10
Germán se yergue, un tanto sorprendido por mi mirada. Me levanto de la silla y ambos nos estudiamos, intentando descubrir qué es lo que piensa cada uno del otro. Es el primero que rompe el silencio.
—Voy a pedir algo. ¿Tú quieres otra? —Señala mi cerveza medio vacía.
Reflexiono unos segundos. Ésa sería ya la tercera, y a mí el alcohol se me sube pronto, pero quizá necesito un empujoncito para pasar todo esto. Así que asiento y él se dirige hacia la barra. Me fijo en que Sofía coquetea mientras le sirve las bebidas. Me quedo plantada, observándolo en su regreso. Antes no caminaba con tanto aplomo. Los músculos no se le marcaban bajo ese bonito jersey que lleva porque se había descuidado. Capta mi mirada y sonríe de manera abierta. El estómago me brinca ante ese gesto tan familiar. Germán siempre ha tenido una sonrisa hermosa, pero ahora también podría afirmar que me resulta tan encantadora como en los primeros tiempos. Y estoy segura de que él mismo sabe lo mucho que ha cambiado.
—Heineken, tu favorita. —Me tiende la botella verde.
Se acuerda. ¿Y por qué tiene que demostrármelo? Hemos venido a hablar de la novela, nada más. No es necesario —ni prudente— que se comporte de esta manera.
Se pasa la mano por la nuca. Recuerdo ese gesto. Me ponía nerviosa… y sigue haciéndolo. Lleva el pelo un poco más largo que antes, revuelto, con un estilo informal y moderno pero al mismo tiempo elegante, muy diferente a su peinado de antes.
—¿Nos sentamos o prefieres hablar de pie? —Se echa a reír.
No, maldita sea, no. Ese sonido no. Cojo aire de forma disimulada. No tiene que darse cuenta de lo que provoca en mí. Debo mostrar indiferencia.
Sin decir nada, tomo asiento. Ocupa el sillón de enfrente. Da un trago y después se relame el labio inferior, húmedo de la cerveza. Yo desvío la mirada, agarro la mía y le doy también un buen sorbo.
—Te has cortado el pelo. Muy corto —dice señalándome—. Nunca te había visto así. Te queda muy bien.
—Gracias —me limito a contestar.
—¿Qué tal te va todo? ¿Sigues de correctora en la empresa?
Suspiro. Apoyo las manos en el regazo. Reparo en que me siento bastante relajada a pesar de estar sentada frente a él. Sé que es por el efecto de la cerveza, pero, de todos modos, voy a aprovecharlo.
—¿Hemos quedado para hablar de mí o de mi fantástica novela? —me atrevo a preguntar.
Vuelve a reír. Da otro trago a su cerveza sin apartar la mirada de la mía. Sus ojos azules, pícaros, me evalúan. Esta vez no retrocedo: alzo la barbilla, retándolo.
—Estás diferente —apunta.
—No soy la única.
—Ha pasado tiempo… —Asiente.
No le contesto. Bebo un poco más de cerveza y me fijo en que ya casi no me queda. Estoy preparada para pedir la siguiente y enzarzarme en una batalla dialéctica, si es lo que quiere.
—Bueno… Y ¿qué has estado haciendo? ¿Cómo lo has pasado?
De repente, la furia me invade. ¿Este encuentro ha sido una maldita encerrona? Pero… ¿había algo en mi interior que me decía que no íbamos a hablar de la novela únicamente? Lo miro con los ojos entrecerrados. Arquea una ceja, ladeando la cabeza. Estoy bajo los efectos del alcohol porque realmente sólo puedo pensar en lo guapo que está y en el guantazo que le daría en este mismo instante.
—No has preguntado por mí en todo este tiempo… Ni un triste mensaje o whatsapp. ¿Y ahora quieres saber qué tal me ha ido? —Me llevo el botellín a los labios y apuro el contenido. Llamo a Sofía, le señalo la Heineken. Al minuto, ella me trae otra y aprovecho que está inclinada sobre la mesa para soltarle a Germán—: Permíteme decirte algo: que te den por donde más te duela.
