Eran las cinco de la mañana del jueves cuando Lib entró en el dormitorio. A la luz de la lámpara apestosa, observó cómo dormía Anna O’Donnell.

—¿Ningún cambio? —le susurró a la monja.

Un gesto de negación de la cabeza cubierta por la cofia.

¿Cómo podía sacar el tema de la visita del doctor Standish sin expresar su opinión? ¿Y qué opinaría una monja que creía que una niña pequeña podía vivir del maná del cielo de la teoría del médico, es decir, que Anna era una histérica que se mataba de hambre?

La hermana Michael cogió la capa, la bolsa y se marchó.

La cara de la niña sobre la almohada era una fruta caída. Hinchada alrededor de los ojos aquella mañana, notó, tal vez por haber dormido plana toda la noche. Tenía una rojez en una mejilla debida a una arruga de la almohada. El cuerpo de Anna era una página en blanco que registraba todo lo que le había pasado.

Cogió una silla y se sentó a observar a Anna desde una distancia de menos de medio metro. La mejilla redonda; la caja torácica y el vientre que subían y bajaban.

La niña creía realmente que llevaba cuatro meses sin comer, pero su cuerpo contaba otra historia. Eso significaba que hasta el domingo por la noche alguien la había estado alimentando y ella, por algún motivo, lo había… olvidado. O tal vez nunca se había dado cuenta. ¿Podían haberle dado de comer estando Anna en una especie de trance? ¿Podía una criatura profundamente dormida tragarse la comida sin atragantarse, como los sonámbulos, que deambulan por la casa con los ojos cerrados? A lo mejor cuando se despertaba solo sabía que estaba saciada, como si se hubiera alimentado de rocío celestial.

Sin embargo, eso no explicaba por qué, día tras día, y ya llevaban cuatro de observación, la niña no demostraba interés alguno por la comida. Más todavía: a pesar de los peculiares síntomas que presentaba, Anna seguía convencida de que podía vivir sin comer.

Una obsesión, una manía suponía Lib que podía llamarse. Una enfermedad mental. ¿Histeria, como había dicho aquel médico espantoso? Anna le recordaba a la princesa hechizada de un cuento de hadas. ¿Qué podía devolver a la niña a la normalidad? Un príncipe, no. ¿Una hierba mágica de los lejanos confines del mundo? ¿Un golpe que le sacara el mordisco envenenado de manzana de la garganta? No, algo tan simple como respirar: el sentido común. ¿Y si Lib despertaba a la niña inmediatamente y le decía: ¡Recupera el sentido!? Aunque suponía que negarse a aceptar que uno estaba loco formaba parte de la definición de locura. Las salas de hospital de Standish estaban llenas de personas así.

Además, ¿había que considerar a los niños en su sano juicio? La de siete años se consideraba la edad de la razón, pero por lo que Lib sabía de las criaturas de siete años, seguían teniendo una imaginación desbordante. Los niños vivían para jugar. Eran capaces de trabajar, por supuesto, pero en los momentos que escatimaban al trabajo se tomaban los juegos con tanta seriedad como los lunáticos sus delirios.

Como pequeños dioses, los niños creaban mundos en miniatura con barro, o incluso solo con palabras. Para ellos, la verdad no era nunca simple. Sin embargo, Anna tenía once años, nada que ver con tener siete. Los demás niños de once años sabían si habían comido o no; eran lo bastante mayores para distinguir la fantasía de la realidad.

El caso de Anna O’Donnell era muy diferente, algo le pasaba. Seguía durmiendo profundamente. Encuadrado por el pequeño cristal que tenía detrás, el horizonte derramaba oro líquido. La simple idea de aterrorizar a una criatura delicada con tubos, bombeando comida en su cuerpo por arriba o por abajo…

Para quitarse de la cabeza aquellas ideas, Lib cogió Notas sobre enfermería. Se fijó en una frase que había subrayado cuando lo había leído por primera vez: «No tiene que ser chismosa ni charlatana; nunca debe responder a preguntas acerca de su paciente, exceptuando a quienes tienen derecho a plantearlas». ¿Tenía William Byrne ese derecho? No tendría que haberle hablado con tanta franqueza en el comedor la noche anterior…, o no tendría que haber hablado con él en absoluto, seguramente.

Alzó la vista del libro y se sobresaltó, porque la niña la estaba mirando.

—Buenos días, Anna. —Le salió con demasiada precipitación, como una admisión de culpabilidad.

—Buenos días, señora Como-se-llame.

Aquello había sido una insolencia, pero Lib soltó una carcajada.

—Elizabeth, por si quieres saberlo. —Le sonó extraño. El que había sido durante once meses su marido había sido el último en llamarla así. En el hospital era la señora Wright.

—Buenos días, doña Elizabeth —probó Anna.

Para Lib fue como si se estuviera dirigiendo a una mujer completamente distinta.

—Nadie me llama así.

—¿Cómo la llaman, entonces? —inquirió Anna, apoyándose en los codos y frotándose un ojo para despertarse.

Lib ya lamentaba haberle dicho su nombre de pila, pero no iba a estar allí mucho tiempo, así que, ¿qué más daba?

—Señora Wright o enfermera o señora. ¿Has dormido bien?

La niña se sentó con dificultad.

—He dormido y he descansado —murmuró—. ¿Cómo la llama su familia?

Lib quedó desconcertada por aquel brusco cambio de las Sagradas Escrituras a una conversación corriente.

—No me queda familia.

Técnicamente era cierto; su hermana, si vivía aún, había escogido estar fuera del alcance de Lib.

Anna abrió los ojos como platos.

En la infancia, recordó Lib, la familia parecía tan necesaria e ineludible como una cadena montañosa. No imaginabas que con el paso de los años podrías derivar hacia territorio ilimitado.

La idea de lo sola que estaba en el mundo la golpeó.

—Pero, cuando era pequeña —dijo Anna—, ¿la llamaban Eliza, Elsie, Effie?

—¿Qué es esto, el cuento de Rumpelstiltskin? —bromeó Lib.

—¿Quién es ese?

—Un duendecillo que…

Pero Rosaleen O’Donnell entró corriendo a darle los buenos días a su hija. Ni siquiera se dignó mirar a la enfermera. Plantó aquella espalda ancha como un escudo delante de la niña, inclinó aquella cabeza oscura hacia la más pequeña. Pronunció palabras de cariño; en gaélico, seguro.

A Lib la actuación le dio dentera.

Supuso que cuando a una madre le queda un solo hijo en casa, canaliza toda su pasión hacia él. Se preguntó si habrían tenido Pat y Anna más hermanos o hermanas.

Anna se arrodilló al lado de su madre, con las manos juntas y los ojos cerrados.

—He pecado gravemente de pensamiento, palabra y obra; por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.

Cada vez que decía «culpa», la niña se golpeaba el pecho con el puño.

—Amén —entonó la señora O’Donnell.

Anna empezó otra oración.

—Virgen sagrada María, yo te ofrezco en este día alma, vida y corazón.

Lib se planteó la larga mañana que tenía por delante. En adelante tendría que mantener a la niña fuera de la vista por si llegaban visitas.

—Anna —le dijo en cuanto la madre volvió a la cocina—, ¿y si salimos a dar un paseo?

—Apenas se ha hecho de día.

Lib todavía no le había tomado el pulso a la niña, pero eso podía esperar.

—¿Por qué no? Vístete y ponte la capa.

La niña se santiguó y susurró la oración a Teodoro mientras se sacaba el camisón por la cabeza. ¿Tenía otro morado en el omóplato, de un marrón verdoso? Lib tomó buena nota.

En la cocina, Rosaleen dijo que todavía estaba oscuro y que podían pisar una boñiga o romperse un tobillo.

—Cuidaré perfectamente de su hija —repuso Lib, y abrió de un empujón la mitad inferior de la puerta.

Salió con Anna pisándole los talones y las gallinas cloquearon y se dispersaron. La brisa húmeda era una delicia.

Esta vez salieron de detrás de la cabaña, por un sendero apenas visible entre dos campos. Anna andaba despacio y de forma errática, haciendo comentarios acerca de todo. ¿No era gracioso que a las alondras no se las viera nunca en el suelo sino solo cuando se elevaban en el cielo para cantar? ¡Oh, mire, a esa montaña de ahí por detrás de la que sale el sol la llamo «mi ballena»!

Lib no veía montañas en aquel paisaje llano. Anna señalaba hacia una cresta baja; seguramente para los habitantes del mismísimo centro de Irlanda cualquier ondulación era un pico montañoso.

A veces Anna imaginaba que podía realmente vislumbrar el viento; ¿había pensado eso alguna vez la señora Algo-Parecido-a-Elizabeth?

—Llámame señora Wright…

—O enfermera, o ’ñora —dijo Anna con una risita.

Lib pensó que estaba llena de vitalidad; ¿cómo demonios podía estar medio muerta de hambre? Alguien seguía alimentándola.

Las zarzas ya brillaban.

—¿Cuál es el agua que más cubre —le planteó Lib— y en la que corres menos riesgo de ahogarte?

—¿Es una adivinanza?

—Claro, una que aprendí de pequeña.

—Mmm. El agua más ancha… —repitió Anna.

—Te estás imaginando algo como el mar, ¿verdad? No.

—He visto fotografías del mar.

Crecer en aquella islita y no haber llegado nunca hasta el borde…

—Pero he visto ríos grandes con mis propios ojos —alardeó Anna.

—¿Ah, sí?

—El Tullamore y también el Brosna, una vez que fuimos a la feria de Mullingar.

Lib reconoció el nombre del pueblo de las Midlands donde se había quedado cojo el caballo de William Byrne. ¿Se habría quedado en la habitación de la tienda de Ryan, al otro lado del pasillo, frente a la suya, con la esperanza de enterarse de algo más sobre el caso de Anna, o tal vez al Irish Times le habrían bastado sus mensajes satíricos sobre el asunto?

—El agua de mi adivinanza no se parece ni siquiera a la del río más ancho. Imagínala cubriendo todo el suelo, pero sin que sea un peligro cruzarla.

Anna le dio vueltas un rato y al final negó con la cabeza.

—El rocío —dijo Lib.

—¡Oh! Tendría que haberlo adivinado.

—Es tan pequeño que nadie se acuerda de él. —Pensó en la historia del maná: un rocío rodeó el campamento y cubrió la faz de la Tierra.

—Otra —le rogó Anna.

—Ahora mismo no me acuerdo de ninguna.

La niña caminó en silencio un momento, casi cojeando. ¿Le dolía?

Lib tuvo la tentación de sujetarla por el codo para ayudarla a subir un tramo difícil, pero no. «Limítate a observar», se recordó. Más adelante había alguien que creyó que era Malachy O’Donnell, pero cuando se acercaron resultó ser un hombre más viejo y encorvado. Extraía rectángulos negros del suelo y los iba amontonando; turba para quemar, supuso.

—Que Dios bendiga su trabajo —lo saludó Anna.

Él le respondió con un gesto de asentimiento. La pala que usaba tenía una forma que Lib no había visto nunca; el filo se dividía en dos alas.

—¿Es otra oración que tienes que decir por obligación? —le preguntó a la niña cuando se alejaron.

—¿Bendecir el trabajo? Sí, si no podría hacerse daño.

—¿Qué, se heriría si no pensaras en él? —le preguntó Lib con un dejo de burla.

Anna estaba perpleja.

—No, se cortaría un dedo del pie con la pala.

¡Ah! Así que era una especie de hechizo de protección.

La niña se había puesto a cantar con su voz susurrante.

Deep in thy wounds, Lord,

Hide and shelter me,

So shall I never,

Never part from thee[3].

La emotiva tonada no pegaba con aquella letra morbosa, en opinión de Lib. La sola idea de esconderse en las profundidades de una herida, como un parásito…

—Ahí está el doctor McBrearty —dijo Anna.

El anciano se les acercaba renqueando procedente de la cabaña, con las solapas levantadas. Se quitó el sombrero saludando a Lib y se volvió hacia la niña.

—Tu madre me ha dicho que te encontraría tomando el aire. Estoy encantado de verte con las mejillas sonrosadas.

Tenía la cara bastante colorada, pero de andar, pensó Lib; lo de las mejillas sonrosadas era un poco exagerado.

—¿Sigue bien, en términos generales? —le susurró el médico.

La señorita N. era muy severa en cuanto a hablar de los enfermos en presencia de estos.

—Adelántate a nosotros —le sugirió a Anna—. ¿Por qué no coges flores para tu habitación?

La niña obedeció. Lib, sin embargo, no le quitaba ojo. Se le pasó por la cabeza que podía haber bayas por los alrededores, nueces verdes, incluso… ¿Podría una histérica, si Anna lo era, tomar bocados de comida sin ser consciente de ello?

—No sé cómo responder a su pregunta —le dijo al médico. Pensaba en lo que había dicho Standish: «Medio muerta de hambre».

McBrearty removió el suelo blando con el bastón.

