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DESDE LA puerta lateral, del despacho de Josep Mascarell, entró el fiscal jefe de Blanes, Eloy Sinera. Era un hombre de cuarenta años, con gafas clásicas y abundante cabello negro peinado hacia delante, que ejercía como jefe de la fiscalía de Blanes desde hacía cuatro años. Residía en Girona y se desplazaba a diario con su coche en un trayecto de apenas cincuenta minutos.

—¿Qué opinas? —le preguntó el comisario.

—Tiene todos los números —le dijo con voz grave.

—Eso pienso yo —dijo Josep Mascarell—. Pero no tenemos que descartar a los otros sospechosos. Quién mató a Adolfo Santolaria también acabó con la vida de Sócrates Algorta.

—Mismo modus operandi, mismo criminal —dijo el fiscal.

—Pero... —argumentó el comisario—, la chica esta no tiene los brazos fuertes como para hacer lo que hizo el asesino.

—No es cuestión de brazos —dijo el fiscal—, es más bien cuestión de manos. Y aunque ella no tiene fuerza suficiente en las manos, se pudo ayudar por algún tipo de aparato.

—¿Aparato? —cuestionó el comisario.

—Sí, una especie de ballesta o algo parecido que pudiese clavar la aguja lo suficiente como para traspasar el corazón.

—No sé, no sé —dijo el comisario—. Sigo pensando que es obra de un hombre.

—¿El policía retirado? —preguntó el fiscal.

—Puede ser. En la calle Velero tenemos a dos nuevos vecinos de los que no sabemos nada.

—¿Cristina Amaya y Moisés Guzmán?

—Así es —dijo el jefe de policía.

—¿Han dicho algo más los del gabinete de policía científica?

—De momento no. Siguen haciendo pruebas, pero ni en el coche de Sócrates Algorta, ni en el piso de Adolfo Santolaria, hay huellas o vestigios que los puedan incriminar.

—¿Has hablado ya con el policía? —preguntó el fiscal.

—Lo dejo para el final. Ese sabe mucho.

El fiscal se encogió de hombros.

—Sí, no creo que sea el asesino, pero si lo es..., nunca lo podré pillar en un interrogatorio. No hay que olvidar que es un policía nacional de Huesca y sabe como funcionamos.

—Sabe como funciona la policía nacional —dijo el fiscal—, pero no cómo funcionan los Mossos d›Esquadra —sonrió.

—Bueno —dijo finalmente el jefe de policía—. No hay que precipitarse. A todos los tenemos vigilados y hay que esperar a que termine el informe la policía judicial. Todavía nos faltan varias piezas del rompecabezas.

Y los dos hombres salieron a la calle y se encaminaron al bar que había justo al lado de la comisaría.

Al llegar pidieron dos cervezas, que el camarero sirvió acompañadas de un plato de aceitunas. Los dos, tanto el comisario como el fiscal, sabían que en el interior del bar no podían hablar de asuntos relacionados con la policía; aunque no lo pareciese, el resto de clientes prestaban atención a todo lo que pudieran decir.

Cuando el camarero les sirvió las bebidas, siendo casi las dos del mediodía del miércoles dieciséis de junio, entró por la puerta del bar el escritor León Acebedo. El comisario lo miró directamente a los ojos con descaro.

—Vaya —le murmuró al fiscal—. Ahí está ese idiota.

El fiscal se giró, sin disimulo alguno, y vio como en la primera mesa del bar se sentaba el escritor y reordenaba el servilletero y el palillero en un gesto maniático.

—Es la segunda vez que lo veo hoy —dijo el comisario—. Esta mañana estaba en el bar Caprichos.

—¿A ver si te está siguiendo? —le dijo sonriendo el fiscal.

—¿Ese? —dijo con desprecio—. Ese es gilipollas.

El escritor pidió un vaso de vino y el menú de la casa. Se disponía a comer.

