El jueves trajo un calor abrasador. El cielo de agosto era de un azul deslumbrante. Cuando William Byrne entró en el comedor a mediodía, Lib estaba sola mirando fijamente la sopa. Alzó la vista y trató de sonreírle.
—¿Cómo está Anna? —le preguntó él, sentándose frente a ella, con las rodillas contra su falda.
Lib no supo qué responderle.
William indicó con un gesto el cuenco de sopa.
—Si no duerme, tiene que reponer fuerzas.
La cuchara hizo un ruido metálico cuando Lib la alzó. Se la llevó casi hasta los labios, pero volvió a dejarla en el cuenco con un leve chapoteo.
Byrne se inclinó por encima de la mesa.
—Cuéntemelo.
Lib apartó el cuenco de sopa. Vigilando la puerta por si volvía la chica de los Ryan, le explicó lo del maná caído del cielo que le proporcionaba con disimulo su madre con cada abrazo.
—¡Dios mío! —exclamó él, asombrado—. ¡Qué audaz es esa mujer!
«¡Oh, qué alivio poder contarlo!».
—Ya es lo bastante malo que Rosaleen O’Donnell haya estado obligando a subsistir a su hija con dos bocados al día —dijo Lib—, pero hace ya cinco que Anna se niega a tomar el maná, y su madre no ha dicho ni pío.
—Supongo que no sabe cómo decirlo sin acusarse.
Lib sintió una repentina aprensión.
—No puede publicar nada de esto, todavía no.
—¿Por qué no?
¿Cómo era posible que tuviera que preguntárselo?
—Soy consciente de que su profesión consiste en divulgarlo todo —le espetó—, pero lo que importa es salvar a la niña.
—Ya lo sé. ¿Y qué hay de su profesión? En todo el tiempo que ha pasado con Anna, ¿hasta qué punto ha llegado?
Lib se cubrió la cara con las manos.
—Lo siento. —Byrne le agarró los dedos—. Es la frustración la que habla por mí.
—Es completamente cierto.
—Aun así, perdóneme.
Lib recuperó sus manos. Le ardía la piel.
—Créame —le dijo él—, es por el bien de Anna que hay que gritar a los cuatro vientos que se trata de un engaño.
—¡Pero un escándalo no la hará comer!
—¿Cómo está tan segura?
—Ahora Anna está completamente sola en esto. —La voz le tembló—: Acoge con agrado la perspectiva de la muerte.
Byrne se apartó los rizos de la cara.
—Pero ¿por qué?
—Porque su religión le ha llenado la cabeza de tonterías morbosas, quizá.
—¡Quizá porque confunde las tonterías morbosas con la auténtica religión!
—No sé por qué lo hace —admitió Lib—, solo que tiene algo que ver con la pérdida de su hermano.
Él frunció el ceño, desconcertado.
—¿Ya le ha contado a la monja lo del maná?
—Esta mañana no he tenido ocasión de hacerlo.
—¿Y a McBrearty?
—No se lo he contado más que a usted.
Byrne la miró de un modo que la hizo desear no habérselo dicho.
—Bueno. Esta noche podrá compartir lo que ha descubierto con todo el comité.
—¿Esta noche? —repitió ella, confundida.
—¿No las han convocado a usted y a la hermana? A las diez se reunirán en la trastienda. —Indicó con la barbilla el empapelado que se despegaba—. A petición del médico.
A lo mejor McBrearty había tenido en cuenta algo de lo que ella le había dicho el día anterior, después de todo.
—No —repuso con sarcasmo—. No somos más que enfermeras. ¿Por qué iban a escucharnos? —Apoyó la barbilla en las manos—. A lo mejor si voy a verlo ahora y le cuento lo del truco del maná…
Byrne cabeceó.
—Es mejor que vaya a la reunión y anuncie ante todo el comité que ha tenido éxito en la labor por la que la contrataron.
«¿Éxito? Más bien un fracaso garrafal».
—¿En qué ayudará eso a Anna?
—Cuando cese la vigilancia, tendrá tiempo, intimidad, la oportunidad de cambiar de idea.
—No mantiene el ayuno para impresionar a los lectores del Irish Times —le dijo Lib—. Es algo entre ella y el ávido Dios de ustedes.
—No lo culpe a Él de las locuras de sus fieles. Lo único que nos pide es que vivamos.
Se miraron.
Una sonrisa iluminó la cara de Byrne.
—¿Sabe? Nunca había conocido a una mujer, a nadie, de hecho, tan blasfemo como usted.
Mientras la observaba, una oleada de calor la recorrió.
El sol en los ojos. El uniforme ya se le había pegado a los costados. Llegó a la cabaña decidida a asistir a la reunión del comité aquella noche, con o sin invitación.
Cuando cruzó el umbral, Rosaleen O’Donnell y la criada desplumaban un pollo escuálido en la mesa larga. ¿Habían estado trabajando así, en tenso silencio, o habían estado hablando, quizá de la enfermera inglesa, hasta que la habían oído llegar?
—Buenos días —las saludó.
—Buenos días —dijeron ambas, sin apartar los ojos del pollo.
Lib miró la espalda ancha de Rosaleen y pensó: «Te he descubierto, fanática». Era una sensación casi dulce disponer de la única arma que podía demoler la burda impostura de la mujer.
Todavía no, sin embargo. No habría vuelta atrás; si Rosaleen la echaba de la cabaña, ya no tendría ninguna oportunidad de hacer cambiar de idea a Anna.
En el dormitorio, la niña estaba acurrucada en la cama, de cara a la ventana. Las costillas le subían y le bajaban. Respiraba con dificultad por la boca agrietada. En el orinal no había nada.
La monja tenía la cara demacrada. «Está peor», le indicó mientras recogía la capa y la bolsa.
Lib le tocó el brazo para impedir que se fuera.
—Anna ha confesado —le dijo al oído, en voz apenas audible.
—¿Se ha confesado con el cura?
—Conmigo. Hasta el sábado pasado su madre la estuvo alimentando con comida que masticaba y le pasaba cuando la besaba. La había convencido de que era maná.
La hermana Michael palideció y se santiguó.
—El comité se reunirá en el establecimiento de los Ryan esta noche, a las diez —prosiguió Lib—. Tenemos que hablar con ellos.
—¿Eso ha dicho el doctor McBrearty?
Lib estuvo tentada de mentir.
—Ese hombre delira —le dijo en cambio—. ¡Cree que Anna se está convirtiendo en una criatura de sangre fría! No. Tenemos que presentar nuestro informe al resto del comité.
—El domingo, como nos dijeron.
—¡Tres días más es demasiado tiempo! Puede que Anna no dure tanto —le susurró—, y usted lo sabe.
La monja evitó mirarla a la cara.
—Hablaré yo, pero usted tiene que estar conmigo.
—Mi sitio está aquí —dijo la hermana con la voz entrecortada.
—Seguro que puede encontrar a alguien para que vigile a Anna una hora —le dijo Lib—. La chica de los Ryan, quizá.
La monja negó con la cabeza.
—En lugar de espiar a Anna deberíamos hacer todo lo posible para inducirla a comer. A vivir —dijo Lib.
La otra siguió bamboleando la cabeza cubierta con la toca como una campana.
—Esas no son las órdenes que nos dieron. Todo esto es espantosamente triste pero…
—¿Triste? —Mordaz, Lib había alzado demasiado la voz—. ¿Eso le parece?
La hermana Michael frunció el rostro.
—Las buenas enfermeras cumplen las normas —protestó Lib—, pero las mejores saben cuándo incumplirlas.
La monja huyó de la habitación.
Lib inspiró profunda y entrecortadamente antes de sentarse junto a Anna.
Cuando la niña se despertó, su pulso era como la cuerda de un violín vibrando a flor de piel.
«Jueves, 18 de agosto, 1.03 de la tarde».
«Pulso a 129, débil», anotó, con la letra tan clara como siempre.
«Le cuesta respirar».
Llamó a Kitty y le dijo que reuniera todas las almohadas de la casa.
Kitty la miró fijamente antes de marcharse corriendo para hacerlo.
Lib las apiló detrás de Anna para que la niña pudiera estar casi erguida en la cama. En esa postura parecía que le costaba un poco menos respirar.
—Tú que me levantas de las puertas de la muerte… —murmuraba Anna con los ojos cerrados—. Rescátame de las manos de mis enemigos…
Lib lo hubiera hecho gustosa si hubiera sabido cómo librarla de sus ataduras.
—¿Más agua? —Le acercó la cuchara.
A Anna le temblaron los párpados pero no los abrió; negó con la cabeza.
—He terminado con eso.
—Puede que no tengas sed, pero necesitas beber igualmente.
Le costó abrir los labios para tomar una cucharada de agua porque los tenía pegajosos.
Sería más fácil hablar con franqueza fuera de la cabaña.
—¿Te gustaría volver a salir en la silla? La tarde es preciosa.
—No, gracias, doña Lib.
Lib lo apuntó también: «Demasiado débil para ir en silla de ruedas».
Su libreta de notas ya no iba solo a apoyar su informe.
Era la prueba de un crimen.
—Esta barca es lo bastante grande para mí —farfulló Anna.
¿Era una metáfora caprichosa para referirse a la cama, la única herencia de su hermano, o tenía el cerebro afectado por el ayuno?
«¿Ligera confusión?», escribió Lib.
Luego se le ocurrió que tal vez había entendido mal lo que la niña farfullaba.
—Anna. —Tomó una de sus manos hinchadas entre las suyas. Fría, como una muñeca de porcelana—. Conoces el pecado del suicidio.
La niña abrió los ojos color avellana, pero volvió la cara para no mirarla.
—Deja que te lea un fragmento de El examen de conciencia —le dijo Lib, agarrando el misal y buscando la página que había marcado el día anterior—. ¿Ha hecho algo para acortar su vida o precipitar su muerte? ¿Ha deseado su propia muerte por pasión o impaciencia?
Anna sacudió la cabeza.
—Volaré y descansaré en paz.
—¿Estás segura de eso? ¿Los suicidas no van al infierno? —Lib se obligó a proseguir—. Ni siquiera te enterrarán con Pat sino fuera del recinto del cementerio.
Anna apoyó la mejilla en la almohada como un niño pequeño con dolor de oído. Lib pensó en el primer acertijo que le había planteado: «Ni me ves ni me tocas». Se inclinó más cerca y le susurró:
—¿Por qué estás tratando de morir?
—De entregarme —la corrigió Anna en lugar de negarlo. Empezó a murmurar de nuevo su oración a Teodoro, una y otra vez: «Te adoro, oh, preciosísima cruz, adornada con los miembros tiernos, delicados y venerables de Jesús, mi Salvador, salpicada y manchada de su preciosa sangre».
A la postrera luz de la tarde, Lib ayudó a la niña a sentarse en una silla para poder airear la cama y alisar las sábanas.
Anna se quedó sentada con la barbilla apoyada en las rodillas. Se acercó al orinal, pero solo le salieron unas gotas de líquido oscuro. Luego volvió a la cama, moviéndose como una anciana, como la anciana que nunca llegaría a ser.
Lib caminó por la habitación mientras la pequeña dormía. No podía hacer nada aparte de pedir más ladrillos calientes, porque todo el calor del día no habría bastado para calmar la tiritona de Anna.
La sirvienta tenía los ojos ribeteados de rojo un cuarto de hora más tarde, cuando trajo cuatro ladrillos, todavía cenicientos por haber estado en el fuego, y los metió bajo las mantas de Anna. La niña ya estaba profundamente dormida.
—Kitty —le dijo Lib antes de saber siquiera que iba a hablarle. El corazón le retumbaba. Si se equivocaba, si la sirvienta era tan mala como la señora O’Donnell y estaba en el ajo con ella, entonces aquel intento sería más perjudicial que beneficioso. ¿Por dónde empezar? No con una acusación, ni siquiera dándole información. Compasión: eso tenía que despertar en la joven—. Tu prima se está muriendo.
A Kitty se le llenaron inmediatamente los ojos de lágrimas.
—Todos los hijos de Dios necesitan comer. —Bajó aún más la voz—. Hasta hace unos días, Anna se ha mantenido con vida gracias a un truco, a una estafa criminal. —Se arrepintió de lo de «criminal» porque el miedo se reflejaba en los ojos de la joven—. ¿Sabes lo que voy a decirte?
—¿Cómo voy a saberlo? —le preguntó Kitty con la mirada de un conejo que huele un zorro.
—Tu señora… —¿Su tía, una prima de algún tipo?, se preguntó Lib—. La señora O’Donnell ha estado alimentando a la niña de su propia boca, fingiendo besarla, ¿entiendes? —Se le ocurrió de repente que Kitty podía culpar a la chica—. En su inocencia, Anna pensó que estaba recibiendo el maná sagrado del cielo.
Los amplios ojos se estrecharon de repente. Un sonido gutural.
Lib se inclinó hacia delante. «¿Qué dijiste?».
Sin respuesta.
La chica, que hasta entonces había tenido los ojos muy abiertos, los achicó de repente y emitió un sonido gutural.
Lib se inclinó hacia ella.
—¿Qué has dicho?
La otra no respondió.
—Tiene que ser todo un golpe, lo sé…
—¡Usted!
Esta vez Lib entendió perfectamente lo que decía y también vio la furia que le contorsionaba la cara.
—Te estoy diciendo que puedes ayudarme a salvarle la vida a tu primita.
Un par de manos fuertes le asieron la cara y luego le taparon la boca.
—Cierre esa bocaza de mentirosa.
Lib se tambaleó hacia atrás.
—Como una enfermedad entró en esta casa, esparciendo su veneno. Sin Dios, sin corazón, ¿no tiene vergüenza?
La niña se movió en la cama, como si las voces la hubieran molestado, y ambas mujeres se quedaron petrificadas.
Kitty bajó los brazos, dio dos pasos hacia la cama, se inclinó y le dio un beso muy suave en la sien a Anna. Cuando se irguió, tenía las mejillas arrasadas de lágrimas.
Salió y cerró de un portazo.
«Lo has intentado», se recordó Lib, de pie, muy quieta.
Esta vez no sabía en qué se había equivocado. Tal vez era inevitable que Kitty se pusiera ciegamente de parte de los O’Donnell; eran todo cuanto tenía en el mundo: su familia, su hogar, su único medio de ganarse la vida.
¿Era mejor haberlo intentado que no haber hecho nada? Mejor para su conciencia, suponía; para la niña que se mataba de hambre no había ninguna diferencia.
Tiró las flores mustias y guardó el misal en su caja. Luego, impulsivamente, lo sacó otra vez y volvió a hojearlo, buscando la oración a Teodoro. De todas las que había, ¿por qué Anna recitaba esa treinta y tres veces al día?
Allí estaba. La oración del Viernes Santo por las almas tal como le fue revelada a santa Brígida. El texto no le aportó nada nuevo: «Te adoro, oh, preciosísima cruz, adornada con los miembros tiernos, delicados y venerables de Jesús, mi Salvador, salpicada y manchada de su preciosa sangre». Se esforzó por leer las notas en letra pequeña impresas debajo. «Si se reza treinta y tres veces en ayunas un viernes, serán liberadas tres almas del purgatorio, pero si se reza en Viernes Santo, la cosecha será de treinta y tres almas». Un bono de Pascua que multiplicaba por once la recompensa. Lib estaba a punto de cerrar el libro cuando se fijó en dos palabras: «en ayunas».
