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Me miro en el espejo una vez más. Observo con detenimiento el hermoso peinado que me han hecho, el tenue maquillaje que me cubre las ojeras. No he pegado ojo en toda la noche. Creo que Germán también ha dado un millón de vueltas. Ambos estamos terriblemente nerviosos.

Mi madre me ayuda a ponerme el vestido. Es precioso, pero no me siento preciosa con él. No sé si es con el que me habría gustado casarme. Pero ahora ya está hecho, y no puedo cambiarlo, aunque quizá soy yo quien está en un lugar equivocado. Mientras termino de arreglarme, mi madre llora. La abrazo y le limpio las lágrimas.

—Estás tan bonita, cariño… Mi niña, que se ha hecho tan mayor y fuerte.

El coche viene a recogernos. Al salir, hay un grupito esperándome. Son Dania, Aarón y, para mi sorpresa, Ana. Nada más verla, salgo corriendo hacia ella y la abrazo. Ella me estrecha con fuerza. Lloro, y mi madre me regaña porque dice que se me va a correr el maquillaje.

—Has venido —le susurro.

—No podía faltar. Eres mi hermana. Te adoro… y quiero que seas feliz. Ya sabes que no me hace gracia… Pero conseguiré acostumbrarme.

Le lleno el rostro de besos. Después es Dania la que me abraza y me desea buena suerte. Aarón me sujeta de las mejillas y me observa un buen rato.

—Cualquier hombre querría estar en su lugar. —Me guiña un ojo. Me echo a reír, y él deposita un suave beso en mi mejilla.

El siguiente en darme su cariño es Félix. Le susurro que estoy muy contenta de que mi hermana y él estén buscando un bebé. Me guiña un ojo él también… En ese momento comprendo. Me vuelvo hacia Ana con la boca abierta, y ella sonríe con timidez. ¡Ni mi madre lo sabe aún! Menudo regalo de boda más perfecto.

Subo al coche entre vítores y palmadas. Mis padres se acomodan a mi lado. De camino a la iglesia me pongo más nerviosa. Cierro los ojos y cojo aire, después lo suelto con tal de serenarme. Cuando llegamos hay un montón de gente esperando fuera. Casi todos vienen de parte de Germán. Sus padres se acercan a mí para abrazarme.

—Estoy tan feliz de que hayáis decidido dar el paso otra vez… —me dice su madre con los ojos bañados en lágrimas—. Te agradezco que le hayas dado una segunda oportunidad, Meli. Él te quiere muchísimo.

Le dedico una sonrisa nerviosa. Los invitados van entrando en la iglesia. Me quedo fuera esperando con mi padre, que me aprieta la mano trasmitiéndome su cariño. Me susurra un «te quiero» y se lo devuelvo con la mirada.

Nos acercamos a la entrada y, al fin, suena la música. He elegido Lascia ch’io pianga, una de mis arias preferidas de Händel. Con los primeros acordes avanzamos por la nave de la iglesia. Me aferro a su brazo y me aprieta la mano para que me tranquilice. Todo el mundo está mirándome, incluso algunas personas que no conozco.

Y allí, frente al altar, está Germán, esperándome con una sonrisa en el rostro. Debo reconocer que está guapísimo con el traje y que no puede brillar más. Su expresión de satisfacción y orgullo me llena y, al mismo tiempo, me pone nerviosa.

Mi padre y yo seguimos el ritmo pausado de la música. La voz de la cantante llena la sala y algunas personas empiezan a emocionarse, en especial las mujeres, que sacan un pañuelo del bolso. Unos me miran y me sonríen, otros me susurran que estoy preciosa. Aarón y Dania esperan en la segunda fila y, cuando me acerco a ellos, me fijo en que mi amiga también está llorando. La que decía que nunca lo haría en una boda. Hala, pues ya ha sucumbido. Y Ana y mi madre también están deshechas en lágrimas de emoción. Hasta Germán tiene los ojos humedecidos.

La canción se acaba y mi padre me deja, despidiéndose de mí con un suave beso en la mejilla. Cuando alzo la cabeza y miro a Germán, me susurra que me quiere. Le sonrío, un tanto tímida… No, en realidad no es timidez sino nervios. Incluso estoy un poco mareada.

El sacerdote empieza a hablar, pero la verdad es que no oigo nada. Ante mí sólo están los ojos de Germán y, en mi cabeza, el correo de Héctor. Un torbellino de sensaciones acude a mí. Comienzo a dudar de todo lo que he estado haciendo. No me siento yo, no me veo reflejada en los ojos de Germán. Observo a unos y a otros; a mi madre, que no para de llorar en la primera fila; a mi hermana, que me observa con emoción; a Dania y a Aarón, que sonríen. Miro a todos los asistentes y no reconozco el lugar. Me miro a mí misma, contemplo mi vestido, el ramo que llevo entre las manos, las cuales me tiemblan.