Sofía abre la boca, sorprendida, y luego esboza una sonrisa. Se marcha echándonos un par de miradas de reojo. Yo misma estoy impactada por mi respuesta. Se me ha pegado de Dania y Aarón. Pero lo mejor es la cara de tonto que se le ha quedado a Germán. Sonrío para mis adentros, contenta de mi triunfo.
—Entiendo que estés tan enfadada —dice, cuando por fin reacciona.
—No, qué va, no lo estoy. Es sólo que tengo un encuentro repentino con el gilipollas de mi ex, el cual me dejó sin un auténtico motivo cuando faltaban pocas semanas para casarnos. Y lo hizo con dos frases típicas de peli edulcorada de las que echan en la sobremesa. Después no llamó ni una sola vez para preguntar si estaba bien o si necesitaba algo, ni tampoco para disculparse por huir como un cobarde. —Lo he soltado todo de carrerilla.
Permanece callado un buen rato, con la boca entreabierta, hasta que al fin dice:
—Tienes razón. Ése es exactamente el adjetivo que puede definirme. Y también deberías llamarme «cabrón», si es lo que estás pensando.
—Cabrón.
Esboza una sonrisa, negando con la cabeza. Bebo con ganas de la botella y me limpio los labios con el dorso de la mano. Germán se pone serio de repente; me mira de una manera tan profunda que, por un momento, algo se tambalea en mi interior.
—Te debo una explicación.
—No la quiero ni la necesito.
—No es verdad —niega inclinándose hacia delante—. Nos la merecemos los dos. Por supuesto, tú más que yo.
No respondo. Toda la seguridad con la que había llegado y con la que le había estado hablando se va esfumando con cada uno de sus parpadeos. Se pone a juguetear con la botella, sin dejar de mirarme. Ahora es cuando yo tendría que salir por patas y zanjar toda esta mierda.
—No he venido hasta aquí para hablar sobre esto. No al menos hoy. Pero quizá sea lo mejor.
—No, no lo es. —Ladeo la cabeza.
—Estaba asustado.
—¿Perdona? —Me niego a creer lo que acaba de decir.
—Tenía miedo —repite.
—¿Miedo? ¡¿Miedo?! —He alzado la voz. Miro a la derecha, por si Sofía está cotilleando, pero se habrá ido al almacén o algo porque no se la ve por ninguna parte. Vuelvo la vista hacia él. Los ojos me escuecen. Joder, joder… Y exploto—: ¿Tú dices que tenías miedo, Germán? ¡Tú no sabes lo que es eso! Miedo es lo que tuve yo cuando te fuiste, cuando decidiste que no merecía la pena luchar por lo nuestro. Lo tenía por las noches, cuando me tumbaba en la cama y sentía que la soledad me empapaba. El miedo me cubría por las mañanas mientras me duchaba y las gotas me escocían. Me atrapaba cada vez que salía a la calle y pasaba por lugares en los que estuve contigo. Me asustaba cuando veía un rostro que se parecía al tuyo. El corazón me daba un vuelco al sonar el teléfono, porque pensaba que serías tú para saber de mí, para decirme que te habías equivocado. Tenía pánico a salir de la cama, ir a trabajar y mirar los rostros de la gente. No reconocía a mis propios amigos, y mucho menos me reconocía yo. ¿Sabes lo que es el miedo, eh? —Estoy chillando, aferrada a los reposabrazos del sillón—. Miedo es pensar que vas a morir con cada una de las taquicardias que te azotan. Creer que no serás capaz de comer nunca más, que al día siguiente te levantarás con el mismo vacío en el alma, que el dolor que sientes no te va a abandonar nunca. —Me callo para coger aire. Luego, añado—: Así que, Germán, dime: ¿has sentido tú miedo?
Me mira atónito. Aprecio que su respiración se ha acelerado, al igual que la mía. Supongo que no se esperaba este estallido por mi parte. Trato de calmarme, de ralentizar el ritmo del corazón que vibra en mi pecho como si no hubiese un mañana. Germán se pasa la mano por el pelo y me dan ganas de gritarle que odio ese gesto, que siempre lo haré porque me recuerda a la última vez que lo vi.
