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—Estoy viendo a otro hombre.
Tras oír las palabras pronunciadas con esa voz que adoro, vuelvo la cabeza, con la boca entreabierta, y contemplo a la hermosa mujer que ha entrado en mi habitación como una histérica. Tomo asiento en la cama que hemos compartido cada noche durante tanto tiempo y parpadeo, confundido. No debo de haber oído bien. Esas palabras no tienen ningún sentido después de más de seis años. Seis años adorándola día tras día, despertándome a su lado, dibujando huellas de placer y amor en unas sábanas que ahora se me antojan irreales.
—¿Qué? —pregunto con una sonrisa.
Y en ese mismo instante me arrepiento de estar comportándome de esa forma, de ser tan confiado, además de indulgente y altruista. Pienso que quizá lo que a ella le molesta es que, precisamente, le tolere todo.
—Me he acostado con otro hombre, Héctor —repite.
Permanezco en silencio durante unos segundos, tratando de asimilar lo que acaba de decirme. La cojo de la mano, a pesar de que se muestra algo reacia. En ese momento recuerdo todas las veces en las que mi preciosa novia me ha asegurado que únicamente iba a tomar unas copas con unas amigas que no conozco o que tenía que quedarse un par de horas más en el trabajo. Al principio, esas ausencias fueron esporádicas. Sin embargo, poco a poco han ido aumentando y cada vez son más habituales. ¿Y yo qué he hecho? Tan sólo callar y alegrarme cuando ella regresa y, de nuevo, se acuesta a mi lado.
—Ha sido un desliz, mi amor. Quizá habías bebido una copa de más, y además hace tiempo que no hacemos nada, por unas cosas o por otras… Mira, hay hombres que no perdonan una infidelidad, sea la que sea, ni siquiera las de una noche por un error, pero yo te quiero demasiado y no estoy dispuesto a perderte por…
Para mi desconcierto, se levanta con un rugido y me deja con la palabra en la boca. Está furiosa. Y tengo claro que soy yo quien le provoca ese sentimiento.
—No ha sido sólo una vez, Héctor. —Esa frase atruena en mis oídos. Cierro los ojos y trato de convencerme de que me está gastando una broma o de que estoy inmerso en una pesadilla. Sin embargo, se acerca y me coge de la barbilla, moviéndome el rostro de un lado a otro, obligándome a mirarla—. Han sido muchas. Cada vez que te decía que me quedaba en el trabajo o que había quedado con una amiga, me iba con él. Somos amantes.
Observo esos labios que tanto amo, con su característico carmín anaranjado. Entiendo que cualquier hombre se sienta atraído por ella porque, al fin y al cabo, es preciosa. ¿Cómo he estado tan ciego? ¿Cómo no se me había ocurrido que, alguna vez, podían arrebatármela?
—¿Lo amas?
Ella no responde, por lo que me aferro a ese momento de duda con tal de mantener la esperanza. Continúo convencido de que me quiere a mí, que tan sólo ha cometido un error porque se siente perdida, o qué sé yo. Me levanto y alargo los brazos para abrazarla, pero no me lo permite. Se deshace de mí con un gesto de impaciencia.
—Lo superaremos, cariño, en serio. Sólo es un bache. Todas las parejas los tienen. Lo olvidaremos y trataremos de ser tan felices como antes.
Y, mientras suelto esas frases, caigo en la cuenta de que no sé cuándo lo fuimos. No consigo recordarlo. Quizá la felicidad jamás estuvo presente en nuestra relación y yo me mentía. Y medito acerca de si, realmente, es una buena idea perdonarla, hacer como si nada hubiera ocurrido y continuar con nuestra relación como hasta ahora. En mi interior algo me avisa de que cavaré mi propia tumba si le pido, por ejemplo, que nos acostemos una vez más, aun sabiendo que otro la ha acariciado poco antes. A lo mejor me promete que no volverá a ocurrir. Y entonces ¿cómo sabré si dice la verdad? Al fin y al cabo, soy consciente de que abandonar aquello que resulta prohibido es muy difícil. ¿Acaso le gusta la adrenalina? ¿La sensación de ser admirada por otros hombres? ¿Sentir que, a diferencia de la nuestra, en otras relaciones ella no tiene el poder? Me asusto de mis propios pensamientos. Se me encoge el estómago al pensar que es muy posible que no le baste con nuestro futuro. Hace mucho tiempo, cuando aún éramos unos críos, me confesó que fantaseaba con un hombre que le dijera palabras sucias, con uno que le prometiese que iba a llevarla a la Luna… pero por placer. Sé que, aunque no me lo demuestre, le encantaría que le metiese la mano bajo la falda cuando hay gente delante, que le hiciese el amor bien duro, sin promesas o te quieros. Pero yo… no soy capaz de darle todo eso.