«Si se reza treinta y tres veces en ayunas».
—Anna. —Se inclinó para tocarle la mejilla—. ¡Anna!
La pequeña parpadeó.
—Esa oración tuya: «Te adoro, oh, preciosísima cruz». ¿Es por eso que no comes?
La sonrisa de Anna fue de lo más extraña: alegre con un matiz lúgubre.
«Al fin —pensó Lib—, al fin», pero no con satisfacción sino con mucha pena.
—¿Te lo ha dicho Él? —le preguntó la niña.
—¿Quién?
Anna señaló hacia el techo.
—No —dijo Lib—. Lo he adivinado.
—Cuando adivinamos es porque Dios nos está diciendo cosas.
—Intentas llevar a tu hermano al cielo.
Anna asintió con infantil certeza.
—Si rezo la oración, ayunando, treinta y tres veces al día…
—Anna —gimió Lib—. Rezarla ayunando… Estoy segura de que eso significa saltarse una sola comida un viernes para salvar tres almas, o treinta y tres si es Viernes Santo. —¿Por qué concedía credibilidad a esas cifras absurdas repitiéndolas como si fueran datos de un libro de contabilidad?—. En el libro no pone que dejes de comer por completo.
—Las almas necesitan mucha limpieza. —A Anna le brillaban los ojos—. Sin embargo, para Dios nada es imposible, así que no me rendiré, seguiré rezando la oración y rogándole que se lleve a Pat al cielo.
—Pero tu ayuno…
—Eso es para reparar el daño hecho. —Se esforzó por respirar.
—Nunca había oído hablar de un trato tan absurdo y horrible —le dijo Lib.
—Nuestro Padre Celestial no hace tratos —la reconvino Anna—. No me ha prometido nada. Pero tal vez tenga piedad de Pat e incluso de mí también —agregó—. Entonces Pat y yo podremos estar juntos de nuevo. Hermana y hermano.
El plan era extrañamente plausible, tenía una especie de lógica aplastante para una niña de once años.
—Antes tienes que vivir —le insistió Lib—. Pat esperará.
—Ya lleva esperando nueve meses, ardiendo.
Con las mejillas aún secas como la tiza, Anna dejó escapar un sollozo. ¿Ya no le quedaba líquido suficiente para fabricar lágrimas?
—Piensa en lo mucho que te echarán de menos tu padre y tu madre —fue lo único que se le ocurrió decir.
¿Había tenido Rosaleen O’Donnell la más mínima idea de adónde la llevaría cuando había empezado el espantoso juego de fingimiento?
A la pequeña se le desencajó el rostro.
—Sabrán que Pat y yo estamos a salvo ahí arriba. —Se corrigió—: Si Dios quiere.
—En la tierra húmeda; ahí es donde vas a estar —le dijo Lib, dando golpecitos con el tacón en el suelo de tierra apisonada.
—Solo el cuerpo —dijo la niña con cierto desprecio—. El alma simplemente… —Se rebulló.
—¿Qué? ¿Qué hace?
—Abandona el cuerpo, como un abrigo viejo.
A Lib se le pasó por la cabeza que ella era la única persona en el mundo que sabía con certeza que aquella niña pretendía morirse. Era como llevar una capa de plomo sobre los hombros.
—Tu cuerpo… Cada cuerpo es una maravilla. Un prodigio de la creación.
Trató de encontrar las palabras adecuadas; estaba usando un idioma distinto al suyo. No tenía que hablarle de placer ni de felicidad a aquella pequeña fanática, solo de deber. ¿Qué había dicho Byrne?
—El día que abriste los ojos por primera vez, Anna, Dios solo pidió una cosa: que vivieras —le dijo Lib.
Anna la miró.
—He visto nacer niños muertos y a otros que han sufrido durante semanas o meses antes de perder la batalla. —Se le quebró la voz a su pesar—. Sin causa ni razón para ello.
—Es Su plan —jadeó Anna.
—Muy bien, pues; también debe ser su plan que sobrevivas.
Lib se acordó de la fosa común del cementerio.
—Cientos de miles, puede que millones de tus compatriotas murieron cuando tú eras pequeña. Eso significa que es tu sagrado deber seguir adelante. Seguir respirando, comer como el resto de nosotros, realizar el trabajo diario de vivir.
Solo vio un leve movimiento de la barbilla de la niña, negando, siempre negando.
Un gran cansancio se apoderó de ella. Bebió medio vaso de agua y se sentó con la mirada perdida.
Esa noche, a las ocho, cuando Malachy O’Donnell llegó para darle las buenas noches a Anna, la niña dormía profundamente. El hombre deambuló por la habitación, con manchas de sudor en las axilas.
Haciendo un gran esfuerzo, Lib se levantó. Cuando él iba ya hacia la puerta, aprovechó la oportunidad.
—Debo decirle, señor O’Donnell —le susurró—, que a su hija no le queda mucho.
El terror se reflejó en los ojos de Malachy.
—El doctor ha dicho… —adujo.
—Se equivoca. Tiene el pulso acelerado, su temperatura está cayendo y se le están anegando los pulmones.
—¡Criatura! —Miró el cuerpecito perfilado por las mantas.
Lib tuvo que reprimirse para no contarle toda la historia del maná. Meterse entre un hombre y su mujer era una cosa seria, y arriesgada, porque ¿cómo iba Malachy a fiarse de la inglesa antes que de Rosaleen? Si Kitty se había indignado por la acusación contra su señora, ¿no lo haría también Malachy? Al fin y al cabo, Lib no tenía pruebas concluyentes. No podía despertar a Anna y forzarla a repetirle la historia a su padre. Además, dudaba mucho que tuviera éxito.
No. Lo que importaba no era la verdad sino Anna.
«Atente a lo que puede ver por sí mismo ahora que has alzado el velo. Dile solo lo suficiente para despertar su instinto paterno de protección».
—Anna pretende morir —le dijo—, con la esperanza de sacar a su hijo del purgatorio.
—¿Qué?
—Es una especie de trueque —prosiguió Lib. ¿Le estaba explicando bien aquella pesadilla?—. Un sacrificio.
—Que Dios nos asista —murmuró el hombre.
—Cuando despierte, ¿le dirá que se equivoca?
Se cubrió el rostro con una manaza, amortiguando su respuesta.
—¿Perdón?
—Claro que no.
—No sea ridículo. Es una niña —insistió Lib—. Su hija.
—Tiene muchas más luces que yo —dijo Malachy—. No sé de quién las ha heredado.
—Bueno, pues va a perderla si no actúa rápido. Sea firme con ella. Sea un padre.
—Solo su padre terrenal —puntualizó tristemente el hombre—. Solo le escuchará a Él —añadió, mirando hacia arriba.
La monja estaba en la puerta. Las nueve en punto.
—Buenas noches, señora Wright.
Malachy salió apresuradamente, dejando a Lib perpleja. ¡Qué gente!
Cuando se estaba poniendo la capa se acordó de la penosa reunión.
—Tengo la intención de hablar con el comité esta noche —le recordó a la hermana Michael.
Un gesto de asentimiento. Lib se dio cuenta de que la monja no había traído ninguna sustituta a la cabaña. Eso quería decir que persistía en su negativa de asistir a la reunión.
—El vapor de una olla de agua hirviendo le facilitará la respiración —le recomendó al salir.
Esperó en su habitación del primer piso, con el estómago encogido. No solo por los nervios de irrumpir descaradamente en una reunión de sus patrones sino por una espantosa ambivalencia. Si Lib convencía al comité de que había cumplido el propósito de la vigilancia, si contaba lo del engaño del maná, era muy posible que la despidieran inmediatamente. Gracias y adiós. En tal caso, dudaba que tuviera siquiera la oportunidad de despedirse de Anna antes de marcharse a Inglaterra. (No se imaginaba volviendo a su antigua vida en el hospital). La pérdida en lo personal era irrelevante, se dijo; todas las enfermeras tenían que despedirse de los pacientes, una y otra vez. Pero ¿y Anna? ¿Quién se ocuparía de ella entonces? ¿Quién o qué la persuadiría para que renunciara a su condenado ayuno? Se daba cuenta de lo irónico de la situación: no había conseguido que la niña comiera ni una sola migaja, pero estaba convencida de ser la única capaz de hacerlo. ¿Estaba siendo arrogante hasta el delirio? No hacer nada era el más mortal de los pecados; eso le había dicho Byrne en relación con sus artículos sobre la hambruna.
Consultó la hora. Eran las diez y cuarto; a pesar de que los irlandeses llegaban siempre tarde, el comité ya estaría reunido. Se levantó, se arregló el uniforme gris y se alisó el pelo.
En la trastienda, esperó fuera de la habitación donde se celebraba la reunión hasta que reconoció algunas voces: la del médico y la del cura. Entonces llamó a la puerta.
No obtuvo respuesta. Quizá no la habían oído. ¿Era una voz de mujer lo que escuchaba? ¿Había conseguido finalmente la hermana Michael asistir a la reunión? Cuando entró, la primera persona a la que vio fue Rosaleen O’Donnell. Se miraron fijamente. Malachy estaba detrás de su mujer. Los dos parecían alterados por la aparición de la enfermera.
Lib se mordió el labio inferior. No esperaba que los padres estuvieran allí.
Un hombre bajo y narigudo vestido de brocado ocupaba la silla grande de respaldo tallado, presidiendo una mesa improvisada con tres caballetes. Sir Otway Blackett, supuso; un oficial retirado, por su porte. Vio el Irish Times sobre la mesa; ¿discutían acerca del artículo de Byrne?
—¿Y esta es? —preguntó sir Otway.
—La enfermera inglesa, que está aquí sin que nadie se lo haya pedido —dijo John Flynn, que ocupaba el asiento contiguo.
—Esta reunión es privada, señora Wright —le dijo el doctor McBrearty.
El señor Ryan, su casero, adelantó la barbilla, como queriendo decirle que volviera al piso de arriba.
El único al que no conocía Lib era un hombre de pelo engominado. Tenía que ser O’Flaherty, el maestro. Los miró a todos a la cara, sin dejarse amedrentar. Empezaría pisando fuerte con las anotaciones de su libreta.
—Señores, perdónenme. Me ha parecido que deben oír las últimas noticias acerca de la salud de Anna O’Donnell.
—¿Qué noticias? —se burló Rosaleen—. La he dejado durmiendo tranquilamente hace menos de media hora.
—Ya he presentado mi informe, señora Wright —la amonestó el doctor McBrearty.
A él se dirigió.
—¿Le ha dicho al comité que Anna está tan hinchada por la hidropesía que ya no puede andar? Está débil y helada y se le caen los dientes. —Hojeó sus notas, no porque las necesitara, sino para demostrar que todo aquello constaba por escrito—. El pulso se le acelera cada vez más y le crepitan los pulmones porque se le están encharcando. Tiene la piel llena de costras y moratones y el pelo se le cae a puñados, como a una anciana…
Demasiado tarde, se dio cuenta de que sir Otway había alzado una mano para detenerla.
—Ya vemos por dónde va, ’ñora.
—Siempre he dicho que esto es un disparate. —Había sido Ryan, el tabernero, quien había roto el silencio—. Vamos. ¿Quién puede vivir sin comer?
Si realmente había sido tan escéptico desde el principio, ¿por qué se había avenido a cofinanciar aquella vigilancia?, le hubiera gustado a Lib preguntarle.
John Flynn se volvió hacia él.
—Cierre la boca.
—Soy tan miembro de este comité como lo es usted.
—Dejémonos de discusiones —dijo el cura.
—Don Thaddeus —dijo Lib, avanzando un paso hacia él—. ¿Por qué no le ha dicho a Anna que deje de ayunar?
—Creo que usted me oyó decírselo —repuso el párroco.
—¡No fue siquiera una sugerencia! He descubierto que se está matando de hambre con la loca esperanza de salvar el alma de su hermano. —Miró sucesivamente a los hombres para asegurarse de que la habían entendido—. Por lo visto con la bendición de sus padres. —Los señaló.
—¡Hereje ignorante! —estalló Rosaleen.
¡Oh, el placer de decir por fin lo que uno piensa!
Lib se volvió hacia don Thaddeus.
—Usted representa la Iglesia de Roma en este pueblo, así que ¿por qué no le ordena a Anna que coma?
El hombre montó en cólera.
—La relación entre un cura y sus feligreses es una relación sagrada, ’ñora, que usted no está en ningún modo cualificada para entender.
—Si Anna no le hace caso, ¿no puede llamar a un obispo?
Los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.
—No quiero… No debo involucrar a mis superiores de la Iglesia en este caso.
—¿Involucrar? ¿Qué quiere decir con eso? —le dijo Flynn—. ¿No será para gloria de la Iglesia cuando Anna haya demostrado subsistir solo por medios espirituales? ¿No podría esta niña ser la primera santa de Irlanda canonizada desde el siglo XIII?
Thaddeus alzó las manos a modo de barrera protectora.
—Ese proceso aún no ha comenzado. Solo después de haber reunido muchos testimonios y de que todas las posibles explicaciones alternativas hayan sido descartadas puede enviar una delegación para investigar si la santidad de un individuo ha obrado un milagro. Hasta entonces, en ausencia de cualquier prueba, debe mantenerse escrupulosamente al margen.
Se refería a la Iglesia, se dio cuenta Lib. Nunca había oído hablar tan fríamente al afable sacerdote. Era como si leyera un manual. En ausencia de cualquier prueba. ¿Estaba insinuando a todo el grupo que las afirmaciones de los O’Donnell eran falsas? Quizá tenía al menos un partidario entre aquellos hombres. Aunque era amigo de la familia, recordó, había sido Thaddeus quien había presionado al comité para que financiara una investigación exhaustiva. El sacerdote contrajo sus gordas facciones, como si supiera que había dicho demasiado.
John Flynn se inclinó hacia él, señalándolo, con la cara roja.
—¡No es usted digno ni de abrocharle un zapatito!
«Una bota grande», lo corrigió Lib; hacía mucho que Anna tenía los pies demasiado hinchados para usar otra cosa que no fueran las botas de su hermano muerto. Para aquellos hombres la niña era un símbolo; ya no tenía cuerpo.
Tenía que aprovechar aquel revuelo.
—Tengo algo más que decirles, caballeros, de una naturaleza urgente y grave, que espero que disculpe el hecho de que haya venido sin invitación.
No se volvió hacia Rosaleen O’Donnell por si la mirada furtiva de la mujer la acobardaba.
—He descubierto por qué medios la niña ha sido…
Un crujido de la puerta, que se abrió y se cerró casi del todo, como si hubiera entrado un fantasma. Luego apareció una figura oscura en el umbral y la hermana Michael entró empujando la silla de ruedas.
Lib enmudeció. Ella le había insistido para que viniera, pero ¿con Anna?