Cuando quiero darme cuenta, Germán está poniéndome el anillo en el dedo y jurándome amor eterno. Después me entrega el suyo para que se lo ponga y para que haga lo mismo. Las manos se adelantan solas, pero todo mi ser grita para que me detenga, para que pare esta locura. Aun así, se lo pongo. Sonríe, satisfecho. Y entonces el sacerdote me pregunta si lo acepto como esposo. No respondo. Vuelvo la cabeza de nuevo y echo otro vistazo a los presentes. Luego fijo la mirada en la puerta. Por unos segundos he imaginado que iba a abrirse y que él aparecería gritando que detuviesen la ceremonia. Pero no sucede nada de eso y mi corazón está a punto de caer ante mis pies. No puedo olvidar su correo. Me he mentido. Desde que lo envió, sus palabras han estado grabadas en mi alma. Estoy harta de mentiras. Harta de engañarme con tal de conseguir la felicidad. Pero desde luego casarme con Germán no va a traérmela aunque haya intentado convencerme de lo contrario.

—¿Melissa? —Germán me llama.

Alzo los ojos y lo contemplo. Su atractivo rostro, su bonita sonrisa, sus cálidos ojos. Pero no es él. Sencillamente, no lo es. No puedo basar mi felicidad en una mentira.

—No puedo —murmuro.

—¿Qué?

—Que no puedo casarme contigo, Germán. —He alzado la voz.

Oigo exclamaciones de sorpresa, murmullos y cuchicheos. Por el rabillo del ojo aprecio que su madre se ha llevado una mano al cuello y que nos mira con cara de susto. Mi madre también está sorprendida y ha empezado a abanicarse. Sí, hace mucho calor. Estoy ardiendo con este vestido, el cual me apetece arrancarme.

—Sólo estás nerviosa, Meli…

—No. —Niego con la cabeza, decidida—. Simplemente es que no eres tú con quien debo compartir mi vida. No seríamos felices, Germán. Te quiero, lo haré siempre, pero no como tú deseas. No podemos tener una relación así.

—Ya te dije que esperaría. Mantengo mi palabra —murmura acercándose a mí.

Mira con disimulo alrededor. Todos nos observan expectantes y el cura no sabe dónde meterse.

—Lo siento —susurro.

Me quito el anillo y se lo pongo en la mano. Se queda con la boca abierta.

—No puedes hacerme esto…

Hago caso omiso a sus palabras. Me doy la vuelta y la iglesia entera contiene la respiración. Su madre no sabe qué hacer, incluso se tambalea un poco. Todo esto podría resultar muy gracioso en una comedia romántica, pero la verdad es que estoy a punto de caerme aquí mismo. El vestido me agobia, me hace sudar, y lo único que quiero es volar. Doy un paso, luego otro. Bajo los escalones. Vuelvo la cabeza y descubro a Germán mirándome con los ojos muy abiertos, con una expresión de desolación. Sin embargo, ya está decidido. Ahora no puedo detenerme. Empezaré una vida sola, si es lo que tiene que ser.

Continúo avanzando y entonces me detengo. Me llevo la mano al cierre del vestido y lo bajo. Todos me miran sin entender muy bien lo que hago. Y, para su sorpresa, me quito el vestido. Lo dejo caer al suelo y me quedo en ropa interior. Por suerte, es preciosa. Luego me deshago de los zapatos, que estaban empezando a provocarme dolor. Avanzo despacio por el pasillo, insegura, notando todas las miradas clavadas en mí. Pero luego… Luego corro.

Y oigo a mi espalda que muchos también han empezado a seguirme. Mis piernas vuelan hasta la puerta, tratando de escapar de allí. La empujo, recibiendo el sol del verano en toda mi cara. Los rayos me deslumbran. Me doy la vuelta y aprecio que tengo a un buen número de personas a mi espalda, algunas riéndose, otras con lágrimas en los ojos, la mayoría con un gesto de sorpresa. Mi hermana tiene una gran sonrisa en sus ojos y, cuando Germán pasa por su lado, le lanza una mirada triunfal. Él hace caso omiso y se acerca a mí.

—Meli…

Se detiene, con la vista puesta en el frente. Oigo a Dania soltar una exclamación y a Aarón decir un «joder». Me dan ganas de reprenderle, que aún estamos en suelo sagrado, que se contenga.

Pero entonces me vuelvo en la dirección a la que todos miran.

Y el corazón… Este pobre corazón arde.

Porque allí, en la plaza, con aspecto frágil e inseguro está él.

Mi Héctor.