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El árbitro se dirige a Amary y le informa:

—He recibido este mensaje. Me lo ha remitido uno de sus «asistentes» que me advierte la importancia «vital» que reviste la nota para usted. Naturalmente, sólo puedo comunicársela si recibo la autorización del Maestro Tarsis. Como árbitro principal del campeonato, no puedo transmitir a ninguno de ustedes dos un recado del exterior que pudiera contener una indicación en clave sobre la partida.

Tarsis lee el papelito y se lo devuelve al árbitro haciendo un leve signo afirmativo con la cabeza. No quiere traicionar su conmoción. El árbitro se lo pasa Amary. El mensaje dice: «De K. logró entrar. Descubrió el frigidaire. Se nos ha escabullido. Le buscamos. No puede escapar

Amary, abrumado, deja caer el papelito. Mira el tablero anonadado como si hubiera recibido un mazazo en la nuca o como si realmente hubiera tomado un kilo de LSD Hipnotizado juega: 22. Ce4xg5.

El público, incrédulo, murmura escandalizado; sabe que en las revistas especializadas una jugada tan disparatada la escoltarán dos puntos de interrogación infamantes: 22. Ce4xg5??

Tarsis adivina las causas de la zozobra de su adversario y cree comprender el significado del mensaje: De Kerguelen se ha introducido en la residencia de Meung-sur-Loire. Ha descubierto el escondrijo donde han encerrado a Isvoschikov (el frigidaire es la galería secreta). Ha intentado liberar al ministro… pero los esbirros le han sorprendido. Ha logrado escaparse corriendo por las galerías y se ha refugiado en uno de los brazos, quizás en una covachuela camuflada. Le tienen cercado; han ocupado la salida de la galería… Pero no han dado con él.

Todos los planes de Amary, se dice feliz Tarsis, huelen a perdices: el de la partida y el del secuestro. Ahora sólo le queda rematarle.

El Talmud a punto estuvo de conducir a Tarsis a Salt Lake City, capital del estado de Utah, pero unos tallos de espinos albos le destinaron otra fatalidad.

Soledad y Tarsis, durante semanas, siguieron pasando las noches en vela, escuchando el delirio de Nuria sin poderla auxiliar. Pero, una mañana, cuando Tarsis salía para su trabajo, Nuria le pidió:

—Cómprame una botella de champán, quiero beber una copa para celebrar el próximo nacimiento de mi hijo. Con lo que quede, limpiaré el retrete.

El capricho de Nuria le agradó. Sabía que en el Pesakhim 109 del Talmud se asegura que: «No hay felicidad sin vino». Era, al fin, un presagio favorable. En hebreo, Talmud quiere decir «enseñanza».

A pesar de ello, poco o nada conocía de los vinos franceses. Tanto es así que al salir de su trabajo, se compró un lote de doce botellas de champán baratísimas. Como que no lo eran: a pesar de su forma, los cascos sólo podían engañar a un profano como él. También contenían vino blanco espumoso, pero no de la región de Champagne. Había adquirido doce botellas de Clairette de Die. Aquella generación de emigrantes cayó en Francia, apeándose por las orejas, sin saber de la misa la media, por ello sus compañeros de penas y de exilio que trashumaron en los años veinte («los sudetos») y los de los años treinta y nueve («los refugiados») les apodaron a ellos, los recién llegados, «los parachutistas», que ni siquiera «los paracaidistas».

Soledad esperó a Tarsis, desencajada:

—¡Ha pasado un día horroroso!

—¿Durmió?

—En tres ocasiones se amodorró, pero no más de un cuarto de hora cada vez. Está más exaltada que nunca. Hace diez minutos se tiró un pedo, me explicó que el «Dios del Mundo» se sirve de su vientre para anunciarnos que las bombas nos aniquilarán a todos.

Cuando, acongojado, entró en la habitación de Nuria, ésta le recibió muy agitada:

—No me dejéis sola. Pero permitidme que viva normalmente.

—¿Te molestamos?

—Eso de dormir… y dormir… He dormido tanto que ya no tendré sueño nunca más. Pero no te vayas. ¡Nunca!

—Te he traído el champán.