Tras una breve vacilación, Lib se obligó a mencionárselo.

—¿Tuvo ocasión el doctor Standish de hablar con usted anoche, después de visitar a Anna? —Tenía preparados sus mejores argumentos contra la alimentación forzosa.

El anciano frunció la cara en una mueca, como si hubiera mordido algo amargo.

—Me habló en un tono muy impropio de un caballero. ¡Y yo que había tenido con él y con nadie más la deferencia de permitirle entrar en la cabaña para ver a la niña!

Lib esperó, pero evidentemente McBrearty no iba a contarle la reprimenda que había recibido.

—¿Sigue respirando bien? —le preguntó el médico.

Lib asintió.

—¿El corazón y el pulso bien?

—Sí —concedió ella.

—¿Duerme bien?

Otro gesto de asentimiento.

—Parece alegre y sigue teniendo la voz fuerte. ¿Vómitos o diarrea?

—Bueno, no espero eso de alguien que no come.

Los ojos llorosos del anciano se iluminaron.

—Entonces, cree que de hecho vive sin…

—Me refiero a que no come lo bastante como para generar algún tipo de evacuación —lo cortó Lib—. Anna no produce heces y produce muy poca orina —remarcó—. Eso sugiere que está comiendo algo, o más bien que lo estuvo haciendo hasta que empezó la vigilancia, pero no lo bastante para que quede algún residuo.

¿Debía mencionarle su idea acerca de la alimentación nocturna de la que Anna no habría sido consciente durante todos aquellos meses? No tuvo valor; de repente le parecía tan poco plausible como cualquiera de las teorías del anciano doctor.

—¿No le parece que tiene los ojos incluso más saltones que antes? —le preguntó—. Tiene la piel llena de moratones y de costras, y le sangran las encías. Escorbuto, tal vez, he pensado. O pelagra, incluso. Desde luego parece anémica.

—Bien, señora Wright. —McBrearty arrancó la hierba flexible con el bastón—. ¿Empezamos a salirnos de los límites de nuestras atribuciones?

Lo dijo como un padre indulgente que desaprueba el comportamiento de una criatura.

—Le ruego que me perdone, doctor —repuso ella, envarada.

—Deje tales misterios a quienes tienen la formación para tratarlos.

Lib habría dado cualquier cosa por saber dónde se había formado McBrearty, y hasta qué punto, y si había sido en el presente siglo o en el anterior.

—Su trabajo consiste sencillamente en observar.

Sin embargo, aquella tarea no era en absoluto sencilla; aunque no lo hubiera sabido hacía tres días, ahora lo sabía.

Oyeron un grito a lo lejos. Procedía de un carro que se había detenido frente a la casa de los O’Donnell.

—¡Es ella! —Varios pasajeros saludaban con la mano.

Tan temprano y ya la estaban acosando. ¿Adónde había ido Anna? Lib miró hacia todos lados hasta que encontró a la niña, inhalando el aroma de alguna flor. No soportaba la perspectiva de las preguntas aduladoras, lisonjeras, indiscretas.

—Tengo que llevarla dentro, doctor —corrió hacia Anna y la agarró del brazo.

—Por favor…

—No, Anna, no debes hablar con ellos. Tenemos una norma y debemos ceñirnos a ella.

Se apresuró con la niña hacia la cabaña, atajando por un sembrado, con el médico pisándole los talones. Anna tropezó y una de las grandes botas se le dobló.

—¿Te duele? —le preguntó Lib.

La pequeña sacudió la cabeza, negando.

Así que Lib tiró de ella, rodearon la cabaña, ¿por qué no había puerta trasera?, y pasaron entre el grupito de visitantes que discutían con Rosaleen O’Donnell, enharinada hasta los codos.

—Ahí viene la pequeña maravilla —exclamó un hombre.

Una mujer trató de acercarse.

—¡Si me dejaras tocar el bajo del vestido, cielo…

Lib interpuso un hombro para proteger a la niña.

—… Siquiera una gota de saliva o de aceite de tus dedos para curarme esta llaga del cuello!

Hasta que hubieron entrado todos, el doctor McBrearty el último, y cerró de un portazo, Lib no se dio cuenta de que Anna jadeaba, y no solo de miedo por las manos que trataban de agarrarla. La niña estaba delicada, se recordó. ¿Qué clase de enfermera chapucera la obligaría a esforzarse más de lo que podía soportar? ¡Cómo la habría regañado la señorita N.!

—¿Estás enferma, cariño? —le preguntó Rosaleen O’Donnell.

Anna se dejó caer en el primer taburete que encontró.

—Solo sin aliento, creo —contestó McBrearty.

—Te calentaré un paño. —La madre se limpió las manos antes de colgar un paño ante el fuego.

—Has cogido un poco de frío durante el paseo —le dijo McBrearty a la niña.

—Siempre está helada —murmuró Lib.

Anna tenía las manos azuladas. Lib la llevó a una silla de respaldo alto, junto al hogar, y le frotó los dedos hinchados para calentárselos, con delicadeza, por miedo a hacerle daño.

Cuando el paño estuvo caliente, Rosaleen se lo puso con ternura a Anna alrededor del cuello.

A Lib le habría gustado palparlo antes para asegurarse de que no ocultaba nada ingerible, pero no se atrevió.

—¿Y cómo te va con la señora Wright, querida? —le preguntó el médico.

—Muy bien.

¿Estaba siendo educada? Lib solo recordaba momentos en que había sido suspicaz o severa con la niña.

—Me enseña adivinanzas —añadió Anna.

—¡Fascinante! —El médico le sostuvo la muñeca hinchada para tomarle el pulso.

En la mesa, junto a la ventana trasera, al lado de Kitty, la señora O’Donnell dejó de dar forma a las tortitas de avena.

—¿Qué clase de adivinanzas?

—Ingeniosas —le contestó Anna.

—¿Ya te encuentras un poco mejor? —le preguntó McBrearty.

Ella asintió, sonriente.

—Bien, pues me marcho. Rosaleen, que tenga un buen día —se despidió con una inclinación.

—Y usted, doctor. Que Dios lo bendiga por pasarse.

Cuando el médico hubo salido y la puerta se cerró, Lib se desinfló, desalentada.

McBrearty apenas la había escuchado; ignoraba las advertencias de Standish, atrapado en su fascinación por la pequeña maravilla.

Notó que no había nada encima del taburete de la puerta.

—Veo que la caja del dinero ya no está.

—Se la mandamos a don Thaddeus con uno de los chicos de Corcoran, con los guantecitos de la nuez —le dijo Kitty.

—Hasta el último penique ha sido para ayudar y para confortar a los necesitados —lanzó Rosaleen O’Donnell en dirección a Lib—. Piensa en eso, Anna. Estás acumulando riqueza en el cielo.

¡Cómo disfrutaba Rosaleen de la gloria! La madre era el genio autor del complot, no simplemente una conspiradora más; Lib estaba prácticamente segura. Evitó mirarla para que no notara su hostilidad.

En la repisa de la chimenea, a un palmo de sus narices, la nueva fotografía estaba expuesta al lado de la antigua de la familia al completo. La pequeña estaba casi igual en ambas: las mismas extremidades, la expresión no por completo de este mundo. Era como si el tiempo no pasara por ella; como si estuviera conservada detrás del cristal.

Pero el verdaderamente raro era el hermano. La cara de adolescente de Pat se parecía a la más suave de su hermana, lo que permitía el hecho de que los chicos llevaban la raya del pelo a la derecha. Pero sus ojos…, tenían un brillo extraño; los labios oscuros, como pintados. Estaba reclinado sobre su indomable madre, como un niño mucho más pequeño o un petimetre borracho. ¿Cómo era aquel verso del salmo? Los niños extraños se han desvanecido.

Anna estiró las manos hacia el fuego para calentárselas, abriendo los dedos en abanico.

¿Cómo podía enterarse de más cosas acerca del chico?

—Tiene que echar de menos a su hijo, señora O’Donnell.

—Así es, desde luego —repuso Rosaleen tras una pausa.

Estaba cortando chirivías, sosteniendo el cuchillo de carnicero con su gran mano descarnada.

—Ah, bueno. Dios le da a cada cual lo que puede soportar, como suele decirse.

«Le saca bastante provecho», pensó Lib.

—¿Hace mucho que no tiene noticias de él?

Rosaleen dejó de cortar y la miró.

—Vela por nosotros.

¿A Pat O’Donnell le había ido bien en el Nuevo Mundo, entonces? Demasiado bien para molestarse en escribir a su familia plebeya.

—Desde el cielo —terció Kitty.

Lib parpadeó.

La criada señaló hacia arriba para asegurarse de que la inglesa lo entendiera.

—Murió el pasado noviembre.

Lib se tapó la boca con una mano.

—Tenía quince años —añadió la criada.

—¡Oh, señora O’Donnell —exclamó Lib—, perdone mi falta de tacto! No me había dado cuenta… —Hizo un gesto hacia el daguerrotipo, desde el que el chico parecía observarla con desdén, ¿o era con júbilo? No había sacado la fotografía antes de su muerte, sino después, comprendió.

Anna, apoyada en el respaldo de la silla, parecía sorda a todo aquello, fascinada por las llamas.

En lugar de ofenderse, Rosaleen O’Donnell sonreía agradecida.

—¿Le parece vivo, ’ñora? Bueno, de eso se trata.

Apoyado en el regazo de su madre. Los labios negruzcos, el primer indicio de descomposición; Lib tendría que haberlo deducido. ¿Habría permanecido el chico de los O’Donnell en aquella cocina un día entero, o dos, o tres, mientras la familia esperaba al fotógrafo?

Rosaleen se le acercó tanto que Lib dio un respingo. Dio unos golpecitos en el cristal.

—Un trabajo de pincel estupendo en los ojos, ¿verdad?

Alguien había pintado las pupilas y las escleróticas encima de los párpados cerrados del cadáver; por eso tenía aquella mirada de cocodrilo.

El señor O’Donnell entró y se sacudió el barro de las botas. Su mujer lo saludó en gaélico.

—No te lo vas a creer, Malachy —le dijo luego, en inglés—. ¡La señora Wright creía que Pat seguía con nosotros!

La mujer tenía el talento de disfrutar de cosas terribles.

—Pobre Pat —dijo Malachy, asintiendo, sin ofenderse.

—Han sido los ojos, que la han confundido por completo. —Rosaleen toqueteó el cristal—. Han valido hasta el último penique.

Anna tenía los brazos apoyados en el regazo y en sus ojos se reflejaban las llamas. Lib estaba deseando sacarla de aquella habitación.

—Fue el estómago lo que acabó con él —dijo Malachy.

Kitty se sorbió los mocos y se secó un ojo con la manga raída.

—Vomitó la cena. No pudo volver a comer nada.

Malachy se lo estaba diciendo a ella, así que tuvo que asentir.

—Tenía dolor aquí y ahí, ¿sabe? —El hombre se tocó el ombligo y luego la zona derecha del bajo vientre—. Se hinchó como un huevo.

Lib nunca lo había oído hablar con tanta fluidez.

—Por la mañana se había deshinchado, así que pensamos que, al fin y al cabo, no teníamos por qué molestar al doctor McBrearty.

Lib volvió a asentir. ¿Le estaba pidiendo el padre su opinión profesional? ¿Una especie de absolución?

—Pero Pat seguía sintiéndose débil y tenía frío —dijo Rosaleen—. Pusimos todas las mantas de la casa amontonadas en su cama y su hermana se acostó con él para darle calor.

Lib se estremeció. No solo por lo sucedido sino porque volvían a contarlo delante de una niña sensible.

—Jadeaba un poco y decía tonterías, como si soñara —murmuró su madre.

—Después del desayuno se había ido, pobre muchacho —dijo Malachy—. No hubo tiempo ni para mandar llamar al sacerdote. —Sacudió la cabeza como para librarse de una mosca.

—Era demasiado bueno para este mundo —exclamó Rosaleen.

—Lo siento muchísimo —dijo Lib. Se volvió hacia el daguerrotipo para no tener que mirar a los padres, pero no soportaba el brillo de aquellos ojos, así que cogió a Anna por la mano todavía fría y volvió al dormitorio.

Se fijó en el cofre de los tesoros. El pelo castaño oscuro que había dentro de la estatuilla que había roto tenía que ser del hermano. El silencio de Anna tenía a Lib preocupada. ¡Menuda idea la de poner a una criatura al lado de su hermano agonizante, como si fuera un brasero!

—Seguro que lamentas la muerte de tu hermano.

La pequeña contrajo la cara.

—No es eso. O…, claro que sí, doña Elizabeth, pero no es eso. —Se le acercó y le susurró—: Mamá y papá creen que está en el cielo. Pero ¿sabe?, no podemos estar seguros de eso. Nunca, pero nunca hay que dar nada por supuesto; son dos pecados imperdonables contra el Espíritu Santo. Si Pat está en el purgatorio, estará ardiendo…

—¡Oh, Anna! —La interrumpió Lib—. Te estás angustiando innecesariamente. No era más que un muchacho.