La diminuta niña estaba recostada en la silla del baronet, envuelta en mantas, con la cabeza ladeada de un modo extraño, pero con los ojos abiertos.
—Papá —murmuró—. Mamá. Doña Lib. Don Thaddeus.
Malachy O’Donnell tenía las mejillas húmedas.
—Pequeña —dijo don Thaddeus—, nos han dicho que estás pachucha.
Un eufemismo irlandés de los peores.
—Estoy muy bien —dijo Anna con un hilo de voz.
Lib supo inmediatamente que no podía contarles nada del maná. Allí no. No en aquel momento. En definitiva no sería más que un relato en diferido de lo que había contado la niña. Rosaleen O’Donnell gritaría que la inglesa se había inventado toda aquella blasfema historia por despecho. Los miembros del comité se volverían hacia Anna y le exigirían que dijera si era cierto. ¿Y entonces qué?
Obligar a la niña a elegir entre su enfermera y Rosaleen habría sido demasiado arriesgado; ¿qué niño no se pondría de parte de su madre? Además, habría sido terriblemente cruel.
Cambiando de táctica, le hizo un gesto de asentimiento a la monja y se acercó a la silla de ruedas.
—Buenas noches, Anna.
La pequeña sonrió apenas.
—¿Puedo apartar las mantas para que estos señores te vean mejor?
Un leve asentimiento. La respiración sibilante, con la boca abierta.
Lib la destapó y acercó la silla a la mesa para que la luz de las velas le iluminara el camisón blanco. Para que el comité viera perfectamente su grotesca desproporción: las manos y las piernas de un gigante pegadas al cuerpo de un elfo. Los ojos hundidos, la flaccidez, el rubor enfermizo, los dedos azulados, las sobrecogedoras marcas de los tobillos y del cuello. El cuerpo destrozado de Anna era un testimonio mucho más elocuente que cualquiera que ella pudiera dar.
—Caballeros, mi compañera enfermera y yo hemos presenciado la lenta ejecución de una niña. Dos semanas son un periodo de tiempo arbitrario, ¿no es así? Les ruego que pongan fin a la vigilancia esta misma noche y dediquen todos los esfuerzos a salvarle la vida a Anna.
Siguió un silencio prolongado. Nadie decía nada. Lib observaba a McBrearty. La fe en su teoría acababa de recibir un golpe, le pareció; los labios secos le temblaban.
—Ya hemos visto lo suficiente, creo —dijo sir Otway Blackett.
—Sí. Ahora debería llevarse a Anna a casa, hermana —dijo McBrearty.
Sumisa como siempre, la monja asintió y se llevó la silla.
O’Flaherty mantuvo abierta la puerta para que salieran.
—Y ustedes deben dejarnos, señor y señora O’Donnell.
Rosaleen parecía poco dispuesta a obedecer, pero salió con Malachy.
—Y, señora Wright… —Don Thaddeus le indicó con un gesto que se fuera también.
—No me iré hasta que acabe esta reunión —le dijo ella entre dientes.
La puerta se cerró detrás de los O’Donnell.
—Estoy convencido de que todos coincidimos en la necesidad de estar muy seguros para cambiar nuestro curso de acción e interrumpir la vigilancia —dijo el baronet.
Murmullos y balbuceos generalizados.
—Supongo que solo serán dos días más —dijo Ryan.
Gestos de asentimiento de todos los presentes.
No estaban diciendo que para el domingo solo faltaban tres días y que bien podían dar por finalizada la vigilancia inmediatamente, comprendió Lib con una sensación de vértigo. Estaban hablando de continuar con ella hasta el domingo. ¿Acaso no habían visto a la pequeña?
El baronet y John Flynn divagaron acerca del procedimiento y el peso de las pruebas.
—A fin de cuentas, la vigilancia es el único modo de averiguar la verdad de una vez por todas —les estaba recordando McBrearty a los miembros del comité.
Lib perdió la paciencia. Alzó la voz, señalando al médico.
—Le quitarán la licencia para ejercer. —Era un farol. No tenía ni idea de lo que había que hacer para que a un médico se le prohibiera practicar la medicina—. Todos ustedes… Su negligencia puede ser considerada criminal. Fracaso a la hora de cubrir las necesidades básicas de la niña —improvisó, señalando con un dedo acusador a un hombre tras otro—. Conspiración para entorpecer a la justicia. Complicidad en un suicidio.
—’Ñora —ladró el baronet—, ¿tengo que recordarle que se la contrató por un estipendio diario más que generoso durante un periodo de quince días? Su último testimonio acerca de si ha observado o no a la niña tomar algún tipo de alimento se le pedirá el domingo.
—¡El domingo Anna habrá muerto!
—Domínese, señora Wright —le pidió el cura.
—Está violando los términos de su contrato —señaló Ryan.
John Flynn asintió.
—Si faltaran más de tres días propondría que la sustituyéramos.
—Sin ninguna duda —convino el baronet—. Está peligrosamente desequilibrada.
Lib salió a trompicones de la habitación.
En el sueño, ruido de arañazos. Las ratas se agolpaban en la sala del hospital, llenaban el pasillo, saltaban de catre en catre, lamiendo la sangre fresca.
Los hombres gritaban, pero se imponía a sus voces aquel ruido de arañazos que Lib oía, la fricción de las garras contra la madera…
No. La puerta. Arañaban su puerta, en el piso de arriba del establecimiento de los Ryan.
Alguien que no quería despertar a nadie más que a ella.
Saltó de la cama y buscó a tientas la bata.
Abrió un poco la puerta.
—¡Señor Byrne!
Él no se disculpó por molestarla. Se miraron a la luz temblorosa de la vela que él llevaba. Lib echó un vistazo al hueco oscuro de la escalera; podía subir alguien en cualquier momento. Le indicó por señas que entrara.
Byrne lo hizo con decisión. Olía como si hubiera estado cabalgando. Lib le indicó la única silla disponible y él se sentó. Ella lo hizo en la cama deshecha, lo bastante lejos de las piernas de él pero lo bastante cerca para poder hablar en voz baja.
—Me he enterado de lo de la reunión —empezó Byrne.
—¿Quién se lo ha contado?
—Maggie Ryan.
Lib sintió una absurda punzada de celos por el hecho de que tuviera un trato tan íntimo con la chica.
—Solo ha pillado parte de lo que se ha dicho, pero tiene la sensación de que se le han echado todos encima como una manada de lobos.
A Lib le dieron ganas de reír.
Se lo contó todo: la perversa esperanza de Anna de expiar los pecados juveniles de su hermano haciendo de sí misma una ofrenda; que suponía que el sacerdote la había traído a aquel país porque esperaba que la vigilancia demostrara que no había ningún milagro y salvar a su preciosa Iglesia de la vergüenza de una falsa santa; la obstinada negativa de los miembros del comité a cambiar de planes.
—Olvídelos —le dijo Byrne.
Lib se lo quedó mirando.
—No creo que a estas alturas ninguno de ellos pueda sacar a la niña de su locura. Pero usted… A ella le gusta usted. Tiene influencia sobre ella.
—No la suficiente.
—Si no quiere verla estirada en una caja, use esa influencia.
Por un momento Lib se imaginó el cofre del tesoro, pero luego se dio cuenta de que se refería a un ataúd.
Ciento dieciséis centímetros, recordó de cuando había medido a Anna por primera vez. Poco más de diez centímetros por cada año pasado en este mundo.
—He estado acostado en mi cama preguntándome cosas acerca de usted, Lib Wright.
Lib se enojó.
—¿Qué cosas?
—Hasta dónde está dispuesta a llegar para salvar a esa niña.
Hasta que él no se lo preguntó no se dio cuenta de que sabía la respuesta.
—Nada me detendrá.
Arqueó una ceja, escéptico.
—No soy como usted cree, señor Byrne.
—¿Cómo creo que es?
—Una tiquismiquis, una quisquillosa, una viuda mojigata. Cuando la verdad es que no soy ni siquiera viuda —se le escapó sin querer.
El irlandés se sentó derecho.
—¿No ha estado casada? —¿Era curiosidad o asco lo que reflejaba su cara?
—Lo estuve. Sigo estándolo, por lo que yo sé.
Apenas podía creer que estuviera contando su peor secreto, y nada menos que a un periodista. Pero aquella extraña sensación de estar poniendo toda la carne en el asador era fantástica.
—¿Wright no murió? ¿Él…?
¿Se fugó? ¿Se largó? ¿Huyó?
—Se marchó.
—¿Por qué? —preguntó con rabia Byrne.
Lib se encogió tanto de hombros que le dolió.
—Entonces, da por supuesto que tuvo un motivo —le dijo al periodista.
Podría haberle contado lo del bebé, pero no quería, no en aquel momento.
—¡No! Me está entendiendo mal, me está…
Intentó recordar si había visto alguna vez a aquel hombre quedarse sin palabras.
—¿Qué puede haberle dado a un hombre para dejarla?
A Lib se le llenaron los ojos de lágrimas. La indignación por ella la había pillado desprevenida.
Sus padres no la habían compadecido. Que Lib hubiera tenido la desgracia de perder a un marido menos de un año después de pillarlo los había horrorizado, más bien. (Pensaban que había sido negligente hasta cierto punto, aunque nunca lo hubieran dicho abiertamente). Habían sido lo bastante leales con ella como para ayudarla a mudarse a Londres y hacerse pasar por viuda. Aquella conspiración había afectado tanto a su hermana que nunca más había vuelto a hablarles, a ninguno de los tres. Sin embargo, la pregunta que ni su madre ni su padre le habían hecho a ella era: «¿Cómo ha podido hacerte esto?».
Parpadeó porque no soportaba la idea de que Byrne pensara que estaba llorando por su marido, que de hecho no merecía ni una sola lágrima. Esbozó una sonrisa forzada.
—¡Y los ingleses nos llaman estúpidos a nosotros, los irlandeses! —añadió él.
A Lib se le escapó una carcajada y se tapó la boca con la mano.
William Byrne la besó. Tan rápido y con tanto ímpetu que casi la tumbó.
Ni una palabra, solo un beso. Luego se marchó de la habitación.
Curiosamente, Lib se durmió, a pesar del clamor de su cabeza.
Cuando despertó, buscó a tientas el reloj en la mesilla y pulsó el botón. Sonaron en su puño las horas: una, dos, tres, cuatro. Viernes por la mañana. Solo después se acordó de cómo la había besado Byrne. No, de cómo se habían besado los dos.
El sentimiento de culpa la hizo levantarse. ¿Cómo podía estar segura de que Anna no había empeorado durante la noche, de que no había exhalado su último aliento? «No me desampares ni de noche ni de día, no me dejes sola que me perdería». Deseó estar en aquella pequeña habitación en la que faltaba el aire. ¿Iban los O’Donnell a dejarla entrar aquella mañana, después de lo que había dicho en la reunión?
Se vistió sin encender la vela. Tanteó las paredes para bajar la escalera y luchó con la puerta de entrada hasta que pudo levantar la barra y salir fuera.
Era aún de noche; los girones de una nube cubrían la luna menguante. Todo estaba muy tranquilo, muy solitario, como si una gran catástrofe hubiera devastado el país y Lib fuera la última en recorrer sus caminos fangosos.
Había una luz en la ventanita de la cabaña de los O’Donnell que ya llevaba encendida once días y once noches, como un ojo espantoso que había olvidado cómo parpadear. Lib se acercó al cuadrado brillante y se asomó.
La hermana Michael estaba sentada junto a la cama, mirando el perfil de Anna, la carita trasfigurada por la luz. La bella durmiente; la inocencia preservada; una niña que parecía perfecta, tal vez porque no se movía, porque no pedía nada, porque no causaba ninguna molestia.
Una ilustración sacada de un periódico barato: La última vigilia o El último descanso del angelito.
O Lib se movió o bien la hermana Michael tenía la habilidad de notar que la observaban, porque la monja alzó la cabeza y la saludó con un débil gesto de asentimiento.
Lib se acercó a la puerta principal y entró, preparada para el rechazo.
Malachy O’Donnell tomaba un té junto al fuego. Rosaleen y Kitty estaban rebañando el contenido de un cazo y echándolo en otro. La criada siguió con la cabeza gacha. La señora miró a Lib, pero lo hizo brevemente, como si hubiera notado una corriente de aire. Así que los O’Donnell no iban a desafiar al comité impidiéndole entrar en la cabaña, al menos no aquel día.
En el dormitorio, Anna estaba tan profundamente dormida que parecía una figura de cera.
Lib le estrechó la mano fría a la hermana Michael. Eso sorprendió a la monja.
—Gracias por venir anoche.
—Pero si no sirvió de nada, ¿no?
—Aun así.
El sol salió a las seis y cuarto. Como si la luz la hubiera llamado, Anna apartó la almohada y estiró el brazo hacia el orinal vacío. Lib se apresuró a dárselo.
Lo que la niña vomitó era amarillo como el sol pero transparente.
¿Cómo podía salir de aquel estómago completamente vacío algo que no fuera agua?
Anna se estremeció, contrayendo los labios como para escupir.
—¿Te duele? —le preguntó Lib. Seguramente eran los últimos días.
Anna escupió una vez y luego otra antes de recostar la cabeza en la almohada y volverla hacia la cómoda.
Lib anotó en su libreta:
Ha vomitado bilis; ¿200 ml?
Pulso: 128 pulsaciones por minuto.
Pulmones: 30 respiraciones por minuto; crepitación húmeda bilateral.
Venas del cuello dilatadas.
Temperatura muy baja.
Ojos vidriosos.
Anna envejecía como si el tiempo se estuviera acelerando. Tenía la piel arrugada como un pergamino y manchada como si le hubieran escrito en ella mensajes con tinta y luego se los hubieran restregado. Se frotó la clavícula y Lib notó que la piel no se le alisaba. Había hebras rojas esparcidas por la almohada que Lib recogió y se guardó en el bolsillo del delantal.
—¿Tienes el cuello agarrotado, pequeña?
—No.
—Entonces, ¿por qué lo doblas así?
—Entra demasiada luz por la ventana —dijo Anna.
«Use su influencia», le había dicho Byrne. Pero ¿qué nuevos argumentos podía usar?
—Dime, ¿qué clase de Dios tomaría tu vida a cambio del alma de tu hermano? —le preguntó.
—Dios me quiere —susurró Anna.
Kitty trajo el desayuno en una bandeja y habló con voz temblorosa sobre el tiempo extraordinario que estaba haciendo.
—¿Cómo te encuentras hoy, nena?
—Muy bien —le dijo Anna a su prima, jadeando.
La criada se cubrió la boca con una mano enrojecida. Volvió a la cocina.
El desayuno consistía en tortitas con mantequilla dulce. Lib pensó en san Pedro, de pie en las puertas del cielo, esperando una tortita con mantequilla. Sabía a ceniza. «Ahora y en la hora de nuestra muerte, amén». Asqueada, devolvió al plato la tortita y dejó la bandeja junto a la puerta.
—Todo se estira, doña Lib —dijo Anna en un murmullo catarral.
—¿Se estira?
—La habitación. El exterior encaja en el interior.
¿Empezaba a delirar?
