—37—
LA NOCHE del martes veintidós de junio, se hallaba apostado en el balcón del número veinte de la calle Velero, el escritor León Acebedo. Desde su posición elevada observaba la totalidad de la calle. Vio los coches que pasaban despacio y se detenían en el cruce de la calle Antonio Machado. Una moto, atronó escandalosa, y lanzó ladridos de los perros que había en una de las terrazas. El hombre del perro paseaba a Tasco, atado con una correa, por la acera. Se detuvo delante del número dos, frente al bloque de pisos del policía retirado Moisés Guzmán.
—¿Qué hará ese ahí? —se preguntó el escritor.
Desde su piso pudo ver la silla de ruedas que había en el balcón de Fausto Anieva, la que utilizaba Tasco como improvisada cama. El escritor se imaginó al hombre del perro con la pierna escayolada y caminando por las calles a lomos de esa silla de ruedas.
Fausto Anieva se percató de que le estaba mirando y desde la calle alzó la mano y saludó a León Acebedo, que se sintió descubierto. Luego se metió dentro del piso y siguió escribiendo su novela.
En la calle, el hombre del perro, continuó mirando hacia el balcón donde vivía Moisés Guzmán, el policía retirado. Se imaginó que dentro estarían él y la chica ecuatoriana, la nueva dueña del bar Caprichos. Los dos estarían retozando.
—Ven Tasco —le dijo a su perro—. Es hora de ir a dormir.
Justo se marchó Fausto Anieva, se asomó al balcón, del piso de Moisés Guzmán, Cristina Amaya. La bella rubia azuzó su cabellera junto a la barandilla y se percató de un coche azul que había aparcado en la esquina de la calle Mas Florit, frente a un pequeño parque donde los vecinos sacaban a pasear a sus perros. Ese coche lo había visto esa mañana aparcado cerca del bar Caprichos.
—Mira Moisés —le dijo al policía retirado—, ese coche estaba esta mañana frente al bar, y creo que lo he visto más días.
Moisés se asomó al balcón y nada más ver el coche supo quienes eran.
—Son Mossos d›Esquadra —le dijo a Cristina.
Para el veterano policía no era ningún misterio el modelo de vehículo, ni que dentro hubiera dos hombres jóvenes, uno de ellos con la ventanilla bajada y fumando.
—¿Y qué hacen aquí? —preguntó Cristina—. Espero que les quedara claro que yo no tengo nada que ver con las muertes de esos hombres.
—Espero que así sea —dijo Moisés—. Pero seguramente siguen vigilando a los vecinos por si el asesino vuelve a actuar.
Delante de la portería del número dos de la calle Velero, pasó en esos momentos el joven ayudante del forense, Santiago Granados. En sus brazos sostenía a Caniche, que se había agotado de tanto andar. Su dueño lo había llevado demasiado lejos para que sus cortas patas aguantaran el trote. El chico estaba preocupado por la última conversación que mantuvo con Fausto Anieva. Para él, el asesino de hombres maduros era el hombre del perro. Odiaba a las mujeres ecuatorianas y por lo tanto odiaba a los hombres que se acostaban con ellas.
En la calle Fragata, Mirella Rosales, cerró la puerta de su casa por dentro. Dio dos vueltas de llave y la cerradura de seguridad se ancló con un sonoro chasquido. Luego se asomó por la ventana, la calle estaba desierta. Únicamente había un coche azul apostado frente al parque donde esa tarde pasearon los perros Santiago Granados y Fausto Anieva; aunque ella no los vio. Los dos agentes del coche azul escuchaban la radio y el copiloto, de vez en cuando, tomaba notas en un folio que sostenían con una carpeta.
A las once de la noche la calle Velero se despejó. La mayoría de vecinos cenaban en las terrazas y balcones y otros se habían ido a pasear al puerto, aprovechando la reconfortante brisa marina. Hacía un calor soportable. Santiago Granados se fue andando hasta su casa, en la calle Montferrant. El escritor golpeaba las teclas de la vieja Underwood, la que sería su última novela estaba tomando forma. Y por la portería del número dos, donde vivían Moisés Guzmán y Cristina Amaya, entró el hombre del perro solo, sin Tasco, al cual dejó durmiendo en la silla de ruedas de su balcón. A esas horas, Cristina Amaya, había bajado hasta su piso, quería dormir sola y descansar ya que al día siguiente se tenía que levantar a las cuatro y media para ir a trabajar al bar Caprichos. En el tercero se hallaba el policía retirado Moisés Guzmán sentado en la cama y pensando que todo lo que le había ocurrido estos últimos días no era más que un sueño. El maduro policía nacional se estaba acostando con una chica veinticinco años más joven que él, sin que hubiera dinero de por medio. Estuvo tentado a vestirse y bajar hasta el piso de Cristina y decirle que la quería, pero cualquier cosa que dijera sonaría cursi.
Abrió el grifo de la ducha y estaba pendiente de meterse dentro cuando sonó el timbre de la puerta.
«Es ella», se dijo Moisés.
A esa misma hora, dos hombres cavilaban en la última planta de la comisaría de los Mossos d›Esquadra de la calle Ter, eran el comisario Josep Mascarell y el fiscal jefe Eloy Sinera. Los agentes de la policía judicial se habían ido hacía apenas una hora y sobre la mesa se esparcían multitud de informes. El tablón lo cubría un plano de Blanes lleno de chinchetas y círculos rojos.
—Habría que investigar al hombre del perro —dijo el fiscal jefe.
El comisario asintió.
—Él ha estado en los dos crímenes. El primero se produjo frente a su casa y en el segundo lo vimos pasar por allí.
—Ese hombre es muy extraño, pero no nos vale como sospechoso.
—¿Por qué? —preguntó Josep Mascarell.
—El móvil —dijo el fiscal—. ¿Qué llevaría a un hombre como ese a matar a dos hombres aparentemente sin ninguna conexión y de la forma en que lo hizo?
—Todo el mundo sabe que Fausto Anieva es gay —dijo el comisario.
El fiscal se encogió de hombros.
—¿Y qué?
—Igual se entendía con esos hombres y como lo despreciaron los mató. De la forma en que se han cometido los crímenes parecen asesinatos pasionales. ¿Qué sabemos de él?
—Eso no me lo ha de preguntar a mí —dijo el fiscal—. Usted es el investigador.
El comisario llamó a un agente de incidencias de la policía judicial por el teléfono interno. En unos minutos subió desde la primera planta un policía de unos treinta años oliendo a tabaco y sosteniendo un vaso de café en su mano derecha.
—¿Me ha llamado jefe? —dijo con semblante serio.
—Ah, pase, pase —le dijo el comisario—. Busque todos los datos que tengamos de Fausto Anieva, el hombre ese del perro que vive en la calle Velero.
Para los agentes de la comisaría no era ningún secreto que Josep Mascarell no supiera manejar los ordenadores, ni siquiera sabía introducir datos. Era un comisario chapado a la antigua con un olfato heredado de sus años en la Guardia Civil.
El agente se sentó delante de uno de los dos ordenadores que había en el despacho y comenzó a teclear, extrayendo todos los datos que había de Fausto Anieva.