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Se diría que Tarsis ha sentido los dedos de Amary sobre su propia carne. Le mira con disgusto pero también con curiosidad: el gesto le ha parecido una vez más familiar, conocido, como si ya lo hubiera observado años antes. El recuerdo lo tiene, como de costumbre, en la punta de la lengua, pero no llega a puntualizarlo. Desde el comienzo del campeonato no consigue desenterrar de su memoria el origen de esta evocación.

Tarsis se vuelve y mira con descaro a la escolta de su contrincante (el chófer y los dos guardaespaldas). Los tres en la primera fila del teatro, impertérritos, no quitan los ojos del tablero, a pesar de que no saben jugar. «¿Qué necesidad tiene Amary de semejante trío de sacamantecas travestidos en mosquitas muertas?» La Federación Internacional, tras los abusos de los recientes campeonatos del mundo, ha prohibido que los pretendientes al título sean ayudados por maestros en sus análisis de las partidas aplazadas o en su preparación. Los excesos de los «asistentes» en los últimos certámenes transformaron los campeonatos individuales en torneos por equipos. Pero la FIDE no ha vetado la presencia, en torno a los jugadores, de los «segundos oficiales». Tarsis se jacta de no necesitar a nadie. «Los tres secuaces de Amary, a pesar de sus aires de universitarios arrastra-bayetas, forman un trío de fanáticos.» Los imagina acompañando a su jefe la noche del secuestro del ministro soviético, conduciendo su coche y ahora torturando «científicamente» a Isvoschikov, noche tras noche, en el sótano del chalet que su rival ha comprado en Meung-sur-Loire… para transformarlo en «cárcel del pueblo».

Tarsis partió arrebatado de Barcelona dos horas después de escribir la carta a Nuria.

Tras un recorrido que le llevó de la capital catalana a Segovia y después a Madrid, llegó a Valencia, donde se hospedó en una casa situada al borde de la playa de la Malvarrosa. La pensión de familia lindaba con un caserón destartalado que devastaban y arruinaban meticulosamente los flechas del Frente de Juventudes. Con la venia de sus mandos. Peor aún: a conciencia; la casa, que había escapado a la quema por verdadero milagro, había pertenecido al novelista español de mayor reputación internacional y que, por si no fuera suficiente desafío, había sido de izquierdas antes que nadie. Su primer pecado, el más imperdonable por cierto, lo sigue pagando hoy. Ni Hollywood, ni sus apocalípticos caballos, nunca podrán mejorar su imagen. Por el contrario, la empeoran.

La pensión pertenecía a una animada viejecita con pata de palo que trajinaba como cuatro y que echaba las campanas al vuelo a cada gracia de su nieta, una meona de la piel del diablo. Las labores de la casa las asumía con esmero y reserva la criada, Soledad Galdós, una moza alta, rubia, de imperturbable tranquilidad y con unos misteriosos y serenos ojos azules. Se la tomaba por sueca. Por ello los tres huéspedes de la casa, un contable y dos chupatintas de la Fábrica de Papel, soñaban con seducirla. En realidad había nacido en una aldea próxima a Torrijas, provincia de Teruel, y era española por los cuatro costados. No miraba a nadie con misterio, sino simplemente con ventaja… y cuando, al ir a acostarse, se tropezaba con uno de sus admiradores, por encima del hombro.

En Valencia, Tarsis, además de fresador del taller mecánico de la Fábrica de la Papelera de la Malvarrosa (largo título que sólo tenía el inconveniente de ser falso: la fábrica no estaba situada en la playa, sino en un pueblo vecino menos fragante de nombre, «El Cabañal»), era sobre todo y ante todo «agapito».

En la Compañía de Jesús, en aquella época, los jóvenes postulantes que aún no habían entrado en el seminario se denominaban entre sí «agapitos». Sus directores espirituales también les nombraban de esta manera: de ellos partía el hallazgo. Aún no eran seminaristas, pero tampoco se les podía considerar como civiles del montón, aunque seguían ejerciendo las mismas ocupaciones que practicaban antes de ser iluminados por la vocación. Claro está, no se escatimaban en preces, jaculatorias y visitas a los altares para mayor gloria de Dios, lo que la banda decía en latín y de corrido como si fuera una palabra alemana: «admajoremgloriamdei». También se distinguían por una castidad meritoria que practicaban con el mismo tormento y encendimiento que los discípulos de Sade la pornografía. Para desplegarla sin accidente contaban con el auxilio de San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka y de un largo escapulario que rozaba en los momentos de apuro la parte más elevada del acicate. Ante las poluciones nocturnas se encontraban, sin embargo, desarropados. Y así les iba… Pero éstas, en general, no contaban.