—Pero todos somos pecadores. Y él enfermó tan de repente que no recibió la absolución a tiempo. —Las lágrimas le resbalaban por el cuello.

La confesión, sí. Los católicos se aferraban a la idea de su poder único para borrar todos los pecados.

Anna sollozaba tanto que Lib casi no conseguía entenderla.

—Antes de que se nos permita la entrada tenemos que ser lavados.

—Muy bien, entonces lavarán a tu hermano —dijo Lib en un tono absurdamente práctico, de cuidadora llenando una bañera.

—¡Con fuego, solo con fuego!

—Oh, pequeña… —Aquel lenguaje le era alieno y, francamente, no quería aprenderlo.

Le dio unas palmaditas en el hombro a la niña, incómoda. Notó el hueso que sobresalía.

—No publique esto en el periódico —dijo Lib, mientras comía una especie de estofado.

(Había encontrado a William Byrne cenando en la pequeña habitación de Ryan, a la una y media, al volver de su turno).

—Adelante.

Decidió tomárselo como una promesa.

—Anna O’Donnell está de duelo por su único hermano, que murió de una afección digestiva hace nueve meses —le dijo en voz baja.

Byrne se limitó a asentir y rebañó el plato con un pedazo de pan.

Lib se irritó.

—¿Duda que eso baste para causar el colapso mental de una criatura?

Él se encogió de hombros.

—Podría decirse que mi país entero está de duelo, señora Wright. Tras siete años de penurias y plaga, ¿qué familia no ha quedado tocada?

Lib no supo qué decir.

—¿Siete años? ¿En serio?

—La patata se malogró en el 45 y no volvió a ir bien hasta el 52 —le contestó.

Discretamente, Lib se sacó un pedacito de hueso de la boca; de conejo, pensó.

—A pesar de todo, ¿qué sabe Anna de esos temas nacionales? Debe de sentirse como la única niña que ha perdido a un hermano. —El himno resonó en su cabeza: «Para que nunca, nunca me aparte de ti»—. Quizá se atormenta preguntándose por qué se lo llevaron a él y no a ella.

—Entonces, ¿parece deprimida?

—A veces —repuso Lib, insegura—. Pero otras todo lo contrario: la ilumina una íntima alegría.

—Hablando de secretos, ¿todavía no la ha pillado intentando conseguir un poco de comida a escondidas?

Lib sacudió la cabeza, negando.

—Me inclino por la opinión de que Anna cree realmente que vive del aire —dijo en un susurro. Dudó un momento, pero tenía que plantearle su idea a alguien—. Se me ha ocurrido que alguien de la casa, aprovechándose de los delirios de la niña, puede haber estado alimentándola mientras duerme.

—¡Oh, vamos! —William Byrne se apartó los rizos rojos de la cara.

—Este subterfugio explicaría la convicción de Anna de que lleva cuatro meses sin comer. Si ha estado completamente inconsciente mientras alguien le metía puré por la garganta…

—Puede, pero ¿es plausible? —Cogió el lápiz—. ¿Puedo publicar esto en mi próxima entrega?

—¡No! Son especulaciones, no hechos.

—Yo lo llamaría la experta opinión de su enfermera.

A pesar del pánico Lib sintió una punzada de placer porque Byrne se la tomaba en serio.

—Además, tengo completamente prohibido expresar ninguna opinión hasta que haya informado al comité el domingo.

El periodista dejó el lápiz.

—Entonces, ¿por qué me fascina con lo que dice si no puedo usar ni una sola palabra?

—Lo siento —se disculpó Lib secamente—. Asunto concluido.

Él forzó una sonrisa.

—En tal caso me veré forzado a divulgar los cotilleos. Y no todos son caritativos. La niña está lejos de ser la preferida de todos por aquí, ¿sabe?

—¿Quiere decir que algunos la consideran una mentirosa?

—Desde luego, o peor. Anoche le pagué una copa a un obrero con ojos de loco que compartió conmigo su convicción de que son las hadas las que están detrás de todo esto.

—¿A qué se refiere?

—La razón por la que Anna no come es que es algún tipo de monstruoso niño cambiado por las hadas disfrazado de niña.

«La otra gente… moviéndole las manos y los pies». Eso le había oído decir Lib a un campesino barbudo la noche de su llegada. Seguramente se refería a que Anna tenía una multitud invisible de hadas que la asistían.

—El tipo propuso incluso un remedio. Apalearla o echarla a la hoguera. —El acento irlandés que Byrne imitó fue brutalmente exacto—: ¡Entonces volvería al sitio de donde ha venido!

Lib se estremeció. Esa era la clase de ignorancia beoda que encontraba monstruosa.

—¿Alguna vez ha tenido un paciente remotamente parecido a Anna O’Donnell?

Ella negó con la cabeza.

—Trabajando como enfermera particular me he topado con casos plausibles pero falsos, de personas sanas que fingían padecer una enfermedad interesante. Pero Anna es todo lo contrario. Es una niña desnutrida que asegura tener una salud magnífica.

—Mmm. Pero ¿podemos llamar farsantes a los hipocondríacos?

Lib estaba avergonzada, como si se estuviera burlando de quienes la habían contratado.

—La mente es capaz de engañar al cuerpo —señaló él—. Uno piensa en el picor y algo le pica. O lo de bostezar… —Se tapó la boca para ocultar un bostezo.

—Bueno, pero… —Lib se calló porque también ella estaba bostezando.

Byrne soltó una carcajada. Cuando se calmó, se quedó con la mirada desenfocada.

—Supongo que cabe dentro de la medida de lo posible que una mente entrenada logre ordenar al cuerpo que siga funcionando sin comida, al menos una temporada.

Un momento. Durante su primer encuentro, Byrne había tachado de fraude a Anna; en el siguiente, había acusado a Lib de impedirle comer. Ahora, después de menospreciar la idea de Lib sobre la alimentación durante el sueño, ¿sugería que las reivindicaciones milagrosas podían ser ciertas después de todo?

—No me diga que se está pasando al bando de los O’Donnell.

Él torció la boca.

—Mi trabajo es mantener la mente abierta. En la India (me mandaron a Lucknow para informar acerca de la rebelión) hay faquires que aseguran mantenerse en estado vegetativo.

—¿Son farsantes?

—No. Son santones —la corrigió—. El coronel Wade, antiguo agente del gobernador general de Punjab, me contó que había visto desenterrar a un personaje conocido como el faquir de Lahore. Llevaba cuarenta días bajo tierra, sin comer, ni beber, sin luz ni aire, y el tipo apareció sano y tan campante.

Lib soltó un bufido.

Byrne se encogió de hombros.

—Lo único que puedo decirle es que ese viejo soldado endurecido por las batallas me habló con tanta convicción que estuve casi tentado de creerle.

—Usted, un periodista cínico.

—¿Soy un cínico? Denuncio la corrupción en cuanto la veo —dijo Byrne—. ¿Me convierte eso en un cínico?

—Perdóneme, se lo ruego —le pidió Lib, confundida—. He hablado más de la cuenta.

—Un vicio habitual de los periodistas. —Su sonrisa fue como un dardo.

¿Pretendía Byrne que había herido sus sentimientos solo para que se sintiera culpable?, se preguntó, con una sensación de mareo.

—Así pues, ¿podría ser Anna O’Donnell una niña-yogui irlandesa?

—No bromearía con esto si la conociera —se le escapó a Lib.

Él se levantó.

—Aceptaré la invitación inmediatamente.

—No. La norma de impedir las visitas es estricta.

—En tal caso, ¿puedo preguntarle cómo lo hizo el doctor Standish de Dublín para sortearla? —Seguía hablando en tono de broma, pero se le notaba lo resentido que estaba.

—No mencionó eso anoche: que le dejó entrar al segundo intento.

—¡El cruel cobarde!

William Byrne se dejó caer en la silla.

—¿Un cruel cobarde lo dejó entrar?

—El cruel cobarde es Standish —dijo Lib—. ¿Esto quedará entre nosotros?

Él puso boca abajo la libreta.

—Recomendó que la alimentara a la fuerza, con una sonda.

Byrne hizo una mueca de dolor.

—Se le permitió la entrada por insistencia del doctor McBrearty, en contra de mi criterio —añadió Lib—, pero no volverá a pasar.

—¿Por qué ha pasado de ser carcelera a ser guardaespaldas, Elizabeth Wright? ¿Va a seguir en la brecha para mantener alejados a los dragones?

Ella no le respondió. ¿Cómo sabía Byrne su nombre de pila?

—¿Me equivoco al creer que le gusta bastante la niña?

—Esto es mi trabajo —le espetó Lib—. Su pregunta es irrelevante.

—El mío es hacer preguntas, de toda clase.

Lo miró con dureza.

—¿Por qué sigue aquí, señor Byrne?

—Debo decir que domina el arte de hacer que un compañero de viaje se sienta bienvenido. —Se arrellanó tanto en el asiento que este crujió.

—Le ruego que me perdone. Pero ¿cómo puede merecer este caso su completa atención durante tantos días?

—Una pregunta justa —dijo William Byrne—. El lunes, antes de salir, le dije a mi editor que podía reunir a una serie de pilluelos famélicos de las calles de Dublín. ¿Para qué recorrer todo el camino hasta los pantanos?

—¿Y él qué le dijo?

—Lo que sospechaba que diría: «La oveja perdida, William».

Tardó un momento en pillar que ser refería al pastor de los Evangelios que abandonó su rebaño de noventa y nueve ovejas para ir en busca de una sola descarriada.

—El periodismo de investigación debe centrarse en algo concreto —le dijo, encogiéndose de hombros—. Reparta el interés del lector entre las muchas cosas que lo merecen y le quedará demasiado poco para derramar una lágrima por cualquiera de ellas.

Lib asintió.

—Con las enfermeras pasa igual. Parece lo natural preocuparse más por un solo individuo que por mucha gente.

Él arqueó una ceja cobriza.

—Por eso la señorita…, la dama que me preparó —se corrigió Lib— no nos permitía sentarnos junto a determinado paciente para leerle y demás. Decía que eso llevaba a sentir apego.

—¿A flirtear, besuquearse y demás?

Lib no quería ruborizarse.

—No teníamos tiempo que perder. Nos decía: «Hagan lo que hace falta y sigan de largo».

—Claro que ahora la señorita Nightingale está inválida —dijo Byrne.

Lib se lo quedó mirando. No había sabido de ninguna aparición pública de su maestra desde hacía varios años, pero había supuesto que la señorita N. continuaba con su misión de reformar los hospitales.

—Lo siento muchísimo —se disculpó él, inclinándose hacia ella por encima de la mesa—. No estaba usted al corriente.

Lib se esforzó para recobrar la compostura.

—Entonces, ¿era una gran dama como dicen?

—La más grande —repuso Lib, conmovida—. Y sigue siéndolo, inválida o no.

Apartó lo que le quedaba de estofado, incapaz por una vez de terminarse la comida, y se levantó.

—¿Está impaciente por marcharse? —le preguntó William Byrne.

Lib escogió responderle como si él se estuviera refiriendo a las Midlands irlandesas y no a aquel estrecho comedor.

—Bueno —dijo—, a veces parece que el siglo XIX todavía no ha llegado a esta parte del mundo.

William sonrió.

—Leche para las hadas, discos de cera para repeler el fuego y las inundaciones, niñas que viven del aire… ¿Hay algo que los irlandeses no se traguen?

—Hadas aparte —dijo Byrne—, la mayoría de mis paisanos se tragan cualquier paparrucha de los curas.

Así que también él era católico. A Lib le sorprendió un poco.

William le indicó por señas que se acercara. Ella se inclinó hacia él, solo un poco.

—Por eso apuesto por don Thaddeus —le susurró—. Es posible que la niña de los O’Donnell sea inocente; incluso es posible que la hayan estado alimentando durante meses mientras dormía, si tiene usted razón; pero ¿qué me dice de su titiritero?

Para Lib fue como un golpe en las costillas. ¿Por qué no había pensado en eso? El cura era demasiado locuaz, demasiado sonriente.

«Un momento. —Se enderezó—. Actúa con lógica y sin prejuicios».

—Don Thaddeus asegura que ha instado a Anna a que comiera desde el principio.

—¿Solo instado? La niña es su feligresa, y una feligresa muy piadosa. Podría ordenarle que subiera a la cima de una montaña de rodillas. No. Yo digo que el cura ha estado detrás del engaño desde el principio.

—Pero ¿por qué motivo?

Byrne se frotó los dedos con el pulgar.

—Han entregado los donativos de las visitas para los necesitados —dijo Lib.

—Es decir, a la Iglesia.

A Lib la cabeza le daba vueltas. Todo aquello era espantosamente plausible.

—Si don Thaddeus logra que el caso de Anna sea reconocido como un milagro, y esta aldea deprimente pasa a ser un lugar de peregrinación —dijo Byrne—, los beneficios serán ilimitados. ¡La niña que no come provee los fondos para construir un santuario!