Los tres se instalaron sobre la cama; se soplaron la primera botella de un tiento. Brindando a su salud, pimplaron la segunda. Eran las seis de la tarde, pero tan sólo empezaban a matar el gusanillo, incluso el de la enajenación. El tapón de la tercera botella, al saltar, se cargó una bombilla, y concluyeron que había que atizar la lámpara. Se sentían alegres y alumbrados pero estaban sólo entre dos luces. Se juraron apagar la sed que les dejó la tercera botella, echando la espuela con la cuarta. Pero eran votos de mosquito: empinaron la quinta ya encharcados. Moros van, moros vienen… ya ni sabían ni adonde iban ni en dónde estaban.

A la mañana siguiente, se despertaron desnudos y enlazados.

Tarsis nunca pudo traer a su memoria lo que había sucedido aquella noche. Ni las siguientes. Ni los días. Tenía un recuerdo difuminado de brisa de felicidad pero hubiera sido incapaz de precisar los momentos de ventura de que se componía. Se acordaba de que se habían reconocido y conocido como si se descubrieran. Nuria desalojó como por ensalmo las pesadillas que la atormentaban y que la impedían dormir. Radiante pasaba del sueño a la caricia y de la caricia al sueño. Su cerebro renacía a la esperanza, sus manos revoloteaban solas, su vientre se estremecía y sus ojos encandilados titilaban con abandono… El delirio y el dolor naufragaron y fueron engullidos definitivamente; la ventura y hasta la exaltación les fueron desbordando.

Juntos los tres, aprendieron a mirarse, a tocarse, a quererse, girando como los caballitos de un tiovivo en torno a su intimidad desnuda, pero al mismo tiempo conservando el movimiento propio de cada uno. Pasaron de la castidad intransigente e incondicional en la que habían vivido durante años a un frenesí sensual. Los dedos y la esperanza, los ojos y la imaginación, la lengua y la fantasía colaboraban para representar los sueños despiertos que les embriagaban. No sabían en esos instantes de fiebre quién era hombre y quién mujer. El espectáculo de sus cuerpos desnudos y trabados hubiera podido parecer depravado. Aprendían a entrelazarse y quererse con delicadeza y generosidad. Se ofrecían entre sí a manos llenas; dándose hasta las entrañas.

Vivieron el idilio triangular sin desafío alguno. Como la cosa más natural del mundo. El misticismo de los tres se afirmó. Más que nunca se sentían siervos de Dios. Pero practicando con libertad de conciencia una personalísima religión reformada. Por las noches recorrían un ciclo sabroso que comenzaban arrodillándose ante la estatua de San Francisco de Asís y que concluían acostados desnudos sobre la misma cama. Pasaban de la devoción contemplativa al arrebato activo como si ninguno de los tres fueran de este mundo en ninguna de las dos ceremonias.

Intentaron casarse en la catedral de Niza y de blanco, pero los hombres de la Iglesia, asombrados, les enseñaron la puerta. Un día leyeron una entrevista del actor estadounidense Robert Redford: «Mi esposa, que es mormona quiere que me case con otra mujer pero yo me niego». A punto estuvieron de hacerse mormones. Pero en la Costa Azul no dieron con la veta de la parroquia. Pero sí se enteraron de que en realidad la secta se llamaba «La Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día» y que fue fundada en 1830 por Joseph Smith. Nuria en la Biblioteca Municipal consiguió muchos datos que les conmovieron:

—Les persiguieron, les encarcelaron y les condenaron por practicar la poligamia. Joseph Smith fue linchado. Pero lograron refugiarse en el Estado de Utah. La Meca de los mormones es la capital, Salt Lake City.

Decidieron ir en peregrinación a la ciudad de sus querencias. Les entusiasmaba el saber que para los mormones el matrimonio no terminaba con la muerte de uno de los miembros, sino que continuaba eternamente. Sólo les separaba de los discípulos de Joseph Smith el pecado original y la virginidad de María. Para Nuria, Soledad y Tarsis, no se podía negar estos dos artículos de fe. Para ellos, además, la Virgen María que se había aparecido a Tarsis era sin lugar a dudas la mediadora del género humano… y de ellos en particular.

Los terroristas, aprovechando la parada en Niza del tren París-Ventimiglia, colocaron una bomba en una de las sacas del correo. El atentado no provocó el cataclismo que esperaban, sino tan sólo un accidente menor. Los heridos sufrieron en general más del susto que de las magulladuras.

Nuria y Soledad esperaron la hora en que Tarsis salía de su taller, buscando retoños de espinos. Querían crear en la terraza un murete empedrado arrebozado de majoletos y rosas silvestres. Al espino albar, con sus diminutas flores blancas en corimbos y sus hojas picantes y aserradas y su leve aroma tan fragante, literalmente, le idolatraban. Se miraban en él como en un espejo.

