31
Un rato después suena el timbre del telefonillo. Bajo de la cama y me arrastro por el pasillo hasta la puerta. Le abro la de abajo, dejo entreabierta la de arriba y me deslizo otra vez hasta la cama. Tengo sueño, frío. Me duele todo el cuerpo. Apenas puedo mantenerme en pie. Sé que pronto amanecerá, pero no estoy segura de la hora que es y lo veo todo tan borroso que no puedo enfocar la vista.
—¿Melissa? —me llama. Contesto con un hilo de voz.
Al instante asoma la cabeza en la habitación. Al ver las sábanas manchadas de sangre, suelta un «¡joder!» y corre hasta mí. Me toma en brazos y me palpa el cuerpo, buscando la herida, hasta que la descubre en la mano.
—¿Qué coño has hecho? —pregunta con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué está todo revuelto en el comedor?
No contesto. Estoy empezando a dormirme. El sueño se acerca, rápido e implacable. Ahora que él está aquí me siento un poco más segura. Germán me da un par de palmaditas en la mejilla, pero oigo su voz a lo lejos. Me sumerjo en un arrullo sereno… Y, antes de caer dormida del todo, me parece que quien está ante mí, sosteniéndome entre sus brazos, es Héctor.
Abro los ojos de golpe. El sol me da en plena cara y me molesta. Tengo la mente embotada. Me llevo una mano a la frente y me la descubro vendada. Y entonces empiezo a acordarme y las imágenes son tan nítidas que el dolor acude como un jinete despiadado. Suelto un gemido, tratando de alejarme de todos esos pensamientos, y oigo una voz familiar.
—Meli.
Me vuelvo hacia él. Germán se ha traído una silla del comedor y está sentado en ella. Me pregunto si se ha pasado ahí todo el rato, vigilándome. Lo que está claro es que ha sido él quien me ha curado la mano. Agacho la cabeza, avergonzada. No quiero que me vea así, tan deshecha, tan destrozada y miserable. Anoche me parecía una buena idea, pero no ahora con toda esta luz que entra por la ventana. Me molesta que pueda imaginarme de esta forma cuando él me dejó.
—Eh, mírame. —Se levanta y se acerca a la cama, sentándose en el borde, un poco alejado de mí.
Niego con la cabeza, me oculto el rostro con el pelo. Alarga una mano y me lo aparta, aunque lo hace con mucho cuidado, con un poco de temor. Uno de sus dedos me roza el pómulo y trato de sentir algo, pero no hay nada en mí. Me he convertido en una cáscara.
—No sé qué ha sucedido, pero estoy aquí —dice.
Alzo el rostro y lo observo, entre abochornada y confundida, como una niña tímida que se encuentra por primera vez con un adulto. Así me siento: vuelvo a tener cuatro años, cuando los monstruos del armario y de la cama me daban miedo.
Gateo por la cama y me lanzo a sus brazos. Durante unos segundos no posa las manos en mi cuerpo. Me aferro a él con el rostro escondido en su cuello y me deshago en lágrimas una vez más. Al fin, se atreve a abrazarme. Me coge de la cabeza y me aprieta contra él, intentando calmarme. Con la otra mano me acaricia la espalda.
—Chis… Estoy aquí, Meli. No voy a irme —me susurra al oído. Su voz, en cierto modo, me reconforta porque me hace pensar que no estoy sola, que alguien puede quererme aunque sea él y aunque no sea como anhelo—. Me quedaré contigo el tiempo que necesites.
—Me ha dejado —digo en un murmullo. Germán pega la oreja a mis labios porque no me ha oído bien. No me atrevo a repetir esas palabras, así que suelto otras—. Ya no está conmigo.
—Lo sé, Melissa. Pero yo sí lo estoy y no pienso dejarte esta vez.
—No lo hagas.
Le arrugo la camisa, apoyando la cabeza en su pecho. Me besa en el pelo, apoya la barbilla en mi coronilla.
—Te quiero demasiado para hacerlo —susurra tenuemente. Hay algo que se me encoge muy adentro. Suelto un sollozo. Me aprieta más contra su cuerpo—. Y esperaré lo que sea. Pero voy a curarte. Lo haré.