—Pero ¿cómo se las ha arreglado para alimentarla a escondidas por las noches?

—Ni idea —admitió Byrne—. Debe de estar conchabado con la criada o con los O’Donnell. Usted ¿de quién sospecha?

—Realmente no es asunto mío… —objetó Lib.

—¡Oh, vamos! Entre nosotros. Usted ha estado en esa casa noche y día desde el lunes.

—Rosaleen O’Donnell —dijo por fin, en voz muy baja, tras dudar un momento.

Byrne asintió.

—¿Quién fue que dijo que una madre es la palabra de Dios para un hijo?

Lib nunca lo había oído.

Él meneaba el lápiz.

—Bueno, no puedo publicar nada de esto sin pruebas o me demandarán por difamación.

—¡Claro que no puede!

—Si me dejara estar cinco minutos con la niña, apuesto a que podría sonsacarle la verdad.

—Eso es imposible.

—Bien. —La voz de Byrne volvía a retumbar como de costumbre—. ¿La sondeará usted, entonces?

No la atraía la idea de fisgar para él.

—De todos modos, gracias por su compañía, señora Wright.

Eran casi las tres de la tarde y el siguiente turno de Lib empezaba a las nueve. Quería tomar el aire, pero lloviznaba, y además, supuso, necesitaba echar una cabezada. Así que subió al primer piso y se quitó las botas.

Si la roya de la patata había sido una catástrofe tan prolongada, que había terminado hacía solo siete años, a Lib se le ocurrió que una niña que en aquellos momentos tenía once años podía haber nacido durante la hambruna, y haber sido destetada y criada durante la hambruna. Eso tenía que moldear a una persona.

«Nunca ha estado ávida de golosinas ni las ha pedido»; con estas palabras había elogiado a su hija Rosaleen O’Donnell.

Seguramente la habían acariciado cada vez que decía estar llena, se había ganado una sonrisa por cada bocado que les había pasado a su hermano o a la criada.

Pero eso no explicaba por qué los demás niños irlandeses querían cenar y Anna no.

A lo mejor la diferencia estaba en la madre, pensó Lib. Como aquella fanfarrona del viejo cuento que se jactaba ante el mundo de que su hija hilaba oro. ¿Habría notado Rosaleen O’Donnell el talento de su hijita para la abstinencia e imaginado un modo de convertirlo en libras y peniques, fama y gloria?

Lib permanecía acostada, muy quieta, con los ojos cerrados, pero la luz le atravesaba los párpados. El hecho de estar cansado no implica que uno sea capaz de dormir, al igual que la necesidad de comida no es lo mismo que el placer de comer. Lo cual la llevó de nuevo, como siempre, a Anna.

Cuando la última luz del atardecer palidecía en la calle del pueblo, Lib giró a la derecha por el camino. Se levantaba sobre el cementerio una luna menguante encerada. Pensó en el chico O’Donnell en su ataúd. Nueve meses; podrido ya, pero no un esqueleto todavía. ¿Eran sus pantalones marrones los que llevaba el espantapájaros?

La nota que Lib había escrito para la puerta de la cabaña estaba empapada de lluvia.

La hermana Michael esperaba en el dormitorio.

—Ya se ha apagado como una luz —susurró.

A mediodía solo tendrían unos instantes para que Lib la informara sobre su turno. Aquel era uno de los pocos momentos en que podían hablar en privado.

—Hermana Michael… —Lib se dio cuenta de que no podía hablarle de sus especulaciones acerca de la alimentación nocturna, porque la monja volvería a cerrarse como una ostra. No, mejor sería que se mantuviera en el terreno común de su preocupación por aquella niña dormida en la estrecha cama—. ¿Sabía que el hermano de la niña murió?

—Dios lo tenga en su gloria —dijo la monja, asintiendo y persignándose.

Entonces, ¿por qué nadie se lo había dicho a ella? O, más bien, ¿por qué le parecía estar agarrando todo el tiempo el toro por los cuernos?

—Anna parece preocupada por él —le dijo.

—Naturalmente.

—No…, excesivamente. —Vaciló. Aquella mujer podía estar llena de supersticiones y ver ángeles bailando en los pantanos, pero no tenía a nadie más con quien hablar confidencialmente de lo que le había dicho la niña—. Creo que Anna está mentalmente afectada —le susurró rápidamente.

La luz se reflejó en las escleróticas de la hermana Michael.

—No nos han pedido que indaguemos en su mente.

—Estoy describiendo los síntomas —insistió Lib—. La inquietud por su hermano es uno.

—Está infiriendo cosas, señora Wright —le advirtió la monja con un dedo tieso—. No debemos entablar este tipo de conversaciones.

—Eso es imposible. Cada palabra que decimos es acerca de Anna, ¿cómo podría ser de otro modo?

La monja sacudió la cabeza violentamente.

—¿Come o no come? Esa es la cuestión.

—No es la única pregunta que yo me planteo. Y si se considera enfermera, no puede ser su única pregunta tampoco.

A la monja se le crispó la cara.

—Mis superiores me mandaron aquí para servir a las órdenes del doctor McBrearty. Buenas noches. —Dobló la capa, se la puso sobre el brazo y se marchó.

Varias horas más tarde, observando los movimientos de los párpados de Anna, Lib anhelaba el sueño del que tendría que haber disfrutado por la tarde. Estaba acostumbrada a combatir la somnolencia, sin embargo, y como toda enfermera, sabía que la vencería si hablaba consigo misma con la suficiente severidad.

Al cuerpo hay que darle algo, si no descanso, comida y, a falta de comida, algún tipo de estímulo. Lib apartó el mantón y el ladrillo caliente con el que mantenía los pies apartados del suelo y se puso a caminar por la habitación, tres pasos hacia un lado y tres hacia el contrario.

Cayó en la cuenta de que William Byrne tenía que haber hecho indagaciones sobre ella, porque sabía su nombre completo y quién la había preparado. ¿Qué sabía Lib de él? Solo que escribía para un periódico que nunca había leído, que había estado destinado en la India y que era católico, aunque un católico bastante escéptico. También franco, pero había soltado poco aparte de su teoría acerca de don Thaddeus: una audaz deducción que en aquel momento no le parecía en absoluto convincente.

El cura ni siquiera se había acercado a la cabaña desde el lunes por la mañana. ¿Cómo podía preguntarle a Anna: «¿Ha sido don Thaddeus quien te ha hecho dejar de comer?»?

Contaba las respiraciones de la durmiente. Diecinueve por minuto, aunque la cuenta habría sido diferente y el ritmo menos regular si Anna hubiera estado despierta.

Algo se cocía en la olla. ¿Nabos? Se cocerían despacio toda la noche, perfumando la cabaña con su aroma de almidón. Bastaba para que Lib tuviera ganas de comer algo, a pesar de que había cenado bien en el establecimiento de los Ryan.

¿Qué la impulsó a mirar de nuevo la cama? Unos ojos oscuros y brillantes encontraron los suyos.

—¿Cuánto rato llevas despierta?

Anna se encogió levemente de hombros.

—¿Quieres algo? ¿El orinal? ¿Agua?

—No, gracias, doña Elizabeth.

—¿Te duele algo? —le preguntó Lib por el modo en que Anna había hablado, con mucha educación, casi con frialdad.

—Creo que no.

—¿Qué significa eso? —Lib se acercó y se inclinó sobre la cama.

—Nada.

Lib se arriesgó.

—¿No tienes nada de hambre? ¿Ha sido el aroma de esos nabos lo que te ha despertado?

Una débil sonrisa, casi compasiva.

A Lib le rugía el estómago. El hambre es lo habitual cuando uno se despierta. El cuerpo es como un bebé que se agita para exigir: «aliméntame». Pero el de Anna O’Donnell no, ya no. Histérica, lunática, maníaca; no encajaba en ninguna de esas definiciones. No era más que una niña que no comía.

«¡Oh, vamos!», se reprochó. Si Anna creía ser una de las cinco hijas de la reina, ¿la convertía eso en una de ellas? La niña podía no sentir el hambre, pero le estaba corroyendo la carne, el pelo, la piel.

—Cuéntame lo del hombrecito —dijo Anna, después de un silencio tan largo que Lib creyó que tal vez la pequeña dormía con los ojos abiertos.

—¿De qué hombrecito?

—De ese Rumpel…

—¡Ah, de Rumpelstiltskin!

Le contó el cuento simplemente para pasar el tiempo. Al tener que acordarse de los detalles se dio cuenta de lo estrambótico que era. La niña asumía la imposible tarea de hilar paja convirtiéndola en oro por la jactancia de su madre. El duende que la ayudaba. La oferta de este de permitirle al final conservar a su primogénito solo si adivinaba su nombre extranjero…

Anna se quedó acostada y quieta cuando terminó. A Lib se le pasó por la cabeza que la niña se tomaba el relato como un hecho cierto. ¿Serían todas las manifestaciones de lo sobrenatural igualmente reales para ella?

—Bet.

—¿Qué? —preguntó Lib.

—¿En tu familia te llamaban Bet?

Lib se rio entre dientes.

—Otra vez con esa tontería no.

—No es posible que te llamaran Elizabeth siempre. ¿Betsy? ¿Betty? ¿Bessie?

—No, no y no.

—Pero por un diminutivo de Elizabeth, ¿verdad que sí? —insistió Anna—. No por otro nombre, como Jane, ¿a que no?

—No. Eso sería trampa —convino Lib.

Lib había sido su apodo cariñoso en la época en que era la preferida de todos, el nombre por el que su hermana pequeña la llamaba porque Elizabeth le resultaba demasiado largo de pronunciar. Toda la familia pasó a llamarla Lib, cuando todavía tenía familia, mientras sus padres aún vivían y antes de que su hermana dijera que había muerto para ella.

Puso la mano sobre la de Anna por encima de la manta gris. Tenía helados los dedos hinchados, así que se los arropó.

—¿Estás contenta de tener compañía de noche?

La niña se quedó desconcertada.

—De no estar sola, quiero decir.

—Pero si no lo estoy —dijo Anna.

—Bueno, ahora no.

Desde que la vigilaban, no.

—No estoy nunca sola.

—No —convino Lib.

Tenía a dos vigilantes que le hacían compañía, turno tras turno, constantemente.

—Viene a mí en cuanto me duermo.

Había vuelto a cerrar los párpados azulados, así que Lib no le preguntó a quién se refería. La respuesta era evidente.

La respiración de Anna volvía a ser profunda. Lib se preguntó si la niña soñaba con su Salvador todas las noches. ¿Se le aparecía en forma de hombre de larga melena, de muchacho con una aureola, de bebé? ¿Qué consuelo le aportaba? ¿Qué deleites, mucho más deliciosos que los de este mundo?

Vigilar a una persona dormida era un potente inductor del sueño; a Lib le pesaban otra vez los párpados. Se levantó y giró la cabeza de lado a lado para desentumecerse el cuello.

«Viene a mí en cuanto me duermo». Una frase extraña.

A lo mejor Anna no se refería a Cristo, después de todo, sino ¿a un hombre común y corriente —¿a Malachy O’Donnell?, ¿a don Thaddeus, tal vez?—, que le introducía líquido en la boca mientras estaba semiadormecida? ¿Trataba Anna de contarle una verdad que ella misma apenas entendía?

Para hacer algo, Lib repasó el contenido del cofre de los tesoros de la niña. Abrió con cuidado La imitación de Cristo, para no descolocar las estampitas. «Si estuviéramos completamente muertos por dentro, en lugar de apegados a nosotros mismos —leyó al principio de una página—, entonces seríamos capaces de saborear lo divino».

Aquello le dio escalofríos. ¿Quién enseñaba a una niña a estar muerta por dentro? ¿Cuántas de las ideas absurdas que Anna atesoraba procedían de aquellos libros?

O de las ilustraciones en tonos pastel de las estampas. Muchas con plantas: girasoles vueltos hacia la luz; Jesús bajo el dosel de un árbol con gente apiñada alrededor. Con lemas doctrinales en letra gótica, describiéndolo como un hermano o como un novio.

En una había una escalera empinada excavada en la pared de un acantilado con un corazón como el sol poniente y una cruz en la cima. La siguiente era incluso más extraña: el matrimonio místico de santa Catalina. Una hermosa joven aceptaba el anillo nupcial de un Niño Jesús sentado en el regazo de su madre.

La que más preocupó a Lib, sin embargo, representaba a una niñita flotando en una balsa en forma de cruz ancha, tendida en ella, durmiendo, ajena a las tremendas olas que se alzaban a su alrededor. «Je voguerai en paix sous la garde de Marie[4]», rezaba. ¿Yo lo que fuera en lo que fuera bajo la protección de María? Solo entonces se dio cuenta Lib de la presencia del rostro afligido de una mujer en las nubes, vigilando a la pequeña.