Intento abrazarla, y de nuevo se esfuma. Y lo hace literalmente. Sólo hay vacío frente a mí. Siento un horrible mareo. Cierro los ojos para tranquilizarme, y cuando los abro ya no estamos en la habitación, sino que me veo desde fuera. Hay otro Héctor delante de mí, pero no puede verme. Tampoco la mujer que entra en casa oliendo al perfume de otro hombre. Observo a ese Héctor decaído y se me arruga el corazón. Entonces él se abalanza sobre ella, comienza a desnudarla y le descubre un chupetón en el pecho. Quiero gritarle que no sea tan estúpido, que la deje marchar de una vez por todas, pero no sale ningún sonido de mi boca. Sigo a ese Héctor que vocifera hacia el dormitorio y saca unos cuantos juguetes sexuales que, evidentemente, jamás han usado. Ella se pone a chillar, a echarle en cara cualquier tontería, y él chilla también. El estómago se me encoge al saber que no puedo evitar todo eso, que soy un mero espectador.
Deseo gritar a ese Héctor del pasado que, si no la abandona, la amará pero también la odiará. Que se acostumbrará al dolor y creerá que le gusta vivir con él. Sin embargo, lo único que sucede es que, de nuevo, la escena cambia. Y ahora vuelvo a ser el hombre que está delante de ella. De mi boca salen unas palabras que recuerdo aunque no creo ser capaz de pronunciar.
—Haré lo que sea, Naima… Dime qué quieres. ¿Qué es lo que necesitas en la cama, joder?
Y ella me mira con los ojos muy abiertos, entre aturdida y avergonzada. Pero segundos después, la convicción brilla en sus ojos y habla…
—Quiero…
El brinco que Héctor da en la cama me despierta. Ya entra un poco de luz a través de las rendijas de la persiana, así que supongo que no tardará mucho en sonar el despertador. Vuelvo el rostro para descubrir qué le sucede y, para mi sorpresa, veo que duerme. Sin embargo, no lo hace de manera tranquila, sino que su semblante denota que lo angustia una pesadilla. Está completamente sudado y tiene los labios resecos y entreabiertos, de los cuales brota un murmullo ininteligible.
No es la primera vez que Héctor tiene sueños inquietos. Desde que me mudé a su apartamento, los habrá sufrido en un par de ocasiones más. Puede que parezca que no es mucho, pero en dos meses a mí se me antoja preocupante. En especial porque sé lo que es tener pesadillas; nunca son agradables. La cuestión es que cuando le pregunto al respecto, se muestra sorprendido, como si no se acordara de lo que ha soñado. Y lo achaca al estrés del trabajo, pero no puedo evitar pensar que es probable que su subconsciente le provoque esos sueños terribles sobre su exnovia muerta.
No hemos hablado de ella en todo este tiempo. Es una especie de tema tabú y, en el fondo, temo sonsacarle. Él tampoco me ha interrogado acerca de mi ex; no obstante, aunque me costó me abrí a él, y le conté por encima lo ocurrido y cómo me sentí después de que rompiésemos. Sé que Héctor piensa que Germán fue muy cruel, pero no me ha dicho ninguna palabra mala sobre él, y eso es algo que todavía lo dignifica más.
Pero en cuanto a su ex… Lo cierto es que, poco a poco, soy consciente de que necesito saber. Tengo claro que ahora somos él y yo, que el presente es lo importante y, sin embargo, noto algo en mi pecho que me insta a descubrir. Las personas somos curiosas por naturaleza, en especial si se trata de asuntos que tienen su parte de dolor y oscuridad. Tan sólo conozco lo poco que me explicó en el email que me escribió con su confesión de amor: ella murió, lo engañaba con otros hombres y yo… me parezco a ella físicamente. Me gustaría saber cuánto, por supuesto, porque es algo en lo que he estado pensando.