Se queda conmigo todo el día y me prepara la comida. Me obliga a tragar aunque no quiero. Incluso se enfada y me grita que, si no como, me meterá la comida como a un bebé. Al final consigo tragar la sopa, pero el pescado no me pasa, así que desiste. Tengo el estómago tan revuelto que, al poco rato, saco cuanto tengo dentro. No se mueve de mi lado mientras estoy en el cuarto de baño, y eso me recuerda a aquellas noches en las que yo bebía demasiado y él me sujetaba el pelo para que no me manchara con mi propio vómito.
Después pasamos la tarde en el sofá, yo acurrucada contra su brazo, pensando en lo que haré a partir de ahora. En un momento dado, me doy cuenta de que se ha quedado dormido. Es evidente que está cansado, pues no ha pegado ojo en toda la noche para cuidarme. Lo contemplo. Su pecho subiendo y bajando, sus carnosos labios entreabiertos, sus largas pestañas. Durante muchas noches y muchas mañanas, hice esto también. Me gustaba saber que respiraba junto a mí. A pesar de lo mal que me siento, aprecio que continúa siendo un hombre muy atractivo. Incluso más que antes. Por mi cabeza se deslizan un montón de pensamientos inconexos que me asustan y, al mismo tiempo, me reconfortan. Necesito curarme. Y él podría ser quien lo hiciese. Al fin y al cabo, nos conocemos bien. Sólo he de desterrar lo que sucedió y quedarme con los buenos momentos.
Se remueve y abre los ojos. Me descubre observándolo y noto que me pongo roja. Esboza una sonrisa. Una sonrisa preciosa con la que me calienta el cuerpo helado.
—Hola —murmura con voz adormilada.
—Hola —respondo avergonzada.
—Creo que me he quedado traspuesto.
—No importa, está bien.
Me aparto un poco. Quiero y no quiero. Todo en mí es contradictorio. Me digo que con él podría estar bien y, al cabo de un instante, me asusta esa sensación.
—¿Quieres un sándwich?
Niego con la cabeza, pero se me dibuja una leve sonrisa en la cara.
—Siempre me preparabas uno cuando tenía exámenes y me ponía histérica. Recuerdo que tú te quedabas dormido, como hoy, y que mientras tanto estudiaba apoyada en ti.
—Me acuerdo, sí. —Su voz suena grave.
—Pero también tengo en mi cabeza los malos momentos.
—Lo sé. Y yo. Me gustaría cambiarlos, pero no puedo. Lo único que puedo hacer es intentar borrarlos, hasta que los buenos se escriban sobre ellos.
—Quiero quererte —susurro nerviosa.
—Y yo querría que me quisieras. —Se acerca a mí despacio, temeroso. Cuando ve que no me aparto, se muestra más seguro.
—Pero no va a ser hoy, ni mañana. Seguramente tampoco será pasado. No lo conseguiré hasta transcurrido un tiempo. Quizá no pueda nunca…
—Haré lo que sea para traerte de vuelta.
Se queda a dormir. Decide tumbarse en el sofá, ni siquiera en la otra habitación. Eso me hace pensar que de verdad está tratando de recuperar todo lo que perdimos. Le llevo una manta y un almohadón, y se recuesta y me da las buenas noches con una sonrisa. Me tiro un buen rato dando vueltas en la cama, sintiéndola mucho más vacía que en el último mes. Y es que ahora, definitivamente, Héctor no está aquí ni lo estará. Me siento tan sola, tan vacía, tan perdida… Sé que jamás viviré con nadie lo que con él he tenido en menos de un año. Ni siquiera todos los que pasé con Germán pueden igualarse. Es imposible equiparar con nada la intensidad de nuestro amor, tampoco la pasión de los besos que nos dábamos ni las caricias que nos otorgábamos. Los dos nos merecíamos y, sin embargo, no está aquí para desearme dulces sueños.
