido escultor y orfebre del Renacimiento, desde los cuarenta y cinco años y hasta el final de sus días vivió bajo el mecenazgo de Cósimo de Médicis, en Florencia, donde se ganó el favor de su protector y pasó a formar parte de una logia secreta de librepensadores fundada por el propio Cósimo. El consejo supremo de la logia, compuesto por doce personas, como doce son los signos del Zodíaco solar, le pidió a Cellini que diseñara y confeccionara doce anillos que los representaran y los distinguieran, como un símbolo secreto que sólo los miembros sabrían reconocer. Tomando las cuatro virtudes que, a juicio de la logia, todo hombre de bien debía poseer, sabiduría, templanza, conocimiento y sentido de la belleza, Cellini bosquejó cuatro círculos entrelazados para tallarlos en ópalo negro. Los contornos sobresalientes de dichos círculos conformaban el trébol de cuatro hojas, aunque una mirada más atenta advertía, sobre la cambiante piedra, que los lineamientos se completaban en el interior, formando una flor. La simplicidad del diseño no habría honrado el buen nombre de Cellini si no hubiese sido por lo que ese trébol, o más bien, esos cuatro círculos intersecados ocultaban. Al accionar una diminuta y precisa bisagra, el trébol se levantaba para revelar un signo del Zodíaco, y era ahí, en el diseño del signo zodiacal, tallado en oro, donde Cellini había desplegado su extraordinaria destreza como orfebre.

Lienzo dio vuelta varias páginas de su catálogo y nos mostró los once anillos restantes. Aries, Tauro, Géminis, Cáncer, Leo, cada signo contaba con un diseño perfecto y meticuloso. Según nos refirió Lienzo, los anillos habían sido entregados a los doce miembros de mayor jerarquía dentro de la logia en una ceremonia que se repitió de generación en generación a medida que los hijos y nietos de los cofrades se hacían cargo de las dignidades superiores. Cada familia había conservado por siglos el anillo recibido aquel día de diciembre de 1548.

Desirée formuló la pregunta que a mí me barbotaba entre los labios: “¿A quién le tocó el anillo con el escorpión?”. “Aquí asegura”, expresó el joyero, “que el escorpión fue destinado a Vittorio Quirino di Bravante, un noble siciliano amigo de Cósimo de Médicis. A pesar de que la logia se disolvió a finales del siglo XVII, el anillo, según este libro, aún se encuentra en poder de los Bravante, aunque este ejemplar ya tiene sus años”, añadió, “y el anillo podría hallarse en cualquier parte, en el seno de cualquier familia o en manos de un coleccionista. Últimamente ha surgido un gran interés por la obra de Cellini”.

Necesitábamos dar con los descendientes de Vittorio Quirino di Bravante, debíamos hacernos del árbol genealógico de esa familia. El instinto me indicaba que nos hallábamos sobre una pista firme. Por primera vez sentía que me aproximaba al Escorpión Negro, y la excitación me agitaba la sangre y me alteraba al punto de trastornarme el sueño, algo infrecuente en mí. Pero éste espía ha logrado meterse en mi cabeza, en mi cuerpo, en mi alma, y hasta que no lo encuentre no viviré en paz.

Desirée me recordó que lady Sommers conoce de memoria el pedigrí de la mayor parte de la nobleza inglesa y francesa, y si su proverbial memoria le falla consulta alguno de sus libros, como el Baronetage, si de un baronet se habla, o The book of earldom, si a un earl o a un conde se refiere, y así para cada condición en la escala social. Incluso tiene un libro que se ocupa de la oficialidad de las fuerzas militares de Gran Bretaña.

Lady Sommers nos confesó que nada sabe de la nobleza siciliana. Para remediarlo organizó una velada en su casa de Mayfair e invitó a un diplomático napolitano que pronto cayó cautivo de las insinuantes miradas con que Desirée lo favorecía a través de la mesa. Tomasso Dapassano representa en la Inglaterra a su majestad Fernando IV, soberano del Reino de Nápoles. Encantado de que una mujer que hablaba su lengua natal, se mostrara interesada en él, Dapassano terminó sintiéndose el centro de la velada. Alentado por el excelente vino francés y una verborrea natural, habló de sí mismo y de sus predilecciones. La historia y las vidas de los hombres preclaros de su reino constituían su mayor interés. “¿Los Bravante?”, repitió, con una sonrisa presuntuosa. “¡Pues, claro! Originarios de Palermo, Sicilia, y emparentados con la casa de Borbón, pero no por el lado correcto de la cama”, aclaró con un guiño. “¿Puedo ser tan indiscreto y preguntarle qué interés os lleva a inquirir por esa noble familia siciliana?” Desirée le respondió que había llegado a su conocimiento que poseían una pieza de arte que, desde largo tiempo, deseaba adquirir. “Estoy dispuesta a ser muy generosa”, agregó.