—Vale, es cierto. Puede que no sepa lo que es el miedo —acepta con la mirada puesta en el suelo. Cuando la alza, se le ha oscurecido—. Pero de verdad, Meli, te juro que lo siento. Lo siento mucho.
—No me llames así. Fui tu Meli. Pero de eso ya hace mucho.
—Te hice daño, lo sé. Fue una mala época para ambos.
—¿Mala época? No era nuestro mejor momento, de acuerdo, pero jamás pensé que acabarías con lo que teníamos de esa forma. —Hablo con una rabia que me sorprende.
—Estaba cansado de todo lo que me rodeaba —dice, como si eso sirviese de excusa—. Me asqueaba el trabajo, tan sólo quería conseguir lo que me había propuesto durante tanto tiempo. Y tú… tú estabas siempre tan bien, tan feliz… a pesar de no haber alcanzado aún tu sueño. Pero no te rendías, y eso me molestaba. Me molestaba mucho porque yo sí desistí. Sí, como el cobarde que soy, tú lo has dicho.
Cojo el botellín de cerveza y lo aprieto con los dedos. Después bebo furiosa, tratando de hacer a un lado todo lo que me está diciendo. A pesar del esfuerzo sus palabras resuenan en mi cabeza, se quedan y me aturullan.
—¿Y puede saberse por qué no hablaste conmigo? ¿Por qué no me dijiste que estabas pasándolo mal? —Me pongo a la defensiva.
—No era tan fácil… No me atrevía. Pensaba que me había convertido en otra persona completamente diferente a quien era al principio y que tú me aborrecerías. ¿Recuerdas cómo nos divertíamos juntos, las locuras y tonterías que hacíamos? Vivíamos como si no hubiese un mañana. Y, de repente, tras aprobar las oposiciones y entrar en el instituto, me sentí como encerrado en una cárcel horrible. En cambio, tú estabas fuera de ella. Continuabas siendo una chica alegre, positiva, activa. Y me convertí en un tío amargado.
Me viene a la mente el apelativo que me otorgaron en la empresa. Si supiese que tras su marcha también me convertí en una sombra de lo que había sido… Pero no quiero hablar más porque ya me he mostrado demasiado débil ante él. Le he confesado algo que jamás debí: que tuve miedo. Debería haber fingido que superé rápidamente su huida, que fui una mujer feliz.
—Te quise, Melissa.
—Permíteme que lo dude.
—Te prometo que de verdad te quise. Con todo mi corazón. Eras lo más importante de mi vida. Lo único bonito.
—Y a pesar de todo, me diste una patada —murmuro con amargura.
—Éramos muy jóvenes. Aún lo somos… Sentí que me quedaban demasiadas cosas por vivir, que no las había hecho y ya no podría… Me agobié.
—Joven era la alumna con la que te encontré aquel día —ataco, con los dientes apretados.
Abre la boca para decir algo, pero vuelve a cerrarla. Definitivamente he tenido suficiente. Me levanto y me imita. Me tambaleo a causa de las cervezas. Se aproxima a mí con intención de sostenerme, pero alzo una mano para detenerlo.
—No te acerques. Me voy. Ya he tenido bastante de una charla que no lleva a ninguna parte.
Me inclino para coger el bolso y, cuando me yergo y me doy la vuelta, está justo detrás de mí. Demasiado cerca. Su perfume me sacude con tanta fuerza que me obliga a cerrar los ojos. Al abrirlos, descubro que su mirada es triste, confusa, culpable. No. No se lo voy a permitir. No se merece un perdón. No se lo daré.
—Déjame pasar —le pido.
—No te vayas. —Alarga el brazo y me agarra del codo. Me suelto con malas maneras, pero insiste—. No hablaré más de nosotros, si es lo que quieres, pero quédate. Hazlo por tu futuro. Charlemos sobre la novela, en serio. Es por eso por lo que estamos aquí, ¿no?
Me llevo una mano a la frente y me la froto. Creo que en breve sufriré una jaquea. Suspiro, disgustada.
—No estoy ahora como para hablar de eso.
—Sólo te diré un par de cosas: dos mil euros de adelanto y una editora que va a apostar por ti a lo grande. Está encantada con la novela. Si firmas, saldrá a la venta dentro de un mes y medio como mucho.
