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EL LUNES veintiuno de junio, la prensa local de Lloret de Mar publicó, en portada, la noticia del misterio de los asesinatos de Blanes. En un artículo relativamente corto explicaba que habían matado a dos personas en Blanes y que la policía no tenía ninguna pista de quién podría ser el autor. También, decían que una chica ecuatoriana era la nueva dueña del bar Caprichos y que Sócrates Algorta, el hombre del semáforo, tenía una amante ecuatoriana en Lloret de Mar, pero que esta última seguramente no sería la heredera, ya que Sócrates estaba separado y tenía dos hijos mayores de edad que residían en Girona con su madre, que sería la heredera de la peletería de la calle Vila de Lloret. El periodista que firmaba el artículo era muy conocido en círculos policiales por ser autor de noticias de corte sensacionalista.
En la comisaria de los Mossos d›Esquadra de Blanes, leían el periódico los dos agentes de seguridad, mientras uno de ellos criticaba al comisario.
—No té ni idea de res —dijo en catalán y remarcando su desprecio hacia el jefe de la comisaría.
Durante esa semana los agentes habían hablado de la ineptitud de Josep Mascarell con el caso del asesino en serie. El comisario se había obcecado con la camarera del Caprichos, Cristina Amaya, cuando aún no habían hallado pruebas concluyentes que la acusaran formalmente.
Por la puerta de la comisaría accedió Josep Mascarell, acompañado del fiscal jefe, Eloy Sinera. Los dos entraron callados y se subieron al ascensor. Los agentes de seguridad taparon con sus cuerpos el periódico para que el comisario no supiera que lo estaba leyendo en esos momentos. Pero él ya lo había leído antes de llegar a la comisaría y había montado en cólera.
—Que sabrán esos hijos de puta —dijo furioso—. Era lo último que esperaba leer en la prensa, la noticia de que era un asesino en serie el que asolaba Blanes y que la policía no tenía ni idea de quién podía ser.
En su despacho leyó el Atestado policial que se estaba confeccionando para detener a Cristina Amaya. Frente al bar Caprichos había cuatro agentes, en dos coches, esperando la orden del comisario para detener a la chica. Ella lo sabía, el día anterior cuando llegó a casa se encontró todo el piso patas arriba y desde la comisaría de los Mossos d›Esquadra le dijeron que habían realizado un registro en su domicilio, al estar ella inmersa en una investigación penal. Cristina se encogió de hombros. En su piso tan solo había ropa, poca, y productos de maquillaje. Nada más.
—No podemos detenerla sin pruebas —dijo el fiscal, Eloy Sinera, mientras repiqueteaba con un lápiz en la mesa del despacho del comisario.
—Maldita aguja de ganchillo —refunfuñó el comisario—. Seguramente la oculta en el bar.
—O la ha tirado a la basura, al mar, por el alcantarillado de la calle..., ¡vete a saber! —dijo el fiscal—. No pienses más en eso. La fiscalía no la puede acusar formalmente sin pruebas.
—De Barcelona me están apretando las clavijas. Dicen que hay que resolver los crímenes cuanto antes.
El fiscal arrugó la boca.
—Es mejor no quemar cartuchos en balde —dijo—. Ya has pedido un registro domiciliario que no ha servido para nada. Y en domingo. El juez estará molesto.
—Pues yo tengo claro que el asesino vive en esa calle.
—En la calle Velero —preguntó el fiscal.
—Sí. Tiene que ser uno de esos tres.
—Solamente nos queda el escritor y el policía retirado —dijo el fiscal.
—Solo queda el policía —aseguró el comisario—. La chica de momento vamos a dejarla a un lado. Al escritor lo traerán esta mañana aquí para interrogarlo.
—¿Y eso?
—Con el trasiego de ayer no pude contártelo —se excusó el comisario—. Ayer murió un anciano en el hospital Sant Jaume y el escritor León Acebedo estaba en la habitación justo en el momento de su muerte. Lleva la investigación un Subinspector de policía judicial.
—¿Qué hacía en el hospital el escritor? —preguntó el fiscal con rostro constreñido.
—La verdad es que este asunto me está sacando de quicio —dijo el comisario, visiblemente abatido—. Ya no sé que pensar, pero creo que el asesino está entre esos tres: Cristina Amaya, León Acebedo y Moisés Guzmán. Y..., puede que sean dos, o los tres a la vez —dijo pensando en voz alta.
—Si son los tres lo tendremos difícil para pillarlos —vaticinó el fiscal.
—Al contrario —corrigió el comisario—. Si son los tres; aunque solo sean dos, será más fácil cogerlos..., alguno de ellos se vendrá abajo y delatará a los otros.