—¿Tienes frío? —le preguntó Lib, sentándose al lado de la cama.
Anna negó con la cabeza.
—¿Calor?
—Nada de nada. Ninguna diferencia.
Aquellos ojos vidriosos le recordaban la mirada pintada de Pat O’Donnell en el daguerrotipo. De vez en cuando parpadeaba. Problemas de vista, tal vez.
—¿Ves lo que tienes justo delante?
Anna vaciló.
—Prácticamente.
—¿Quieres decir que ves la mayor parte de lo que hay?
—Todo —la corrigió Anna—, casi siempre.
—Pero ¿a veces no ves?
—Se vuelve todo negro. Pero veo otras cosas —repuso la niña.
—¿Qué clase de cosas?
—Cosas hermosas.
«Esto es por el hambre», Lib deseaba gritarle. Pero ¿quién diablos hacía cambiar de idea a un niño gritándole? No, necesitaba hablar con más elocuencia que nunca.
—¿Otra adivinanza, doña Lib? —le pidió la pequeña.
Aquello la sorprendió, pero supuso que incluso a los moribundos les gusta un poco de entretenimiento para pasar el rato.
—Bueno, veamos… Sí, creo que tengo otra. ¿Qué es…? ¿Qué cosa resulta más aterradora cuanto más pequeña es?
—¿Aterradora? —repitió Anna—. ¿Un ratón?
—Una rata asusta a la gente igual sino más, a pesar de que es varias veces más grande —señaló Lib.
—Vale. —La niña jadeó—. Algo que da más miedo si es más pequeño.
—Más bien más fino —se corrigió Lib—, más estrecho.
—Una flecha —murmuró Anna—, ¿un cuchillo? —Otra respiración entrecortada—. Por favor, una pista.
—Imagínate andando por encima.
—¿Me haría daño?
—Solo si te salías.
—Un puente —gritó Anna.
Lib asintió. Por alguna razón se estaba acordando del beso de Byrne. Nada podría quitárselo; durante el resto de su vida tendría aquel beso. Eso le dio valor.
—Anna —dijo—, ya has hecho bastante.
La niña la miró y parpadeó.
—Ya has ayunado bastante, ya has rezado bastante. Estoy segura de que Pat ya es feliz en el cielo.
—No puede estar segura —susurró la pequeña.
Lib probó otra táctica.
—Todos tus dones: tu inteligencia, tu amabilidad, tu fuerza. Todos son necesarios en este mundo. Dios quiere que hagas su obra aquí.
Anna sacudió la cabeza.
—Te estoy hablando como una amiga. —Le tembló la voz—. Te he cogido mucho cariño, eres la niña que más quiero del mundo.
Una leve sonrisa.
—Me rompes el corazón.
—Lo siento, doña Lib.
—¡Pues come! Por favor. Aunque sea un bocado. Toma un sorbo. Te lo ruego.
La mirada de Anna era seria, inexorable.
—¡Por favor! Por mi bien. Por el bien de todos los que…
—Está aquí don Thaddeus —anunció Kitty desde la puerta.
Lib saltó de la silla.
El cura parecía incómodo de calor debajo de aquellas capas de tela negra.
¿Había conseguido que le remordiera la conciencia en la reunión de la noche anterior? Saludó a Anna sonriente, pero con pesadumbre en la mirada.
Lib refrenó su aversión por el hombre. Al fin y al cabo, si alguien podía convencer a Anna de lo absurdas que eran sus ideas religiosas, era naturalmente su párroco.
—Anna, ¿te gustaría hablar a solas con don Thaddeus?
La niña negó levemente.
Los O’Donnell estaban detrás de él.
El cura le siguió la corriente a Lib.
—¿Deseas confesarte, hija?
—Ahora no.
Rosaleen O’Donnell entrelazó los dedos nudosos.
—¿Qué pecado puede haber cometido, aquí acostada como un querubín?
«Lo que tienes es miedo de que le cuente lo del maná —pensó Lib—. ¡Monstruo!».
—¿Cantamos un himno, pues? —le propuso entonces don Thaddeus.
—Buena idea —comentó Malachy O’Donnell, frotándose la barbilla.
—Estupendo —jadeó Anna.
Lib le ofreció un vaso de agua, que la niña rechazó.
Kitty también había entrado furtivamente en el dormitorio. Ocupada por seis personas, la habitación estaba insoportablemente llena.
Rosaleen O’Donnell entonó la primera estrofa.
Desde la tierra de mi exilio
yo te invoco.
María, madre mía,
mírame sin enojo.
Lib se preguntó por qué Irlanda era la tierra del exilio.
Los demás se sumaron al coro: el marido, la criada, el cura, incluso Anna desde la cama.
María, ten piedad,
mírame desde el cielo.
Es la voz de tu hijo
la que te está llamando.
La rabia era como una espina clavada en la nuca de Lib. No. Es tu hija la que necesita tu ayuda, le dijo mentalmente a Rosaleen O’Donnell.
Kitty cantó la siguiente estrofa con una voz de contralto sorprendentemente dulce. Toda la cara se le suavizó.
En la tristeza, en la oscuridad,
quédate a mi lado;
mi luz y mi refugio,
mi guardia y mi faro.
Las trampas me rodean,
pero ¿qué he de temer?
Por débil que yo sea
mi madre está conmigo.
Entonces Lib lo entendió: el mundo entero era la tierra del exilio.
Toda satisfacción, todo interés que la vida podía ofrecer era considerado una trampa para el alma empeñada en correr al cielo.
«Pero las trampas están aquí. Esta cabaña hecha de estiércol y sangre, pelo y leche es una trampa para sujetar y exprimir a una niña».
—Te bendigo, hija mía —le dijo don Thaddeus a Anna—. Volveré mañana para verte.
¿Eso era todo lo que podía hacer? ¿Un himno y una bendición y adiós muy buenas?
Los O’Donnell y Kitty salieron detrás del sacerdote.
No había rastro de Byrne en la licorería. Cuando Lib llamó a su puerta no obtuvo respuesta. ¿Era posible que lamentara haberla besado?
Se pasó toda la tarde acostada sobre las mantas, con los ojos secos.
El sueño era un país lejano.
«Cumple con tu deber mientras el mundo gire», le había ordenado su maestra.
¿Cuál era su deber con Anna ahora? «Rescátame de las manos de mis enemigos», había rezado Anna. ¿Era ella su salvadora u otra enemiga? «Nada me detendrá», había alardeado ella la noche anterior ante Byrne. Pero ¿qué podía hacer para salvar a una niña que se negaba a ser rescatada?
A las siete había bajado a cenar, porque se sentía débil.
Ahora la liebre asada le pesaba en el estómago como el plomo.
La noche de agosto era sofocante. Cuando llegó a la cabaña el oscuro horizonte se estaba tragando el sol. Llamó a la puerta, tensa de miedo. Entre un turno y el siguiente Anna podía haber caído en la inconsciencia.
La cocina olía a gachas de avena y al fuego de leña que nunca se apagaba.
—¿Cómo está? —le preguntó a Rosaleen O’Donnell.
—Bastante igual, el angelito.
Ángel no, una niña humana.
Anna estaba extrañamente amarillenta en contraste con las sábanas.
—Buenas noches, hija. ¿Puedo examinarte los ojos?
La niña los abrió, parpadeando.
Lib tiró de un párpado inferior para comprobar si la esclerótica tenía el matiz mantecoso de un narciso. Sí. Miró de reojo a la hermana Michael.
—El médico ha confirmado que es ictericia cuando la ha examinado esta tarde —murmuró la monja abrochándose la capa.
Lib se volvió hacia Rosaleen O’Donnell, que estaba de pie en la puerta.
—Esto es una señal de que todo el organismo de Anna se está desmoronando.
La madre no tuvo ni una palabra que decir a eso; se lo tomó como el anuncio de una tormenta o una guerra lejana.
El orinal estaba seco. Lib lo inclinó.
La monja sacudió la cabeza.
Ya no producía nada de orina, pues. Aquel era el punto al que todas las mediciones conducían. Todo dentro de Anna se estaba deteniendo.
—Habrá una misa votiva mañana por la tarde a las ocho y media —anunció Rosaleen O’Donnell.
—¿Votiva? —inquirió Lib.
—Dedicada a un fin particular —le explicó la hermana Michael en voz baja.
—Para Anna. ¿Verdad que es bonito, hija? —dijo la madre—. Don Thaddeus va a ofrecer una misa especial porque no estás bien a la que todos asistirán.
—Estupendo. —Anna respiraba como si hacerlo requiriera toda su atención.
Lib sacó el estetoscopio y esperó a que las otras dos se fueran.
Creyó escuchar algo distinto en el corazón de Anna esa noche, una especie de galope. ¿Se lo estaba imaginando? Escuchó con más atención. Ahí estaba: tres sonidos en lugar de los dos habituales.
Luego contó las respiraciones. Veintinueve por minuto; iban en aumento. La temperatura de Anna era también más baja, a pesar del calor que imperaba desde hacía dos días.
Se sentó y le cogió la mano escamosa.
—Tu corazón empieza a saltar. ¿Lo has notado?
Por el modo en que la niña permanecía tumbada, con los brazos y las piernas tan quietos…
—Debes de estar sufriendo.
—No lo diría así —susurró Anna.
—¿Cómo quieres decirlo, entonces?
—La hermana dice que es el beso de Jesús.
—¿Qué es eso? —le preguntó Lib.
—Si algo me duele, dice ella, significa que estoy lo bastante cerca de su cruz para que Él pueda inclinarse a besarme.
La monja lo había dicho para consolarla, sin duda, pero Lib se quedó horrorizada.
Un aliento crepitante.
—Ojalá supiera cuánto tardaré.
—¿En morir, quieres decir?
La niña asintió.
—A tu edad la muerte no es natural. Los niños tienen mucha vida. —Era la conversación más rara que Lib había mantenido con un paciente—. ¿Tienes miedo?
Una vacilación y luego un pequeño gesto de asentimiento.
—No creo que realmente quieras morirte.
Vio entonces una gran tristeza en la cara de la pequeña. Nunca antes Anna había dejado traslucir esa tristeza.
—Hágase tu voluntad —susurró la niña, santiguándose.
—No es la voluntad de Dios —le recordó Lib—. Es la tuya.
Los párpados aletearon y se cerraron. La pesada respiración se suavizó y se estabilizó.
Lib siguió sosteniéndole la mano hinchada. El sueño, un alivio temporal. Esperó que durara toda la noche.
El rezo del rosario empezó al otro lado de la pared. Esta vez apagado; la cantinela casi no se oía. Lib esperó a que terminara y que todo en la cabaña se apaciguara cuando los O’Donnell se retiraran a su agujero en el muro y Kitty se acomodara en la cocina. La desaparición de todos los ruiditos.
Al final la única despierta fue ella. La vigilante. «No me desampares ni de noche ni de día». Se le ocurrió preguntarse por qué quería que Anna sobreviviera a aquella noche del viernes, y a la siguiente, y tantas noches como quedaban. Por compasión, ¿no tendría que haber deseado que aquello terminara? Al fin y al cabo, todo lo que había hecho para que Anna estuviera más cómoda, un sorbo de agua, otra almohada, no hacía más que prolongar su sufrimiento.
Por un momento se imaginó llevándola hasta ese final: levantando y doblando una manta, poniéndola encima de la cara de la niña y ejerciendo presión con todo el peso de su cuerpo. No sería difícil; no le llevaría más que un par de minutos. Sería un acto de misericordia, en realidad.
Un asesinato.
¿Cómo había llegado a contemplar la idea de matar a un paciente?
Culpó de ello a la falta de sueño, a la incertidumbre. Era un embrollo tremendo. Una selva pantanosa, una niña perdida, y Lib corriendo a trompicones tras ella.
«Nunca desesperes», se ordenó. ¿No era uno de los pecados imperdonables? Recordó una historia de un hombre que luchaba contra un ángel toda la noche y era derrotado una y otra vez. Nunca ganaba, pero nunca se rendía.
«Piensa, piensa». Se esforzó por utilizar su mente entrenada. ¿Qué clase de historia podía tener una criatura? Eso le había preguntado Rosaleen O’Donnell en respuesta a sus preguntas, aquella primera mañana. Pero, cada enfermedad era una historia con un principio, un desarrollo y un final. ¿Cómo desandar todo el camino hasta ese inicio?
Sus ojos vagaron por la habitación. Cuando se posaron en el cofre del tesoro de Anna, recordó el candelabro que había roto y el rizo de pelo oscuro. El hermano, Pat O’Donnell, a quien ella solo conocía por la fotografía con los ojos pintados. ¿Cómo había llegado su hermanita al convencimiento de que tenía que comprar su alma con la suya?
Lib se esforzó para entender la lucha de Anna desde el punto de vista de la niña, para ponerse en el lugar de una criatura para quien aquellas historias antiguas eran la verdad en sentido literal. Cuatro meses y medio de ayuno; ¿cómo podía no ser suficiente tamaño sacrificio para reparar los pecados de un muchacho?
—Anna —susurró. Luego alzó la voz—: ¡Anna!
La niña se despertó apenas.
—¡Anna!
Movió los pesados párpados.
Lib le acercó mucho la boca al oído.
—¿Hizo Pat algo malo?
No obtuvo respuesta.
—¿Hizo algo que nadie más que tú sabe?
Esperó. Observó el temblor de las pestañas de la niña. «Déjalo —se dijo, repentinamente agotada—. ¿Qué importa ya todo eso?».
—Dijo que estaba bien. —Anna apenas pronunció las palabras, con los ojos aún cerrados, como si siguiera soñando.
Lib esperó, conteniendo el aliento.
—Dijo que era doble.
Aquello intrigó a Lib.
—Que era doble, ¿qué?
—El amor. —Un mero soplo de aliento, los labios juntos para la «m», otro soplo, una levísima vibración para la «r».
«Mi amor es mío y yo soy suya»: uno de los himnos de Anna.
—¿Qué intentas decirme?
Anna había abierto los ojos.
—Se casó conmigo por la noche.
Lib parpadeó una vez, dos. La habitación estaba quieta, pero el mundo giraba vertiginosamente a su alrededor.
«Viene a mí en cuanto me duermo —le había dicho Anna, pero no se refería a Jesús—. Él me quiere».
—Yo era su hermana y su novia —susurró la niña—, las dos cosas.
Lib estaba asqueada. No había ningún otro dormitorio; los hermanos tenían que haber compartido aquel. El biombo que había sacado el primer día había sido lo único que separaba la cama de Pat, aquella cama, su lecho de muerte, del colchón de Anna en el suelo.
—¿Cuándo fue eso? —le preguntó. Las palabras le dolieron en la garganta.
Un leve encogimiento de hombros.
—¿Qué edad tenía Pat? ¿Te acuerdas?
—Trece años, tal vez.
—¿Y tú?
—Nueve.
A Lib se le crispó la cara.
—Esto ocurrió una sola vez, Anna…, en una sola ocasión o…
—El matrimonio es para siempre.
¡Oh, qué terrible inocencia la de aquella criatura! Lib la animó a proseguir con un leve sonido gutural.
