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EL MIÉRCOLES por la tarde estuvo Mirella Rosales en el interior del bar Caprichos. Estaba previsto, al día siguiente, el entierro de Adolfo Santolaria en el cementerio de Blanes. El forense había terminado con la autopsia, de la cual no había desvelado el resultado, al pesar sobre la muerte del dueño del bar Caprichos una investigación policial. Los pocos familiares de Adolfo prepararon un entierro discreto. Tenía un hermano, más mayor que él, que vivía en Barcelona y una tía, con la que no se hablaba desde hacía años, que residía en Lloret de Mar. Fue Mirella quien se encargó de darles aviso a ambos.
La chica ecuatoriana no tenía previsto cerrar el bar, ya que ahora era ella la encargada de abrirlo cada día y de no perder la clientela que tanto trabajo le costó a Adolfo cosechar durante los últimos años. Se dispuso Mirella a anotar en una libreta el género que faltaba. Apuntó bebidas, conservas, congelados, café y leche, principalmente. La vida seguía y al final de mes llegarían los pagos a los que la nueva dueña tendría que hacer frente.
«Era un hombre bueno; aunque un poco sobón», pensó Mirella mientras repasaba la lista de la compra.
Adolfo le aportó estabilidad, trabajo y dinero. Los dos se querían, a su manera. El dueño del Caprichos no pretendió nunca iniciar una relación seria con ella. Tan solo pactaron unos encuentros fugaces que se limitaron a unas esporádicas relaciones sexuales, sobre todo cuando a él le apetecía. Ella consintió que Adolfo merodeara a otras mujeres y que se las llevara a su piso de la calle Ter. Pero la ausencia de familia e hijos o pareja duradera, hizo que todo lo que Adolfo tenía: bar, piso y dinero, pasase a ella cuando él no estuviese algún día. Así lo dejó escrito ante notario. Y aunque nunca se lo dijo, ella lo sospechaba.
Respecto a la muerte de Adolfo, Mirella prefirió no pensar demasiado en ello. Cualquiera podía haber sido su asesino: un ladrón, una mujer despechada, un marido celoso, un envidioso..., Adolfo Santolaria se había granjeado no pocos enemigos dispuestos a terminar con su vida. La chica estaba un poco nerviosa hasta que supiese qué dejó escrito en sus últimas voluntades. Cualquier posibilidad cabía ante el temperamento excéntrico de Adolfo. Pero tenía que armarse de paciencia y esperar a que llegara el momento. Le extrañó que la policía de Blanes no hubiese registrado el bar, y ni siquiera la hubieran interrogado. No sabía si eso era bueno o malo. O no la consideraban sospechosa de la muerte o la estaban vigilando esperando a que se relajara y diese un paso en falso.
Cuando Mirella Rosales hubo anotado el pedido de género para el bar, aprovechó para limpiar los dos grandes ventanales que daban a la calle. En el exterior había una reja de acero que disuadía a los ladrones de entrar cuando el bar estaba cerrado. En el último verano intentaron forzarlo al menos en dos ocasiones, pero cortar los gruesos barrotes les llevaría un tiempo a los autores y en el Passeig Pau Casals siempre había gente por la calle y era muy vigilado por la policía, al ser zona comercial y turística. El ventanal más grande era el que había al lado de la barra. Desde allí se podía ver un cacho de mar y las palmeras del paseo marítimo. Mirella se encaramó a un taburete de cocina de tres escalones, subiéndose al último. Mojó una bayeta en agua y la deslizó enérgica por todo el ventanal. Cuando se disponía a secarlo reparó en un coche que había aparcado a unos metros de la puerta del bar. En el interior había dos chicos jóvenes, que ella no conocía, pero enseguida supo que eran policías. El conductor asía el volante con la mano derecha, martilleando con sus dedos lo que parecía el ritmo de una canción. El copiloto comía pipas arrojando las cáscaras al suelo. Ninguno de los dos miraba al bar.
«Así que es eso», se dijo.
La policía de Blanes no la interrogó porque la estaban vigilando. Ella era una sospechosa o la sospechosa número uno.
Sin embargo esa misma mañana, cuando entró en el bar el comisario de los Mossos d›Esquadra, Josep Mascarell, le dio la impresión que de quién sospechaba era de la nueva: Cristina Amaya. Mirella había visto el día anterior como Adolfo Santolaria quiso propasarse con la chica. Pero eso era algo habitual en él. Una especie de afán de coleccionista: siempre tenía que acostarse; aunque fuese una vez, con las nuevas empleadas.
Mirella recapacitó unos instantes mientras terminaba de recoger el cubo con agua que utilizó para limpiar los cristales. Igual, esos policías, no la vigilaban en calidad de sospechosa, era posible que la estuviesen protegiendo. Quién mató a Adolfo, también podría querer matarla a ella. Por su cabeza pasó la posibilidad de que a Adolfo lo hubiese asesinado Cristina Amaya, ofendida por lo que ocurrió en el bar la mañana anterior. Ella, en cierta manera, estuvo fuera y no hizo nada por ayudarla, a pesar del apuro que tuvo que pasar. Pero a Mirella le ocurrió lo mismo hacía tres años; aunque accedió a los caprichos del dueño del bar. Después de todo tampoco le fue tan mal. Durante tres años ha tenido trabajo, estabilidad, dinero, sexo esporádico con quién ha querido, sin que Adolfo le dijese nada, al igual que hacía él. Y ahora, tras su muerte, podía heredar el bar y el piso.
El policía retirado Moisés Guzmán estuvo caminando hasta la calle de la Selva, cerca del paseo marítimo. Allí entró en un centro comercial y se dispuso a comprar comida para varios días. Al entrar se cruzó con una chica joven, de aspecto rumano, que atendía a un cliente en una caja registradora. Al pasar por al lado ella lo saludó:
—Buenas tardes señor —le dijo.
Moisés recorrió los cuatro pasillos de la tienda y metió en una cesta de mano, de color verde, varios productos. Su soltería recalcitrante le hacía comprar con rapidez y tampoco se miraba mucho. Sin saber muy bien por qué, adquirió una botella de cava, bastante caro. Lo hizo pensando en su vecina de abajo, esa rubia pecosa que se había cruzado en dos ocasiones sin apenas mediar palabra. Su mente de cincuentón volvió a imaginarla adentrándose en su piso con cualquier excusa. En ese caso bien tendría que tener un buen cava para agasajarla. En cierta manera Moisés era un romántico.
—Si compra dos hay una de regalo —le dijo la cajera sonriendo cortésmente.
—Gracias —dijo Moisés.
Volvió a la estantería donde había cogido la botella y se hizo con dos más.
«Va a ser mucho peso», meditó.
Desde el supermercado hasta su piso, en la calle Velero, había casi veinte minutos andando. Pero Moisés era un hombre fornido y podía llevar el peso sin problemas.
Cuando pasó por caja la chica rumana le preguntó cuántas bolsas quería.
—Cuestan un céntimo cada una —le dijo.
Moisés calculó el volumen de la compra y respondió:
—Cuatro bolsas.
Una vez hubo llenado las bolsas con la compra, pagó a la cajera con su tarjeta de crédito y cuando se disponía a salir a la calle para regresar a casa, vio pasar por delante al hombre del perro, acompañado por su inseparable Tasco.
«Mecachis», dijo lo suficientemente alto para que la cajera lo oyese.
—¿Se ha olvidado algo señor?
—Así es —replicó, y volvió a entrar en la tienda.
No quería cruzarse por nada del mundo con ese hombre. Se le estaba empezando a hacer insoportable su sola presencia.