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EL POLICÍA retirado, Moisés Guzmán, estuvo enclaustrado en su piso de la calle Velero, hasta las dos del mediodía, momento en que se dispuso a comer. Los días anteriores había llenado la nevera y tenía alimento suficiente como para aguantar una semana. Hasta las dos estuvo leyendo una novela que adquirió en la librería de la estación: Muerte a ciegas, del escritor local León Acebedo. Le hizo mucha gracia comprar una novela de una persona a la que conocía, por lo menos de hablar con ella en contadas ocasiones. Y además vecino de la calle.
Cuando dieron las dos no le apeteció cocinar y se dijo que andaría hasta el paseo marítimo y comería en algún chiringuito de la playa.
Y así lo hizo.
Al pasar por el Passeig de Pau Casals vio a lo lejos al escritor, que iba acompañado del hombre del perro, Fausto Anieva. Los dos andaban enfrascados hablando muy animados de algo que les hacía reír. A Moisés le hubiera gustado hablar con el escritor, pero no quería entrar en conversación con el hombre del perro, al que veía como un pesado aplastante. Así que evitó cruzarse con ellos y torció por la calle de la Unión, antes de que los dos se percataran de su presencia.
Resoplando por el quiebro que les hizo a los vecinos de su calle, siguió caminando hasta incorporarse de nuevo al Passeig Pau Casals, saliendo a la altura del bar Caprichos. Como eran ya las tres de la tarde, la persiana estaba bajada hasta la mitad e intuyó que las chicas: Mirella y Cristina, estarían dentro limpiando. Y se asomó metiendo la cabeza por el hueco.
En el interior, estaban ellas dos solas, y habían preparado una mesa en el centro del bar y se disponían a comer. Moisés las saludó:
—Buenas tardes señoritas —dijo.
Ninguna de las dos chicas se esperaba que alguien asomara la cabeza por debajo de la puerta, así que las dos se asustaron y a Cristina incluso se le cayó el tenedor que sostenía en la mano. Mirella miró con recelo a Moisés.
—Caballero —dijo—. El bar está cerrado.
—Lo siento —lamentó con rostro compungido—. Pensé que todavía admitían clientes.
Cristina lo reconoció, ya que el día anterior había estado hablando con él y con el hombre del perro.
—Cerramos a las doce —dijo Mirella—. Pero hoy, cómo es sábado, hemos cerrado un poco más tarde.
«¿Un bar que cierra a las doce del mediodía?», meditó Moisés Guzmán. «Vaya bar más raro», se dijo.
—¿Si quiere comer? —le preguntó Cristina, ante la mirada censurante de Mirella.
Moisés se dió cuenta de que a la chica ecuatoriana no le gustaba que él estuviese allí.
—No se preocupen —dijo—. Ya buscaré otro sitio que esté abierto a estas horas.
Las chicas no dijeron nada y él se marchó por el paseo marítimo.
Al salir vio, delante de la puerta del bar, un coche ocupado por dos jóvenes de pelo corto y gafas de sol, completamente opacas. Para Moisés no fue ningún problema averiguar que esos dos chicos eran policías. Ni siquiera los miró. No era de su incumbencia lo que estuvieran haciendo allí a esas horas.
Moisés siguió caminando dirección al puerto y se dijo que en el primer bar que viera abierto entraría a comer algo, lo que fuera. Muy cerca de la Explanada del Puerto vio un restaurante que ofrecía un buen aspecto exterior. En la terraza había al menos diez mesas y todas estaban ocupadas. El olor a pescado embriagó su olfato.
El policía retirado entró por la enorme puerta de madera y enseguida se acercó hasta él una chica joven y de encantadora belleza que le preguntó cuántos iban a comer.
—Yo solo —respondió Moisés.
—¿Dentro o fuera?
Moisés sabía que dentro estaría fresco por el aire acondicionado y a resguardo de los mosquitos.
—Dentro —respondió.
—Sígame —le dijo la chica.
Los dos, Moisés y la camarera, traspasaron el bar y se adentraron en un comedor amplio y decorado con motivos marinos. La chica se detuvo en una mesa, que ya estaba preparada para comer, y le retiró la silla para que él se sentara.
—Gracias —le dijo.
En la mesa de al lado había una familia comiendo. Él era un hombre maduro, vistiendo elegantemente. Ella una mujer exageradamente pintarrajeada, pero también muy elegante. El chico más joven tenía aspecto aniñado y un flequillo largo que no cesaba de repeinar con la mano. A los pies de la mujer había un perro pequeño, seguramente un caniche. Cuando Moisés se sentó el perro soltó un inapreciable gruñido.
—¡Caniche, silencio! —le dijo la dueña con voz dominante.
—Hay de todo, menos los platos marcados en rojo —le dijo la camarera a Moisés, mientras ponía sobre la mesa una carta de menú plastificada.
Moisés sonrió amablemente a la chica.
—Gracias.
La camarera se retiró, y Moisés ojeó de un vistazo, rápido, la carta del menú. La familia que había sentada al lado del policía retirado estaba enfrascada en una conversación que enfurecía al marido.
—Ya te digo yo —decía la mujer con voz apesadumbrada—, que el forense es el que tiene todos los números de ser el hombre que busca la policía.
—¡Mamá! —le dijo el hijo, para que bajara la voz.