—«Cuando los hermanos y las hermanas se casan, es un misterio sagrado. Un secreto entre nosotros y el cielo», me dijo Pat. Pero luego se murió —dijo Anna, con la voz cascada y los ojos fijos en Lib—. Me pregunté si no habría estado equivocado.
Lib asintió.
—A lo mejor Dios se llevó a Pat por lo que hicimos. Eso no es justo, doña Lib, porque Pat está soportando todo el castigo.
Lib apretó los labios para que la niña siguiera hablando.
—Luego, en la misión… —Se le escapó un sollozo—. El cura belga, en su sermón, dijo que entre hermano y hermana es pecado mortal, la segunda peor de las seis clases de lujuria. ¡El pobre Pat no lo sabía!
¡Oh, sí! El pobre Pat sabía lo bastante como para tejer una red de ocultación alrededor de lo que le estaba haciendo a su hermanita una noche sí y otra también.
—Se murió tan deprisa que no pudo confesarse —gimió la niña—. Puede que fuera directo al infierno. —Sus ojos húmedos parecían verdosos con aquella luz, y las palabras le salían a trompicones—. Las llamas del infierno no son para limpiar, son para torturar y no tienen fin.
—Anna. —Lib ya había oído bastante.
—No sé si puedo sacarlo de ahí, pero tengo que intentarlo. Seguramente, Dios puede tirar de alguien…
—¡Anna! Tú no hiciste nada malo.
—Sí que lo hice.
—No sabes lo que dices —insistió Lib—. Fue algo malo que tu hermano te hizo a ti.
Anna sacudió la cabeza, negando.
—Yo también le amé doblemente.
Lib no supo qué decir.
—Si Dios lo permite, volveremos a estar juntos pronto, esta vez sin cuerpo. No nos casaremos. Solo como hermano y hermana otra vez.
—Anna, no soporto esto, yo… —Lib estaba encogida al borde de la cama, cegada por las lágrimas mientras la habitación se convertía en agua.
—No llore, doña Lib. —Tendió los brazos para abrazarle la cabeza y tirar de ella hacia sí—. Querida doña Lib.
Ahogó el llanto en las mantas, sobre la dura cresta del regazo de la niña. El mundo al revés: ser consolada por una niña, y una niña así.
—No se preocupe, está bien —murmuró Anna.
—¡No, no lo está!
—Todo está bien. Todo estará bien.
«Ayúdala —Lib estaba orando a un Dios en el que no creía—. Ayúdame. Ayúdanos a todos».
Solo escuchó silencio.
En plena noche, porque no podía esperar, cruzó la cocina, pasando por delante de la criada dormida. Tenía la piel de las mejillas todavía tensa y salada por el llanto.
—Señora O’Donnell —susurró cuando tanteó la cortina áspera que cubría el recoveco.
Un movimiento.
—¿Es Anna? —preguntó Rosaleen con la voz ronca.
—No, duerme profundamente. Tengo que hablar con usted.
—¿Qué pasa?
—En privado, por favor.
Tras horas de meditación, había llegado a la conclusión de que tenía que revelar el secreto de Anna, pero solo a una persona, por desgracia a aquella en la que menos confiaba: Rosaleen O’Donnell. Su esperanza era que aquella revelación despertara por fin un sentimiento de misericordia por la atormentada niña en la mujer. Esa historia era de la familia, y la madre de Pat y Anna tenían derecho, si alguien lo tenía, a saber la verdad sobre el daño que uno de sus miembros le había infligido a otro.
El himno a María le rondaba la cabeza: «Madre, mírame sin enojo».
Rosaleen apartó la cortina y salió de la diminuta alcoba. Sus ojos eran extraños a la luz rojiza del fuego.
Lib le hizo señas para que se acercara y la mujer cruzó el duro suelo de tierra. Cuando abrió la puerta de la calle, Rosaleen dudó un instante antes de salir detrás de ella.
Con la puerta cerrada, Lib habló rápidamente, antes de que la otra perdiera los nervios.
—Sé todo lo del maná —empezó, para tomar ventaja.
Rosaleen la miró sin pestañear.
—No se lo he contado al comité, sin embargo. El mundo no necesita una explicación de cómo ha vivido Anna todos estos meses. Lo que importa es si seguirá viva. Si ama a su hija, señora O’Donnell, ¿por qué no hace todo lo posible para que coma?
Nada. Después, con un hilo de voz:
—La ha elegido.
—La ha elegido —repitió Lib, hastiada—. ¿Se refiere a Dios? ¿Dios la ha llamado al martirio a la edad de once años?
—Ella ha hecho su elección —la corrigió Rosaleen.
Lib se quedó sin palabras. Aquello era absurdo.
—¿No entiende lo desesperada, lo agobiada de culpa que está Anna? No está eligiendo esto más de lo que elegiría caer en un agujero de turba del pantano.
Ni una palabra.
—No está intacta. —Encontró el eufemismo estúpidamente puritano.
Rosaleen achicó los ojos.
—Debo decirle que le han hecho tocamientos obscenos y que fue su hijo. —Así, tal cual, sin edulcorar—. Empezó a manosearla cuando solo tenía nueve años.
—Señora Wright —dijo la mujer—, no voy a quedarme para oír más chismorreos.
¿Era un horror demasiado inconcebible para Rosaleen? ¿Necesitaba creer que Lib se lo había inventado?
—Es la misma falsedad con la que Anna me salió después del funeral de Pat —prosiguió Rosaleen—. Le dije que no calumniara a su pobre hermano.
Lib tuvo que apoyarse en la pared arenosa de la cabaña. Así que aquello no era ninguna novedad para la mujer, en absoluto. Una madre entiende lo que sus hijos no dicen, ¿no rezaba así el proverbio? Pero Anna lo había dicho. El dolor por la muerte de Pat le había dado valor para confesarle la vergonzosa historia a su madre, ya en noviembre. Rosaleen la había llamado mentirosa y eso mismo sostenía ahora mientras observaba morir a su hija.
—No diga una palabra más —rugió Rosaleen—, y que el diablo la lleve. —Le dio la espalda y entró en casa.
El sábado por la mañana, justo después de las seis, Lib deslizó una nota por debajo de la puerta de Byrne. Luego salió de la licorería y se apresuró por el campo enfangado a la luz de la luna menguante. Aquel era el reino del infierno, que se alejaba irremediablemente de la órbita del cielo.
El cornejo del diminuto pozo sagrado se alzaba ante ella, con sus harapos desintegrándose y bailando empujados por el aliento del viento cálido. Lib entendía ahora aquella superstición. De haber existido un ritual que le ofreciera una oportunidad de salvar a Anna, ¿no lo habría probado?
Se habría inclinado ante un árbol o una roca o la talla de un nabo por el bien de la niña. Pensó en todas las personas que se habrían alejado de aquel árbol a lo largo de los siglos, tratando de creer que habían dejado atrás sus cuitas y sus dolores. Años más tarde, algunos pensarían: «Si sigo sintiendo el dolor es porque el trapo todavía no se ha podrido del todo».
Anna quería dejar su cuerpo, abandonarlo como si fuera un abrigo viejo. Mudar de piel, de nombre, de historia; acabar con todo. Sí, a Lib eso le habría gustado para la niña, y mucho más: que Anna naciera de nuevo, como creía posible la gente del Lejano Oriente. Despertar al día siguiente y descubrir que era otra persona. Una niña a la que no habían hecho ningún daño, sin deudas, capaz de comer y con derecho a saciarse.
Entonces una silueta se acercó corriendo, recortada contra el cielo del amanecer, y Lib supo de inmediato lo que no había sabido hasta aquel momento: que las necesidades físicas son incuestionables.
William Byrne llevaba los rizos despeinados y se había abrochado mal el chaleco. Tenía su nota en la mano.
—¿Lo he despertado? —le preguntó Lib tontamente.
—No estaba durmiendo —le dijo él, cogiéndole la mano.
A pesar de todo, sintió una oleada de calidez.
—Anoche, en el establecimiento de los Ryan —le dijo—, nadie hablaba de otra cosa que de Anna. Corre el rumor de que usted le dijo al comité que está apagándose rápidamente. Creo que todo el pueblo asistirá a la misa.
¿Qué locura colectiva había hecho presa del pueblo?
—Si les preocupa que se esté permitiendo a una niña matarse, ¿por qué no asaltan la cabaña?
Byrne se encogió de hombros enfáticamente.
—Los irlandeses poseemos el don de la resignación o, dicho de otro modo, del fatalismo.
La cogió del brazo y caminaron bajo los árboles. El sol había salido y parecía que sería otro día tremendamente fantástico.
—Ayer estuve en Athlon —le contó Byrne—, discutiendo con la policía. El agente, un apático pomposo con sombrero y mosquete, se limitó a atusarse el bigote y decirme que la situación era considerablemente delicada. No era cosa del Cuerpo, me dijo, invadir un santuario doméstico sin tener ninguna prueba de que se haya cometido un crimen.
Lib asintió. Realmente, ¿qué podría haber hecho la policía? Sin embargo, apreciaba el intento de Byrne de hacer algo, lo que fuera.
Cómo deseaba poder decirle todo lo que había sabido la noche anterior, no solo por el alivio de compartirlo, sino porque Anna le importaba tanto como a ella.
No. Habría sido una traición revelar el secreto que la niña llevaba dentro de su cuerpo insignificante a un hombre, a cualquier hombre, incluso al que era el defensor de Anna. ¿Cómo podría después mirar Byrne a esa niña inocente de la misma manera? Mantendría la boca cerrada. Se lo debía a Anna.
Tampoco podía contárselo a nadie más. Si la madre de Anna la había tachado de mentirosa, lo más probable era que el resto del mundo lo hiciera también. No podía someter a Anna a la violación de un examen médico; aquel cuerpo ya había soportado demasiado que lo tocaran. Además, incluso si el hecho podía ser probado, a lo que Lib consideraba una violación incestuosa otros lo llamarían seducción. ¿No solía ser a la mujer, por joven que esta fuera, a la que se achacaba la culpa de haber incitado con una mirada al abusador?
—He llegado a una terrible conclusión —le dijo a Byrne—. Anna no puede vivir con esa familia.
William frunció el ceño.
—Pero si es todo lo que tiene. No conoce otra cosa. ¿Qué es un niño, sin familia?
«Al pájaro, su nido», había alardeado un día Rosaleen O’Donnell. Pero ¿y si un polluelo de raro plumaje se encontraba en el nido equivocado y la madre volvía su afilado pico contra él?
—Créame, no son una familia —le dijo Lib—. No levantarán un dedo para salvarla.
Byrne asintió, pero ¿estaba convencido?
—He visto morir a una criatura y no puedo ver morir a otra.
—En su trabajo…
—No. No lo entiende. A mi niña. A mi hija.
Byrne se la quedó mirando y le apretó el brazo.
—Tres semanas y tres días, eso fue lo que duró.
Llorando, quejándose. En su leche debía de haber algo agrio, porque el bebé la rechazaba o la escupía, y lo poco que tomaba conseguía que disminuyera de tamaño como si fuera lo opuesto de la comida, una poción mágica que encogía.
Byrne no le dijo: «Estas cosas pasan». No comentó que la pérdida de Lib no era más que una gota en el océano del dolor humano.
—¿Fue entonces cuando Wright se marchó?
Lib asintió.
—«No tengo nada por lo que quedarme», eso fue lo que dijo. —Lib añadió—: No es que me importara mucho en aquel momento.
Un gruñido de desaprobación.
—No la merecía.
Ah. Pero no era una cuestión de merecer o no. No merecía haber perdido a su hija; Lib lo sabía incluso en los días de mayor desolación. No había hecho nada indebido, a pesar de las insinuaciones malintencionadas de Wright; no había dejado de hacer nada de lo que debía.
El destino no tiene rostro, la vida es arbitraria, el cuento de un idiota.
Excepto en raros momentos como aquel, cuando vislumbraba un modo de luchar mejor. Le pareció oír a la señorita N.: «¿Será capaz de mantenerse en la brecha?».
Lib se agarró al brazo de Byrne como a una cuerda de salvación. En aquel momento tomó una decisión.
—Voy a llevarme a Anna —le dijo a William.
—¿Adónde?
—A cualquier otro lugar. —Recorrió con los ojos el llano horizonte—. Cuanto más lejos mejor.
Byrne se volvió a mirarla.
—¿Y con eso va a convencer a la niña de que coma?
—No estoy segura y no puedo explicarlo, pero sé que tiene que abandonar este lugar y a esta gente.
—Está comprando puñeteras cucharas —comentó con ironía.
Por un momento, Lib se quedó desconcertada. Luego se acordó de las cien cucharas de Scutari y le hizo gracia.
—Hablemos claro —le dijo él, de nuevo con toda corrección—. Quiere secuestrar a la niña.
—Supongo que ellos lo llamarían secuestro —dijo Lib con aspereza debido al miedo—, pero yo nunca la obligaría.
—Entonces, ¿Anna iría con usted de buen grado?
—Creo que lo haría si se lo planteo bien.
Byrne tuvo el tacto suficiente para no decirle que eso era poco probable.
—¿Cómo se propone viajar? ¿Va a contratar a un conductor? La detendrán antes de llegar al condado vecino.
De repente, el cansancio la venció.
—Lo más probable es que acabe en la cárcel, que Anna muera y que nada de esto haya servido de nada.
—Pero quiere intentarlo.
Se esforzó por responderle.
—«Es mejor ahogarse entre las olas que quedarse de brazos cruzados en la orilla».
¡Qué absurdo citar a la señorita N., que se habría horrorizado al enterarse de que una de sus enfermeras había sido arrestada por secuestrar a una niña! Sin embargo, a veces la enseñanza aporta más de lo que cree el maestro.
Lo que Byrne dijo a continuación la dejó de piedra.
—Entonces tiene que ser esta noche.
Cuando Lib llegó para iniciar su turno el sábado, a la una, la puerta del dormitorio estaba cerrada. La hermana Michael, Kitty y los O’Donnell estaban arrodillados en la cocina; Malachy tenía la gorra en la mano.
Lib se disponía a accionar el picaporte cuando Rosaleen la detuvo.
—No abra. Don Thaddeus le está administrando a Anna el sacramento de la penitencia.
Penitencia. Era otro modo de referirse a la confesión, ¿no?
—Forma parte de la extremaunción —le susurró la hermana Michael.
¿Se estaba muriendo la niña? Se balanceó y creyó que iba a caerse.
—No solo ayuda al paciente a tener una bona mors —le aseguró la monja.
—¿Una qué?
—Una buena muerte. También sirve para cualquiera que esté en peligro. Incluso se sabe que restaura la salud, si Dios quiere.
Más cuentos de hadas.
Una campanilla repicó en el dormitorio y don Thaddeus abrió la puerta.
—Deberían venir para la unción.
El grupo se levantó y siguió a Lib.
Anna estaba tendida en la cama, destapada. La cómoda estaba cubierta con un paño blanco sobre el que había una vela blanca, un crucifijo, platos dorados, una hoja seca de algún tipo, bolitas blancas, un pedazo de pan, platillos con agua y aceite y un polvo blanco.