Si el tren hubiera descarrilado unos hectómetros más lejos, en plena aglomeración, no se hubiera podido evitar la tragedia. La bomba estalló a la salida del túnel de Carabacel, cuando el convoy no había alcanzado aún su velocidad de crucero.

Nuria y Soledad habían elegido un lugar pedregoso junto a los rieles en el que abundaban las rocas; brotaban los espinos entre ellas, lozanos, formando canastillas en torno a un pedrusco o guirnaldas que pendían de lo alto de la boca del túnel. Arrancaron una docena de tallos con infinito mimo, no para no herirse con las espinas, sino para no romper la armonía con que cada planta trama sus arabescos.

Las autoridades se felicitaron, se había evitado el desastre. Aseguraron con razón que ni siquiera se podía hablar de descarrilamiento; a la salida del túnel, tan sólo dos vagones se habían «acostado» sobre la vía. Aunque los terroristas no enviaron comunicado alguno, no podían estar satisfechos: habían gastado su pólvora en salvas; siete kilos de explosivo seco de tipo plástico.

Nuria y Soledad, con tomillo, romero y amapolas compusieron un ramillete que sabían le gustaría a Tarsis. Lo colocaría sobre su mesa al lado del tablero mientras analizara sus partidas de ajedrez por correspondencia. De vez en cuando, acercaría su nariz al tomillo para olerlo, y quizás tomaría una borlilla para perfumar con ella sus dedos.

Para la televisión y los fotógrafos de prensa, el suceso constituyó un éxito. Minutos después del accidente, pudieron filmar y fotografiar la escena, con legítimo orgullo. Las fotos, a pesar de todo, no eran espectaculares, pero sí chuscas; la locomotora y los dos vagones tumbados parecían pedazos de pacotilla de un tren eléctrico de juguete. La presencia de los bomberos y de los dos helicópteros de la gendarmería puso su sal y pimienta a un plato demasiado soso.

Nuria sabía muy bien dónde y cómo iba a plantar los brotes de espino albar y los retoños de majoleto. Formaría con ellos una corona levantisca. Soledad ya había dado un nombre a cada uno de los doce rebrotes. Las dos estaban convencidas de que todos iban a retoñar en el múrete de la azotea. Durante los primeros días, les cantarían canciones de cuna y luego, cuando se fueran haciendo a la casa, Tarsis vendría a piropearlos con su vozarrón tan cariñoso.

El ministro de Transportes no ocultaba su satisfacción. Y no era para menos. Los servicios de seguridad habían funcionado a la perfección: la vía había sido liberada y la circulación restablecida seis horas después del percance.

Nuria y Soledad estaban impacientes; sólo les quedaban unos minutos para, como todas las tardes, ir a recoger a Tarsis a la puerta del taller. Luego con él, se irían dando una vuelta hasta Cap Ferrat para ver la puesta de sol.

En realidad el descarrilamiento ocasionó dos víctimas. Por fortuna, cuando fueron descubiertas, la prensa y la televisión ya se habían ido. El furgón de los equipajes al «acostarse» las había aplastado despachurrándolas. Como estaban juntas en el momento del accidente, sus sesos reventados se entremezclaron, así como sus cuerpos deshechos, de manera que fueron enterradas juntas ante la imposibilidad de saber a quién pertenecía cada uno de los despojos.

Las autoridades silenciaron el incidente; lo consideraron como la única espina —aunque benigna— de un drama que tan limpiamente habían resuelto. Gracias a este silencio, consiguieron impedir el triunfo de los terroristas. Las víctimas fueron sepultadas discretamente: únicamente Tarsis asistió al entierro… de sus dos amigas.

Sufrió un tormento tan hondo que no podía llorar. Nuria y Soledad, destrozadas como dos pajaritos… le habían dejado solo para siempre. Solo con su burbuja de aire que se paseaba de su corazón a su cerebro y de su cerebro a su corazón: una burbuja de acero derretido que le abrasaba lentamente mientras iba y venía sin fin de su corazón a su cerebro y de su cerebro a su corazón.

Tarsis pasa al desenlace: 22 …h6xg5. «Telón —se dice—. Que entren los metesillas y los sacamuertos y que arrastren a Amary.»