Moisés fingió no oírlos hablar.
El marido no estaba conforme con las aseveraciones de su mujer. Y así se lo hacía saber, colérico.
—Qué sabrás tú —le dijo con semblante serio.
—Ya sabes cómo ha ocurrido todo —replicó la mujer—. El asesi... —omitió terminar la palabra—, el que buscan sabe mucho de medicina. Es alguien que conoce perfectamente el cuerpo humano.
—Vamos —dijo el marido—. Todo el mundo sabe donde está el corazón.
El hijo de la pareja se peinó intranquilo. La discusión de sus padres lo estaba poniendo nervioso.
La camarera se acercó hasta Moisés y le preguntó:
—¿Ya ha decidido señor?
Moisés la miró de reojo y le dijo:
—Sí. Mire de primero quiero un gazpacho. De segundo éste pescado —señaló con el dedo una fotografía de la carta del menú.
—¿Para beber?
—Un poco de vino y agua.
La chica recogió la carta del menú y se adentró en la cocina, atravesando una puerta oscilante de madera. La familia de la mesa de al lado siguió cavilando.
—Santiago —le dijo a su hijo, la señora Matilde—, debes hacerme caso y vigilar a ese hombre cuando estés trabajando.
Desde que la madre del ayudante del forense, Santiago Granados, se enteró de la forma en que habían muerto esos hombres, que sus sospechas recayeron sobre el forense de Blanes, Amando Ruiz.
—Deja ya de decir sandeces —la silenció su marido—. Estás asustando al niño.
El señor Granados seguía tratando a su hijo como a un adolescente de corta edad, cuando Santiago ya tenía los veintinueve años cumplidos. Aún así el chico no hacía nada para evitar este trato hacia él por parte de su padre.
La camarera se acercó hasta la mesa de Moisés Guzmán y le trajo un plato hondo con gazpacho. El policía retirado se dispuso a comer.
—Tú dirás lo que quieras —recriminó la señora Matilde a su marido—, pero el forense es el único que se me ocurre, con conocimientos suficientes, como para asesinar a esos dos hombres. Además —siguió elucubrando—, puede que no lo haya hecho solo. Hace falta mucho coraje —dijo con una expresión que no encajaba en su vocabulario—, para matar a un hombre de esa forma.
Mientras disfrutaba del gazpacho, Moisés Guzmán, se fijó en el perro que la familia había entrado al restaurante. Era un caniche muy pequeño y se acordó del vecino de su calle: Fausto Anieva, el hombre del perro. Él también era conocedor de la forma en que habían muerto esos dos hombres, por lo que seguramente, pensó el policía retirado, la familia Granados fue la que puso al corriente al hombre del perro del proceder del asesino.
Moisés trató de mirar al hijo del matrimonio, sin que ninguno de los de la mesa de al lado se percatara de ello. Era un policía experimentado, con más de treinta años de servicio a sus espaldas y había visto tantas situaciones y a tantos criminales: ladrones, asesinos, violadores, secuestradores, rastreros... Treinta años en una profesión como la de policía dan para mucho. Había desarrollado una innata habilidad de juzgar a los sospechosos solamente por su apariencia, por sus gestos, por la forma de comportarse, por lo que dicen y por lo que callan. Una intuición que prejuzgaba antes de aportar las pruebas para acusar al autor del crimen. Moisés clavó los ojos en los gestos amanerados de ese chico. La forma impulsiva en como se peinaba constantemente, en un tic conductual que, supuso, le tranquilizaría. El joven, desde luego, estaba nervioso. Quizás le ponía nervioso la combinación de sus dos padres juntos, lo que la mujer decía era desdicho por el hombre al momento. Parecía que la señora tenía claro que el asesino de los dos hombres, que habían muerto en Blanes en la última semana, era el forense, por lo que pudo extraer de la conversación que mantenían. El padre lo rebatía y el chico no se postulaba a favor de nadie. Eso, pensó Moisés, no respondía al perfil de un asesino en serie. Por lo que sabía el viejo policía, los asesinos en serie quieren que sus crímenes sean reconocidos, que haya prensa, que se sepa que han puesto en jaque a la policía y que finalmente salga a la luz el autor y produzca admiración a los demás por su proeza. Quizás, siguió especulando Moisés, no se trataba de un asesino en serie; era pronto para decirlo. De momento solamente se habían cometido dos crímenes, al menos en Blanes, los asesinos en serie pueden actuar en un territorio más amplio: una provincia, una región o incluso un país entero.
La camarera se acercó hasta la mesa del matrimonio y les preguntó si habían terminado. Todos disfrutaron de una parrillada de pescado fresco.
—¿Postres?
—Un café solo —dijo el padre.
La madre y el chico se pidieron un helado variado. Moisés vio como la señora deslizó un trozo de gamba pelada hasta la boca del caniche que dormitaba tranquilo a sus pies. El perro la devoró con deleite.
—¿Le traigo el segundo? —le preguntó la camarera a Moisés mientras sostenía varios platos entre sus manos.
Moisés asintió con la cabeza terminando de sorber el gazpacho y apartó el plato para que la chica lo recogiera. Se secó los labios con una servilleta de tela y miró al hijo del matrimonio con disimulo.
«Si es el ayudante del forense, también tiene conocimientos avanzados de medicina y sabe donde está el corazón», pensó.