Prólogo
Ángel Berenguer
Fernando Arrabal es un narrador sólido en la historia de la novela española más reciente. Junto con el teatro, el autor investiga el lenguaje de la narración desde los años cincuenta, pero no cede nunca a las modas que se convierten en pasaportes para los manuales de literatura. Seguro y obstinado dedica sus novelas a indagar la historia (nada heroica y, por ello, cercana a las fuentes más humildes de la cotidianidad que le asfixia) del espacio y el tiempo que le ha tocado vivir. Antes que Cortázar descubre el sistema narrativo que establece en su primera novela: el juego, la complejidad del mundo que le rodea y la estructura novelesca organizada como espejos que reflejan, en sus partes, realidades más amplias deconstruidas para mejor servir el propósito del autor. Así nace Baal Babilonia (1959) uno de los caleidoscopios narrativos más sorprendentes publicados sobre la guerra civil española.
Más adelante, seguirán otras novelas: Arrabal celebrando la ceremonia de la confusión, (1984); La torre herida por el rayo (1983); La piedra de la locura (1984); El entierro de la sardina (1984); La piedra iluminada, (1985); La virgen roja (1987); La hija de King Kong (1988); La extravagante cruzada de un castrado enamorado (1990); El Mono (1994); La dudosa luz del día, Madrid (1994); Levitación (2000)…
Su producción novelesca es amplia (sin aludir, incluso, a la presencia de su narrativa en la literatura francesa actual) y no se explica su ausencia en los manuales citados más arriba ni por su calidad, ni por su cantidad. Dos cuestiones deben tenerse en cuenta al respecto. Por una parte su estética, cuyo carácter vanguardista no era habitual en las letras españolas, y más aún su relación conflictiva con el realismo social imperante en su época juvenil. Si la primera cuestión ha dejado de ser un obstáculo para el conocimiento de su obra novelesca, la segunda sigue pasándole cuenta desde la acción anónima y constante de quienes se hicieron a la sombra de aquellos catecismos.
La novela que se presenta aquí es una prueba inequívoca de las dos afirmaciones que preceden. Desde una concepción narrativa abierta y sorprendente, Arrabal repasa la época, los mitos y las miserias de aquellos años a través de su muy personal visión. En la novela atraviesa su tiempo y en sus personajes se incluye, se analiza y nos descubre la grandeza y la miseria de su propia existencia. El escritor es uno de nosotros y su andadura nos permite atravesar la capa sutil de la intrascendencia que impregna nuestros días. Como he dicho, el autor se cuenta a sí mismo en sus novelas y hace imprescindible al lector de su obra conocer su peripecia personal como elemento que sirve de denominador común a la historia reciente de todos los españolas.
Fernando Arrabal se instala en París en 1954. Para entonces ya ha escrito varias obras, algunas de las cuales (La herida perenne y Títeres en la techumbre, que servirá de base para El triciclo,) no serán conocidas hasta 1976, cuando el autor reconoce su existencia y habla de ellas. De todas formas, Arrabal tiene ya una producción, en ese momento, que comprende Picnic (Los soldados escrita en 1952), El triciclo (1953) y Fando y Lis (1955), después de conocer a Luce Moreau, estudiante francesa que después será su mujer y se convirtió en profesor agregado en la Sorbona. Ella se encargará de traducir toda la obra de Arrabal desde entonces hasta ahora, y participará así en la producción «literaria» del autor aportando su extraordinario sentido de la lengua, y una fidelidad al texto español que niegan la tradicional acusación de «traidores» colgada, como sambenito inveterado, a los traductores.
Pero ¿cómo y por qué decide Arrabal dejar España? Al iniciarse la rebelión militar en Melilla, el 17 de julio de 1936, su padre, oficial del ejército que no se suma a los rebeldes, es detenido, condenado a muerte y, más tarde (conmutada la sentencia por treinta años de cárcel), pasa a la prisión de Burgos, de cuya enfermería se escapa según consta en los registros, una noche de febrero, en pijama, después de haber caído una enorme nevada… «Desaparecido», la familia nunca ha sabido más de él. (Véase: Ceremonia por un teniente abandonado, Espasa Calpe, Madrid, 1998).
Arrabal va a vivir con su madre y hermanos a Ciudad Rodrigo —la Villa Ramiro de Baal Babilonia (1958) y El árbol de Guernica (1975)—, ciudad donde residen Los padres de su madre. Allí pasa la guerra civil (entre los 4 y 7 años de su vida). En 1940, la familia se instala en Madrid y empieza una época importantísima para la vida y la obra del autor. A partir de ese año (el autor tiene ocho años) vivirá el hambre material y moral de la posguerra como miembro de un sector particularísimo de la sociedad española: la pequeña burguesía vencida en la guerra civil.
El sector de los vencidos, aquellos que, por una u otra causa, no se habían adherido al sector nacionalista y no habían podido abandonar España, sufrirán, de una manera especial, la posguerra. Se trata de un sector social ideológicamente conservador, pero cuya mentalidad no puede ser reconocida por el régimen, a causa de la adhesión de aquellos a la causa del bando republicano, aunque sólo fuera por razones de localización geográfica. Esta circunstancia supuso, para este sector social de la pequeña burguesía, verse arrinconado en la posguerra (sobre todo quienes no podían o sabían incorporarse al nuevo régimen), perdiendo así su lugar en el nuevo orden social.
