—20—
EL VIERNES dieciocho de junio, siendo las nueve de la mañana, se hallaba en su despacho el forense de Blanes, Amando Ruiz. Era un hombre grueso, con pelo lacio y con mechones grises. Enorme papada. Y poblado bigote que le tapaba la boca por completo. De vida rutinariamente ordenada, hasta la primera semana de junio su labor en el tanatorio había transcurrido con relativa calma. Pero el lunes siete de junio los servicios funerarios trajeron a un hombre que había muerto, fulminado, en el semáforo de la calle Velero, en la confluencia con la calle Antonio Machado. Ese hombre, llamado Sócrates Algorta, era un vecino de Lloret de Mar y cuyo aspecto físico se asemejaba al del propio forense. Pocos eran los hombres que en la actualidad portaban bigote exclusivamente, ya que la moda era la perilla o barba recortada, pero bigote solo ya estaba en desuso.
Lo que al principio pareció una muerte natural, debido a un fallo de corazón, ya que Sócrates Algorta contaba cincuenta y ocho años cuando falleció, se destapó como un asesinato, cuando el forense halló un pequeño orificio en la espalda del cuerpo, atravesando el corazón por su aurícula derecha y provocando la muerte de Sócrates Algorta.
El forense Amando Ruiz ya se las había visto, en más de una ocasión, con asesinatos crueles. Pero era la primera vez que examinaba un cadáver muerto con la pericia de un auténtico carnicero. La persona que le clavó el objeto en el corazón era alguien conocedor de aspectos profundos de medicina. No había que olvidar que el hombre estaba conduciendo y que la posición que adoptaba ante el volante de su coche era de tensión, por lo que la espalda ofrecía al asesino una curvatura que dificultaba hallar la situación exacta del corazón. El forense se documentó e incluso llamó por teléfono a un colega de Barcelona, y le dijo que nunca habían visto un asesinato de ese estilo y mucho menos con un sólo estoque. Hubiera tenido más sentido si en la espalda de Sócrates Algorta hubieran aparecido varias punzadas, pero una sola era fruto o de la casualidad o de unos conocimientos anatómicos excelsos del autor del crimen.
Cuando el forense se lo comunicó, de forma confidencial, al comisario de los Mossos d›Esquadra, Josep Mascarell, ambos convinieron en la necesidad de mantener el secreto y no informar a la prensa, ni a los familiares, de la forma en que se había producido el crimen. Si se hiciera público que un hombre había sido asesinado en un semáforo de una concurrida calle de Blanes, el turismo y la población se verían afectados y máxime cuando empezaba el verano más caluroso de los últimos treinta años. Hasta la medianoche del lunes siete de junio solamente había tres personas en Blanes que supieran que Sócrates Algorta había sido asesinado con una punzada por la espalda que le atravesó el corazón. Lo sabían el propio forense, Amando Ruiz, el comisario jefe de los Mossos d›Esquadra, Josep Mascarell, y el fiscal jefe que también fue informado, Eloy Sinera. Esas tres personas, junto al asesino, eran los únicos que sabían cómo se produjo la muerte.
El martes por la mañana también se enteró el ayudante del forense, el joven Santiago Granados. El forense le dijo que guardara riguroso secreto de las causas de la muerte de Sócrates Algorta, pues peligraba una de las investigaciones más importantes de Blanes de los últimos años. El propio comisario Josep Mascarell les dijo a todos que había que tener en cuenta que en las poblaciones como Blanes, donde los habitantes prácticamente se duplicaban en verano, cabía la posibilidad, nada descabellada, de que el asesino no fuese de allí; incluso podría ser un extranjero de Francia o Alemania, lo que dificultaba su detención una vez transcurrido un plazo más o menos amplio. Así que todos se pusieron manos a la obra para localizarlo cuanto antes.