—¿Estás haciendo esto porque te sientes culpable, Germán? ¿Acaso te doy pena? —pregunto en tono triste.
Sus dedos me aprietan el codo y, por alguna razón que prefiero ignorar, no puedo soltarme. No hago movimiento alguno para deshacerme de él.
—¡Claro que no! Hago mi trabajo. Si firmas, yo también gano. —Me escruta unos segundos para ver mi reacción—. Y también lo hago porque creo que realmente te lo mereces.
—Jamás lo creíste cuando estábamos juntos. ¿Dónde estaba tu apoyo entonces? —Vuelvo a atacarlo.
—Ya te he explicado cómo me sentía. No quiero volver a repetirlo, Meli. Pero he tenido mucho tiempo para darme cuenta de que me comporté como un estúpido.
—Continúas siéndolo. —Esta vez sí me desembarazo de su mano.
—Piénsalo, en serio. Hazlo sólo por ti.
—Por supuesto que lo haría sólo por mí.
Me aparto de él, caminando a trompicones. Uf, estoy bastante borracha. Y enfadada. Camino por el local medio vacío. Un par de hombres jóvenes charlan animadamente con Sofía. Cuando estoy casi en la puerta, me doy la vuelta. Germán ha vuelto a sentarse, con las manos entre las rodillas y la cabeza gacha. Y, por unos instantes, soy yo quien siente pena por él. ¿Tuve parte de culpa al no descubrir lo que le pasaba? ¿Estaba tan metida en mis novelas que no le presté la suficiente atención? Quizá si hubiese estado más atenta no…
—¿Mel?
Por poco me topo con Aarón, que acaba de entrar en el local. Me lanzo a sus brazos. Me rodea, me transmite su calor y consigue hacerme sentir mejor. Sé que está escrutando el local, buscándolo a él.
—¿Es tu ex aquel que está sentado solo al fondo?
Asiento con la cabeza. Me acaricia el pelo con ternura. Cierro los ojos, a punto de llorar. Pero consigo no hacerlo y me siento más fuerte.
—Lo he logrado, Aarón. No he temblado, no he sufrido taquicardias ni un ataque de ansiedad. Me he sentido segura, al menos hasta que ha empezado a hablar sobre nosotros.
—¿De verdad ha hecho eso? —Me aparta de sí para mirarme a los ojos—. ¿Estás bien?
—Sí lo estoy. Al menos, mejor que antes.
—Vamos afuera. Que te dé un poco el aire. —Aarón me coge de la mano y tira de mí.
Antes de salir, vuelvo la cabeza para echar un último vistazo a Germán. Contengo la respiración: nos está mirando a Aarón y a mí, muy serio, casi como enfadado. O quizá me lo imagino a causa del alcohol. Decido no pensar más, olvidarme de lo ocurrido. En la calle, el aire me refresca la cara y logro sentirme mejor.
—No puedo creer que el gilipollas ese se haya comportado así —murmura Aarón.
—Pero lo he logrado —repito.
—Quizá no deberías haber venido… —continúa, como si no me hubiese oído.
—No, Aarón. Ha sido una buena idea porque he podido decirle lo que me había guardado durante mucho tiempo. —Mi amigo me observa con incredulidad. No se traga que esté bien. Lo cojo de los brazos, forzando una sonrisa—. Lo he insultado y todo.
—¿En serio? ¿Y qué ha hecho?
—Lo ha reconocido.
—Claro que sí. Hasta un inútil como él tiene que darse cuenta…
Andamos hasta el final de la calle, donde he aparcado el coche. Aarón se me queda mirando mientras busco las llaves en el bolso.
—¿Me prometes que estás bien?
—En realidad estoy algo borracha, así que quizá por eso me noto bastante relajada. Pero es como si me hubiese quitado un peso de encima.
—¿Y qué hay de la publicación? Venías por eso…
—Todavía no he decidido qué hacer.
—Pero ¿habéis hablado sobre eso?
—Poco. Me ha dicho que me darían un adelanto de dos mil euros y…
—Hazlo.