Cerró el libro y lo devolvió a su sitio. Luego decidió echar otro vistazo a la estampita, para ver qué pasaje marcaba. No encontró en él nada acerca de María ni del mar. La única palabra que le llamó la atención fue «recipientes»: «Porque el Señor otorga sus bendiciones allí donde halla los recipientes vacíos». ¿Vacíos de qué, exactamente?, se preguntó Lib. ¿De comida? ¿De ideas? ¿De personalidad? En la página siguiente, junto a la imagen de un ángel de apariencia biliosa: «Estás dispuesto a darme de comer el alimento celestial y el pan de los ángeles». Unas cuantas páginas más adelante, marcado con una imagen de la Última Cena: «¡Qué dulce y agradable el banquete, cuando te diste a nosotros tú mismo como alimento!». O tal vez la estampa marcaba «solo tú eres mi carne y mi bebida, amor mío».

Lib entendía que una niña malinterpretara aquellas frases tan floridas. Si esos eran los únicos libros que Anna tenía y había permanecido en casa desde su enfermedad, sin ir a la escuela, dándole vueltas a todo aquello sin la debida orientación…

Algunos niños no entienden lo que es una metáfora, desde luego. Se acordó de una niña de su escuela, de carácter insensible, que nunca hablaba de cosas sin importancia y que, a pesar de toda su erudición, era estúpida para las cosas comunes y corrientes. Anna no le parecía de esas. Pero ¿de qué otro modo llamar sino «estupidez» al hecho de tomarse al pie de la letra el lenguaje poético? Lib tuvo ganas de sacudir a la niña para despertarla y decirle: «¡Jesús no es carne real, cabeza hueca!».

No. No era una cabeza hueca. Anna tenía muchas luces, solo que mal enfocadas.

Una enfermera del hospital tenía un primo, recordó entonces, convencido de que las comas y los puntos y aparte del Daily Telegraph contenían mensajes cifrados para él.

Eran casi las cinco de la mañana cuando Kitty asomó la cabeza y se quedó mirando un buen rato a la niña dormida.

A lo mejor Anna era la última prima viva que le quedaba a Kitty, se le ocurrió de pronto. Los O’Donnell nunca se habían referido a otros parientes. ¿Confiaba siempre Anna en su prima?

—La hermana Michael está aquí —dijo la criada.

—Gracias, Kitty.

Sin embargo, quien entró fue Rosaleen O’Donnell.

«Déjala ser ella», hubiese querido decirle Lib. Sin embargo se mordió la lengua mientras Rosaleen se inclinaba para despertar con un prolongado abrazo a su hija y murmurarle oraciones. La escena parecía salida de una gran ópera, por el modo en que irrumpía dos veces al día para hacer una demostración de sus sentimientos maternales.

La monja entró y la saludó con la cabeza, sin abrir la boca, con los labios apretados.

Lib recogió sus cosas y se fue.

Fuera de la cabaña, la criada vertía el agua de un cubo de hierro en un barreño enorme puesto al fuego.

—¿Qué haces, Kitty?

—Día de colada.

El barreño estaba demasiado cerca del montón de estiércol para el gusto de Lib.

—Solemos hacerla los lunes, no los viernes —dijo Kitty—, pero este lunes es Lá Fhéile Muire Mór.

—Perdón, ¿cómo dices?

—La festividad de la Bendita Virgen María.

—¿Ah, sí?

Kitty puso los brazos en jarras, mirándola fijamente.

—Fue el quince de agosto cuando Nuestra Señora subió.

Lib no se atrevió a preguntar qué significaba aquello.

—Fue subida en cuerpo y alma a los cielos. —Lo ilustró alzando el cubo.

—¿Murió?

—No murió —se burló Kitty—. ¿Cómo no le iba a ahorrar eso su amado hijo?

No había manera de hablar con aquella criatura. Lib se despidió con un gesto y se marchó al pueblo.

Volvió a la licorería con los últimos coletazos de la oscuridad y la luna ya baja en el horizonte. Antes de subir pesadamente las escaleras para acostarse en el piso de arriba, se acordó de rogarle a Maggie Ryan que le guardara algo para desayunar.

Se despertó a las nueve. Había dormido lo suficiente para estar aturdida, pero no para tener la cabeza clara. La lluvia golpeteaba en el tejado como los dedos de un ciego.

No había rastro alguno de William Byrne en el comedor. ¿Habría regresado ya a Dublín, a pesar de haberle insistido a Lib para que indagara más acerca de la posible implicación del cura en el fraude?

La muchacha le sirvió tortitas frías, cocidas directamente sobre las brasas, según dedujo Lib, porque estaban levemente crujientes. ¿Detestaban la comida los irlandeses? Estaba a punto de preguntar por el periodista cuando cayó en la cuenta de la impresión que podía dar si lo hacía.

Pensó en Anna O’Donnell, despertándose aún más vacía ese quinto día. De repente, sintió náuseas, apartó el plato y subió a su habitación.

Estuvo leyendo varias horas un volumen que agrupaba diversos ensayos, sin retener nada de su contenido.

Lib echó a andar por el camino de detrás de la tienda a pesar del golpeteo de la lluvia en su paraguas; cualquier cosa con tal de estar fuera. Unas cuantas vacas desconsoladas en un campo. El suelo parecía cada vez más pobre a medida que se acercaba al único terreno elevado, la ballena de Anna, una cresta alargada con un extremo ancho y el otro en punta. Siguió por un camino hasta que este acabó en los pantanos. Trató de mantenerse en las zonas más altas, que parecían más secas, llenas de brezo. Con el rabillo del ojo vio algo que se movía. ¿Una liebre? Había depresiones llenas de lo que parecía chocolate caliente y otras de agua sucia reluciente.

Para no mojarse las botas, saltaba de un montículo en forma de hongo al siguiente. De vez en cuando, bajaba el paraguas para comprobar con la punta la firmeza del terreno. Durante un rato se abrió paso por una franja ancha de juncias, a pesar de que le ponía nerviosa oír un hilo de agua fluyendo por debajo, tal vez de una fuente subterránea; ¿sería toda la zona un laberinto de túneles?

Pasó un pájaro de pico curvo emitiendo una queja aguda. Pequeños penachos blancos se agitaban solitarios o de dos en dos en el suelo húmedo. Se inclinó a observar un curioso liquen; tenía cuernos como de ciervo minúsculo. De un gran socavón en el suelo salía un ruido. Cuando se acercó y se asomó a él, vio que estaba lleno hasta la mitad de agua marrón y que había un hombre sumergido en ella hasta el pecho, colgado por un codo a una especie de escalera rudimentaria.

—¡Espere! —le gritó Lib—. Volveré con ayuda tan pronto como pueda.

—Estoy perfectamente, ’ñora.

—Pero… —Indicó el agua que lo envolvía.

—Solo descansaba un poco.

Lib había vuelto a interpretar erróneamente la situación. Notó que le ardían las mejillas.

El hombre se balanceó y se agarró a la escalera con el otro brazo.

—Usted debe de ser la enfermera inglesa.

—Así es.

—¿En su tierra no extraen turba?

Lib reconoció entonces la pala que colgaba de la escalera.

—No en la zona del país donde yo vivo. Si no le importa que se lo pregunte, ¿por qué profundiza usted tanto?

—¡Ah! La capa de arriba es mala. —Señaló hacia el borde del agujero—. No hay más que musgo, para lecho de los animales y apósitos, por así decirlo.

A Lib no se le habría pasado nunca por la cabeza aplicar aquella materia pútrida a una herida, ni siquiera en el campo de batalla.

—Para extraer turba para quemar hay que cavar hasta más debajo de la altura de uno o dos hombres.

—Qué interesante. —Lib intentaba parecer práctica, pero quedó más bien como una boba en una fiesta.

—¿Se ha perdido, ’ñora?

—Qué va. Solo estoy dando mi paseo diario. Haciendo ejercicio —añadió, por si el extractor de turba desconocía la costumbre.

Él asintió en silencio.

—¿Lleva una rebanada de pan en el bolsillo?

Lib se apartó, incómoda. ¿Era aquel tipo un mendigo?

—No. Tampoco llevo dinero.

—¡Oh, el dinero no sirve! Necesita un poco de pan para mantener apartada a la otra gente mientras pasea.

—¿A la otra gente?

—A la gente pequeña.

Otra tontería sobre las hadas, evidentemente. Lib le dio la espalda al hombre para marcharse.

—¿No tendría que ir por la senda verde?

¿Otra referencia a lo sobrenatural? Se volvió de nuevo.

—Me temo que no sé lo que es eso.

—Está casi en ella.

Cuando se volvió hacia donde le indicaba el extractor de turba, Lib distinguió sorprendida un sendero.

—Gracias.

—¿Cómo le va a la niña?

Estuvo a punto de responderle sin pensar: «Bastante bien». Sin embargo, se contuvo a tiempo.

—No se me permite hablar del caso. Buenos días.

De cerca, la senda verde era un camino de carros pavimentado con gravilla que empezaba de repente en medio del pantano. A lo mejor llevaba hasta allí desde el próximo pueblo y aún no había construido el último tramo de bajada hasta el pueblo de los O’Donnell. No era especialmente verde, como prometía el nombre. Lib lo recorrió a paso ligero por el suave borde en el que crecían de vez en cuando flores.

Al cabo de media hora, el sendero había subido en zigzag por la ladera de una elevación de escasa altura y vuelto a bajar sin motivo aparente. Lib chasqueó la lengua, irritada. ¿Era demasiado pedir un camino recto para pasear? Finalmente la senda se retraía desanimada, y la superficie se quebraba. La llamada senda acababa tan arbitrariamente como había empezado, con la grava tragada por las malas hierbas.

¡Qué gentuza, los irlandeses! Vagos, malgastadores, inútiles, desgraciados, siempre rumiando sobre los errores pasados. Sus caminos no iban a ninguna parte, de sus árboles pendían harapos pútridos. Lib desanduvo el camino furiosa. La humedad se había metido por debajo del paraguas y le había mojado la capa. Estaba decidida a tener unas palabras con aquel tipo que la había hecho tomar aquel rumbo insensato, pero cuando llegó al agujero del pantano, solo contenía agua. A menos que se hubiera confundido y no fuera el mismo. Al lado del socavón, los pedazos de turba descansaban en los estantes de secado, bajo la lluvia.

En el camino de vuelta al establecimiento de los Ryan, le pareció ver una orquídea diminuta. Tal vez pudiera cogerla para Anna. Se metió en un pedazo de terreno de color esmeralda para alcanzar la flor y, demasiado tarde, notó que el musgo cedía bajo sus pies. Cayó de cabeza boca abajo en el limo. A pesar de que se puso de rodillas casi inmediatamente, se había empapado. Cuando se levantó la falda y apoyó un pie, este se le hundió en la turba. Como una criatura atrapada en una trampa, se esforzó por liberarse, jadeando.

Tambaleándose por el sendero, Lib sintió cierto alivio: la tienda de licores estaba bastante cerca y no tendría que recorrer toda la calle del pueblo en aquellas condiciones.

Su casero, en el umbral de la puerta, arqueó las cejas espesas.

—Sus pantanos son traicioneros, señor Ryan. —La falda le goteaba—. ¿Se ahogan muchos en ellos?

El hombre resopló, lo que le provocó un ataque de tos.

—Solo si están mal de la cabeza —repuso cuando pudo volver a hablar—, o si van muy bebidos en una noche sin luna.

Cuando Lib se hubo secado y se puso el uniforme de recambio, era la una y cinco. Caminó tan rápido como pudo hacia casa de los O’Donnell. Habría corrido si hacerlo no hubiera sido indigno de una enfermera. Llegar veinte minutos tarde a su turno, con lo mucho que había insistido en poner el listón muy alto…

Donde aquella mañana había estado el barreño de la colada había un charco ceniciento con una plataforma de madera con cuatro patas cerca. Las sábanas y la ropa estaban puestas a secar en los arbustos y en una cuerda tendida entre la cabaña y un árbol torcido.

Don Thaddeus estaba sentado en la habitación buena, tomando té, con un bollito de mantequilla en el platillo.

Lib sintió una oleada de indignación.

Aunque él no podía considerarse una visita, se dijo luego, puesto que era el cura de la parroquia y miembro, además, del comité.

Y al menos la hermana Michael estaba sentada al lado de Anna.

Se quitó la capa y al cruzar la mirada con la monja le murmuró una disculpa por el retraso.

—Mi querida niña —estaba diciendo el cura—, para responder a tu pregunta, no está ni arriba ni abajo.

—¿Dónde, pues? —inquirió Anna—. ¿Flotando en medio?

—El purgatorio no debe considerarse tanto un lugar real como el tiempo asignado para limpiar el alma.

—¿Cuánto tiempo, don Thaddeus? —Anna, sentada con la espalda muy tiesa, estaba blanca como la leche—. Sé que son siete años por cada pecado mortal que hemos cometido, porque ofenden los siete dones del Espíritu Santo, pero no sé cuántos cometió Pat, así que no puedo sacar la cuenta.

