8
Niego con la cabeza una y otra vez, sin poder creer lo que ven mis ojos. Después, como una loca, suelto una carcajada. Se limita a sonreír con las manos en los bolsillos, en esa postura tan suya que tanto me gustaba. Ahora, sin embargo, me provoca malestar.
Lo miro de arriba abajo, como queriendo hacerlo desaparecer, pero permanece delante de mí. Está diferente y, al mismo tiempo, su mirada me resulta tan familiar que sólo acierto a abrir la boca, sin decir palabra. Va vestido mejor, de manera informal aunque elegante, con ropa un poco más cara que la que solía llevar para ir a trabajar al instituto. Su corte de pelo es más actual; le queda bien. Está mucho más fuerte que antes. ¿Acaso cuando me dejó se apuntó a un gimnasio para ligar con sus jóvenes alumnas?
—¿Estás bien? —me pregunta haciendo un movimiento.
Levanto un dedo para que no se acerque. Agarro el pomo de la puerta con la intención de abrirla y largarme de allí.
—¿Oye? ¿Vas a decir algo o te ha comido la lengua el gato?
Niego. Me llevo la mano al pecho, con la sensación tan temida, esa que apareció en el local de Aarón cuando lo vi junto a la barra, esa que me atosigó tantas noches desde su marcha. ¿Cómo puede estar tan tranquilo, como si nada hubiese ocurrido?
—Siéntate y hablamos. —Señala una silla.
—No —musito con la boca seca.
—¿No? —Ladea la cara, con su media sonrisa, la que antes tanto me gustaba, que me provocaba cosquillas por todo el cuerpo.
—Me voy. —Me dispongo a abrir la puerta cuando me sorprende abalanzándose hacia mí, apoyando su mano sobre la mía e impidiéndome hacer un solo movimiento. No me atrevo a mirarlo, así que mantengo la cabeza gacha—. ¿Qué estás haciendo? Déjame salir.
—Espera, Meli, no hagas locuras —me pide.
Alzo la mirada y la clavo en la suya. Supongo que hay algo en ella que le hace dudar, ya que se aparta de mí y se pasa una mano por el pelo con actitud nerviosa. Inspiro con fuerza, parpadeando para no perder la poca razón que me queda, y levanto las manos.
—¿Esto es una broma? Eh, dime, ¿lo es? —He ido alzando la voz poco a poco. Me observa sin decir nada. Se le ha borrado la sonrisa. Pues muy bien, gilipollas, te mereces estar serio toda la vida—. ¿Qué coño haces aquí? ¡Esto tiene que ser una puñetera broma!
—No grites, por favor.
—¿Por qué estás aquí, Germán? ¿No estabas trabajando en la otra punta de España? ¿No te habías marchado de una vez por todas de mi vida? —Mi voz es demasiado chillona.
Sé que estoy a punto de llorar, y no quiero parecer ridícula, pero no puedo evitarlo. Pensé que jamás iba a encontrarme con él y, en cambio, sucede en esta situación, que tenía que ser la mejor de mi vida.
—Meli, trabajo aquí desde hace tres meses. —Su seriedad me pone más nerviosa. Me recuerda a las últimas veces que hablamos—. Sabes que éste era uno de mis sueños, aparte de escribir…
—Pues qué bien, al menos uno de los dos lo ha cumplido —escupo con rabia.
—Tú también puedes…
—¡No! No. —Bajo la voz al darme cuenta de que es cierto que estoy chillando. Tengo que tranquilizarme, y la única manera de hacerlo es largándome de aquí.
Esta vez no me lo impide, así que cojo el pomo y abro la puerta a lo bestia. Necesito aire… No, espera, lo que necesito es no ver su cara, no reflejarme en sus ojos, no sentir ganas de llorar por su sonrisa. Salgo al pasillo dando tumbos. Y lo peor es que sé que me sigue. ¡Joder! ¿Por qué no se queda en su despacho y me deja en paz? Me apoyo en la pared al notar que la mirada se me emborrona. Estoy sudando a mares.
—Meli, espera, espera… —Se acerca a mí y me agarra por debajo de las axilas.
Cierro los ojos, me quedo muy quieta con la cabeza gacha mientras trato de encontrar el ritmo de respiración adecuado. No quiero que me toque, pero ahora mismo ni siquiera puedo hablar. Soy patética, como lo fui esa noche en el local de Aarón que acabé fatal. ¿Cuándo aprenderé a controlar esto? ¿Cuándo lo superaré y podré mirarlo a los ojos como si nada? ¿Es que no lo merezco acaso?
—¿Pasa algo? —A lo lejos reconozco la voz de Luisa, quien me ha atendido al llegar.
—Melissa no se encuentra bien. ¿Puedes traerle un poco de agua?