Lo de «agapito», sus doctrineros lo explicaban así: hay dos formas de amor, el que tiene Dios por los hombres y el que los humanos sienten por el Creador. El primero es infinito, el segundo no tiene tan sublime generosidad y grandeza. Es, pues, un amor de «ágape»… vil, despreciable, plebeyo y chabacano si se le compara con el primero, pero majestuoso y esperanzador si se le coteja con la relación que une al común de los mortales con el Supremo Hacedor… De donde surgió la palabra «agapito» para bautizar a los encelados aspirantes a jesuita.

El director espiritual de Tarsis, durante esta navegación espiritual que con tanta pasión abordaba, fue un amigo del Padre Gregorio (E.P.) del Colegio de San Antón: el Padre Benito Bertomeu (S.J.). Ambos se hicieron amigos mientras estudiaban en el Seminario Diocesano, pero a poco de cantar misa, el primero fichó por las «E.P.» transformándose en escolapio o miembro de las Escuelas Pías; el segundo años después se alistó en la «S.J.», afiliándose como «padre» (los jesuitas saben que los designios de Dios son impenetrables). En tan buenas relaciones quedaron que, a pesar de la hostilidad secular de los dos gremios (los jesuitas trataban entonces a sus hermanos escolapios de pardillos y zoquetes y éstos a aquéllos de engreídos más tiesos que ajos), cuando Tarsis se presentó en su despacho, dispuesto a descargar su conciencia y decidido a vestirse toda su vida con el hábito de penitente, que era la sotana de escolapio, el Padre Gregorio le dijo:

—Sería una locura que con tu talento entraras en nuestra congregación. La Compañía de Jesús es el marco adecuado para un joven superdotado como tú. Precisamente, tengo un amigo…

Aunque todavía no era ni jesuíta ni seminarista, ni tan siquiera agapito, en aquella visita al Padre Gregorio, Tarsis había utilizado ya una de las armas de San Ignacio: la restricción mental. Cuando se escapó de Barcelona, ahogado por el remordimiento y dispuesto a retirarse para siempre del mundo, sus pompas y sus vanidades, su primera visita no fue al Padre Gregorio. Pero se le hacía muy cuesta arriba confesarle las calabazas, ¡tan humillantes!, que le habían dado en Segovia.

Había comprendido, al terminar de redactar la nota a Nuria, que la paz sólo podría conseguirla si se dirigiera por un camino totalmente opuesto al que hasta entonces siguiera, y que le había conducido a ser macarra: no había otro sistema, para enmendarse definitivamente, que el de abrazar la pobreza, el silencio, la penitencia y la castidad.

Se personó en el convento que los trapenses poseen a unos kilómetros de Segovia. Él creyó que allí se entraba como en la Legión: era suficiente, pensaba, raparse la cabeza, dormir cinco horas por noche en un ataúd con una roca por almohada, trabajar en el campo de sol a sol, y sólo abrir la boca para murmurar «morir habemus». Era el programa que le convenía. ¿Y a quién no?

Le recibió un fraile preguntón pero distante (afortunadamente, porque olía a rayos; por lo visto, supuso Tarsis, «además no se lavan»). Le hizo más preguntas que un comisario. Al cabo de una hora de careo en la que pasó por mil vergüenzas para detallar, como le pedía su escudriñador, su vida y milagros en Barcelona, el fraile, con una sonrisa (¡al fin!, ¡y beatifica!), le fue leyendo la sentencia:

—No puede vivir solo. Tiene que tener amigos.

—Ya le expliqué que tenía dos… Amigas.

El veredicto lo destapó picaruelo como quien quita el hojaldre al pastel.

—Tiene que cambiar de vida. El paso que ha dado es positivo pero no suficiente. Tiene que rezar, hacer penitencia para que Dios le ayude. Practique esta vida piadosa durante doce meses y vuelva a vernos dentro de un año.