El cura suspiró pero no contradijo a la niña.

A Lib le revolvía el estómago aquel galimatías matemático. ¿Era solamente Anna la maníaca religiosa o la nación entera?

Don Thaddeus dejó la taza.

Lib se fijó en que no cayera ni una miga del platillo. No es que realmente imaginara a Anna, si caía alguna, apoderándose de ella y zampándosela.

—Es más un proceso que un periodo fijo —dijo Thaddeus—. En la eternidad del amor del Todopoderoso el tiempo no existe.

—Pero no creo que Pat esté ya en el cielo con Dios.

La hermana Michael cubrió con sus dedos los de Anna.

Lib sintió lástima por la niña. Siendo solo dos, los hermanos tenían que haber estado muy unidos en los peores momentos.

—A los que están en el purgatorio no se les permite rezar, claro —dijo el cura—, pero nosotros podemos rezar por ellos. Expiar sus pecados, reparar el daño: es como verter agua sobre sus llamas.

—¡Ah, pero si lo he hecho, don Thaddeus! —le aseguró Anna, con los ojos muy abiertos—. He celebrado una novena por las Santas Almas, nueve días al mes durante nueve meses. He rezado la oración de santa Gertrudis en el cementerio y leído las Sagradas Escrituras y adorado el Santísimo Sacramento y rezado por la intercesión de todos los santos…

El sacerdote le hizo un gesto para que callara.

—Bueno, eso ya son media docena de actos de reparación.

—Pero puede que no sea suficiente agua para apagar las llamas de Pat.

A Lib el cura le dio casi lástima.

—No te lo imagines como un fuego de verdad —le pidió a Anna—, sino como la dolorosa sensación del alma por no ser digna de estar en presencia de Dios, como su autocastigo, ¿entiendes?

A la niña se le escapó un sollozo desgarrador.

La hermana Michael le apretó la mano izquierda entre las suyas.

—Vamos —murmuró—. ¿No dice Nuestro Señor: «No tengas miedo»?

—Cierto —dijo don Thaddeus—. Deja a Pat con nuestro Señor Celestial.

A la pequeña le resbaló una lágrima por la hinchada mejilla y se la enjugó.

—¡Ah! Dios ama a esta tierna devota —susurró Rosaleen O’Donnell, en el umbral, detrás de Lib, con Kitty pegada a su lado.

Lib se sintió repentinamente incómoda de formar parte de su público.

¿Era posible que la madre y el cura hubieran ensayado aquella escena? En cuanto a la hermana Michael, ¿estaba consolando a la niña o metiéndola más en la trama?

Don Thaddeus dio una palmada.

—¿Rezamos, Anna?

—Sí. —La pequeña juntó las manos—. Te adoro, oh, preciosísima cruz, adornada con los miembros tiernos, delicados y venerables de Jesús, mi Salvador, salpicada y manchada de su preciosa sangre. Te adoro, oh, Dios mío, clavado en la cruz por amor a mí.

¡Era la oración a Teodoro! «Te adoro», no Teodoro, eso había estado oyendo Lib durante aquellos cinco días.

Tras la breve satisfacción de haber resuelto el misterio, se desinfló. No era más que otra oración; ¿qué tenía de especial?

—Ahora, pasemos al asunto que me ha traído hasta aquí, Anna —dijo don Thaddeus—; tu negativa a comer.

¿Trataba el cura de absolverse de toda culpa en presencia de la inglesa?

«Pues haz que se coma ese bollo esponjoso ahora mismo», le rogó Lib en silencio.

Anna dijo algo en voz muy baja.

—Habla más alto, querida.

—No me niego a comer, don Thaddeus —dijo—. Simplemente no como.

Lib observaba aquellos ojos hinchados de mirada seria.

—Dios ve en tu corazón —dijo don Thaddeus—, y lo conmueven tus buenas intenciones. Recemos para que te conceda la gracia de tomar alimentos.

La monja asentía.

¡La gracia de tomar alimentos! Como si fuera un poder milagroso, cuando hasta el último perro y la última oruga nacían con él.

Los tres rezaron juntos un rato en silencio. Después don Thaddeus se comió el bollo, bendijo a los O’Donnell y a la hermana Michael y se marchó.

Lib se llevó a Anna a su habitación. No se le ocurría nada que decir. No tenía modo alguno de referirse a la conversación sin insultar la fe de la pequeña. «En el mundo entero —se dijo—, la gente deposita su confianza en amuletos, ídolos o palabras mágicas». Anna podía creer lo que quisiera, en lo que a Lib concernía, siempre y cuando comiera.

Abrió All the Year Round y buscó cualquier artículo que pudiera parecerle remotamente interesante.

Entró Malachy a decirle unas palabras a su hija.

—¿Esas qué son? —le preguntó.

Anna le fue diciendo el nombre de las flores del jarrón: rododendro, trébol de río, brezo de turbera, mansiega, pinguicula.

Él le seguía la curva de la oreja sin darse cuenta.

Lib se preguntaba si le notaría el pelo más pobre, las zonas escamosas, el vello de la cara, la hinchazón de las extremidades. ¿O a su padre le parecía la misma de siempre?

Nadie llamó a la puerta de la cabaña esa tarde; tal vez la lluvia incesante mantenía a raya a los curiosos. Desde que había estado con el cura, la niña no había dicho ni una palabra. Estaba sentada con un himnario abierto en el regazo.

Cinco días, pensó Lib, mirándola tan fijamente que los ojos le picaban. ¿Podía una niña terca aguantar cinco días tomando sorbos de agua?

Kitty le trajo la bandeja a Lib a las cuatro menos cuarto. Col, nabos y las inevitables tortas de avena. Sin embargo, tenía hambre, así que se lo tomó como si fuera el más delicado de los manjares. En esta ocasión las tortas estaban levemente ennegrecidas y crudas en el centro, pero se las tragó. Ya había limpiado la mitad del plato cuando se acordó de Anna, que a menos de tres pasos de ella murmuraba esa oración que para ella seguía siendo la de Teodoro. Eso lograba aplacar el hambre: te volvía ciego a todo lo demás. La masa de avena le subió a la garganta.

Una enfermera que había conocido en Scutari había pasado cierto tiempo en una plantación de Misisipí y contaba que lo más terrible era lo rápido que uno dejaba de ver los collares y las cadenas. La gente se acostumbra a cualquier cosa.

Lib se quedó mirando el plato y se imaginó viéndolo como aseguraba verlo Anna: como si fuera una herradura o un tronco o una piedra. Imposible.

Lo intentó de nuevo, distanciándose de las verduras, como si estuvieran dentro de un marco. Ya no era más que la fotografía de un plato grasiento; al fin y al cabo, no lames una foto ni das un bocado a una página. Añadió un cristal y otro marco y otro cristal, encerrando el plato en una caja. No era para comer.

Pero la col era una vieja amiga; su aroma caliente y sabroso la llamaba. La pinchó con el tenedor y se la llevó a la boca.

Anna miraba la lluvia con la cara prácticamente pegada a la ventana mojada.

La señorita N. sostenía opiniones apasionadas sobre la importancia del sol para los enfermos, recordó Lib. Como las plantas, se encogen sin él. Eso le llevó a pensar en McBrearty y su arcana teoría acerca de vivir de la luz.

Por fin, cerca de las seis, el cielo se despejó y Lib decidió que el riesgo de recibir visitas era escaso tan tarde, así que llevó a Anna a dar un paseo por los alrededores de la granja. Iban las dos bien abrigadas con un mantón. La niña extendió la mano hinchada hacia una mariposa marrón que aleteó.

—¿No es esa nube de ahí igualita que una foca?

Lib entornó los ojos.

—Me parece que nunca has visto una foca de verdad, Anna.

—En foto, sí.

A los niños les gustan las nubes, claro: informes o, más bien, siempre cambiantes, caleidoscópicas.

La inteligencia incipiente de aquella pequeña nunca había sido moldeada. No era de extrañar que hubiera sido presa de una ambición tan fantasiosa como la de una vida sin hambre.

Cuando regresaron, había un hombre alto con barba fumando en la mejor silla.

Se volvió sonriente hacia Anna.

—¿Deja entrar a un desconocido en cuanto me doy la vuelta? —le susurró mordaz Lib a Rosaleen.

—John Flynn no es ningún desconocido. —La mujer no bajó la voz—. Tiene una hermosa granja de gran tamaño camino arriba y suele pasarse por la tarde para traerle el periódico a Malachy.

—Nada de visitas —le recordó Lib.

La voz que surgió de aquella barba era muy grave.

—Formo parte del comité que le paga el sueldo, señora Wright.

Había vuelto a meter la pata.

—Le ruego que me perdone, señor. No lo sabía.

—¿Le apetece un poco de whisky, John? —La señora O’Donnell fue a coger la botellita para las visitas que había en la hornacina, junto al fuego.

—No, ahora, no. Anna, ¿cómo te encuentras esta tarde? —le preguntó Flynn con suavidad, haciéndole señas para que se acercara.

—Muy bien —le aseguró la niña.

—Eres maravillosa. —El granjero tenía los ojos vidriosos, como si estuviera teniendo una visión. Acercó una manaza a la cabeza de la niña para acariciársela—. Nos das esperanza a todos, lo que verdaderamente nos hace falta en esta época de abatimiento —le dijo—. Un faro que ilumina estos campos. Que ilumina esta isla entera sumida en la ignorancia.

Anna se apoyaba en una sola pierna, avergonzada.

—¿Rezas una oración conmigo? —le pidió el hombre.

—Tiene que quitarse esta ropa húmeda —dijo Lib.

—Susurra una por mí, entonces, cuando te vayas a dormir —le insistió, mientras Lib se llevaba a la niña al dormitorio.

—Claro que sí, señor Flynn —le respondió Anna, volviendo solo la cabeza.

—¡Que Dios te bendiga!

¡Qué diminuta y sombría la habitación sin la lámpara!

—Pronto habrá oscurecido —comentó Lib.

—El que me sigue no andará en tinieblas —citó Anna, desabrochándose los puños.

—Ya puedes ponerte el camisón.

—De acuerdo, doña Elizabeth, ¿o es Eliza, tal vez? —El cansancio le torcía la sonrisa.

Lib se concentró en los diminutos botones de la niña.

—¿O Lizzy? Lizzy me gusta.

—No es Lizzy.

—¿Izzy? ¿Ibby?

—¡Iddly-diddly!

Anna estalló en carcajadas.

—La llamaré así, pues, doña Iddly-diddly.

—No lo harás, duendecilla.

¿Estarían los O’Donnell y su amigo Flynn preguntándose a qué venía aquella algarabía que oían a través de la pared?

—Sí que lo haré —dijo Anna.

—Lib. —Le salió solo, como una tos—. Me llamaban Lib. —Ya lamentaba habérselo dicho.

—Lib —repitió Anna, asintiendo satisfecha.

Era agradable oírlo. Como de niña, cuando su hermana todavía la admiraba, cuando creían que siempre se tendrían la una a la otra.

Mantuvo los recuerdos a distancia.

—¿Y tú qué? ¿Algún apelativo cariñoso?

Anna negó con la cabeza.

—Tal vez Annie. Hanna, Nancy, Nan…

—Nan —dijo la niña, saboreando la palabra.

—¿Te gusta más Nan?

—Pero esa no sería yo.

Lib se encogió de hombros.

—Una mujer puede cambiar de nombre; cuando se casa, por ejemplo.

—¿Estuvo usted casada, doña Lib?

Lib asintió con cautela.

—Soy viuda.

—¿Siempre está triste?

Lib estaba desconcertada.

—Estuve con mi marido menos de un año.

¿Parecía fría diciendo aquello?

—Tuvo que haberlo amado —dijo Anna.

No podía responder a eso. Trató de recordar a Wright; su cara era un borrón.

—A veces, cuando la desgracia cae sobre ti, comenzar de nuevo es lo único que puedes hacer.

—Comenzar, ¿qué?

—Todo. Una vida completamente nueva.

La niña asimiló la idea en silencio.

Casi no veían nada cuando entró Kitty con la lámpara.

Más tarde se presentó Rosaleen O’Donnell con el Irish Times que había dejado John Flynn. Allí estaba la fotografía que le había sacado Reilly a Anna el lunes por la tarde; la xilografía hacía más burdas todas sus líneas y sombras. El efecto perturbó a Lib, como si sus días y sus noches en aquella reducida cabaña estuvieran siendo transformados en una fábula, en un cuento con moraleja.

—Debajo hay un artículo largo —dijo la madre, estremecida de satisfacción.

Mientras Anna se cepillaba el pelo, Lib se acercó a la lámpara y leyó por encima el artículo. Era la primera entrega de William Byrne, vio, en la que citaba a Petronio, improvisado el miércoles por la mañana, cuando no tenía información sólida de ningún tipo acerca del caso.

No podía estar en desacuerdo con lo de la ignorancia provinciana.

El segundo párrafo era nuevo para ella.