En el bar Caprichos, las chicas, Cristina y Mirella, trabajaban como cada día. La terraza se había llenado de clientes y en el interior no paraban de servir cafés y desayunos. Una mesa de al menos doce alemanes, entre chicos y chicas, no cesaban de pedir cervezas y bocadillos de jamón serrano; a los alemanes les encantaba. Cristina Amaya estaba preocupada por el registro en su domicilio. No le gustó que los Mossos d›Esquadra estuvieran removiendo entre sus efectos personales.
—Esos policías son unos inútiles —le dijo Mirella para consolarla—. Siempre apuntan sus sospechas hacia el lugar equivocado.
—Lo que no entiendo es por qué han registrado mi domicilio —dijo Cristina—. Si lo han hecho se supone que es porque soy sospechosa de la muerte de esos hombres.
—Yo creo que no tienen ni idea de quién los mató y van dando palos de ciego —dijo Mirella sonriendo—. No me extrañaría que a estas horas estuvieran registrando mi casa.
—¿Tu casa?
—Sí. ¿O es que piensas que yo no soy sospechosa? Si te pones en el pellejo de los policías, verás que yo soy la que más motivos tenía para asesinar a Adolfo.
Cristina hinchó los labios como si estuviera resoplando.
—Pero..., dicen que el asesino es el mismo y qué motivos tendrías para asesinar al otro hombre, el de Lloret de Mar.
—¿No has leído la prensa? —le preguntó Mirella cogiendo el periódico que había en la barra y abriéndolo por la primera página—. ¡Lee! —le ordenó.
Cristina ya había leído el artículo, pero pensó que quizás se le había escapado algo.
—¿Qué busco?
—La referencia al hombre del semáforo, lee quién era su amante.
—No lo dice —contradijo Cristina.
—Sí. Dice que Sócrates Algorta tenía una amante ecuatoriana —leyó literalmente Mirella.
—Pues ya les vale a los de la prensa decir con quién se entendía ese hombre. Menudos cotillas —criticó Cristina.
—Eso no es lo importante —dijo Mirella—. Lo realmente importante es que, de ser cierta la noticia, los dos: Adolfo y ese Sócrates, tenían algo en común...
—Los dos tenían amantes ecuatorianas —terminó la frase Cristina.
Moisés Guzmán estuvo removiendo toda su habitación. No sabía por qué, pero temía que alguien le hubiera escondido en su piso lo que buscaban los Mossos d›Esquadra. Era tan sencillo, tan solo tenían que abrir la puerta cuando él no estaba, o subir hasta el balcón que siempre estaba abierto a causa del calor y dejar en cualquier cajón el arma homicida. Tal y como había escuchado el sábado, cuando comió en el restaurante del paseo marítimo, de boca del ayudante del forense, y como había sugerido Fausto Anieva, el hombre del perro, a los dos hombres los mataron con una especie de aguja de ganchillo tunecino que tiene la longitud necesaria como para llegar hasta el corazón. Así que, se dijo Moisés, cualquiera que tuviese en su piso una aguja de esas características sería el asesino. Se supone que los Mossos d›Esquadra analizarían la aguja en busca de muestras de sangre, pero en cualquier caso quien tuviese esa aguja que se diera por jodido.
Salió a dar un paseo Moisés Guzmán, procurando dejar el piso preparado para una entrada y registro.
«No tardarán mucho en venir», pensó.
Por el cariz que estaba tomando el asunto sospechó, el policía retirado, que en unos días registrarían todos los pisos de los vecinos nuevos de la calle Velero. El suyo el primero, seguramente.
Bajó las escaleras y pasó por delante del piso de Cristina Amaya.
«Pobre chica», pensó.
Para Moisés ella no era la asesina. No podía ser que una mujer tan sensual y tan guapa fuese una criminal. Se acordó del libro El retrato de Dorian Gray, donde dicen algo así como que una persona bella no puede ser mala.
Bajó hasta la calle. El sol aporreaba con una furia inusitada el alquitrán de la calle Velero. La mayoría de las tiendas habían desplegado sus toldos y los aires acondicionados rezumaban por doquier. Y como no podía ser de otra forma se topó de bruces con el hombre del perro.
—Buenos días, agente —le dijo a pesar de que a Moisés no le gustaba que le recordaran su condición de policía.
—Estoy retirado —dijo.
—Un policía nunca se retira.
—Yo sí.
—Sí, pero es policía hasta la médula —dijo el hombre del perro.
A Moisés se le hacía insufrible su sola presencia.
—Tengo prisa —se excusó.
—Un policía retirado con prisa... ¿no estará investigando los crímenes de la calle Velero?
—Un buen título para una novela de Allan Poe —dijo jocoso Moisés Guzmán—. Pero no es mi caso. Tengo que ir de compras, lo siento.
—Parece que los Mossos no dan con el asesino —afirmó el hombre del perro—. ¿O ya lo han detenido?
—Creo que no, pero ese no es tampoco mi problema.
—Si es usted policía..., sí que es su problema.
—Policía retirado...