Don Thaddeus sumergió el pulgar derecho en el aceite.
—Per istam sanctam unctionem et suam piissima misericordiam —entonó—. Indulgeat tibi Dominus quidquid per visum, auditum, gustum, odoratum, tactum et locutionem, gressum deliquisti. —Tocó los párpados, las orejas, los labios, la nariz, las manos y, por último, las plantas de los pies deformes de Anna.
—¿Qué está haciendo? —le preguntó en un susurro Lib a la hermana Michael.
—Limpiar las manchas. Los pecados que ha cometido con cada parte de su cuerpo —le dijo al oído la monja, con los ojos fielmente fijos en el sacerdote.
La furia que sentía Lib aumentó. «¿Qué pasa con los pecados cometidos contra Anna?».
Luego el cura cogió el plato de las bolitas blancas y enjugó cada mancha de aceite con una. ¿Algodón? Dejó el plato y frotó el pan con el pulgar.
—Que esta santa unción traiga consuelo y felicidad —le dijo a la familia—. Recuerden que Dios enjugará todas sus lágrimas.
—Que Dios le bendiga, don Thaddeus —lloró Rosaleen O’Donnell.
—Ya sea dentro de poco o dentro de muchos años —dijo, en un tono cantarín—, todos nos reuniremos de nuevo para siempre en un mundo donde el dolor y la separación se acaban.
—Amén.
Se lavó las manos en el plato de agua y se las secó con el paño.
Malachy O’Donnell se acercó a su hija y se inclinó para besarle la frente. Sin embargo, se reprimió, como si Anna fuera demasiado sagrada para tocarla.
—¿Necesitas algo, hija?
—Solo las mantas, por favor, papi —le respondió Anna. Le castañeteaban los dientes.
Él la arropó hasta la barbilla.
Don Thaddeus guardó todos sus artículos en la bolsa y Rosaleen lo acompañó a la puerta.
—Espere, por favor —lo llamó Lib, cruzando la habitación—. Tengo que hablar con usted.
Rosaleen O’Donnell la agarró de la manga con tanta fuerza que saltó un punto de la costura.
—No entretenemos a un cura con conversaciones ociosas cuando lleva la Santa Eucaristía.
Lib se soltó y corrió tras él.
Ya fuera, lo llamó desde el patio.
—¡Don Thaddeus!
—¿Qué pasa? —El hombre se detuvo y apartó de un puntapié a una gallina que andaba picoteando.
Lib quería enterarse de si Anna acababa de contarle su plan de rescatar a Pat con su propia muerte.
—¿Le ha hablado Anna de su hermano?
El suave rostro del cura se tensó.
—Señora Wright, solo su ignorancia de nuestra fe excusa su intento de inducirme a romper el secreto de confesión.
—Así que lo sabe.
—Una calamidad así no debe salir de la familia —le dijo él—, no hay que difundirla. Anna nunca debería haberle hablado a usted del tema.
—Pero si razona con ella, si le explica que Dios nunca…
El cura la interrumpió.
—Llevo meses diciéndole a la pobre niña que sus pecados están perdonados y, además, solo debemos hablar bien de los muertos.
Lib se lo quedó mirando. Los muertos. No estaba hablando del plan de Anna para intercambiar su vida por la redención de su hermano. Sus pecados: don Thaddeus se refería a lo que Pat le había hecho. «Llevo meses diciéndoselo a la pobre niña». Eso significaba necesariamente que, después de la misión, la primavera anterior, Anna le había abierto el corazón a su párroco y le había contado su confusión por el matrimonio secreto, su mortificación. Significaba que, a diferencia de Rosaleen O’Donnell, el hombre había tenido la lucidez de creerla. Sin embargo, el único consuelo que le había ofrecido había sido decirle que sus pecados estaban perdonados y que no volviera a mencionar aquello jamás.
El sacerdote estaba a medio camino cuando Lib se recuperó. Lo observó desaparecer detrás del seto. ¿Cuántas calamidades había en cuántas otras familias sobre las que don Thaddeus había corrido un tupido velo? ¿Era todo lo que sabía hacer con el dolor de una criatura?
Dentro de la cabaña llena de humo, Kitty arrojaba el contenido de los platillos al fuego: la sal, el pan, incluso el agua, que chisporroteó.
—¿Qué haces? —le preguntó Lib.
—Conserva trazas de los santos óleos —le dijo la sirvienta—, así que hay que enterrarlo todo o quemarlo.
Solo en aquel país quemarían el agua.
Rosaleen colocaba latas de té y azúcar en una estantería forrada de papel.
—¿Y al doctor McBrearty? ¿Ha pensado en mandarlo llamar antes que al sacerdote?
—¿No ha estado aquí esta mañana? —preguntó la mujer sin volverse.
Kitty se mantuvo ocupada rascando las gachas quemadas y echándolas en un cubo.
Lib insistió.
—¿Y qué ha dicho de Anna?
—Que ahora está en manos de Dios.
—Como todos —añadió Rosaleen en un murmullo.
La rabia sacudió a Lib como una descarga eléctrica: rabia por el médico, la madre, la criada y los miembros del comité.
Sin embargo, tenía una misión, se recordó, y no debía permitir que nada la distrajera.
—La misa especial de esta noche, a las ocho y media —le dijo a Kitty con tanta calma como pudo—, ¿cuánto dura una ceremonia así?
—No sé.
—¿Duran más que las misas ordinarias?
—¡Oh, sí, mucho más! Dos horas, o tres, quizá.
Lib asintió como si estuviera impresionada.
—Estaba pensando que podría quedarme yo esta noche hasta tarde para que la hermana pueda acompañaros a la misa.
—No hace falta —terció la monja, apareciendo en la puerta de la habitación.
—Pero hermana… —protestó Lib con la garganta atenazada por el pánico. Improvisando, se volvió hacia Malachy O’Donnell, que leía taciturno el periódico junto al fuego—. ¿No debería ir también la hermana Michael, ya que la niña la quiere tanto?
—Pues sí que debería.
La monja dudó, con el ceño fruncido.
—Sí —dijo Rosaleen O’Donnell—, tendría que estar con nosotros, hermana, dándonos ánimos.
—Con mucho gusto —convino la monja, todavía con cara de desconcierto.
Lib entró apresuradamente en el dormitorio, antes de que les diera tiempo a cambiar de idea.
—Buenos días, Anna —saludó, en un tono extrañamente alegre por el alivio de haber conseguido quedarse hasta tarde, al menos.
La niña estaba macilenta, pálida.
—Buenos días, doña Lib. —Estaba inerte, como si los tobillos hinchados la sujetaran a la cama. Solo se estremecía de vez en cuando. Respiraba pesadamente.
—¿Un poco de agua?
Anna negó con la cabeza.
Lib llamó a Kitty para que trajera otra manta. Cuando se la llevó, la criada tenía las facciones rígidas.
«Aguanta», tenía ganas de susurrarle Lib al oído a Anna. Espera solo un poquito más, solo hasta esta noche. No podía arriesgarse a decirle nada, sin embargo. Todavía no.
Nunca se le había hecho un día tan largo, a pesar de que en la casa reinaba un cierto ajetreo. Los O’Donnell y la criada rondaban por la cocina hablando en murmullos pesarosos, echándole de vez en cuando un vistazo a Anna. Lib se ocupó de sus tareas, ahuecándole las almohadas, humedeciéndole los labios con un paño. Su propia respiración se le estaba acelerando.
A las cuatro, Kitty le trajo un cuenco de verduras guisadas e hizo el esfuerzo de tomárselo.
—¿Quieres algo, nena? —le preguntó la criada en un tono incongruentemente animado—. ¿Esta cosita? —Sostuvo en alto el taumatropo.
—Enséñamelo, Kitty.
La sirvienta hizo girar los cordeles y el pájaro se metió en la jaula y luego quedó libre.
Anna inspiró con dificultad.
—Puedes quedártelo.
A la joven se le ensombreció la cara, pero no le preguntó a Anna a qué se refería; se limitó a dejar el juguete.
—¿Quieres que te ponga tu cofre del tesoro en el regazo?
Anna negó con la cabeza.
Lib la ayudó a incorporarse un poco.
—¿Agua?
Otra negativa.
—Aquí está otra vez el tipo de las fotos —dijo Kitty, mirando por la ventana.
Lib saltó de la silla y fue a comprobarlo asomándose por encima del hombro de la joven. «Reilly & Hijos, fotógrafos», ponía el carricoche. No había oído detenerse el caballo.
Imaginó cómo, ingeniosamente, Reilly colocaría las figuras de la escena del lecho de muerte: luz suave lateral, la familia de rodillas alrededor de Anna, la enfermera uniformada al fondo, con la cabeza inclinada.
—Dile que se esfume.
Kitty se extrañó, pero no protestó; se marchó del dormitorio.
—Mis estampas sagradas, los libros y demás —murmuró Anna, mirando el cofre.
—¿Quieres verlo? —le preguntó Lib.
La niña sacudió la cabeza, negando.
—Serán para mamá. Después.
Lib asintió. Había en aquello una cierta justicia poética, santos de papel para sustituir a una niña de carne y hueso. ¿Acaso no había estado empujando Rosaleen a Anna hacia la tumba todo el tiempo, quizás incluso desde la muerte de Pat, el noviembre anterior?
Cuando la perdiera a lo mejor sería capaz de amarla sin esfuerzo. A diferencia de una hija viva, una hija muerta era impecable.
Eso era lo que Rosaleen O’Donnell había elegido, se dijo Lib: ser la triste y orgullosa madre de dos ángeles.
Al cabo de cinco minutos, el carricoche de Reilly se alejó despacio. Lib, mirando por la ventana, pensó: «volverá». Seguramente una composición póstuma sería más fácil de arreglar.
Una hora más tarde, Malachy O’Donnell entró y se arrodilló pesadamente junto a la cama donde dormía su hija. Entrelazó los dedos enrojecidos de las manos. Los nudillos se le marcaban, blancos. Murmuró un padrenuestro.
Contemplando su cabeza inclinada y encanecida, Lib vaciló. Aquel hombre no era maligno como su esposa y amaba a Anna, a su manera pasiva. Si hubiera podido salir de su estupor, luchar por su hija… A lo mejor Lib le debía una última oportunidad.
Rodeó la cama y se inclinó para hablarle al oído.
—Cuando su hija se despierte —le dijo—, ruéguele que coma, por su bien.
Malachy no protestó. Se limitó a sacudir la cabeza.
—Se le atragantaría, seguro.
—¿Un poco de leche? Si tiene la misma consistencia que el agua.
—No puedo hacerlo.
—¿Por qué no?
—Usted no lo entiende, ’ñora.
—¡Pues explíquemelo!
Malachy soltó un largo suspiro entrecortado.
—Se lo prometí.
Lib se lo quedó mirando.
—¿Que no le pediría que comiera? ¿Cuándo?
—Hace meses.
¡Qué niña tan lista! Anna le había atado las manos a su padre.
—Pero eso fue cuando la creía usted capaz de vivir sin comer, ¿no es cierto?
Un leve gesto de asentimiento.
—Entonces tenía buena salud. Mírela ahora —dijo Lib.
—Lo sé —murmuró Malachy O’Donnell—. Lo sé. Aun así, le prometí que nunca le pediría eso.
¿Quién sino un idiota podía haber llegado a semejante pacto? Sin embargo, no serviría de nada insultarlo, pensó Lib. Era mejor concentrarse en el presente.
—Su promesa la está matando. ¿Eso no la invalida?
Malachy se encogió de dolor.
—Fue un juramento solemne, sobre la Biblia, señora Wright. Se lo cuento solo para que no me culpe.
—Pues sí —dijo Lib—, los culpo a todos ustedes.
El hombre dejó caer la cabeza como si fuera demasiado pesada para su cuello. Un buey aturdido. Valiente a su absurda manera; se arriesgaba a cualquier consecuencia antes que romper la promesa que le había hecho a su hija, comprendió Lib. Vería morir a Anna antes que traicionarla.
Una lágrima le resbaló por la mejilla sin afeitar.
—Todavía no he perdido la esperanza.
¿La esperanza de qué? ¿De que Anna pidiera comida de repente?
—Hubo otra irlandesita tiesa en su cama, de once años.
¿Se trataba de una vecina o de una historia sacada de los periódicos?
—¿Y sabe lo que Nuestro Señor le dijo al padre? —prosiguió Malachy, con la sombra de una sonrisa—. «No temas. No temas, solo cree, y ella estará a salvo».
Lib se apartó, asqueada.
—Jesús dijo que solo estaba dormida, le cogió una mano, ¿y no se despertó y cenó?
Aquel hombre estaba sumido en un sueño tan profundo que Lib no podría despertarlo.
Se aferraba a su inocencia, se negaba a saber, a preguntar, a pensar, a poner en duda la promesa que le había hecho a Anna, a hacer nada. Ser padre, ¿no implicaba actuar, acertada o equivocadamente, en lugar de esperar un milagro?
Como su esposa, a la que tan poco se parecía, decidió Lib, Malachy merecía perder a su hija.
El pálido sol estaba muy bajo. ¿Nunca se pondría? Las ocho en punto. Anna temblaba.
—Cuánto falta —murmuró—, ¿cuánto?
Lib tenía los paños calientes frente al fuego, en la cocina, y se los puso encima, ajustándoselos por ambos lados. Percibió un olor acre. «A ti —pensó—. Valoro cada defecto tuyo, cada parte hinchada o escamosa, cada centímetro de la niña real y mortal que eres».
—¿Estarás bien si nos vamos a la misa votiva, hija? —preguntó Rosaleen O’Donnell, acercándose e inclinándose sobre Anna.
La niña asintió.
—¿Seguro? —le preguntó su padre desde la puerta.
—Marchaos —jadeó Anna.
«¡Largaos, largaos!», pensó Lib.
Sin embargo, cuando la pareja salió, corrió tras ella.
—Despídanse —graznó en voz baja.
Los O’Donnell la miraron con los ojos muy abiertos.
—Puede ocurrir en cualquier momento —susurró Lib.
—Pero…
—No siempre avisa.
El rostro de Rosaleen era una máscara desgarrada. Volvió junto a la cama.
—Creo que quizá no deberíamos salir esta noche, hija.
Lib se maldijo. Su única oportunidad, el único momento que tenía para poner en práctica su plan, y lo había echado a perder. Le faltaban agallas, ¿era eso?
No; sentía culpabilidad por lo que estaba a punto de intentar. Lo único que sabía era que tenía que permitir que los O’Donnell se despidieran adecuadamente de su hija.
—Vete, mamá. —Anna alzó pesadamente la cabeza de la almohada—. Asistid a la misa por mí.
—Lo haremos.
—Un beso. —Con las manos hinchadas atrajo hacia sí la cabeza de su madre.
Rosaleen dejó que tirara de ella y le plantó un beso en la frente.
—Adiós, cariño.
Lib estaba sentada hojeando All the Year Round, haciendo ver que leía para que nadie se diera cuenta de lo mucho que deseaba que aquello terminara.
Malachy se inclinó hacia su mujer y su hija.