Por supuesto, la abstención lleva siendo desde hace mucho tiempo un arte claramente irlandés. Como reza la vieja máxima de Hibernia: «Deja la cama con sueño y la mesa con hambre».

Aquello no era una noticia, pensó Lib, sino pura palabrería; el tono frívolo le dejó un mal sabor de boca.

Los sofisticados urbanitas que han perdido el gaélico tal vez necesiten que les recuerde que en su antigua lengua, la palabra correspondiente a «miércoles» significa «primer ayuno» y la correspondiente a «viernes», «segundo ayuno». (En estos dos días, la tradición dicta que hay que dejar llorar tres veces a los bebés impacientes antes de darles el biberón). La palabra correspondiente a «jueves» significa, en delicioso contraste, «el día entre ayunos».

¿Era posible que todo aquello fuera cierto? No confiaba en aquel guasón; Byrne tenía suficiente erudición pero la usaba para hacer reír.

Nuestros antepasados tenían la costumbre (en el idioma de Hibernia) de ayunar contra un ofensor o un deudor, es decir, matarse de hambre a la puerta de su casa. Se dice que el propio san Patricio ayunó contra su Creador en la montaña que lleva su nombre en el condado de Mayo, con notable éxito: avergonzó al Todopoderoso, que le concedió el derecho a juzgar a los irlandeses en los Últimos Días. También en la India protestar por medio del ayuno a domicilio ha llegado a ser tan frecuente que el virrey propone prohibirlo. En cuanto a si la pequeña señorita O’Donnell está expresando alguna queja juvenil renunciando a cuatro meses de desayunos, almuerzos y cenas, este corresponsal aún no ha podido determinarlo.

A Lib le dieron ganas de arrojar el periódico al fuego. ¿Aquel tipo no tenía corazón? Anna era una niña con problemas, no un chiste veraniego para entretenimiento de los lectores del periódico.

—¿Qué dice de mí, doña Lib?

—No habla de ti, Anna —repuso Lib, cabeceando.

Para distraerse, leyó los titulares en negrita sobre asuntos de importancia mundial. Las elecciones generales; la unión de Moldavia y Valaquia; el asedio de Veracruz; la erupción volcánica que se estaba produciendo en Hawái.

Inútil. Todo aquello le daba igual. Trabajar como enfermera particular constreñía bastante, pero las peculiaridades de aquel trabajo en concreto habían aumentado ese efecto hasta reducir su mundo a una pequeña habitación.

Formó un rollo apretado con el periódico y lo dejó en la bandeja del té, junto a la puerta. Luego volvió a repasar todas las superficies, no porque siguiera creyendo que había algún escondite oculto hasta el que Anna reptaba para comer durante los turnos de la monja, sino simplemente para hacer algo.

En camisón, la pequeña tejía medias de lana. ¿Era posible que, después de todo, Anna tuviera alguna queja tácita?, se preguntó Lib.

—Hora de acostarse. —Ahuecó las almohadas para darles forma y que mantuvieran la cabeza de la niña en la posición adecuada.

Se dedicó a sus anotaciones.

La hidropesía no mejora.

Las encías igual.

Pulso: 98 pulsaciones por minuto.

Pulmones: 17 respiraciones por minuto.

Cuando llegó la monja para realizar su turno, Anna ya dormía.

Lib tenía que hablar, aunque la mujer se resistiera a cualquier propuesta.

—Cinco días y cuatro noches, hermana, y no he visto nada. Por favor, dígame, por el bien de nuestra paciente, ¿lo ha visto usted?

Una vacilación y luego la monja negó con la cabeza.

Aún más quedamente:

—Tal vez porque no hay nada que ver.

Lo que significaba que… Que no se había alimentado a escondidas porque Anna era de hecho un prodigio viviente que subsistía exclusivamente a base de oración. Invadía la cabaña, el país entero un tufo de inefabilidad que a Lib le revolvía el estómago.

Se expresó con todo el tacto posible.

—Tengo algo que decirle. No es acerca de Anna sino de nosotras.

Aquello intrigó a la monja.

—¿De nosotras? —inquirió, al cabo de un momento.

—Estamos aquí para observar, ¿no es así?

La hermana Michael asintió.

—Pero estudiar algo puede implicar entrometerse. Si pones un pez en un acuario o una planta en una maceta con intención de observarlos, cambias las condiciones de su entorno. Sea lo que sea de lo que ha estado viviendo Anna durante los cuatro últimos meses… ahora todo es diferente, ¿no está de acuerdo?

La monja se limitó a ladear la cabeza.

—Debido a nosotras —dijo Anna despacio—. La observación ha alterado la situación observada.

La hermana Michael arqueó las cejas, que desaparecieron debajo de la banda de lino blanco.

—Si de alguna manera han estado recurriendo a un subterfugio en esta casa durante los últimos meses —prosiguió Lib—, nuestra vigilancia ha acabado con él necesariamente desde el lunes. Por tanto, cabe la posibilidad de que usted y yo seamos quienes realmente impiden que Anna se alimente.

—¡No hacemos nada!

—Observamos, constantemente. ¿No la hemos pinchado con un alfiler como a una mariposa? —Una comparación desafortunada; demasiado morbosa.

La monja negó con la cabeza no una sino varias veces.

—Espero estar equivocada —dijo Lib—, pero, si tengo razón, si la niña lleva cinco días sin comer nada…

La hermana Michael no dijo que eso no pudiera ser ni que Anna no necesitara comida.

—¿Ha notado algún cambio serio en su estado? —se limitó a preguntar.

—No —admitió Lib—. Ninguno que pueda señalar.

—Bien, pues.

—Bien, pues, ¿qué, hermana? —¿Estaba Dios en el cielo y todo bien en este mundo?—. ¿Qué hacemos?

—Aquello para lo que nos han contratado, señora Wright. Ni más, ni menos.

Dicho esto, la monja se sentó y abrió su libro sagrado como si levantara una barricada.

Aquella granjera que había acabado en la Casa de la Caridad tenía sin duda un alma noble, pensó Lib, exasperada. Seguramente era inteligente a su manera, también, si hubiera permitido que su mente traspasara los límites impuestos por sus superiores y el papa de Roma. «Hacemos voto de ser útiles», había dicho la hermana, pero ¿de qué utilidad era allí?

Lib pensó en lo que la señorita N. le había dicho a una enfermera a la que había mandado de vuelta a Londres cuando llevaba solo una quincena en Scutari. En el frente, quien no es útil estorba.

En la cocina habían empezado a rezar el rosario. Los O’Donnell, John Flynn y su criada ya se habían arrodillado cuando Lib entró.

—Danos el pan nuestro de cada día —entonaban.

¿Aquella gente se daba cuenta de lo que decía? ¿Y el pan de cada día de Anna O’Donnell, qué?

Abrió la puerta y salió a la oscuridad nocturna.

El sueño la llevaba una y otra vez al pie del acantilado de la estampita, el que tenía la cruz en el punto más elevado y el enorme corazón rojo que latía. Lib tenía que subir la escalera excavada en la pared de roca. Las piernas cansadas le temblaban y, por muchos escalones que subiera, no llegaba nunca al final.

Cuando se despertó en la oscuridad se dio cuenta de que era sábado por la mañana.

Al llegar a la cabaña vio la colada en los arbustos, más húmeda que nunca tras la lluvia del día anterior.

La hermana Michael estaba al lado de la cama, observando cómo subía y bajaba el pecho de Anna bajo la revuelta manta.

Lib arqueó las cejas en una muda pregunta.

La monja cabeceó.

—¿Cuánta agua ha bebido?

—Tres cucharadas —susurró la hermana.

No es que fuera importante; solo era agua.

La monja recogió sus cosas y, sin decir nada más, salió.

Un cuadrado de luz se desplazaba lentamente sobre Anna: la mano derecha, el pecho, la mano izquierda. ¿Solían dormir tanto los niños de once años o Anna lo hacía porque su organismo se estaba quedando sin combustible?

En aquel momento Rosaleen O’Donnell entró procedente de la cocina y Anna parpadeó, despertándose. Lib se apartó hacia la cómoda para permitir el saludo matutino.

La mujer se quedó entre su hija y el pálido sol de color limón. Mientras Rosaleen se inclinaba para envolver como siempre a la niña en un abrazo, Anna le apoyó la mano plana en el pecho huesudo.

Rosaleen O’Donnell se quedó helada.

Anna cabeceó, sin palabras.

Rosaleen se incorporó y tocó la mejilla de la niña. Cuando salía, le lanzó a Lib una mirada venenosa.

Lib estaba conmovida; ella no había hecho nada. ¿Era culpa suya que la niña hubiera acabado hartándose de que la adulara aquella madre hipócrita? Tanto si Rosaleen O’Donnell estaba detrás de la farsa como si se había limitado a hacer la vista gorda, allí seguía, mientras su hija empezaba el sexto día de ayuno.

«Ha rechazado el abrazo de su madre», anotó en la libreta, y deseó de inmediato no haberlo hecho, porque se suponía que aquel registro debía limitarse a los hechos médicos.

Cuando volvía al pueblo aquella tarde, Lib abrió la puerta herrumbrosa del cementerio. Sentía curiosidad por ver la tumba de Pat O’Donnell.

Las lápidas no eran tan viejas como esperaba; no encontró inscripciones anteriores a 1850. Supuso que el suelo blando hacía que muchas se cayeran y que el aire húmedo las cubría de musgo.

Ten piedad de… En memoria… En cariñoso recuerdo de… Aquí yace… En recuerdo de su primera esposa, que dejó este mundo… Erigido para la posteridad de… También de su segunda esposa… Rogad por el alma de… Murió exultante en su Salvador, con la esperanza segura y cierta de la resurrección.

(¿En serio? ¿Había alguien que muriera exultante? El tonto que había escrito aquella frase nunca había estado sentado en una cama escuchando el último estertor de nadie).

De quince años… Veintitrés… Noventa y dos… Treinta y nueve años. Gracias a Dios, que le dio la victoria.

Lib vio un monograma grabado de pequeño tamaño en casi todas las tumbas: IHS, dentro de una especie de sol radiante. Recordaba vagamente que significaba «He sufrido[5]».

Había una parcela sin lápida, lo bastante grande para albergar veinte féretros alineados. ¿Quién reposaba en ella? Se dio cuenta entonces de que tenía que ser una fosa común llena de gente anónima.

Se estremeció. Debido a su profesión estaba acostumbrada a la muerte, pero aquello era como adentrarse en casa de su enemiga. Siempre que veía una referencia a un niño pequeño apartaba los ojos. También un hijo y dos hijas… También tres niños… También sus hijos, que murieron jóvenes. A la edad de ocho años… A la edad de dos años y diez meses. (Los destrozados padres contaban incluso los meses).

Los ángeles vieron la flor que se abría

y con alegría y amor

la llevaron a un hogar más justo

para florecer en los campos celestiales.

Lib se estaba clavando las uñas en las palmas de las manos. Si este mundo era un campo tan indigno para los mejores especímenes de Dios, ¿por qué los plantaba perversamente en él? ¿Qué sentido podían tener aquellas cortas y malogradas vidas?

Estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando encontró al muchacho.

PATRICK MARY O’DONNELL

3 DE DICIEMBRE DE 1843-

21 DE NOVIEMBRE DE 1858

DORMIDO EN JESÚS

Se quedó mirando las palabras netamente cinceladas, intentando entender lo que significaban para Anna. Se imaginó a un chico larguirucho, lleno de vida, con botas viejas y pantalones embarrados, inquieto, con la energía de los catorce años.

La de Pat era la única tumba de los O’Donnell, lo que sugería que había sido la única esperanza de continuar con el apellido de Malachy, en aquel pueblo al menos, y también que si la señora O’Donnell había tenido otros embarazos, no habían llegado a término. Lib dejó a un lado un momento el desagrado que sentía por la mujer y tuvo en cuenta por todo lo que había tenido que pasar Rosaleen; todo lo que la había encallecido. Siete años de escasez y pestilencia, como Byrne lo había descrito en tono bíblico. Un niño y su hermanita, y poco o nada con que alimentarlos. Luego, después de superar aquellos años terribles, Rosaleen había perdido a su hijo ya casi criado de la noche a la mañana… Aquel dolor podía haberle producido una extraña alteración. En lugar de aferrarse a su última hija, tal vez se le había helado el corazón. Lib podía entender la sensación de no tener nada más que dar. ¿Sería por eso que la mujer profesaba un culto misterioso a Anna y que prefería al parecer que su hija fuera más santa que humana?

Sopló el viento en el camposanto y Lib se arrebujó con la capa. Cerró la puerta chirriante y dobló hacia la derecha por delante de la capilla. Aparte de la pequeña cruz de piedra, la capilla no era muy distinta de cualquiera de las casas de alrededor, pero ¿qué poder ejercía don Thaddeus desde su altar?

Cuando llegó al pueblo el sol había salido y todo brillaba. Una mujer rubicunda de cara la agarró de la manga cuando dobló la esquina.