Hace años que Tomasso Dapassano vive en Londres, incluso casó con una inglesa muerta dos años atrás de tifus. Sin hijos, se afana en su trabajo y cumple con algunos compromisos sociales para dedicar el resto del tiempo a su entretenimiento favorito: leer libros y documentos históricos y coleccionar árboles genealógicos de las rancias familias de la península italiana.

Su invitación no tardó en llegar. Dos días después de la cena en casa de lady Sommers, Dapassano le envió una nota a Desirée donde le pedía que lo acompañase a merendar. Ocupaba la planta superior de una elegante casona apocas cuadras de la Abadía de Westminster, que contaba con una habitación cuyas paredes se hallaban empapeladas por los árboles genealógicos de las familias patricias de su península natal, algunos muy ornamentados, con escudos de armas y retratos de los miembros importantes. El de los Bravante no sobresalía especialmente, pero ahí estaba, y se remontaba a los tiempos medievales cuando Roger du Brabante, un varego comerciante de esclavos, llegó a las costas del mar Tirreno.

Dapassano hizo una revisión general de la mentada familia, destacando a tres de sus miembros: un general, gran amigo de Cósimo de Médicis que, unido a la Santa Liga, se distinguió en la batalla de Lepanto; un pintor renacentista que, si no hubiese muerto a los veintidós años en un duelo, habría alcanzado gran renombre; y un cardenal famoso por su poderío y vida disoluta.

“Aquí es donde los Bravante emparentaron con los Borbones, la familia reinante en las Dos Sicilias”, y apoyó su dedo casi al final del gráfico, sobre el nombre de una mujer: Fedora di Bravante (1732-1752). Su nombre confería la idea de pasión y belleza, y su juventud al morir hablaba de una vida trágica.

Dapassano asegura que Fedora di Bravante fue una beldad, admirada por sus suaves lineamientos y la donosura de sus actos. Un aire de gran dignidad carente de melindres la destacaba entre sus pares, que la copiaban y envidiaban. Casada desde los doce años con un aristócrata toscano, el conde di Cavalcanti, Fedora vivía en Florencia, aunque viajaba a Palermo con frecuencia para visitar a su familia. En 1751, los Bravante pasaban una temporada en Portici, residencia de la corte de Nápoles, donde Fedora los alcanzó para su acostumbrado encuentro anual.

Se dice que, al verla, el rey de las Dos Sicilias, Carlos VII, quedó mudo en medio de una alocución que dirigía en honor del nuevo obispo. La atracción fue mutua, pues si bien Carlos VII presentaba el aspecto de un Borbón de pies a cabeza, con su larga nariz y ojos saltones, era un progresista, amante del arte, de cálida y sencilla personalidad, cualidades que ejercieron una atracción irrefrenable en la idealista Fedora, lastimada por el desamor del conde, cuyos únicos intereses se reducían a la caza y al juego. En pocas semanas, Fedora se convirtió en la amante de Carlos VII, y la corte de Nápoles quedó estupefacta, volviéndose un nido de chismes y hablillas, pues era la primera vez que el rey traicionaba a la reina, María Amalia de Sajonia.

Cuentan que Carlos en una oportunidad le confesó a su ministro de confianza en referencia a la joven siciliana: “Aunque lucho contra mí mismo, no puedo resistirla, simplemente no puedo”. Calogero di Bravante, padre de Fedora, orgulloso del favoritismo del rey por su hija, escribió al conde di Cavalcanti para anunciarle que la muchacha pasaría otra temporada con ellos.

El romance continuó incluso después de que Fedora le informó al rey que estaba encinta. Cuando los Bravante expresaron la conveniencia de que su hija se retirase a Sicilia, a la casa de campo que la familia poseía en las afueras de Palermo, el rey aseguró que no podía vivir sin ella y le ordenó permanecer en Nápoles.

