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LA TARDE del viernes dieciocho de junio, salió de su piso, de la calle Velero, el policía retirado Moisés Guzmán. En su cabeza portaba una gorra de visera, ya que el día anterior había tomado el sol en exceso y a pesar de ponerse abundante crema protectora, la coronilla se le puso roja como un tomate. Además le picaban los hombros y había una zona de la espalda donde no llegó con la mano, que también se le había quemado. Las tiendas comenzaban a abrir y por delante de él pasaron dos coches, uno de ellos con los cristales ligeramente tintados y ocupados por dos chicos jóvenes con el pelo muy corto. A Moisés le parecieron policías. Pero pensó que después de los dos crímenes cometidos en apenas una semana, era normal que los Mossos d›Esquadra vigilaran la zona. El coche se detuvo frente al semáforo, donde el lunes siete de junio falleció aquel hombre de Lloret de Mar. El conductor echó un vistazo al bloque de enfrente y el copiloto se bajó e hizo un par de fotos con una cámara digital. Moisés elevó la vista hasta el último piso y vio asomado en su balcón al escritor León Acebedo. Más abajo, en el primer piso, había un perro suelto en la terraza que no paraba de jugar con un muñeco de plástico, era Tasco, el Beagle del hombre del perro. Su dueño no se asomó.
Enfrascado, como estaba Moisés, en unos pensamientos acerca de las extrañas muertes y de los peculiares vecinos que le habían tocado en suerte, pasó por su lado la vecina del segundo, la atractiva Cristina Amaya. La chica no pudo evitar la mirada del policía retirado.
—Buenas tardes —saludó un poco obligada.
Moisés se quedó perplejo. La impresionante rubia vestía unos pantalones de tenista blancos, tan cortos que se dibujaba una línea por debajo de su trasero. Pero lo mejor de todo, para el cincuentón de Huesca, era la camiseta blanca de tirantes que dejaba poco a la imaginación.
—Hola vecina —respondió queriendo ser agradable.
—Hoy hace más calor que nunca —dijo ella.
La chica se pasó la mano por la frente y se quitó dos perlas de sudor que estaban a punto de resbalar.
—¿De fiesta? —le preguntó Moisés.
—Sí. Ayer y hoy no hemos abierto el bar —dijo refiriéndose al bar Caprichos—. Ya sabe, el entierro y eso —añadió—. Pero me ha dicho la nueva dueña que mañana estará abierto de nuevo.
Moisés no entendió lo de la nueva dueña, pero intuyó que era la chica ecuatoriana y que había heredado el negocio.
—Vaya golpe más duro ha tenido que ser lo del asesinato del propietario del bar —dijo Moisés—. Y yo que esperaba encontrarme con un sitio tranquilo —lamentó.
—Bueno —replicó Cristina—. Yo vengo de Barcelona y allí no es algo tan extraño que la gente muera.
La chica quiso hacerse la dura.
A Moisés le salió la vena policial y se atrevió a preguntar:
—¿Se sabe algo del crimen?
Cristina se encogió de hombros.
—La policía no ha dicho nada aún. Supongo que seguirán investigando.
—Bueno —dijo Moisés—. Morir con el corazón atravesado es algo inusual.
El policía retirado se acordó de las palabras del hombre del perro, cuando le dijo: «Si a que te atraviesen el corazón con un alfiler enorme es natural...»
—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó confundida la chica.
—¿No ha sido así como ha muerto el dueño del bar?
—¿Adolfo?
—Bueno, no sé como se llamaba.
—Adolfo Santolaria no ha muerto así, como usted dice. ¿Por qué piensa eso?
Moisés Guzmán se sintió contrariado. Recordaba las palabras del hombre del perro que le dijo que los dos hombres, el del semáforo y el dueño del bar, habían muerto de igual manera: con el corazón atravesado por un alfiler. Pero ahora que lo pensaba le parecía absurdo, ¿cómo va a matar un alfiler?
Cristina Amaya miró con recelo a su vecino.
—Oiga —le dijo—. Es usted muy raro. ¿Un alfiler?
—No me haga caso —se excusó él. Debe ser este calor que me está matando.
Cristina inició la marcha hacía la calle Antonio Machado y Moisés la siguió. Los dos pasaron por delante del quiosco de la calle Velero, la dueña estaba en la puerta fumando un cigarro que aspiraba con fruición. Al pasar por delante del número treinta, el coche con los dos chicos jóvenes arrancó despacio y torció dirección a la carretera de la Costa Brava. El perro de nombre Tasco del primero soltó un sonoro ladrido y su dueño salió a regañarlo.