El lugar donde se produjo el crimen era llamativo, sin duda. La calle Velero pertenecía a la zona que hay más arriba de la carretera de la Costa Brava y por estar alejada de la playa era un revulsivo de los turistas que optaban por residencias más próximas al mar. En las primeras y rápidas pesquisas, del comisario de los Mossos d›Esquadra, solicitando el padrón municipal de Blanes, se percató de que en esa calle habían venido, hacía relativamente poco, a vivir tres personas muy peculiares. Le recordaron a los protagonistas de la película: Vidas rebeldes. Una película de almas perdidas y corazones solitarios. Con tres actores que bien podrían ser los nuevos vecinos de la calle Velero. Tres personas en el ocaso de sus vidas: Clark Gable, Marilyn Monroe y Montgomery Clift. O lo que es lo mismo: Moisés Guzmán, Cristina Amaya y León Acebedo. Se preguntaba el comisario de los Mossos qué es lo que harían en esa calle tres personas tan dispares, pero tan similares al mismo tiempo. Un policía nacional de Huesca retirado, una chica sola de aspecto angelical y un escritor setentón que solamente había publicado seis novelas en toda su vida, pero que la última, la más conocida, trataba sobre un asesino en serie. Parecía el guión de una de sus novelas, perfectamente orquestado para que coincidieran los personajes.
Para el comisario Josep Mascarell, todos, absolutamente todos, podían ser los asesinos. Incluso los tres a la vez, llegó a pensar. Caviló el jefe de la policía acerca de la motivación del crimen. No le faltaron argumentos. El policía retirado Moisés Guzmán tenía la fuerza y los conocimientos suficientes como para llevarlo a cabo. El crimen se cometió frente al número veinte de la calle Velero y él residía en el número dos, por lo que en un minuto ya estaría refugiado en su casa. Incluso, meditó, el estoque en el corazón de Sócrates Algorta se podría haber producido frente al portal del policía retirado y conducir moribundo, los veinte metros de distancia, hasta el semáforo donde sucumbió cuando se le paró el corazón. Una herida así no producía una muerte inmediata.
Respecto a la chica, Cristina Amaya, también vivía en el mismo bloque que Moisés Guzmán y también hacía menos de una semana que se había trasladado allí. El comisario pidió un informe detallado a la policía de Barcelona y cuando le dijeron que su padre, Antonio Amaya, había fallecido en el mes de noviembre de un cáncer de colon en su piso de la calle Bac de Roda, la sospechas del jefe de policía se centraron en la relación que hubiera podido tener Cristina con su padre. El crimen de la calle Velero era también un crimen pasional y para el comisario el autor respondía más al perfil de una mujer que al de un hombre, pero no quería descartar nada. El servicio de atención a la familia de la Ciudad Condal le hizo una llamada el fin de semana, el viernes once de junio, y le dijo que constaba en su base de datos una vigilancia discreta a la familia Amaya, ya que el padre tenía antecedentes por maltrato. Pero no fue hasta el lunes catorce de junio, cuando le llegó por correo electrónico al jefe de los Mossos el informe completo. Le llamó la atención la profesión de la madre de Cristina Amaya, Viviana Baeza, la mujer había sido toda su vida cosedora. Los últimos años trabajó en la economía sumergida, pero lo que más llamó la atención, al comisario de los Mossos d›Esquadra, es que la madre de Cristina estuvo empleada en un taller de costura de la Barceloneta en los años noventa y se especializó en el ganchillo. La modalidad era el croché, y consistía en tejer manteles artesanales para sobremesa, utilizando para ello unas agujas de ganchillo tunecino de treinta y cinco centímetros de largo.
Y luego estaba el escritor León Acebedo. También tenía todos los números de ser el asesino. Residía justo enfrente del semáforo donde murió Sócrates Algorta. Escribía novelas policiacas de asesinos en serie y la forma en que murió el vecino de Lloret de Mar hacía pensar que era una de esas novelas puesta en escena. Para el comisario Josep Mascarell podría ser una prueba de fuego del propio escritor buscando el crimen perfecto. Pero... ¿Por qué Sócrates Algorta? Podría ser una víctima elegida al azar. Uno cualquiera que pasara esa tarde por la calle Velero. Ninguno de los tres sospechosos tenía relación con él..., aparentemente.
Cuando la tarde del martes quince de junio apareció el cadáver del dueño del bar Caprichos, Adolfo Santolaria, en su piso de la calle Ter, las cosas se pusieron al rojo vivo en la comisaría de los Mossos d›Esquadra. El comisario Jefe solicitó al forense que hiciese la autopsia lo más rápido posible. El cuerpo del dueño del bar Caprichos, estaba boca abajo en su cama y no llevaba la camisa puesta, semidesnudo. A la llegada de los servicios sanitarios se podía observar en su espalda, a la altura del corazón, un pequeño orificio de donde supuraba sangre. Josep Mascarell tuvo un mal presentimiento: ese hombre había sido asesinado igual que el hombre del semáforo. Luego supo que la primera corazonada era cierta: estaban ante un asesino en serie.