Isabella di Bravante nació en una habitación del palacio real el 5 de noviembre de 1752. El propio rey asistió al parto y nombró a la niña en honor de su madre, Isabella di Farnesio. Fedora, que no había presentado complicaciones durante el alumbramiento, al día siguiente amaneció afiebrada. Creyeron que se trataba de la leche que no bajaba, y las comadronas recetaron lo que se acostumbraba para ese caso. La leche bajó, aunque la fiebre siguió subiendo hasta hacerla delirar. Carlos VII convocó a los médicos más renombrados de la ciudad que nada pudieron hacer. Fedora murió diez días más tarde a causa de una infección.

Devastado, el monarca se encerró con el cuerpo de su amante en la habitación y lloró aferrado a su demacrada mano. Se la enterró con honores en el cementerio real, a pesar de las quejas y el descontento de María Amalia. A ese punto, los Bravante decidieron que había llegado el momento de volver a Palermo con la pequeña Isabella, a cargo de su nodriza, Michela. “Es mi hija”, expresó el rey, con imperio, “y conmigo vivirá”. Los Bravante dejaron Nápoles y vieron ocasionalmente a Isabella hasta que, en 1759, partió junto con la familia de su padre hacia Madrid, donde Carlos VII, rey de las Dos Sicilias, se convertiría en Carlos III, rey de la España.

“Es decir”, habló Desirée, algo pasmada, “que Isabella di Bravante es medio hermana del actual rey de la España, Carlos IV”. Dapassano asintió con solemnidad y agregó: “Y medio hermana de Fernando IV, actual rey de Nápoles. Poco sé qué fue de Isabella, tan sólo que vivió desde muy joven en la Francia, donde tuvo un hijo ilegítimo, a quien llamó Alejandro, Alejandro di Bravante”.

“Isabella aún no ha muerto”, apuntó Desirée, e indicó el espacio vacío junto al año de su nacimiento. Dapassano reconoció que no lo sabía con certeza, “aunque”, añadió, “lo más probable es que la guillotina la haya alcanzado como a tantos aristócratas durante la época del Terror”.

En cuanto a Alejandro di Bravante, nada se conocía de su paradero, como si la tierra se lo hubiese tragado, al igual que a su madre. ¿Habría pasado a manos de Alejandro di Bravante el sello del escorpión? ¿Sería Alejandro di Bravante el Escorpión Negro o su madre, Isabella?

Desirée preguntó con buen criterio: “¿Es ésta la única línea sucesoria de los Bravante? ¿Son Alejandro e Isabella los últimos de ese linaje?”. Dapassano contestó: “Los Bravante han sido una familia diezmada por las enfermedades y la guerra. Sus varones morían jóvenes, sin dejar descendencia. En Palermo, una ciudad de gente supersticiosa, se comenzó a hablar de “la maldición de los Bravante”. Se podría decir que ésta es la última descendencia de esa familia, al menos así surge de mis investigaciones, las cuales juzgo muy concienzudas”. Hizo una pausa en la que demoró la vista en el árbol genealógico pegado a la pared. “Sí”, expresó al cabo, “Alejandro sería el último de los Bravante, eso es si la maldición no lo alcanzó y ya está muerto”.

Hasta aquí en cuanto a los Bravante. Nuestro segundo posible Escorpión Negro surgió de una manera increíble, por casualidad, y vino de manos de Simon Miles.

Desirée necesitó compartir la cama con Miles pocas veces para concluir que no reunía las características del Escorpión Negro. Atormentado por los recuerdos, el odio y el miedo, era un individuo romántico, inseguro y previsible, que sólo encontraba placer en la literatura francesa, una patética vía de escape a sus penas. Decidimos que siguiera frecuentándolo porque no podíamos soslayar el extraño encuentro que Peter atestiguó entre Miles y Rigleau tiempo atrás en Hyde Park. Algo ocultaba, se traía entre manos un peculiar negocio, hablaba de que pronto saldría de la pobreza, de que nunca volvería a mendigar ni a trabajar, lo hacía con una insólita pasión, la mirada repentinamente iluminada, no de dicha sino de odio.