—Pero policía.
—Bueno, señor Anieva —dijo lo más cortés que pudo Moisés—, me tengo que ir, de verdad, no puedo perder más tiempo.
Fausto Anieva llamó a su perro Tasco con un sonoro silbido y cuando lo ató con la cinta de paseo, se fue por la calle con el rostro indignado, aquel policía lo había menospreciado.
Moisés Guzmán siguió caminando hacia la calle Antonio Machado. Pasó por delante del quiosco de prensa y compró el diario de hoy. Las mujeres estaban hablando de la noticia del día.
—Mira —le decía una a otra—. Al final nos vamos a hacer famosos en el barrio.
Sobre el mostrador estaba el diario de Lloret abierto por la segunda página. Se podía leer, en letras grandes, un artículo referente a los crímenes. La policía no sabe quién es el asesino —decía la cabecera.
—Hay entre nosotros un asesino en serie —dijo la dueña del quiosco, sin dejar de sonreír.
—Y yo con estos pelos —le siguió la broma una clienta mayor y de abundante pelo rizado con rulos.
Moisés Guzmán pagó el periódico y siguió caminando por la calle, dirección al Paseo Marítimo. Tenía intención de acercarse hasta el bar Caprichos y averiguar cómo se encontraba Cristina después del registro domiciliario en su piso.
En las confluencias de la calle Antonio Machado, con la carretera de la Costa Brava, se cruzó al escritor León Acebedo. El hombre iba cabizbajo, visiblemente perturbado, y se dirigía hacia la calle Velero.
—Hola León —gritó Moisés—. Ha madrugado usted mucho —le dijo.
Parecía que León Acebedo regresaba a casa después de haber sufrido algún tipo de percance. Pasó por al lado del policía retirado, ignorándolo por completo.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Moisés.
El escritor ni siquiera respondió.
«Chalado», pensó Moisés.
León Acebedo siguió caminando apresurado y remontó la calle Antonio Machado sin mirar hacia atrás. Moisés pudo ver la espalda de su camisa completamente mojada. Viniera de donde viniera, lo hacía a toda prisa. A lo lejos divisó un coche patrulla de los Mossos d›Esquadra. El coche aminoró la marcha al pasar por al lado del escritor. Se detuvo. Dos agentes se apearon y vio Moisés como tras hablar unos segundos con él, León Acebedo se subió al coche.
«Lo han detenido», musitó.
Moisés llegó hasta el bar Caprichos y se sentó en la terraza. A esas horas, ya eran las nueve y media, había bastantes mesas llenas, pero no todas. Desde fuera pudo ver como en la barra había una cuadrilla de barrenderos que almorzaban como cada día y varios chicos jóvenes de aspecto alemán. Cristina Amaya se acercó hasta él.
—Buenos días Moisés —le dijo con voz sensual.
La chica arrancó una mirada boba al veterano policía.
—Buenos días Cristina —saludó.
Para Moisés Guzmán, su vecina Cristina Amaya, estaba cada vez más guapa. Era exageradamente sexy y la muy ladina sabía vestir con encanto. Ese lunes de junio portaba un pantalón blanco muy corto, realzando sus piernas moteadas y blancas, una camiseta naranja entallada y unas zapatillas de esparto con un cordón atado a los tobillos. La chica llevaba el pelo suelto y perfectamente peinado. Únicamente unas ojeras, apenas perceptibles, delataban que no había dormido bien.
—¿Qué tal estás?
—Bueno —dijo ella—. He tenido días mejores.
—¿Te ha dicho algo el comisario de los Mossos d›Esquadra?
—No. De momento. Pero estoy esperando a que vengan a detenerme de un momento a otro.
—¿Por qué? —dijo Moisés arrugando la frente.
—No sé. Después del registro de ayer...
—Si ayer hubieran encontrado algo ya te habrían detenido.
—Fueron a ver a mi madre —dijo Cristina.
La señora Viviana la llamó por teléfono el domingo por la noche y le dijo que la habían ido a ver dos comisarios de los Mossos d›Esquadra. Le explicó que uno de ellos, el más cascarrabias, le estuvo preguntando todo el rato si su padre abusaba de ella cuando era pequeña. La mujer finalmente se vino abajo y les dijo la verdad.
—¿Y? —preguntó Moisés.
—Bueno, que les dijo algo que nunca debía haber dicho.
Moisés Guzmán no le preguntó a qué se refería. Si Cristina se lo quería contar, se lo contaría. Sino, pues no.
—Tranquila —le dijo poniendo su mano encima de la suya, mientras recogía un vaso vacío de encima de la mesa.
Y en esos momentos pasó por al lado Fausto Anieva, el hombre del perro. Su perro Tasco corría tras él como un poseso. Se paró al lado de la mesa donde estaban Cristina y Moisés. Los miró con descaro y dijo:
—Tortolitos.