Los pasos de esa mujer se pierden por el pasillo. Entonces me obligo a alzar el rostro, a pesar de las náuseas que me inundan, y niego con la cabeza. Aparto a Germán de un empujón para continuar con mi camino. Lo que voy a hacer es marcharme de aquí, lo dejaré atrás para no saber nada más de él. Como tenía que haber sido. Este encuentro no debería haber tenido lugar.
—No te vayas. No te encuentras bien —insiste Germán a mi espalda.
Avanzo encogida, con una mano apoyada en la pared y la otra en el estómago. Intenta cogerme de la cintura, pero le suelto un grito.
—¡No te atrevas a tocarme!
Alza los brazos y se encoge de hombros. Descubro que la secretaria está en mitad del pasillo con un vaso de plástico en las manos y cara de circunstancias. Ni siquiera me importa. Que se vayan a la mierda todos los de esta maldita editorial. En especial, él. ¿Qué clase de trampa del destino ha sido todo esto?
Alcanzo el ascensor con ansia. Pulso el botón una y otra vez. Quiero que la puerta se abra, por favor, por favor. Que se aparte la sombra que tengo a mi lado, la que está inclinándose sobre mí. Puedo oler su perfume. Es el mismo que usaba durante nuestra relación. El que yo le regalaba en cada uno de sus cumpleaños. Me encantaba despertar por la mañana y percibir ese olor en mi almohada, apretarla contra mi rostro y sumergirme en la tranquilidad que me ofrecía. One, de Calvin Klein, después se convirtió en un aroma que me provocaba arcadas.
—Meli, espera. Te llevo al despacho, te sientas un rato, bebes agua y te tranquilizas. —Sus dedos me rozan el codo y doy un brinco.
—No puedo, Germán. Mi cabeza ni siquiera es capaz de entender qué estás haciendo aquí. —Noto en la boca un sabor amargo que me sube desde la garganta.
—Sólo ven conmigo y deja que…
La puerta se abre de golpe. Casi me caigo de morros sobre el suelo del ascensor. Por suerte —o por desgracia—, Germán me tiene cogida del codo, así que evita mi caída. Me desembarazo de él y entro en el cubículo. Por un momento pienso que va a entrar conmigo y que tendré que soportar su cercanía otra vez. Sí, su cercanía. Es eso lo que me asusta. Y yo. Yo también me doy miedo.
—Meli…
—No te quiero en mi vida. Por favor, no aparezcas en ella. Deja que todo se quede como antes, y será mejor.
Germán no contesta. Se lleva otra vez la mano al bolsillo. Me provoca dolor porque despierta en mí sensaciones dormidas hasta ahora. En tan sólo un segundo, docenas de situaciones y momentos, en los que él hacía ese gesto, pasan por mi cabeza. El sentimiento de felicidad que me embargaba entonces me sacude por completo.
Se dispone a decir algo, pero entonces la puerta se cierra.
Y exploto.
Me apoyo en la pared y rompo a llorar. No, más bien, a gritar. Pero son tan sólo dos plantas y tengo que controlarme para que cuando se abran las puertas parezca que estoy bien. Me muerdo los labios hasta hacerme sangre. Duele, pero duele más dentro, demasiado dentro. Tanto que tengo miedo, por unos instantes, de que esta vez se quede para siempre…
En cuanto el ascensor se detiene echo a correr por el vestíbulo. Me tuerzo un tobillo, pero no noto nada. El guardia se me queda mirando, y vuelvo la cabeza para que no vea todos los churretones de maquillaje que debo de tener. ¿Cómo voy a presentarme así delante de Ana y Aarón? Decido ir al lavabo antes de salir del edificio. No quiero acercarme al guardia porque no me saldrán las palabras, así que me dedico a buscarlo sola. No encuentro ninguno. Supongo que tendría que subir de nuevo a la editorial, que es donde habrá. Como es evidente, no lo hago.
Me acerco a la cristalera de la salida y saco unos kleenex del bolso. Me limpio la cara lo mejor posible, aunque la tengo tan hinchada que no puedo disimular. No lo entiendo, si apenas he llorado un minuto. Pero se me están acumulando las lágrimas y van a desbordarse de un momento a otro.
Salgo a la calle, con la barbilla alzada, atrayendo hacia mí todo el aire fresco de la mañana. Ahora, con la luz del sol posada en mi rostro, me parece que el encuentro con Germán ha sido tan sólo una pesadilla de la que acabo de despertar. Sin embargo, al darme la vuelta, descubro el logotipo de la editorial. Mi mente no deja de correr y correr. Se pregunta mil veces qué hace él ahí, y no quiere darse cuenta de que precisamente ése era el trabajo que siempre anduvo buscando, así que tampoco es tan extraño. Pero la sorpresa del encuentro es la que me ha trastocado, la que no me deja razonar. Jamás habría imaginado que, después de tanto tiempo, encontraría en uno de los días más importantes de mi vida al hombre que me desgarró.