Un amanecer en el que Miles se encontraba más melancólico que de costumbre y bastante ebrio, le confesó su triste historia de amor. Se refería a ella como “Victoria, mi amada”. Ningún calificativo habría hecho justicia para describirla; su belleza no conocía parangón, su nobleza la convertía en un ángel, su ingenio y gracia, en la compañera perfecta. Miembro de una de las familias más exaltadas de la región, no vivía de acuerdo con su rango debido a las estrecheces a las que los imprudentes manejos financieros de su padre la habían confinado. Sufría con sus viejos vestidos y sus zapatos llenos de agujeros, con la comida escasa y ordinaria, con el deterioro de la vieja mansión familiar y con la falta de carruajes y caballos.

Victoria y Simon se habían querido desde niños, movidos por los tiernos sentimientos de la infancia; años más tarde, cuando comenzaron a tomar conciencia de su propio género y del opuesto, reconocieron, en esa afinidad de la niñez, a un amor apasionado que los gobernaba con fuertes riendas, que los atraía y los propulsaba a los brazos del otro. Miles sólo vivía para ella, y ella, sólo para él.

Hasta que el Bastardo puso sus ojos en Victoria como el cazador que elige a su presa. El Bastardo, como Miles llamaba a su adversario, un vecino de la región, de alta condición y de vastísima fortuna, con el cual había trabado una sincera amistad años atrás, regresó después de vagabundear por el mundo largo tiempo, más rico y más hombre que cuando se marchó entre gallos y medianoche. Roger Blackraven era su nombre, ostentaba el título de conde y era heredero del ducado de Guermeaux.

La amada, que en el pasado había despreciado al Bastardo por su condición de tal, se deslumbró con su riqueza y se dejó llevar por la seducción inherente a un libertino como él. Obnubilada por tanto esplendor y despliegue de virilidad, aceptó ser su esposa. Simon Miles intuía que el Bastardo no la amaba, que había más de revancha y odio en su propuesta matrimonial que de afecto.

No se equivocó. El Bastardo, un hombre sin principios, terminó por mostrar su verdadera naturaleza llevando la vida de calavera a la que estaba habituado. Viajaba a menudo, descuidaba a su esposa, la trataba con desprecio y se mofaba de sus celos y pataletas cuando ella le arrostraba las cartas que las amantes le enviaban a su propia casa. “Tú, que antes me despreciabas por mi condición de ilegítimo, ahora te vanaglorias de contar con mi fortuna para satisfacer todos tus caprichos. Admítelo, Victoria, eras una puta que se vendió al mejor postor, sin reparar en aquello que tanto te disgustaba en el pasado, que yo fuera el hijo ilegítimo del duque de Guermeaux”. Victoria sufría porque creía amarlo.

Simon Miles la abordó una tarde, al final del servicio dominical. Ella estaba sola, como de costumbre, y le permitió que la acompañase de regreso a su enorme y vacío palacio de estilo isabelino. Lo invitó a tomar el té, ejecutó unas piezas en el piano y jugaron al whist, y, cuando se hizo la hora de cenar, él aceptó compartir la mesa con ella. Pasaron una velada agradable. Al despedirse, Miles la besó en los labios. Victoria sucumbió al deseo tanto tiempo postergado y se entregó a él.

Se convirtieron en amantes, y las mejillas pálidas de la amada volvieron a teñirse de rosa; desaparecieron las ojeras y ganó en peso, lo que le devolvió la gracia a su figura. Los rumores comenzaron a circular entre las familias de la región. No la condenaban tanto por su adulterio sino por haberse casado con un hombre como Blackraven, bastardo, libertino e hijo de una ramera.

Se citaban en casa de Victoria y hacían el amor a lo largo de la noche hasta que los primeros rayos de sol les anunciaban que debían separarse antes de que el servicio doméstico comenzara a trabajar. Miles encontraba cada vez más difícil dejar a su amada, y buscaba excusas durante el día para asistir a los lugares adonde ella concurría, a una reunión de la Sociedad de Beneficencia en el templo, a una tarde de té y cartas, durante las visitas a los arrendatarios, en fin, sólo pensaba en su amada y sólo actuaba por ella.

Huirían, Victoria abandonaría al Bastardo, lo dejaría todo y comenzaría a vivir de nuevo en un sitio alejado, como la señora de Simon Miles. El plan presentaba escollos que parecían insalvables; la afrenta que significaría para los padres de Victoria y la falta de dinero contaban entre los más importantes; la reacción del Bastardo no los intimidaba menos. Era un hombre poderoso, con amplios recursos; los encontraría, la acusaría de adúltera y bígama, y Victoria terminaría en prisión y repudiada.

