A sesenta grados por debajo del ecuador, al suave sol de finales de octubre, la señora Eliza Raitt le deletreó su nombre al capellán. Se ajustó los guantes con los que siempre se cubría las cicatrices de las manos.

El hombre pasó a la siguiente línea de su registro.

—Wilkie Burns. ¿Ocupación?

—Hasta hace poco, gerente de una empresa editorial —repuso ella.

—Muy bien. ¿Pretende fundar una en Nueva Gales del Sur? ¿Editar un periódico para los mineros, tal vez?

Se encogió de hombros como una dama.

—No me sorprendería.

—Una viuda y un viudo —murmuró el capellán mientras escribía. Miró hacia el este, sobre las olas—. «Sacudir el polvo de la tristeza en pastos nuevos» —citó sentenciosamente.

Eliza asintió con una leve sonrisa.

—Súbditos británicos, Iglesia de Inglaterra…

—El señor Burns y su hija son católicos —lo corrigió Eliza—. Celebraremos otra ceremonia en la iglesia cuando desembarquemos.

Había pensado que el capellán se opondría a eso, pero asintió con benevolencia. Ella observó el hombro del hombre mientras anotaba el nombre del buque, la fecha, la latitud y la longitud exactas. (Recordó haber arrojado su libreta de notas a las olas un mes antes).

—Y, Nan Burns, ¿sigue teniendo dolor de estómago y melancolía? —le preguntó el capellán.

—El aire del mar le sienta bien —le aseguró.

—¡Ya no será huérfana de madre! Una historia encantadora, el modo en que usted y la niña se conocieron en la biblioteca del barco con la facilidad que permiten las costumbres del mar y todo lo que siguió a continuación…

Eliza sonrió con modestia, sin hacer ningún comentario.

Allí estaban, acercándose por la cubierta, el irlandés barbudo con el pelo rojo muy corto llevando de la mano a la niña. Nan llevaba un rosario de cuentas de vidrio y un ramo de flores de papel que debía de haber hecho ella, con la pintura todavía húmeda.

Eliza creyó que se echaría a llorar. «Nada de lágrimas —pensó—, hoy no».

—Permítame que sea el primero en felicitarla, señorita Nan —la saludó el capellán.

Tímida, la niña apretó la cara contra el vestido de Eliza, que la abrazó fuerte y supo que le daría a Nan la piel de su cuerpo si tuviera que hacerlo, los huesos de sus piernas.

—¿No se aburre demasiado en este gran clíper? —le preguntó el capellán a la pequeña. Señaló por encima de sus cabezas—. ¡Once mil metros de velas! Y doscientas cincuenta almas a bordo.

Nan asintió.

—Aunque a lo mejor tiene ganas de conocer su futuro hogar. ¿Qué es lo que más la atrae de Australia?

—¿Se lo dices? —le susurró al oído Eliza.

—Las nuevas estrellas —dijo Nan.

Aquello complació al capellán.

Wilkie le cogió la mano a Eliza y le dio un apretón cálido. Estaba muy ansioso, pero no más que ella. Hambriento de futuro.

—Le estaba diciendo a su novia, señor Burns, que tiene mucho encanto el pequeño romance de su familia a bordo. ¡Incluso podría pensar en publicarlo!

El novio sacudió la cabeza, sonriente.

—Preferimos no escribir sobre nuestra vida —dijo Eliza.

Wilkie agachó la cabeza para mirar a los ojos a la niña y luego la alzó hacia Eliza.

—¿Empezamos? —preguntó.