El Padre Benito, por el contrario, había ganado su confianza desde el primer instante. Más que un Padre, era un abuelito sonriente y malicioso que hubiera podido ser, pensaba Tarsis, el padre de su padre. Había pasado cerca de veinte años como cura de pueblo en Vitigudino, hasta que ya, a sus cuarenta años, haciendo Ejercicios Espirituales en Salamanca, había sentido la llamada de la vocación por segunda vez. El Espíritu Santo le señalaba que sería más útil a la causa del Bien ingresando en la Compañía de Jesús. Era inteligente y goloso, achaque que enternecía a Tarsis y que entretenía con media docena de tocinitos de cielo con que le obsequiaba cada vez que recibía el sobre con su paga.

Todas las tardes, al terminar su trabajo, Tarsis tomaba dos tranvías que le conducían uno tras otro hasta el centro de Valencia pasando por el puerto y el cauce seco del Turia. Su confesor le esperaba; hubiera sido difícil saber cuál de los dos acechaba este momento con más impaciencia. Los domingos, pasaban el día juntos en compañía de los otros cinco agapitos con que se podía enorgullecer Valencia en aquel año de pertinaz sequía: iban a los suburbios a catequizar las almas de los descarriados (con el tiempo, este tipo de descreídos se han ido instalando en los barrios finos).

El cariño que sentía el Padre Benito por su agapito a veces le asustaba. ¿No se estaba convirtiendo en una amistad particular? El pasado del muchacho le sobrecogía: un hombrecillo que «había vivido» en Barcelona «como había vivido» y que había martirizado a un compañero siendo un chaval, ¿no sería capaz de hacer de nuevo cualquier barrabasada? Pero al mismo tiempo, gracias a Tarsis, era testigo de una aventura de las de antes de la guerra… de las que había barrido la Cruzada.

Para ingresar como fresador en la fábrica de la Malvarrosa, Tarsis no se sirvió de una restricción mental sino de una mentira de tomo y lomo… Que absolvió sin pena su director espiritual; mejor dicho, con un simbólico avemaria. Por puro recochineo, seguramente.

Cuando Tarsis llegó a Valencia, la empresa propietaria de la fábrica había decidido construir unas instalaciones para transformar la paja de arroz (tan abundante en la región como carente hasta entonces de rendimiento), en pasta de papel. Una operación tan peliaguda, los dirigentes apreciaron que no podían encomendársela a los indígenas más aptos por lo visto para fabricar panderetas. No parándose en gastos, a lo grande, contrataron lo mejorcito: cuatro ingenieros italianos. Aquellos esclarecidos mentores que se movían por la región como en terreno conquistado (… y lo era), tenían una desconfianza instintiva en las capacidades de trabajo del obrero nacional, no le veían confeccionando panderetas sino haciendo botijos… pero nunca ante una máquina moderna. Italiana para mayor escarnio. Ejercían su trabajo (los cuatro) con sendos aparatos de foto en ristre para sorprender e inmortalizar por la imagen al gandul que desoyendo la máxima «el trabajo es la libertad», dormía la siesta en lo alto de los pajares. En descargo de los dormilones, cabe señalar que las tardes eran muy largas y el sol de castigo.

El ingeniero italiano que acogió a los cinco inactivos en busca de trabajo —entre los que se encontraba Tarsis— les preguntó:

—¿Entre vosotros hay un fresador?

Tarsis no sabía que dentro del trabajo manual, el fresador realiza la labor más difícil, y por ello la mejor pagada. La palabra le gustó. Pensó que se trataba de un oficio que se ejercía en la cantina y que aprendería en dos patadas. Dijo tranquilamente:

—Yo.

—Pero, ¿eres aprendiz mecánico o aprendiz adelantado?

La respuesta la conocía. Él sabía muy bien —como sus tres compañeros— cuál era la categoría más alta a la que podía aspirar. Y afirmó:

—No, yo ya soy operario de primera.

—¿En dónde has trabajado?

—En Prat de Llobregat. Mis padres se han trasladado a Valencia. Y he tenido que seguirles.