Miles se dijo: “Lo chantajearé si es necesario para que nos deje tranquilos”. Tiempo atrás, en la época en que él y el Bastardo eran amigos, Miles lo había ayudado a rescatar a una parienta de las zarpas de la Revolución en la Francia. Dada su afición por la literatura de ese país, su excelente manejo del idioma y su aspecto anodino, Blackraven lo juzgó como la persona ideal para llevar a cabo el cometido. Su participación se redujo a viajar en un coche privado desde una casa de campo en las afueras de Laon hasta París y desde esa ciudad a Calais, junto con la parienta, con salvoconductos falsos y haciéndose pasar por su esposo. En cada mesón donde se detenían para comer o dormir, aparecía Blackraven disfrazado de una manera distinta y se las ingeniaba para cambiar unas palabras con la fugitiva.

Una noche, casi al final de la misión, en tanto Miles se aprestaba para acostarse en la habitación de una posada de Calais, la muy conocida “Paja y Heno”, escuchó a través de la puerta una conversación que Blackraven y la muchacha sostenían en el cuarto contiguo. A él le habían dicho que el nombre de su supuesta esposa era Béatrice Solange Laurent; Blackraven, en cambio, la llamó Marie.

Por temor, Miles decidió ocultar a su amigo que conocía el secreto. Blackraven entró en la habitación y, al ver el gesto alterado y las manos temblorosas de Miles, le dirigió una mirada interrogativa para luego volverse hacia la puerta común. Supo de inmediato que su amigo lo había oído todo. “Por tu seguridad habría preferido que nunca lo supieras”, manifestó Blackraven. “Te doy mi palabra de honor”, juró Miles, “de que nunca revelaré este secreto”.

En este punto, Miles se mostró inflexible, y, por más que Desirée insistió, no pudo sonsacarle lo que oyó a través de la puerta aquella noche, aunque debió de tratarse de una revelación de extrema gravedad.

Por Victoria, en cambio, había estado dispuesto a faltar a su palabra, a pesar de que se trataba de un acto vil en el que pagarían justos por pecadores. ¿Qué culpa tenía esa pobre muchacha de estar emparentada con un ser abyecto como el Bastardo? De todos modos, la sangre no tenía por qué llegar al río si Blackraven se avenía a dejarlos en paz.

No tuvo oportunidad de extorsionarlo. Los acontecimientos se precipitaron y, en unas horas, todo acabó.

Se suponía que Blackraven no volvería para la Navidad a su casa. Miles y Victoria, olvidados del entorno, entregados a su momento de amor, se incorporaron en la cama con una exclamación y se taparon con las sábanas al descubrir a Blackraven que los contemplaba desde su altura de casi seis pies y medio. Victoria comenzó a llorar, en tanto Miles, en el apuro por ponerse los pantalones, se enredó en los perniles y terminó en el suelo. Blackraven soltó una risotada antes de indicarle: “Cuando seas capaz de vestirte, sal de mi casa. Después ajustaremos cuentas tú y yo”. Miles supo que moriría si su amigo lo retaba a duelo. Lanzó un vistazo de compasión a Victoria, tomó su chaqueta y sus botas y se fue.

“¡Actué como un cobarde! ¡Un cobarde! ¡Un maldito cobarde!”, profirió, deshaciéndose de la melancolía y de la borrachera para transformarse en un ser furioso, desconocido, sediento de venganza, prisionero del más acendrado odio. “Jamás debí dejarla sola con esa bestia”, dijo, más para sí, “pero el miedo me paralizó y huí como un cobarde. Nunca supe qué ocurrió entre ellos, nunca lo sabré. Al día siguiente me enteré de que Victoria había desaparecido. Se formaron cuadrillas para buscarla, hombres, mujeres e incluso los niños la buscaron pues era muy querida entre los arrendatarios de Blackraven. Al atardecer, antes de que el sol se pusiera por completo, hallaron sus ropas en la cima de un risco y una carta para su esposo. Se había suicidado. No hallaron el cuerpo, el mar nunca lo devolvió. Eso dijeron las autoridades, pero yo sé que Victoria jamás se habría suicidado, era temerosa de Dios y de sus leyes”, señaló. “Blackraven la mató y se deshizo del cadáver, montando esa farsa para despistar a las autoridades”. Desirée, con criterio, le marcó la existencia de la carta. “¡Bah!”, se mofó Miles. “Bien podría haberla obligado a escribir esa carta antes de matarla. Incluso podría haberla escrito él mismo, imitando su caligrafía”.