Pasada la medianoche decido poner punto y final a mis vueltas en la cama. Me levanto y voy al cuarto de baño. Al observarme en el espejo me descubro agitada, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. He de reconocer que he estado pensando en Héctor, que he imaginado sus largos dedos recorriendo todo mi cuerpo. Y me he excitado. Me duele el sexo de lo caliente que estoy. Pero, sobre todo, tengo agujas en el corazón que me lo están descosiendo.
Se me ocurre una locura. Una locura que consigo alimentar con el recuerdo de los labios de otra sobre los de Héctor. Si él ha decidido continuar con su vida, entonces yo también debo hacerlo. Dicen que un clavo saca a otro clavo y, aunque sé que es mentira, necesito sentirme arropada, comprender que otro hombre puede amarme.
Me deslizo por el pasillo en silencio y contemplo a Germán con la luz apagada. Se ha destapado y la camiseta se le ha subido un poco, con lo que aprecio su vientre plano y trabajado. Incluso le asoma un poquito de vello púbico. Al principio no logro sentir nada, pero pongo a trabajar mi mente para que lo desee. Me acerco al sofá y me arrodillo delante de él. Paso un dedo por su piel desnuda. Se despierta y me observa confundido.
—Quiéreme —le imploro. Dios, qué pena doy.
—¿Estás segura, Meli? —Se incorpora en el sofá—. No creo que estés preparada para…
Lo cojo de la nuca y lo atraigo hacia mí, acallándolo con un beso, el cual me devuelve con premura. Me aprieta las mejillas de forma posesiva, tal como lo hizo durante tantos años. Su lengua lucha por abrirme la boca y, al fin, lo consigue. Suelto un gemido cuando entra en contacto con la mía. Él también jadea, me la muerde con suavidad. Me tumba en el sofá y se coloca encima de mí. Sólo lleva un bóxer, así que su erección presiona contra mi muslo desnudo. Me sube la camiseta, descubriendo mis pechos. Acoge un pezón entre los labios, tira de él, me lo besa y lo chupa con ansia. Arqueo el cuerpo, me retuerzo y gimo. Sus dedos me acarician los pies, los tobillos, suben por los muslos, deteniéndose en la parte interna.
—He esperado tanto, Melissa… Tenía tantas ganas de desnudarte, de tenerte así una vez más… —jadea contra mis labios.
Me besa el cuello, lo muerde. Sus caricias y besos son parecidos a los que me daba cuando estábamos juntos, pero también se ha hecho aún más experto. Me gusta lo que está haciéndome, me provoca cosquillas en el sexo. Pero no noto nada en el estómago ni en el pecho. Nada similar a lo que sentía cuando hacía el amor con Héctor.
Germán me toca por encima de las braguitas, se da cuenta de lo húmeda que estoy y se apresura a meter los dedos bajo la tela. Encontrar mi sexo rasurado lo vuelve loco. Se aprieta contra mi boca, me besa jadeando, gruñendo, ansioso, con una necesidad que me turba. Llevo las manos a sus calzoncillos, las meto por ellos y le acaricio el trasero. Se le ha puesto bastante duro. Es agradable, pero en realidad, no lo reconozco.
—¿Estás segura, Meli? —me pregunta una vez más mientras le ayudo a bajárselos.
Asiento con la cabeza. Sólo quiero comprobar. Sólo quiero saber que podré disfrutar del sexo sin ningún temor, que voy a dejar que me amen.
Sin embargo, cuando lo noto en mi entrada, algo se me descuelga por dentro. Algo que me oprime el pecho, que sube por el cuerpo y me hace temblar. Es miedo. Es asco. Es arrepentimiento y culpa. Aparto a Germán de un empujón con la respiración agitada. Me mira asustado, sin saber qué hacer.
—No puedo. Lo siento, no puedo —digo entre jadeos.
He sentido que estaba engañando a Héctor. Me he dado cuenta de que los dedos de Germán no pueden sustituir los suyos. Voy corriendo al baño y vomito la cena. Germán me llama desde fuera, preocupado, pero le ruego que no entre. Me quedo con la cabeza apoyada en la fría cerámica, tratando de recuperar la cordura.
Pero es que estoy loca por Héctor. No sé qué haré sin él, aparte de ir muriéndome poco a poco.