—Ya te he dicho que molestas a los vecinos —le gritó.
Fausto Anieva, el hombre del perro, vio pasar por debajo de su balcón a Moisés y a Cristina y les llamó emocionado.
—Eh —dijo—. ¿Van ustedes a pasear?
—Lo que faltaba —murmuró Moisés.
—¿Un amigo suyo? —le preguntó Cristina al policía, mientras se le escapaba la risa por debajo de los coloreados labios.
—Un vecino —replicó Moisés—. Precisamente es quien me dijo que los dos hombres muertos fueron asesinados con un alfiler.
Cristina lanzó los ojos hacia el cielo como si estuviera implorando cordura a sus vecinos.
—Caminemos deprisa antes de que nos siga —sugirió Moisés.
Pero el hombre del perro ya había bajado a la calle y Tasco corrió pletórico por entre los árboles.
—No es buena hora para caminar —les dijo sonriendo—. Hasta las nueve de la noche es mejor no salir a la calle. El calor les puede matar.
Mientras andaban por la calle Antonio Machado, Moisés aprovechó la última frase del hombre del perro, para preguntarle:
—Hablando de matar —le dijo—. ¿Fue usted quien me dijo que a los dos hombres los habían asesinado con un alfiler?
El hombre del perro se rió a carcajada limpia. Cristina deseó que se la tragara la tierra. El asunto de las muertes no era de su incumbencia.
—Sí, así es. Como buen policía tiene usted buena memoria —alabó.
Para Cristina, saber que el vecino de arriba era policía, la tranquilizó.
—Policía retirado —puntualizó Moisés.
—Pero policía al fin y al cabo —dijo el hombre del perro.
Cristina quería separarse de esos dos hombres, pero aunque caminara más deprisa, ellos no dejaban de ir a su lado.
—¿Quién le ha dicho que murieron así? —preguntó Moisés.
—Bueno —dijo Fausto Anieva—. Blanes es un pueblo muy pequeño y todo el mundo se conoce. No es fácil guardar un secreto.
—¿Un secreto? —se interesó Cristina.
Un coche ocupado por cuatro jóvenes alemanes le dijeron algo desde la ventana al pasar por al lado.
—¡Schöne Frau! —gritaron mientras reían.
—¡Imbéciles! —replicó ella.
—Vaya carácter —admiró Moisés.
—Le han dicho un piropo —dijo el hombre del perro.
—¿Cual? —preguntó Moisés.
—Mujer hermosa.
—Eso no es un piropo —dijo el policía retirado—. Eso es una aseveración.
Cristina se sonrojó levemente, pero no se le notó pues su piel ya había cogido color de los días de sol de Blanes.
—¿Cual es ese secreto? —retomó Cristina la conversación.
—La muerte de esos dos hombres —dijo el hombre del perro—. Conozco una familia que reside en la calle Montferrant. El hijo, muy guapo, es ayudante del forense. Su madre tiene un precioso Caniche Enano, con el que algunas veces coincidimos en el parque cuando lo saca a pasear.
Fausto Anieva bajó la voz como si temiera ser escuchado.
—Shhh —susurró—. Su hijo estuvo en las autopsias y sé de buena tinta como murieron esos dos hombres.
—¿Cómo? —preguntó en voz muy baja Cristina.
A Moisés se le erizaron los pelos de la nuca. La chica tenía una voz realmente sensual.
—Les atravesaron el corazón con una aguja de ganchillo...
—Eso es ridículo —dijo Moisés—. Una aguja de ganchillo es muy corta.
—Hay muchas clases de agujas —explicó Cristina—. Mi madre ha sido cosedora en Barcelona y tejía manteles con agujas tunecinas.
—¿Tunecinas? —preguntaron a la vez Moisés y Fausto.
—Sí, pueden medir hasta treinta y cinco centímetros de largo.
—¿Y qué más se sabe? —se interesó el policía retirado.
—Que el asesino es zurdo.
—¿Zurdo? —cuestionó Moisés.
—Sí. Zurdo del todo.
—Y eso... ¿Cómo lo sabe el forense?
—Lo sabe la policía —dijo el hombre del perro—. Por la posición de los cuerpos cuando los mataron.
Tanto Moisés Guzmán, como Fausto Anieva, como Cristina Amaya, eran zurdos. Pero ninguno de los tres dijo nada.
Y cuando los tres se separaban en la confluencia de la carretera de la Costa Brava, pasó por al lado un vehículo camuflado de la policía conducido por el comisario Josep Mascarell.
—Los dos juntos... Ummm —musitó refiriéndose a Moisés y Cristina.