—Reza por mí, papá.
—Siempre —dijo él con la voz espesa—. Luego nos vemos.
Anna asintió y dejó caer la cabeza en la almohada.
Lib esperó a que entraran en la cocina. Sus voces, la de Kitty. Luego el ruido de la puerta de entrada. Bendito silencio.
Manos a la obra.
Observó cómo subía y bajaba el pecho estrecho de Anna. Escuchó el crepitar de sus pulmones.
Corrió a la cocina desierta y encontró una lata de leche.
La olió para asegurarse de que fuera fresca y buscó una botella limpia. La llenó hasta la mitad de leche, la tapó con un corcho y escogió una cuchara de hueso. Había sobrado una tortita y cogió un pedazo. Lo envolvió todo en una servilleta. Volvió al dormitorio y acercó mucho la silla a Anna.
¿Era por pura arrogancia que se creía capaz de tener éxito en lo que todos los demás habían fracasado?
Deseó haber tenido más tiempo y un poder mayor de persuasión. «¡Oh, Dios! Si por casualidad existe un Dios, enséñame a hablar con la lengua de los ángeles».
—Anna —dijo—, escúchame. Tengo un mensaje para ti.
—¿De quién?
Lib señaló al techo. También alzó la mirada, como si viera visiones en él.
—Pero si usted no cree —dijo Anna.
—Tú me has hecho cambiar —le dijo Lib, con bastante sinceridad—. ¿No me dijiste una vez que Él podía escoger a cualquiera?
—Es verdad.
—El mensaje es este. ¿Y si pudieras ser otra niña en lugar de ser tú?
Anna abrió los ojos como platos.
—Si pudieras despertarte mañana siendo otra, una niña que no hubiera hecho nunca nada malo. ¿Eso te gustaría?
Anna asintió con la cabeza como una criatura pequeña.
—Bueno. Esto es leche sagrada. —Lib sostuvo en alto la botella, con tanta solemnidad como un cura ante el altar—. Un regalo especial de Dios.
La niña no parpadeaba.
Lib hablaba de un modo convincente porque todo era cierto. ¿No era el divino sol lo que absorbía la divina hierba? ¿No se comía la divina vaca la divina hierba? ¿No daba divina leche por el bien de su divino ternero? ¿No era todo aquello un regalo? Lib recordó cómo manaba la leche de sus pechos cada vez que oía los lamentos de su hija.
—Si te bebes esto —prosiguió—, ya no serás Anna O’Donnell. Anna morirá esta noche, y Dios aceptará su sacrificio y los recibirá a ella y a Pat en el cielo.
La niña no movía ni un músculo. Tenía la cara inexpresiva.
—Serás otra niña. Una niña nueva. En cuanto te tomes una cucharada de esta leche sagrada. Es tan poderosa que tu vida empezará de nuevo —le aseguró Lib. Hablaba tan rápido que se trababa—. Vas a ser una niña llamada Nan, que solo tiene ocho años y vive lejos, muy lejos de aquí.
La mirada de Anna era enigmática.
Ya estaba. Todo se iría al traste. Claro. La niña era lo bastante lista para descubrir el engaño, si así lo quería. En lo único que Lib podía confiar era en su instinto, que le decía que Anna tenía que estar desesperada por encontrar una salida, deseando un pasado distinto, con ganas de probar algo tan improbable como atar una tira de tela en un árbol milagroso.
Pasó un momento, y otro, y otro más. Lib contenía el aliento.
Por fin los ojos turbios de la pequeña se iluminaron como fuegos artificiales.
—Sí.
—¿Estás lista?
—¿Anna morirá? —En un susurro—: ¿Me lo promete?
Lib asintió.
—Anna O’Donnell muere esta noche.
Se le pasó por la cabeza que la niña, tan lógica a su manera, quizá creía que Lib le estaba administrando un veneno.
—Pat y Anna, ¿estarán juntos en el cielo?
—Sí.
¿Qué había sido Pat al fin y al cabo sino un chico ignorante y solitario? Un pobre hijo desterrado de Eva.
—Nan —dijo Anna, repitiendo el nombre con deleite—. Ocho años. Muy muy lejos.
—Sí. —Lib era muy consciente de que se estaba aprovechando de una niña en su lecho de muerte. No era su amiga en aquel momento. Era más bien una inesperada maestra—. Confía en mí.
Cuando sacó la botella de leche y llenó la cuchara, Anna se apartó un poco.
Ningún consuelo, ahora, solo rigor.
—Es el único modo. —¿Qué había dicho Byrne de la emigración?—. El precio de una nueva vida. Deja que te dé de comer. Abre la boca.
Lib era la tentadora, la corruptora, la bruja. Tal era el daño que aquel sorbo de leche le haría a Anna, encadenando su espíritu a su cuerpo otra vez. Tal la necesidad, tales los anhelos y los dolores, el riesgo y el arrepentimiento, todo el caos sin consagrar de la vida.
—Espere. —La niña alzó una mano.
Lib se estremeció de miedo. «Ahora, en la hora de nuestra muerte».
—Las gracias —dijo Anna—. Antes tengo que dar las gracias.
«La gracia de comer —Lib se acordó del cura rezando por eso—. Concédele la gracia».
Anna agachó la cabeza.
—Bendícenos, oh, Señor, y bendice estos tus dones que vamos a tomar gracias a tu bondad. Amén.
Luego separó los labios agrietados para tomar la cucharada, tan fácil como eso.
Lib no dijo ni una palabra mientras le vertía la leche en la boca. Observó cómo le descendía por el cuello como una ola. Estaba preparada para que tosiera, para que tuviera arcadas o espasmos.
Anna tragó. Ya estaba. Había roto el ayuno.
—Ahora un poco de tortita de avena.
Lo poco que podía pellizcar entre el índice y el pulgar se lo puso Lib en la lengua amoratada y esperó a que se lo tragara.
—Ha muerto —susurró Anna.
—Sí, Anna ha muerto.
Impulsivamente, le cerró los párpados hinchados con la palma de la mano.
Esperó un rato.
—Despierta, Nan —le ordenó luego—. Ha llegado el momento de empezar una nueva vida.
La niña abrió los ojos acuosos.
«Por mi culpa, por mi culpa». Era Lib quien tenía toda la culpa por haber atraído a aquella radiante niña hacia la tierra del exilio. Por haber hecho descender su espíritu y haberlo anclado a la tierra sin brillo.
Le hubiera gustado darle más comida inmediatamente, para llenar aquel cuerpo menguado con cuatro meses de comidas. Sin embargo, sabía lo peligroso que era sobrecargar el estómago, así que se guardó la botella y la cuchara en el delantal con el trocito de tortita envuelto en la servilleta.
Paso a paso; la salida de la mina era tan larga como la entrada. Le acarició la frente con mucha suavidad.
—Tenemos que irnos.
Un estremecimiento. ¿Pensaba en la familia a la que abandonaba? Luego un gesto de asentimiento.
Lib la envolvió en la capa caliente de la cómoda, le puso dos pares de calcetines en los pies deformes y luego las botas del hermano, mitones en las manos y tres mantones, convirtiéndola en un fardo oscuro.
Abrió la puerta de la cocina y las dos secciones de la puerta principal de la cabaña. Al oeste, el sol era rojo sangre. La tarde era cálida y una gallina solitaria picoteaba en el patio. Volvió al dormitorio y cogió en brazos a la pequeña. No pesaba nada. (Se acordó de su hijita, de aquel minuto en sus brazos, tan ligera como una rebanada de pan). Sin embargo, cargando con Anna para rodear la casa, notó que le temblaban las piernas.
Allí estaba William Byrne, sujetando su yegua, saliendo de la oscuridad. Aunque Lib esperaba encontrarlo, dio un respingo. ¿Le había faltado la fe de que estuviera allí como le había prometido?
—Buenas noches, pequeña… —dijo él.
—Nan —lo cortó Lib antes de que pudiera estropearlo todo pronunciando su antiguo nombre—. Se llama Nan. —Ya no había vuelta atrás.
—Buenas noches, Nan —la saludó Byrne, pillándolo inmediatamente—. Vamos a dar un paseo con Polly. Creo que ya la conoces. No tengas miedo.
Con los ojos muy abiertos, la niña no dijo ni una sola palabra. Respirando con dificultad, se agarró fuerte a los hombros de Lib.
—No pasa nada, Nan —le dijo Lib—. Podemos fiarnos del señor Byrne. —Lo miró a los ojos—. Va a llevarte a un lugar seguro y esperará contigo. Yo me reuniré con los dos dentro de poco.
¿Era eso cierto? Lo decía en serio, si con eso bastaba; lo deseaba con toda el alma.
Byrne montó y se inclinó para coger a la niña. Lib olió el caballo.
—¿Lo han visto marcharse esta tarde? —le preguntó, retrasándolos un momento.
Él asintió y dio unas palmaditas en el morral.
—Cuando estaba ensillando, me he quejado a Ryan de que me habían llamado para que volviera a Dublín cuanto antes.
Lib soltó por fin su carga.
La niña se aferró a ella antes de soltarse.
Byrne la colocó en la silla, delante de él.
—Está bien, Nan.
Sujetó las riendas con una mano y miró a Lib de un modo extraño, como si nunca la hubiera visto. No, pensó ella: como si la estuviera viendo por última vez y memorizando sus rasgos.
Si su plan salía mal, tal vez nunca volverían a encontrarse.
Metió la comida en el morral de William.
—¿Ha comido? —articuló él, sin emitir ningún sonido.
Lib asintió.
Su sonrisa iluminó el cielo oscuro.
—Otra cucharada dentro de una hora —le susurró Lib. Luego se puso de puntillas y le besó lo único a lo que llegaba: el dorso cálido de la mano. Dio unas palmaditas tranquilizadoras en la manta de la niña.
—Hasta muy pronto, Nan. —Les dio la espalda.
Cuando Byrne chasqueó la lengua y Polly echó a andar por el campo, alejándose del pueblo, Lib volvió solo la cabeza y contempló la escena un momento, como si fuera un cuadro. El caballo y los jinetes, los árboles, al oeste lo que quedaba del sol poniente. Incluso el pantano con sus zonas encharcadas. Allí, en el centro exacto, una especie de belleza.
Volvió corriendo a la cabaña, asegurándose de que seguía llevando el cuaderno de notas en el delantal.
Lo primero que hizo fue derribar las dos sillas del dormitorio. Luego echó encima su bolsa de enfermera. Cogió Notas sobre enfermería y se obligó a añadir el libro al montón. Aterrizó abierto como las alas de un pájaro. No podía salvar nada si quería que su historia resultase convincente. Aquello era todo lo opuesto a su trabajo de enfermera: un rápido y eficiente trabajo para desatar el caos.
Después fue a la cocina y cogió la botella de whisky que había en el hueco, junto a la chimenea. Derramó el contenido sobre las almohadas y tiró la botella. Cogió la lata de líquido inflamable y roció la cama, el suelo, las paredes, la cómoda con el cofre abierto encima, enseñando sus tesoros. Volvió a taparla pero sin cerrarla bien.
Le olían las manos a líquido inflamable; ¿cómo iba a explicar eso luego? Se las frotó bien con el delantal.
Luego no importaba. ¿Ya estaba todo a punto?
«No temas. Solo cree, y ella estará a salvo».
Eligió una estampita con el borde troquelado del cofre del tesoro, de un santo desconocido, y le prendió fuego con la lámpara. Un halo de fuego rodeó la imagen sagrada.
«Limpio con fuego, solo con fuego».
Lib la acercó al colchón, que cobró vida. La vieja paja siseó y chisporroteó.
Una cama en llamas, como un milagro en colores pastel.
La vaharada de calor en la cara le recordó las hogueras de la Noche de Guy Fawkes[6].
Pero ¿ardería toda la habitación? Esa era su única posibilidad de conseguir que el fraude colara. ¿La cubierta de paja estaría lo bastante seca después de tres días de sol? Miró fijamente el techo bajo. Las viejas vigas parecían demasiado resistentes, las gruesas paredes, demasiado fuertes. No podía hacer nada más; balanceó la lámpara y la arrojó hacia las vigas.
Cayó una lluvia de vidrio y fuego.
Lib corrió por el corral, con el delantal en llamas, un dragón del que no podía escapar. Lo golpeó con las manos. Oyó un chillido que sonaba como si procediera de otra boca que no fuera la suya. Salió a trompicones del camino y se lanzó al húmedo abrazo del pantano.
Había llovido toda la noche. La policía había enviado a dos hombres desde Athlone, a pesar de que era sábado; en aquel momento estaban registrando los sucios restos de la cabaña de los O’Donnell.
Lib esperaba en el pasillo, detrás de la licorería, con las manos quemadas vendadas y pringosas de ungüento. Todo dependía de la lluvia, pensó a través de oleadas de agotamiento.
Cuando había empezado a llover, la noche anterior, ¿habría apagado el fuego antes de que las vigas se derrumbaran? ¿Había quedado reducido el pequeño dormitorio a cenizas indescifrables o contaba, tan clara como el agua, la historia de la desaparición de una niña?
Sentía dolor, pero eso no era lo que la tenía en vilo. Era el miedo; por ella, por supuesto, pero también por la chica. (Nan, la llamó mentalmente, tratando de acostumbrarse al nuevo nombre). Había un punto de desnutrición a partir del cual era imposible recuperarse. El cuerpo olvida cómo usar la comida; los órganos se atrofian. También era posible que los pequeños pulmones de la niña hubieran sufrido demasiado, o que su corazón estuviera exhausto.
«Por favor, permite que se despierte esta mañana». William Byrne estaría a su lado para cuidarla, en el alojamiento más anodino de las callejas de Athlone. Su plan no iba más lejos. «Por favor, Nan, toma otro sorbo, otra migaja».
Cayó en la cuenta de que había transcurrido la quincena entera. Desde el principio el domingo tenía que ser el día en que las enfermeras presentaran su informe ante el comité.
Hacía dos semanas, recién llegada, se había imaginado impresionando a los lugareños con su meticulosa exposición de un engaño, no con el aspecto que tenía en aquel momento: cenicienta, incapacitada, temblorosa.
No se hacía ilusiones sobre las conclusiones a las que los miembros del comité probablemente llegarían. Si podían la convertirían en el chivo expiatorio. Pero, exactamente, ¿de qué la acusarían? ¿De negligencia? ¿De provocar un incendio? ¿De asesinato? O, si la policía no encontraba ni rastro de un cadáver entre los restos embarrados del fuego, de secuestro y fraude.
«Me reuniré con los dos en Athlone mañana o pasado», le había asegurado a Byrne. ¿Lo había engañado con su fingida confianza? Tendía a creer que no. Como ella, se había hecho el valiente, pero sabía que era más que probable que Lib acabara entre rejas. Él y la niña se embarcarían como padre e hija y Lib nunca volvería a saber de ellos.
Comprobó la libreta de notas, con la cubierta ennegrecida. ¿Eran plausibles los últimos detalles?
Sábado, 20 de agosto, 8.32 de la noche.
Pulso: 139.
Pulmones: 35 respiraciones; crepitaciones húmedas.