—No te voy a pedir certificados. Ya sé cómo os los fabricáis. Pero vas a demostrarme que eres fresador. Me vas a hacer esta pieza (señaló un plano sobre la mesa). Pero si haces una «colada» , te pones a barrer el taller eléctrico para que aprendas a mentir. Tienes dos días para realizarla. Aquí tienes el plano. Cuando hayas terminado vienes a verme.

Al ver el dibujo, a Tarsis se le cayó el alma a los pies. Era un enrevesado croquis de delineante compuesto de un sinfín de trazos y medidas. Se puso a estudiarlo con detenimiento, pero al cabo de una hora no había descubierto ni siquiera el contorno superficial que pudiera tener la famosa pieza. Un viejo fresador del taller mecánico, Pascual Mayoral, se apiadó de él y le ayudó a descifrar el enigma y a romper el hielo. Luego, gracias a la destreza y a las mañas que había aprendido en el taller de orfebrería, se puso a perfilar el objeto con tiento, siempre bajo la vigilancia de Mayoral, que le retenía la mano cuando iba a hacer una «colada». Cuando terminó el trabajo, el ingeniero italiano tras darle su contrato le dijo:

—Tú vienes de Prat de Llobregat. Pero Valencia no es lo mismo. Valencia es una ciudad muy sucia. Cuidado con las putas.

Y Tarsis sonrió. ¿Qué menos?

Los domingos los seis agapitos utilizaban como gancho en su misión de apostolado en los suburbios el cinematógrafo. Y no el cine, que es cosa mucho más moderna. Instalaban el proyector en una habitación cualquiera del barrio y «echaban» la película —piadosa— sobre la pared desnuda. Como el mediometraje era mudo y sin subtítulos, Tarsis era el encargado de irla comentando. Lo hacía con chispa. El Padre Benito se mondaba de risa. Lo que no sabía el santo varón es que su discípulo solía emplear muchas de las morcillas —censuradas, eso sí— que había oído en «las golfas». Para el Padre, este humor era un don del Espíritu Santo. Se embalaba:

—Serás un jesuita de corazón abierto, generoso, risueño como lo era nuestro fundador y San Francisco Javier.

A pesar del secreto con que, por consejo de su director espiritual, guardaba su vocación en la fábrica y la pensión, tenía el sentimiento de que la criada estaba al tanto de su decisión. Cuando, a las siete y media, por las mañanas, volvía de la capilla, ella ya le tenía preparado el café y las dos tostadas. Una mañana en que a las siete menos cuarto aún no había salido de su habitación, Soledad golpeó a su puerta y dijo:

—Queda un cuarto de hora para la misa.

El Padre Benito no quería que Tarsis fuera hermano lego. Le mosqueaba el que éste le hubiera manifestado su admiración por Santa Teresita del Niño Jesús, que «sin tener las órdenes mayores había llegado a la santidad».

—Tienes que ser sacerdote. No puedes desperdiciar los dones que Dios te ha dado; celebrarás el misterio de la Eucaristía. Confesarás.

—¿Que confiese yo?

—Tu pasado lo ha enterrado la losa de la vocación.

Para el Padre Benito, Tarsis era su sucesor… su heredero… su hijo… espiritual, se entiende. Tenía que realizar todo lo que él no había podido hacer por haber abrazado tan tarde la compañía. Le veía misionero en el Japón o enseñando en la Sorbona, provincial de la orden o fundador de conventos y para terminar subiendo a los altares. Cuando el Padre le hablaba con tanto fervor y cariño de su porvenir, Tarsis se sentía tan feliz como cuando en Ceret se sentaba junto a su padre, bajo el manzano del jardín. Y no le hubiera extrañado que un día el Padre Benito le dijera como su propio padre, con el mismo inolvidable acento y la misma tranquilidad:

—Los curas son tan sólo unos parásitos que viven de dar «alfalfa espiritual a los borregos de Cristo».

Tarsis toma por fin el Alfil de Amary con su Dama (12…, Dd8xe7) como todos los espectadores esperaban desde hacía diez minutos. No había otra jugada. Ha permanecido durante todo este tiempo en su salón, sin que nadie pueda saber si los ha pasado realmente analizando la posición. Después de efectuar la jugada mira al tablero como relamiéndose: el zafarrancho de combate ya lo hizo sonar al instalar su caballo en e4 y, tras la pausa obligada de las dos últimas jugadas, va a destrozar la posición de su rival.