—Ya está. Ya ha pasado todo —me digo a mí misma. Un señor vestido con un traje que está a punto de entrar en el edificio me mira con expresión rara. Hago caso omiso y continúo animándome—. Sólo han sido unos minutos de angustia. Él no va a volver a aparecer. Se quedará ahí, en su despacho, y tú te irás al tuyo. Sí, al tuyo, donde estás tranquilita y bien. Con tu día a día de correcciones. Así que mueve el culo y vete de aquí.
Al ponerme en camino me fijo en que el hombre aún me observa. Me siento tan mal que ni siquiera tengo ganas de decirle nada. Echo a andar con la sensación de que me han dado una paliza terrible. Pero sólo es el dolor que me ha inundado y que, de alguna manera, necesito hacer desaparecer.
Me detengo unos metros antes de la cafetería. Me pregunto si tendré una apariencia normal. Me obligo a sonreír, a fingir que estoy perfecta. Sin embargo, en cuanto entro y ellos me descubren, cambian sus anchas sonrisas por caras de alarma. Mi hermana se levanta de golpe y está a punto de tirar el café, de no ser porque Aarón sujeta la taza a tiempo. Avanzo entre las mesas con la sensación de que todos me miran porque saben lo patética que soy. En realidad, cada cual está centrado en su conversación, periódico o desayuno.
—¡No me digas que al final nada de nada! —Ana me coge la mano.
Permanezco en silencio y me dejo caer en la silla con un suspiro. Aún noto en la garganta ese terrible cosquilleo de cuando quieres llorar y no puedes. Me tiembla la comisura de los labios en un intento por mantenerme serena.
—¡Contesta, Mel! ¿Qué ha pasado? —insiste mi hermana.
—Espera, deja que se tranquilice —interviene Aarón con su voz calmada.
Alza el brazo para llamar al camarero. Cuando éste viene, le pide una infusión y unas tostadas; supongo que son para mí. ¡Ja! Para comer estoy. Vomitaría al primer mordisco.
Aguarda hasta que me traen el desayuno. Me caliento las heladas manos con la taza y le doy un sorbito. Parece que va a quedarse en mi estómago. Ana y Aarón no apartan la vista de mi cara. Decido que tengo que decirles algo, aunque sea una mentira.
—Les gusta la novela, pero opinan que le falta algo —murmuro con voz trémula.
—Entonces ¿para qué te hacen venir hasta aquí? —Mi hermana chasca la lengua, un poco enfadada.
Me encojo de hombros. Doy otro sorbo al té y me fijo en que Aarón me observa con los ojos entrecerrados.
—No ha sido eso, ¿verdad?
—¿Qué?
Ana lo mira sin comprender nada. Después dirige los ojos hacia mí y con un gesto me pide que hable.
—¿Y qué va a ser si no? —suelto con voz amarga.
—Estás blanquísima, Mel. Tienes cara de susto. Eres una mujer hecha y derecha, así que no me creo que una negativa te afecte tanto.
—¡Pero es el sueño de su vida! Es normal que se sienta mal —apunta mi hermana.
—¿Te han tratado mal quizá? —insiste Aarón.
Niego con la cabeza. En realidad, Germán no ha tenido una palabra o un gesto malos aunque, ¿por qué iba a tenerlos? Fue él quien se largó de sopetón, sin piedad alguna. Y ahora aparece como por arte de magia, sacudiéndome entera, volviendo a la vida a la Mel oscura, la avinagrada, esa que vomitaba cada mañana al despertarse y no encontrarlo a su lado. No, definitivamente no me ha tratado mal, porque ya lo hizo en el pasado con su marcha, y su sola presencia basta para hacerme sentir como una auténtica mierda.
—Mel… —Aarón arrima su silla a la mía. Es una costumbre que tiene cuando quiere hablar de algo serio.
Al alzar la vista y descubrir su semblante preocupado, el mundo se me viene encima una vez más. Noto que se me humedecen los ojos y, en cuestión de segundos, estoy bañada en un océano de lágrimas. Aarón me abraza con fuerza. Ana se levanta de la silla, rodea la mesa y se acuclilla a mi lado.
—¿Qué pasa? ¡Dinos algo!
—He visto a alguien… —atino a pronunciar entre hipidos. Los miro, y ambos me escrutan confundidos—. He visto a un fantasma, Ana. —Mi hermana se pone pálida—. Y me ha hablado. Creía que lo había enterrado en lo más profundo, pero, no sé cómo, ha logrado salir.
—¿Dónde lo has visto? —Ana alza la barbilla como buscando entre la gente.
—Es uno de los editores de Lumeria.