Nada de orina en todo el día.
No ha tomado agua.
Inanición.
8.47: delirios.
8.59: respiración muy dificultosa, pulso irregular.
9.07: fallecimiento.
—Señora Wright.
Lib cerró la libreta.
La monja estaba a su lado, con profundas ojeras.
—¿Qué tal sus quemaduras esta mañana?
—No tienen importancia —repuso Lib.
Había sido la hermana Michael, que volvía de la misa votiva, quien la había encontrado la noche anterior, la había sacado a rastras del pantano, la había llevado al pueblo y le había vendado las manos.
El estado de Lib era tal que no había tenido que fingir.
—Hermana, no sé cómo darle las gracias.
La monja cabeceó con la mirada gacha.
Una de las muchas cosas que le pesarían sobre la conciencia sería haberle pagado a la hermana sus atenciones con crueldad. La hermana Michael se pasaría el resto de la vida convencida de que al final no habían conseguido impedir la muerte de Anna O’Donnell. Bueno, no podía evitarlo. Lo único que importaba era la niña.
Por primera vez comprendió la lobuna fiereza con que las madres defienden a sus hijos. Cayó en la cuenta de que, si por algún milagro pasaba la prueba de aquel día y llegaba a la habitación de Athlone donde la esperaba William Byrne se convertiría en la madre de Anna, o en algo muy parecido.
«Tómame en lugar de a mi hijo». ¿No era así el himno? En un futuro, si Nan-que-había-sido-anteriormente-Anna culpaba a alguien sería a ella. Eso formaba parte de la maternidad, suponía, cargar con la responsabilidad de empujar al niño a salir de la cálida oscuridad hacia la luminosidad aterradora de una nueva vida.
Don Thaddeus llegó con O’Flaherty. Estaba mustio; se notaba lo viejo que era. Saludó con una inclinación de cabeza a las enfermeras, sombrío y abstraído.
—No hay necesidad de que el comité la interrogue —le dijo Lib a la monja—. Usted no sabe nada. —Lo dijo con demasiada brusquedad—. Quiero decir que no estaba allí al final, que estaba en la capilla.
La hermana Michael se santiguó.
—Que Dios la tenga en su seno, pobre criatura.
Se apartaron para dejar sitio al baronet.
—No debo hacerlos esperar —dijo Lib, yendo hacia la habitación trasera.
Sin embargo, la monja le puso una mano en el brazo, por encima del vendaje.
—Es mejor que no haga ni diga nada hasta que se lo pidan. Humildad, señora Wright, y penitencia.
Lib parpadeó, sorprendida.
—¿Penitencia? —exclamó, gritando un poco—. ¿No son ellos quienes deberían hacer penitencia?
La hermana Michael le indicó que bajara la voz.
—Bienaventurados los mansos.
—Pero se lo dije hace tres días…
La monja se le acercó.
—Sea mansa, señora Wright, y puede que la dejen irse —le susurró al oído.
Era un buen consejo; Lib cerró la boca.
John Flynn llegó con paso decidido y cara adusta.
¿Qué consuelo podía ofrecerle ella a la hermana Michael a cambio?
—Anna tuvo… ¿Cómo lo expresó usted el otro día? Tuvo una buena muerte.
—¿Se fue de buena gana, sin oponer resistencia? —Había preocupación en aquellos enormes ojos, a menos que Lib se lo estuviera imaginando. Había algo más que pena. ¿Duda? ¿Sospecha, quizá?
Se le hizo un nudo en la garganta.
—De bastante buena gana —le aseguró a la monja.
—¿Estaba dispuesta a irse?
El doctor McBrearty llegó apresuradamente, con el rostro demudado, jadeando como si hubiera estado corriendo. Ni siquiera miró a las enfermeras.
—Lo siento, hermana —dijo Lib con voz temblorosa—. Lo siento muchísimo.
—Calle —volvió a pedirle la monja, con suavidad, como si hablara con una criatura—. Entre usted y yo, señora Wright, tuve una visión.
—¿Una visión?
—Una especie de ensoñación. Volví de la capilla pronto, ¿sabe?, porque temía por Anna.
A Lib le dio un vuelco el corazón.
—Iba por el camino cuando me pareció ver… Creí ver un ángel que se marchaba a caballo con la niña.
Lib se quedó boquiabierta. «Lo sabe. —Pensó con la fuerza de un grito—: tiene nuestro destino en sus manos. La hermana Michael ha hecho voto de obediencia; ¿cómo es posible que no confiese lo que vio al comité?».
—¿Diría usted que fue una visión auténtica? —le preguntó la monja, atravesándola con la mirada.
No pudo hacer otra cosa que asentir.
Un silencio terrible.
—Los caminos del Señor son inescrutables —dijo por fin la hermana.
—Lo son —convino Lib con la voz ronca.
—¿Ha ido la niña a un lugar mejor? ¿Puede prometerme eso al menos?
Otro gesto de asentimiento.
—Señora Wright. —Era Ryan quien la llamaba—. Es la hora.
Lib dejó a la monja sin decirle adiós.
Apenas podía creerlo. Seguía preparada para la posibilidad de una acusación a gritos, pero no llegó. No pudo evitar echar un vistazo por encima del hombro. La monja tenía las manos juntas y la cabeza gacha. «Nos está dejando libres».
En la habitación trasera había un taburete colocado delante de las mesas de caballete del comité, pero Lib se quedó de pie, para parecer humilde, como le había recomendado la hermana Michael.
McBrearty cerró la puerta.
—¿Sir Otway? —dijo con deferencia el cantinero.
El baronet hizo un débil ademán.
—Puesto que no estoy aquí en calidad de magistrado sino que soy un miembro más del comité…
—Empezaré yo, pues. —Había sido Flynn quien había hablado en tono pesimista.
—Enfermera Wright.
—Caballeros. —Apenas se la oyó. No tenía que esforzarse para que le temblara la voz.
—¿Qué demonios pasó anoche?
Lib se ajustó el vendaje de una mano, a la altura de la muñeca, y notó una punzada de dolor. Cerró los ojos y agachó la cabeza, como si estuviera abrumada, con una serie de sollozos entrecortados.
—’Ñora, no se hace ningún bien perdiendo así la compostura —dijo el baronet con ironía.
¿Ningún bien en el aspecto legal o solo se refería a su salud?
—Simplemente díganos lo que le pasó a la pequeña —dijo Flynn.
—Anna solo, ella no… —gritó Lib—. Anoche estaba cada vez más débil. Mis notas. —Se acercó a McBrearty y le dejó delante la libreta, abierta por la última página con anotaciones—. Nunca creí que se iría tan rápido. Temblaba y luchaba por respirar… hasta que, de repente, dejó de hacerlo. —Lib contuvo el aliento. Que los seis hombres pensaran en el sonido del último aliento de una criatura.
»Grité pidiendo ayuda, pero supongo que no había nadie lo bastante cerca para oírme. Los vecinos seguramente estaban en la iglesia. Intenté hacerle beber un poco de whisky. Estaba consternada; corría como una loca.
Si hubieran sabido algo acerca de las enfermeras a las que la señorita Nightingale preparaba, se habrían dado cuenta de lo improbable que era aquello.
—Al final intenté levantarla, ponerla en la silla para empujarla hasta el pueblo e ir a buscarlo a usted, doctor McBrearty, para ver si podía reanimarla. —Lo miró fijamente a los ojos. Luego se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Quiero decir que estaba completamente muerta, pero lo esperaba contra toda esperanza.
El anciano se había tapado la boca con la mano, como si estuviera a punto de vomitar.
—Pero la lámpara… Seguramente la volqué con la falda. No me di cuenta de que se había prendido fuego hasta que me llegó a la cintura. —Las manos vendadas le palpitaban y las mantuvo en alto como prueba—. Para entonces las mantas ya ardían. Tiré de su cuerpo para sacarlo de la cama pero no pude. Vi las llamas lamiendo la lata…
—¿Qué lata? —preguntó O’Flaherty.
—La de líquido inflamable —le dijo don Thaddeus.
—Es mortal —gruñó Flynn—. Yo no lo quiero en casa.
—Había rellenado la lámpara, para que hubiera luz en la habitación y poder ver bien. Para vigilar cada minuto. —Lib lloraba en serio. Qué raro. Era aquel detalle lo que no soportaba recordar: la luz constante sobre la niñita dormida—. Sabía que la lata explotaría, así que corrí. Que Dios me perdone —añadió por más seguridad. Las lágrimas le caían de la barbilla; la verdad y las mentiras estaban tan mezcladas que no habría sabido diferenciarlas—. Salí corriendo de la cabaña. Oí que estallaba detrás de mí y un rugido espantoso. No me detuve a mirarlo. Simplemente corrí para salvar la vida.
Imaginaba con tanta claridad la escena que le parecía haberla vivido realmente. Pero ¿la creerían aquellos hombres?
Se tapó la cara y se preparó para su respuesta.
«Que la policía no esté examinando las vigas ennegrecidas, ni examinando la madera de la cama y de la cómoda, ni hurgando en los restos cenicientos. Que sean perezosos y resignados. Que lleguen a la conclusión de que los huesecitos calcinados están irremediablemente enterrados en las ruinas».
Fue sir Otway quien habló.
—Si no hubiera sido tan imperdonablemente descuidada, señora Wright, podríamos haber llegado al fondo del asunto, al menos.
Descuido. ¿Ese era el único cargo al que se enfrentaba? El asunto… ¿Se refería a la muerte de la niña?
—Un examen post mortem habría determinado sin duda si los intestinos contenían comida a medio digerir —añadió el baronet—. ¿Verdad, doctor?
Así que la verdadera cuestión era que no había niña a la que diseccionar para satisfacer la curiosidad general.
McBrearty se limitó a asentir, como si fuera incapaz de hablar.
—Pues claro que habría habido comida —murmuró Ryan—. Lo del milagro era una completa tontería.
—O por el contrario, al no encontrar nada en los intestinos de Anna —estalló John Flynn—, los O’Donnell habrían limpiado su nombre. Un par de buenos cristianos han perdido a su última hija… ¡Una pequeña mártir! ¡Y esta imbécil ha destruido las pruebas de su inocencia!
Lib mantuvo la cabeza gacha.
—Pero las enfermeras no son responsables de la muerte de la niña.
Era don Thaddeus quien había hablado por fin.
—Desde luego que no. —McBrearty había recuperado el habla—. Solo trabajaban para este comité, siguiendo mis órdenes como médico de la niña.
El cura y el médico por lo visto intentaban que no se culpara a Lib y a la monja tachándolas de burras descerebradas. Se mordió la lengua porque, en aquel momento, eso no tenía ninguna importancia.
—Esta no debería cobrar todo el sueldo, sin embargo, por el incendio —dijo el maestro.
Lib reprimió un grito. Si aquellos hombres le ofrecían aunque fuera una sola moneda de Judas se la tiraría a la cara.
—No merezco cobrar nada, caballeros.
LA COMPAÑÍA DE TELÉGRAFOS
INGLESA E IRLANDESA
Recibió el siguiente mensaje
el 23 de agosto de 1859
De: William Byrne
Para: el editor del Irish Times
Adjunto último artículo. He aceptado puesto de secretario particular de caballero destinado Cáucaso. Perdón por falta de noticias. Buen cambio para descansar etcétera. Agradecido, W. B.
Sigue a continuación el último artículo de dicho corresponsal sobre la niña que ayuna de Irlanda:
Siete minutos después de las nueve de la noche del sábado, mientras prácticamente toda la población católica romana de su aldea se apretujaba en la pequeña capilla blanca para orar por ella, Anna O’Donnell expiró, es de suponer que de hambre. La causa fisiológica exacta de la muerte no ha podido determinarse post mortem debido al espantoso final de esta historia, que le contó a este corresponsal alguien que asistió a la última reunión del comité.
La enfermera que la atendía, lógicamente angustiada por la muerte repentina de la niña, adoptó medidas extraordinarias para reanimarla, en el curso de las cuales accidentalmente tiró la lámpara. El burdo artilugio prestado por un vecino había sido adaptado para funcionar no con aceite de ballena sino con un producto más barato conocido como «líquido inflamable» o «Camphine». (Esta mezcla de alcohol adulterado con trementina en una proporción de cuatro a uno y un poco de éter añadido es notablemente inflamable y se sabe que ha causado más muertes en Estados Unidos que los accidentes ferroviarios y de barco de vapor juntos).
La lámpara se rompió contra el suelo, las llamas engulleron el lecho y el cadáver de la niña, y aunque la enfermera hizo valerosos intentos por extinguirlo, hiriéndose gravemente, fue en vano. La lata entera de líquido inflamable estalló en una explosión y la enfermera se vio obligada a huir del infierno.
Al día siguiente, Anna O’Donnell fue declarada muerta in absentia, ya que sus restos no pudieron ser desenterrados de las ruinas. Según la policía, no se han presentado ni es probable que se presenten cargos.
Esto no da el asunto por zanjado. Debe ser considerado juego sucio que se haya permitido (no, que la superstición popular haya incitado) a una muchacha que no padecía ninguna enfermedad física morirse de hambre en medio de la abundancia durante el próspero reinado de Victoria sin que nadie sea castigado ni asuma siquiera ninguna responsabilidad.
Ni el padre, que eludió la suya, tanto legal como moral; ni la madre, que fue en contra de las leyes de la naturaleza quedándose hasta el final sin mover un dedo mientras su pequeña se debilitaba; ni el excéntrico médico septuagenario, desde luego, a cuyo supuesto cuidado Anna O’Donnell se malogró; ni el párroco, que no utilizó los poderes de su ministerio para disuadir a la niña de continuar con su letal ayuno; ni ningún otro miembro del autoproclamado comité de vigilancia que escuchó las pruebas de que la niña estaba en su lecho de muerte y se negó a creerlo.
No hay peor ciego que el que no quiere ver. Lo mismo puede decirse de los muchos habitantes de la localidad que, llevando flores y otras ofrendas a las ruinas ennegrecidas de la cabaña estos últimos días, expresan la ingenua convicción de que lo que pasó allí fue la apoteosis de una santa local en lugar del indecente asesinato de una niña.
Lo que nadie puede negar es que la vigilancia que se llevó a cabo durante la pasada quincena puso en marcha el mecanismo de la muerte, seguramente porque impidió que se siguiera alimentando a la niña a escondidas, y contribuyó a la destrucción de la pequeña objeto de estudio.
El último acto del comité antes de disolverse fue declarar que la muerte había sido un acto de Dios debido a causas naturales. Sin embargo, ni el Creador ni la naturaleza deben ser culpados por lo que las manos humanas han hecho.
Querida enfermera jefe:
Ya debe haberse enterado del trágico fin de mi reciente empleo. Debo confesar que estoy tan conmovida, tan completamente destrozada, que no preveo volver al hospital. He aceptado una invitación para quedarme con los contactos que me quedan en el norte.
Sinceramente,
ELIZABETH WRIGHT
ANNA MARY O’DONNELL
7 DE ABRIL DE 1848 - 20 DE AGOSTO DE 1859
SE HA IDO A CASA