Ayer por la noche, Miles le dijo a Desirée: “En pocas horas me convertiré en un hombre rico. Nos casaremos y viviremos felices, libres de preocupaciones”. Ella le rogó que le contase de qué se trataba. “La hora de la venganza largamente pospuesta ha llegado. Ahora es a mía quien sonríe el destino y, de un solo golpe, me desharé de mi peor enemigo y me llenaré los bolsillos de libras”. No resultaba necesario que aclarase que la venganza caería sobre Roger Blackraven. Desirée le dijo que deseaba acompañarlo, que temía por su seguridad. “Tu seguridad estaría en juego y yo, completamente loco si te llevase a la Piscina de Londres a cerrar un trato con un espía francés”.

Le dio un beso apasionado y la guió hasta la salida. Ella se envolvió en su dominó y trepó al coche. Dos calles después, me indicó que me detuviese. “Estoy segura”, me dijo, “de que el encuentro con Rigleau será esta noche, en el puerto, en la Piscina de Londres”.

Oculté el coche en Saint James’s Park y caminé hasta la pensión de Miles en la calle Cockspur. La puerta permanecía abierta para los inquilinos que aún no acababan de llegar. Un silencio sepulcral remarcaba mis pasos a medida que trepaba las escaleras. Miles se hallaba aún dentro, lo escuchaba moverse de una habitación a otra, parecía llevar prisa. Utilicé la llave que le había dado a Desirée. Lo encontré en su biblioteca, mientras abría una caja de hierro que yacía sobre el escritorio. Levantó la tapa y hurgó entre los papeles hasta sacar un sobre. Cerró la caja y la devolvió a la biblioteca, donde la ocultó detrás de unos tomos. Me vio al volverse. Yo me escondía tras la máscara de La Cobra, y mi aspecto debió de atemorizarlo.

“¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado en mi casa?”, tartamudeó, y manoteó un cortaplumas. “No se me acerque”, y me intimó con el arma. “Deme ese sobre”, le ordené a medida que me acercaba. Miles arrojó una finta y yo lo tomé por la muñeca hasta obligarlo a abrir la mano y dejar caer el arma. Saqué mi puñal y se lo coloqué bajo el mentón. Me entregó el sobre sin necesidad de que se lo pidiera de nuevo. Estaba abierto y no tuve dificultad para extraer la carta y leerla en tanto mi arma seguía hincándose en la garganta de Miles.

La nota, escrita en inglés, rezaba: “Simon, tu odio y el mío tienen un mismo destinatario y por razones similares. Desde mi posición nada puedo hacer para vengarme. Tú, en cambio, lo conseguirás con la información que te daré y que le confiarás a los franceses. Ellos se encargarán del resto. Buscarás a Thiers, el mesonero de “The king and the lady”, y le dirás que necesitas ver a Rigleau. Por unas libras, él te concertará una cita con el espía número uno de Fouché. El encuentro deberá ser en un lugar público e irás armado. Cuídate de que no te siga y usa un nombre falso. A Rigleau le confiarás lo que te revelaré a continuación”. En letras remarcadas, de mayor tamaño, proseguía: “El cuervo negro es, en realidad, el escorpión negro”.

Leí varias veces esa frase: “The black raven is, in fact, the black scorpion”. ¿Roger Blackraven el Escorpión Negro? Admito que se trató de un momento de gran confusión. Había entrado en esa habitación con la certeza de que Miles me proporcionaría algún elemento para extorsionar a Rigleau en el futuro si las circunstancias lo requerían, y me topaba, por casualidad, con la posible solución a mi acertijo. Miré el pie de la nota. La firma del emisario la componían cuatro letras, tres en mayúscula: A. V. e I.