En la televisión estaban echando un programa americano de impacto, donde se veía un secuestro con rehenes de la policía mexicana. El presentador, un hombre joven y de voz aflautada, dijo que las imágenes del programa de impacto eran en riguroso directo. Un helicóptero sobrevolaba la zona y grababa un vídeo, tembloroso, donde se veía un hombre armado con una pistola cogiendo por el cuello a una mujer, tan asustada que no decía nada. Ni siquiera se movía. El hombre la agarraba por detrás y su pistola se balanceaba directamente al lado de su cabeza. Desde la grabación del helicóptero, que seguramente sería de la policía mexicana, se podía observar a varios hombres encapuchados, de las fuerzas especiales, como iban tomando posiciones cerca del balcón donde se encontraba el hombre armado, con la víctima. En la pantalla de la televisión no paraban de salir letras blancas y grandes explicando lo que estaba ocurriendo.

Ninguno de los clientes del bar prestaba atención. Ninguno, excepto el escritor León Acebedo, que no perdía detalle de lo que estaba ocurriendo. El secuestrador gritaba colérico y cada vez movía más el arma que sostenía en su mano derecha. La mujer no paraba de llorar. Las letras blancas indicaban algo así como que había entrado la policía en casa de ese hombre para detenerlo. La mujer era una vecina que vivía en el piso de al lado. El hombre saltó por el balcón y se refugió en su piso. Amenazaba a los policías con matar a la mujer sino se iban de allí.

El escritor comenzó a perder la visión paulatinamente. Todo el bar se oscureció y solamente veía la televisión; aunque con dificultad. Parpadeó, de manera espasmódica, varias veces queriendo recuperar la vista, pero no hubo forma. Tanto el comisario como el fiscal jefe se dieron cuenta.

—¿Qué hace ese zumbado ahora? —le dijo Josep Mascarell a Eloy Sinera.

—Déjalo, los escritores son muy raros.

En la televisión seguía desencadenándose la situación a marchas forzadas. Uno de los miembros de las fuerzas especiales ya había saltado al piso superior donde estaba el secuestrador y la rehén. Se asomó. Desde arriba tenía un buen ángulo de visión.

Y entonces fue, cuando en uno de los parpadeos del escritor León Acebedo, dejó de ver al secuestrador. En el mismo lugar solamente estaba la mujer llorando. Sola.

«¿Dónde está?», se preguntó refiriéndose al secuestrador.

Los miembros del grupo de operaciones especiales, que había en el balcón de al lado y en el piso inferior, saltaron hasta el balcón de la mujer que se había desplomado en el suelo.

—Ostias —gritó el comisario Josep Mascarell—. ¿Has visto? —le dijo al fiscal—. Esos no se andan con chiquitas.

El resto de clientes del bar clavaron sus ojos en la televisión.

El escritor León Acebedo no sabía qué es lo que estaba ocurriendo.

«¿Dónde está el secuestrador?», volvió a preguntarse.

Estaba allí hacía unos segundos y ahora había dejado de verlo. Como si se lo hubiese tragado la tierra. Cómo si nunca hubiera existido. Un equipo médico salió al balcón desde el interior del piso y se hizo cargo de la mujer, mientras los policías apuntaban al suelo. Pero allí no había nada. Allí no había nadie. La cámara del helicóptero hizo un zoom sobre la zona y se acercó lo suficiente como para poder ver una panorámica completa del balcón. A la mujer la subieron a una camilla y la entraron dentro del piso, seguramente con intención de bajarla a la calle donde había varias ambulancias y decenas de coches de policía.

—Pobre diablo —dijo el comisario—. Era de esperar que terminara así.

El escritor agudizó la vista intentando ver el balcón. Allí solamente había un grupo de cinco policías apuntando hacia el suelo.

«¿Qué miran esos hombres?», se preguntó.

Le volvía a pasar lo mismo. Como en las otras ocasiones. Ya sabía cual sería el desenlace, pero a pesar de todo le costaba creerlo. El secuestrador había muerto. Lo mataron los francotiradores de varios disparos certeros. El escritor sabía que su cuerpo yacía en el suelo. Sangrando. Con la muerte esperando a que diera sus últimos suspiros para llevárselo. Y entonces lo vio. Apareció como de la nada. El secuestrador estaba allí, donde había estado siempre.