—¿Quéee? —Me aprieta la mano con tanta fuerza que me hace daño—. Pero ¿no estaba trabajando en el País Vasco?
—Os lo dije… —Sacudo la cabeza con disgusto—. Lo vi en el Dreams. Y hoy me ha fastidiado el día y ha robado todas mis ilusiones.
—Mel, Mel… Quizá ni siquiera viva en Valencia. A lo mejor está aquí por el trabajo, así que no tendrás que verlo ni encontrarte con él por la calle. Ha sido sólo una casualidad, ¿vale? Una casualidad horrible, pero nada más.
—Las casualidades no existen. —Me seco las lágrimas—. ¡No este tipo de casualidades! Hace unos minutos mi vida parecía la de la protagonista de uno de esos dramones de sobremesa.
Ana me aparta de la cara los mechones húmedos, después me acaricia una mejilla y sonríe con nostalgia. Somos las hermanas con más mala suerte del mundo. Miro de reojo a Aarón, que se encuentra muy callado y pensativo. Al darse cuenta, me dedica una sonrisa al tiempo que me frota la espalda.
—Tu hermana tiene razón. Ha sido una jodida casualidad, pero a veces ocurren. Yo mismo me he encontrado con alguna ex que otra con la que no me llevaba nada bien. Y ha sido muy incómodo, pero al final todo pasa y tan sólo queda el presente. —Acerca su rostro. Huele a café con leche. Aspiro para calmarme en ese aroma que me recuerda a Héctor por las mañanas—. Eres una mujer fuerte. Si saliste de todo aquello, ¿por qué te pones así por un simple encuentro?
—Tienes razón. —Me obligo a dejar de llorar. En realidad, no sé si la tiene. Aparto las tostadas con un gesto de asco. Aarón me las señala y asiento, así que coge una y empieza a comérsela—. ¿Podemos irnos a casa? —pregunto. Me siento rendida.
—Claro que sí, cariño. ¿Quieres que conduzca yo? —Mi hermana se levanta sin soltarme de la mano.
Vuelvo a asentir en silencio. Aarón engulle el pan y se dirige a la barra para pagar. Ana me lleva a la salida cogida de la cintura, como si temiese que fuera a caerme. Durante el trayecto en coche no hablamos. Ellos dos van delante y yo he preferido repantigarme en el asiento trasero. Ha sido una mala idea porque mi mente no deja de navegar, de recordar todos los gestos y las miradas que he cruzado con Germán, como intentando descubrir si aún hay algo de cariño en él para mí. Al cabo de un rato de tortura me obligo a apartarlo de mi mente. Fue alguien en mi vida, pero ya no más. Ya no. Ya…
—Cielo, ya hemos llegado. —La voz de Ana me hace parpadear, confundida. Se ha vuelto hacia mí y me observa preocupada—. ¿Quieres que me quede contigo hasta que Héctor regrese?
Medito durante unos segundos y al final asiento. Mejor tenerla a ella para no pasarme todo el día llorando y lamentándome. Nos despedimos de Aarón en silencio. Él me abraza un buen rato.
—¿Quieres que le parta las piernas a ese capullo? —me susurra al oído, y me río en su pecho.
Una vez en el apartamento, Ana y yo nos pasamos la mañana en el sofá, viendo Friends. Me prepara la comida, que casi no toco. No habla sobre lo ocurrido, ni me juzga, algo que realmente le agradezco.
—No estoy curada —murmuro a media tarde tras despertarme de un sueño intranquilo.
—Mel, eso no es cierto. Sólo tú eres quien puede curarse, y Héctor ayudarte, así que vacía la mente. Vuelve a enterrarlo, que es donde se merece estar. Muy profundo.
—Ni una palabra a Héctor, por favor —le pido, amodorrada.
Me abraza y caigo en un duermevela otra vez. Cuando Héctor llega, todavía navego por los sueños, pero les oigo hablar y me pongo en alerta, fingiendo que continúo dormida.
—Está rendida —le dice mi hermana—. La entrevista no ha salido bien.
—Pero ella es buena —protesta Héctor.
—A veces pasa. —Ana se levanta del sofá—. Deja que descanse. Llévala a la cama… y mañana será otro día. El de hoy ha sido demasiado duro para ella.
Oigo que van hacia la puerta. Una vez que Ana se ha marchado, Héctor regresa a mi lado. Percibo que me observa, y aprieto los ojos. Me coge en brazos y me lleva a la cama. Deposita un beso en mi frente, con un cariño tremendo que hace que me tiemble el corazón.
—No te preocupes, amor. Habrá más oportunidades, porque tú te las mereces —susurra más para él que para mí.
Me deja sola en la habitación. Lloro otra vez, simplemente vaciando el dolor. El dolor y una culpabilidad que no sé muy bien de dónde procede.