Estoy dándole vueltas a todo esto cuando reparo en que Héctor ha abierto los ojos y me mira un tanto asustado. Cada vez entra más luz por la ventana y puedo apreciar las molestas gotas de sudor en su frente. Me incorporo en la cama y ladeo la cabeza, interrogándolo con la mirada. Cuando le digo que ha tenido pesadillas y he querido hacerle mimos se ha mostrado arisco, así que ahora dejo las manos quietas.
—Buenos días, Melissa —me saluda con voz ronca—. ¿Qué hora es?
—No lo sé. Temprano… Aunque no tanto para ti.
Héctor suele irse a trabajar antes que yo, y no me gusta porque la cama me resulta enorme cuando no está.
Me dedica una sonrisa, aunque se me antoja un poco forzada. Se la devuelvo y trato de apartar esas tonterías de mi cabeza. Se arrima a mí, me pasa el brazo por debajo del cuerpo y, cogiéndome de la nuca, me atrae hacia él para depositarme un delicado beso en la nariz.
—Voy a levantarme ya. No puedo continuar durmiendo —me anuncia.
Se incorpora y sale de la cama de un salto, como si quisiera demostrarme que continúa teniendo la misma energía que antes. Sin embargo, está un poco más ojeroso. E incluso una pizquita más taciturno. Supongo que realmente el trabajo está siendo duro para él.
Le espero acostada, con la sábana y la manta hasta la barbilla para ahuyentar el frío. Oigo que tira de la cadena del retrete al cabo de unos segundos y, a continuación, que abre el grifo. Y de repente, algo en mí se inquieta y cuando quiero darme cuenta estoy saliendo de la cama y lanzándome contra la puerta del baño. Me preocupa que ahora le dé por cerrarla; al principio de nuestra relación nunca lo hacía, a pesar de que nos teníamos mucha menos confianza. Abro de golpe, segura de que voy a pillarlo con algo entre las manos, como aquella vez dos meses atrás que no he olvidado. Sin embargo, lo único con lo que me encuentro es con un Héctor que me mira con el ceño fruncido.
—¿Estás bien? ¿Necesitas usar el baño? —me pregunta.
Abro la boca para decir algo, pero la verdad es que no se me ocurre nada. Niego con la cabeza y, a pesar de todo, doy un paso adelante y entro en el aseo, todavía con la sospecha de si encontraré algo oculto. Pero sus manos cuelgan a ambos lados de su cuerpo, completamente abiertas.
—Me había parecido que me llamabas —respondo, forzando una sonrisa.
—Vuelve a la cama, anda. Todavía puedes descansar un rato más. —Coge su cepillo de dientes y le pone un poco de pasta—. Luego, antes de irme, me acercaré a darte un beso.
Hago lo que me pide. Dejo la puerta entreabierta, a sabiendas de que quizá la cierre, y regreso a la cama. Me meto entre las sábanas y la manta, buscando el calor que he abandonado cuando he ido al baño. Segundos después mi cuerpo ya se ha templado y se me están cerrando los ojos. En un momento dado me doy cuenta de que he debido de adormecerme, ya que Héctor está inclinado sobre mí y me está dando un dulce beso en la frente. Alzo la barbilla para que pose otro en mis labios y, cuando lo hace, todo su perfume me llega, arrancándome una sonrisa.
—Nos vemos esta noche.
—Recuerda que tenemos la fiesta de Félix —le digo con voz somnolienta. El novio de mi hermana, Ana, cumple años, así que todos los amigos vamos a celebrarlo juntos.
—Tranquila. Hoy saldré un poco antes para llegar a tiempo.
Me acaricia el cabello con suavidad y, a continuación, le oigo salir de la habitación y, un minuto después, el ruido de la puerta al cerrarse. Suelto un suspiro y me encojo en la cama, buscando el rastro de su aroma en ella. Cuando lo encuentro, cierro los ojos una vez más y vacío la mente. Es increíble que ya llevemos cuatro meses juntos. Lo bien que lo hemos pasado y lo bonito que ha sido todo, a excepción, por supuesto, de esas pequeñas dudas que me han asaltado alguna vez. Si no tenemos en cuenta el estrés que Héctor ha sufrido a causa del trabajo, todo ha sido una maravilla. Encuentros con los amigos, cenas románticas en pareja, noches compartiendo películas, paseos por la ciudad… En realidad, no hemos hecho nada extraordinario, pero precisamente eso era lo que necesitaba.
Cada día puedo notar el amor que Héctor siente por mí.
Y mi corazón, poquito a poco, se va desarrugando y acompasando sus latidos a los de él.