—¿Me estás animando a que me venda?
—Joder, Mel, tú misma nos has contado que es difícil conseguir eso siendo una autora novel. ¿Qué más quieres? Y encima, le das en la cara. Que se joda cuando vea lo bien que te va a ir.
—No sé, Aarón. Es todo más complicado que eso. No quiero cometer ningún error.
—No hay otra editorial mejor que ésa en España, ¿verdad?
Me quedo callada. No, a día de hoy, no la hay. Me meto en el coche. Bajo la ventanilla para poder despedirme de él. Se apoya en ella y me dedica una sonrisa.
—¿Podrás llegar a casa o tengo que preocuparme?
—Tranquilo, todavía no veo doble —bromeo.
Me da un beso en la frente. Enciendo el motor y entonces pienso en algo.
—Cuando entres ahí, no le digas nada.
Aarón me mira con gesto inocente.
—Vamos, sé cómo eres. En serio, céntrate a lo tuyo.
—Quizá sea él quien hable conmigo. Me he fijado en cómo nos miraba cuando te he abrazado.
—Haz que me vaya tranquila, porfa.
—Está bieeen. No le diré nada.
—Gracias. —Le lanzo un beso.
Arranco, metiéndome en la carretera. Observo por el retrovisor que Aarón se queda en la calle hasta que estoy lo suficientemente lejos. Por el camino empiezo a ponerme nerviosa. En cuestión de minutos llegaré a casa, y Héctor quizá me esté esperando. No sé si me ha telefoneado. No he mirado el móvil; además lo he silenciado durante el encuentro. Aprovecho en un semáforo para echarle una ojeada. Tengo una llamada suya. Le escribo rápidamente un whatsapp avisándole de que voy hacia casa.
Aparco y, antes de subir al apartamento, me meto un chicle en la boca para que no se dé cuenta de que he bebido. Me pregunto si será suficiente.
—¿Melissa? —Su voz me llega nada más abrir la puerta.
Asoma la cabeza por una esquina. Al acercarme, descubro que está preparando la cena. Me siento culpable otra vez. Le sonrío, y me agarra por la cintura para darme un beso. Me saborea los labios y, entonces, se queda quieto. Oh, mierda.
—¿Has bebido? —pregunta con el ceño arrugado.
—He ido con unas compañeras a tomar una cerveza cuando he terminado. Estaba un poco agobiada.
No dice nada, aunque noto que mi respuesta no le ha satisfecho. Esboza una media sonrisa y regresa a la cocina para continuar con lo que estaba haciendo. Voy a la habitación, me desnudo y me doy una ducha rápida.
Durante la cena hablamos poco. Estoy cansadísima. La cerveza me ha dejado el cuerpo hecho polvo. La cerveza y la tensa charla que Germán y yo hemos mantenido. Tampoco puedo dejar de dar vueltas a la oportunidad que me están brindando. Héctor me observa sin decir nada, y cada vez me pongo más nerviosa. En cuanto terminamos, me escabullo y voy a la cocina con la excusa de fregar los platos. Se queda en el salón para repasar unos artículos.
—Voy a acostarme. Estoy cansada —le digo cuando termino.
—Iré enseguida —contesta sin apartar la vista de los papeles.
No tardo en amodorrarme. Y cuando ya casi estoy dormida del todo, noto que me acarician los muslos desnudos. Me hago la remolona, pero Héctor me muerde el lóbulo de una oreja. Aprieta su erección contra mi trasero.
—Esta noche no me apetece, cariño. De verdad, estoy agotada —me excuso.
Y lo que más me sorprende es que no insiste como otras veces. Se aparta con brusquedad y se da la vuelta sin decir nada. Me quedo acurrucada, con el corazón a mil por hora porque sé que se ha enfadado.
Y porque también sé qué estará pensando ahora mismo.
Tan sólo habrá un nombre en su cabeza. Y no es el mío.
La culpabilidad se ciñe otra vez a mi cuerpo, aunque hay algo más fuerte en mi mente: las palabras de Germán acerca de la publicación.
Mi sueño. Lo tengo tan cerca… Casi puedo tocarlo.
¿Debería aceptar?