“Vamos, hable”, lo increpé, “¿qué sabe del Escorpión Negro?”. “Nada, nada”, se espantó Miles, “sólo lo que le escuché decir a lord Bartleby”, se refería al jefe del Departamento Exterior, a cargo del espionaje británico. “¿Qué sabe del Escorpión Negro?”, insistí, y le infligí un corte en el cuello, a la altura de la yugular. “¡Nada, nada! He sabido de él por los comentarios que han circulado en el club, que es un espía muy escurridizo, hábil en extremo, y que lord Bartleby lo quiere de regreso para que entrene a sus hombres”. “¿Usted cree que Roger Blackraven es el Escorpión Negro?” Miles levantó las cejas, muy sorprendido. Se quedó callado, mirándome, y lo insté a contestar apretando el cuchillo en su carne. “¿Cómo conoce a Blackraven? ¿Quién es usted?”, me preguntó. “No soy yo quien responderá a las preguntas esta noche”, le dije, e insistí. “Sí, Blackraven podría ser el Escorpión Negro”, admitió, “aunque poco me importa si lo es. Esta nota me ha proporcionado un motivo para vengarme de ese bastardo y así lo haré, más allá de que sea verdad o mentira lo que allí se expresa. Le echaré encima a todos los espías franceses, ellos se harán cargo de ese maldito bastardo”.

Lo apuñalé en el cuello. Murió minutos después, desangrado.

¿Quién es, en realidad, el Escorpión Negro, Alejandro di Bravante o Roger Blackraven? ¿Por qué no Isabella di Bravante? El acertijo parece no tener fin.

Fouché se impacientó.

—¿Cómo que la misión fracasó? Deberías haber concertado la cita en París, no en Londres. Nada habría fallado en ese caso. Incluso, habríamos apresado al sujeto para sacarle la información a la fuerza, ahorrándonos una fortuna.

—Así lo dispuso Mr. King —se justificó Rigleau.

A Fouché no le gustaba aquel asunto. El tal Mr. King —un nombre falso, no cabía duda— aseguraba conocer la identidad del Escorpión Negro y ofrecía la información a cambio de una suma escandalosa. El emperador había aprobado el gasto, a regañadientes, y Fouché sabía que si el dinero se perdía, su cabeza rodaría.

—Cuando estuviste en Londres —habló Fouché—, ¿te entrevistaste con Mr. King?

—No. El nunca se presentó a la cita.

—¿Y el dinero? ¿Dónde está el maldito dinero?

—No quise arriesgarme a cruzar el canal con esa suma encima. La deposité en una cuenta que Thiers posee en la Casa Tellson, con corresponsalía en París. Mañana mismo iré a retirarlo.

Fouché experimentó un gran alivio y volvió a ocupar su butaca.

—El dinero está a salvo —manifestó—, pero no tenemos el nombre del Escorpión Negro. ¿Qué ocurrió?

—Como le dije, Mr. King nunca se presentó —explicó Rigleau—. En cambio, lo hizo la ayudante de La Cobra.

—¿De qué hablas? ¡Y ahora me lo dices!

—Disculpe, señor, pero de algún modo, La Cobra supo de mi arreglo con Mr. King. La noche en que debíamos encontrarnos en una taberna cerca de la Piscina de Londres se presentó su intermediaria. Me pidió que le transmitiera a usted un mensaje de La Cobra. En palabras textuales, la mujer dijo: “Dile a Fouché que no se interponga en el camino de La Cobra. El Escorpión Negro es nuestro”.

—¿Sabes, Rigleau? —expresó Fouché, en un inusual tono de confidencia—. Creo que jamás le echaremos el guante al maldito Escorpión Negro. Quizá sea lo mejor. El emperador volvió a manifestarme su deseo de que forme parte de nuestras huestes. Y yo jamás podría consentirlo.

—Tengo novedades de Le Libertin, señor —informó Rigleau—. El último mensaje data de dos meses atrás. Él insiste en que cree haber encontrado a Madame Royale.

—Eso ya lo sabíamos. ¿Cuántas veces repetirá lo mismo? ¿Qué más agrega? ¿Nada con respecto a su hermano Luis?

—Nada, señor, aunque asegura que está sobre una pista firme.

—Por supuesto no dice dónde se encuentra.

—No, señor, como es su costumbre, trabaja en la sombra.

—Me pregunto qué lo lleva a aseverar con tanto optimismo que ha encontrado a Madame Royale cuando pocas personas podrían reconocerla.