En realidad, Fernando Arrabal se sitúa plenamente en este sector social, y cultiva, desde 1952, los círculos de la «oposición» que se reúnen en torno al Ateneo de Madrid. En contacto con el movimiento postista a través de su gran amigo Arroyo, recoge el humor negro y el gusto por la ruptura de las convenciones sociales que, luego, le llevará al teatro pánico.
La experiencia familiar del padre desaparecido, y las dificultades económicas que engendra su desaparición, así como su contacto con el sector más opuesto al sistema (y que sobrevive, gracias a su falta de peligrosidad política, en torno al Ateneo) le harán tomar al autor un sentido preciso de su conciencia de ruptura. Si, además, añadimos el factor estético (Arrabal no podrá soportar el ambiente madrileño y, al mismo tiempo, el teatro renovador en Madrid, en esos días, sólo aprueba la opción del realismo revelador de la coyuntura, según hemos visto), podremos comprender la génesis de su ruptura con el sistema que domina la España franquista. Ahora bien, además de la génesis de una obra debemos aclarar cómo el autor reúne las informaciones y los distintos factores que forman la visión del mundo de su grupo social en una estructura ceremonial. La ceremonia (intento desesperado y colectivo por comunicar con una realidad ajena, exterior e inalcanzable) sirve de parámetro ideal para la creación de su universo significativo. Si continuamos indagando la función de su obra observamos cómo la sociedad española (su sector dominante) la rechaza totalmente desde su primer y único estreno «normal» en España (el 29 de enero de 1957, Josefina Sánchez Pedreño y el Grupo Dido Pequeño Teatro estrenan Los hombres del triciclo en el Teatro Bellas Artes de Madrid).
Sin embargo, su obra aparecerá, a partir de entonces, de una manera intermitente en el teatro universitario e independiente, en funciones únicas, y con una escasez de medios que no pueden paliar los esfuerzos, la buena voluntad y el entusiasmo de los grupos no profesionales que lo montan. Mientras su teatro da la vuelta al mundo (el No japonés lo estrena en 1974 y lo convierte así en el primer autor occidental en su repertorio, Víctor García repone El cementerio de automóviles en Brasil, Lavelli El arquitecto y el emperador de Asiría en Nurembergy Torn O’Horgan, el director de Hair, estrena esta misma obra en Nueva York el 27 de mayo de 1976, etc.), en España se ignora su existencia, o se critica una obra que no puede defenderse a sí misma, por no estar publicada de una forma seria y continua, ni siquiera durante los primeros años de la transición política. De sus dieciocho volúmenes de teatro sólo unas obras aparecieron durante la dictadura, en español, en revistas especializadas o publicaciones minoritarias, y ello agravado por la circunstancia de ser textos mutilados, según hemos anotado más arriba, y sólo algunas hasta hoy han visto la luz en nuestro país.
El teatro de Fernando Arrabal consta, hoy, de un centenar de obras desde Picnic (1952), una de sus obras más famosas y una sátira de la guerra «fratricida», hasta Carta de amor (Como un suplicio chino) (1999), y varias óperas (dos ya estrenadas). Su obra comprende las novelas mencionadas y textos (selección de textos pánicos publicados por Bretón en La Breche, (1962); Carta al general Franco, (1971); etc., etc.), así como poesía (desde los sonetos pánicos publicados en Índice, (1963 y 1966), Mis humildes paraísos, (1985), etc.). Escribe sobre ajedrez, publica varios libros de fotografías (Le New York d’Arrabal, 1973) y dirige varias películas (Viva la muerte, Iré como un caballo loco, El árbol de Guernica, La odisea de la Pacific). Su actividad es inmensa, tanto, que podría decirse que es uno de los pocos españoles que participan hoy, activamente, en la creación de la cultura occidental.
Sin embargo, Arrabal seguiría siendo fiel a sí mismo y al discurso del individuo que se enfrenta a su entorno con las pobres (y temibles) armas de su talento y su imaginación. Con él reaparece un lenguaje poco usual en el encorsetado mundo de la cultura, que alcanzará cotas de popularidad insospechadas gracias al malentendido que sufre la opinión pública dirigida por plumíferos de más cacareo que enjundia. En este terreno se sitúan sus acciones más comentadas y menos entendidas, en las que recoge la vieja tradición del lenguaje surrealista. A ello une la provocación, lo que no arregla las cosas en el contexto de la actual democracia española. Parece como si los españoles hubiéramos olvidado el valor de la palabra y la temiéramos tanto que hubiéramos decidido encerrarla en el cajón sombrío del «¡a estas alturas!». Entre el miedo y el desencanto se sitúa la tenue frontera en la que abandonamos nuestras más lúdicas emociones, cuando descartamos el juego como lenguaje hábil de una inteligencia que se descubre a sí misma en conflicto con su entorno.