Lib retrocedió.

—Perdone, ’ñora. Solo me preguntaba cómo está la pequeña.

—No puedo decírselo. —Por si no la había entendido, añadió—: Es confidencial.

¿Conocería la mujer aquel término? Por el modo en que la miraba no estaba claro que así fuera.

Esta vez Lib fue directamente hacia Mullingar, simplemente porque todavía no había caminado en aquella dirección. No tenía hambre y no soportaba encerrarse ya en su habitación del establecimiento de Ryan.

Oyó el sonido metálico de las herraduras de un caballo a su espalda. Hasta que el jinete llegó a su altura no reconoció los hombros anchos y los rizos rojizos. Saludó con un gesto de asentimiento, esperando que William Byrne se tocara el sombrero y continuara a medio galope.

—Señora Wright, qué placer encontrarla. —Byrne descabalgó.

—Necesito mi paseo diario —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Como Polly y yo.

—¿Ya está bien?

—Muy bien y disfrutando de la vida campestre. —Le dio una palmada en el flanco reluciente al animal—. ¿Y usted? ¿Ya ha visitado algún lugar?

—Ni uno solo, ni siquiera un círculo de piedras. Acabo de estar en el cementerio —le comentó—, aunque allí no hay nada de interés histórico.

—Bueno, iba contra la ley que enterráramos a los nuestros, de modo que las tumbas católicas más antiguas estarán en el cementerio protestante del pueblo más cercano —le explicó él.

—¡Ah! Disculpe mi ignorancia.

—Con gusto. Es más difícil excusar su resistencia a los encantos de este hermoso paisaje —dijo, haciendo una floritura con la mano.

Lib frunció los labios.

—Un interminable lodazal encharcado. Me caí de cabeza en él ayer y creí que no podría volver a salir.

Byrne sonrió de oreja a oreja.

—Solo debe temer las zonas que parecen terreno sólido pero de hecho son una esponja flotante. Si las pisas te hundes en el agua turbia de debajo.

Lib torció el gesto. Estaba disfrutando bastante de hablar de algo que no fuera la vigilancia.

—Después está el cieno que se desliza —prosiguió él—. Es como una avalancha…

—Eso se lo está inventando.

—Lo juro —dijo Byrne—. Después de un chaparrón intenso, toda la capa superficial de tierra llega a desprenderse, centenares de hectáreas de turba se deslizan más deprisa de lo que puede correr un hombre.

Lib sacudió la cabeza.

William se llevó la mano al corazón.

—¡Por mi honor de periodista! Pregúnteselo a cualquiera de por aquí.

Ella le lanzó una mirada de soslayo, imaginando una ola marrón desplazándose hacia ellos.

—La turba es algo extraordinario —dijo Byrne—. Es la piel mullida de Irlanda.

—Buena para quemar, supongo.

—¿Qué, Irlanda?

Lib estalló en carcajadas.

—Le aplicaría una cerilla a este lugar, sospecho, si antes pudieran drenarlo —comentó él.

—Lo dice usted, no yo.

William sonrió con suficiencia.

—¿Sabe usted que la turba posee la misteriosa capacidad de conservar las cosas tal como eran en el momento de la inmersión? De estos pantanos se han sacado tesoros escondidos: espadas, calderos, libros iluminados…, y de vez en cuando algún cadáver en bastante buen estado de conservación.

Lib esbozó una mueca de asco.

—Debe de echar de menos los placeres urbanos de Dublín —dijo, para cambiar de tema—. ¿Tiene familia allí?

—Mis padres y tres hermanos.

No era lo que Lib había esperado que dijera, pero creyó saber el motivo: estaba soltero. Claro, todavía era joven.

—El hecho es, señora Wright, que me deslomo trabajando. Soy el corresponsal en Irlanda de varios periódicos ingleses y, además, escribo mucho sobre unionismo para el Daily Express de Dublín, sobre fervor feniano para el Nation, sobre devoción católica para el Freeman’s Journal

—Entonces es el muñeco deslomado de un ventrílocuo —apostilló Lib.

William rio entre dientes.

Lib pensó en la carta del doctor McBrearty acerca de Anna que había dado pie a aquella controversia.

—Y para el Irish Times, ¿qué? ¿Artículos satíricos?

—No, no. Opiniones moderadas acerca de temas nacionales y asuntos de interés general —dijo Byrne en un tono trémulo propio de las viudas—. Luego, de vez en cuando, por supuesto, estudio la barra del bar.

El golpe de ingenio hizo soportable su jactancia. Lib se acordaba del artículo que había tenido ganas de arrojar al fuego la noche anterior. El hombre solo hacía su trabajo con los medios que tenía a su alcance, igual que ella. Si no le permitían siquiera ver a Anna, ¿qué podía escribir aparte de frivolidades eruditas?

Tenía demasiado calor; se quitó la capa y se la puso al brazo, dejando que el aire le atravesara el vestido de tweed.

—Dígame, ¿nunca saca de paseo a su joven paciente? —le preguntó Byrne.

Lib le lanzó una mirada de advertencia.

—Estos campos son extrañamente ondulados —comentó.

—Eran sembrados —le explicó él—. Las patatas se sembraban en hileras y la turba las ha recubierto.

—Pero está todo cubierto de hierba.

Él se encogió de hombros.

—Bueno, hay menos bocas que alimentar desde la hambruna.

Lib se acordó de la fosa común del cementerio.

—¿No fue por culpa de una especie de hongo de la patata?

—La culpa no fue solo de un hongo —dijo Byrne, con tanta vehemencia que Lib retrocedió un paso—. No habría perecido medio país si los terratenientes no hubieran seguido exportando maíz, apoderándose del ganado, alquilando, desahuciando, incendiando cabañas…, o si el gobierno de Westminster no hubiera considerado lo más prudente no mover el culo y dejar que los irlandeses se murieran de hambre. —Se secó el sudor de la frente.

—Usted no se ha muerto de hambre, por lo que veo —dijo ella, castigándolo por su ordinariez.

William se lo tomó bien, con una sonrisa irónica.

—El hijo de un tendero pocas veces se muere de hambre.

—¿Estaba en Dublín durante esos años?

—Hasta que cumplí dieciséis años y conseguí mi primer trabajo como corresponsal especial —repuso él, pronunciando esto último con un dejo de ironía—. Es decir: un editor consintió en mandarme al ojo del huracán, a expensas de mi padre, para describir los efectos de la plaga de la patata. Intenté usar un tono neutral, sin acusar a nadie, pero cuando redactaba el cuarto artículo me pareció que no hacer nada era el peor pecado de todos.

Lib observaba el rostro tenso de Byrne. Tenía la mirada perdida. No estaba viendo la estrecha carretera.

—Así que escribí que tal vez Dios hubiera mandado la roya, pero que la hambruna se debía a los ingleses.

Lib estaba atónita.

—¿El editor lo publicó?

—¡Sedición!, gritó —dijo Byrne con un sonsonete burlón y abriendo mucho los ojos—. Entonces fue cuando me marché a Londres.

—¿A trabajar para los malvados ingleses?

William se clavó una imaginaria estaca en el corazón.

—¡Qué hábil es usted para meter el dedo en la llaga, señora Wright! Sí. Al cabo de un mes estaba dedicando el talento que Dios me ha dado a las debutantes y las carreras de caballos.

—Lo hizo lo mejor que pudo —dijo Lib, ironías aparte.

—Por poco tiempo, sí, a los dieciséis años. Luego cerré la boca y acepté las monedas de plata.

El silencio se instaló entre ambos mientras seguían paseando. Polly se detuvo a masticar unas hojas.

—¿Sigue siendo un hombre creyente? —Era una pregunta tremendamente personal, pero tenía la sensación de que se habían adentrado más allá de lo trivial.

Byrne asintió.

—Ni siquiera todas las miserias que he visto me han arrebatado eso. ¿Y usted, Elizabeth Wright? ¿Es muy atea?

Lib se puso a la defensiva. Lo había dicho como si fuera una bruja loca que invocaba a Lucifer en los páramos.

—¿Qué le da derecho a suponer…?

—Usted me lo ha preguntado a mí, señora —la cortó él—. Un verdadero creyente nunca lo pregunta.

El hombre tenía razón.

—Creo en lo que puedo ver.

—En nada aparte de lo que le dicen sus sentidos, entonces. —Enarcó una ceja rojiza.

—Prueba y error. Ciencia. Es en lo único que podemos confiar.

—¿Se ha vuelto así porque se quedó viuda?

A Lib le hirvió la sangre. Se ruborizó hasta la frente.

—¿Quién le ha dado información sobre mí? ¿Y por qué se presume siempre que las opiniones de una mujer se basan en consideraciones personales?

—¿La guerra, entonces?

Su inteligencia le llegó al alma.

—En Scutari —dijo—, llegué a pensar que si el Creador no puede impedir tales abominaciones, ¿de qué sirve?

—Y si puede pero no lo hace, tiene que ser un demonio.

—Yo no he dicho eso.

—Lo dijo Hume.

Lib no sabía quién era Hume.

—Un filósofo que murió hace mucho tiempo —le explicó él—. Mentes más agudas que la suya han llegado al mismo callejón sin salida. Es un rompecabezas tremendo.

No se oía más que el sonido de sus botas sobre el barro seco y el suave golpeteo de los cascos de Polly.

—¿Cómo le dio la ventolera de ir a Crimea, para empezar?

Lib sonrió apenas.

—Leí un artículo en el periódico.

—¿De Russell? ¿En el Times?

—No sé de quién era.

—Billy Russell es de Dublín, como yo —dijo Byrne—. Sus crónicas desde el frente lo cambiaron todo. Hizo que fuera imposible hacer la vista gorda.

—Todos esos hombres pudriéndose —dijo Lib, asintiendo—, sin nadie que los ayudara.

—¿Qué fue lo peor?

La brusquedad de Byrne la estremeció, pero le respondió.

—El papeleo.

—¿Y eso por qué?

—Para conseguirle una cama a un soldado, digamos, había que entregar una solicitud de un color determinado al oficial de guardia y luego al proveedor para que la refrendara, y después de eso, y solo entonces, el comisario daba la cama —le explicó—. Para una dieta líquida o de carne, o un medicamento, o incluso un opiáceo que hacía falta con urgencia, había que presentar una petición de otro color distinto a un médico y convencerlo para que encontrara el tiempo para pedírselo al administrador y que lo refrendaran dos oficiales más. A esas alturas, el paciente muy probablemente ya había muerto.

—¡Dios mío! —No se disculpó por haber tomado el nombre de Dios en vano.

Lib no recordaba la última vez que alguien la había escuchado con tanta atención.

—Artículos «injustificados» era el término que aplicaba la oficina del gobierno a aquellas cosas que, por definición, no podía suministrar porque los hombres tendrían que haberlas traído en su propia mochila: camisas, tenedores, etc. Pero en algunos casos no habían llegado a descargar las mochilas de los barcos.

—Burócratas —murmuró Byrne—. Una falange de pequeños Pilates sin corazón que se lavan las manos.

—Teníamos tres cucharas para dar de comer a cien hombres. —La voz le tembló al decir «cuchara»—. Corría el rumor de que había una buena provisión de ellas en algún almacén de suministros, pero nunca las encontramos. Al final la señorita Nightingale me puso su propio monedero en la mano y me mandó al mercado a comprar cien cucharas.

El irlandés medio se echó a reír.

Ese día, Lib había tenido demasiada prisa para preguntarse por qué, de todas, la señorita N. la había mandado a ella. En aquel momento se daba cuenta de que no había sido por sus dotes de enfermera sino por una cuestión de confianza. ¡Qué honor que la hubiera escogido para hacer aquel recado! Aquello era mejor que cualquier medalla prendida en la capa.

Caminaron en silencio. Ya estaban muy lejos del pueblo.

—A lo mejor soy un niño, o un loco, por seguir siendo creyente —dijo William Byrne—. Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, y todo eso.

—No pretendía decir…

—No, lo admito: no puedo enfrentarme al horror sin el escudo del consuelo.

—¡Oh! Yo me consolaría si pudiera —dijo Lib con un hilo de voz.

Sus pisadas, las de Polly, y un pájaro que producía un sonido tintineante en las zarzas.

—¿No ha clamado la gente de todas partes y todas las épocas a su Creador? —preguntó Byrne.

Por un momento, sonó pomposo y joven.

—Lo que solo demuestra que deseamos uno —murmuró Lib—. ¿No hace precisamente la intensidad de ese anhelo más probable que sea solo un sueño?

—¡Oh, qué frialdad!

Ella se chupó el labio inferior.

—¿Qué me dice de nuestros muertos? —le preguntó Byrne—. ¿La sensación de que no se han ido del todo es una mera ilusión?

Los recuerdos la asaltaron. El peso en sus brazos; el dulce cuerpo pálido todavía caliente, inmóvil. Cegada por las lágrimas, avanzó a trompicones, intentando escapar de él.

Byrne la alcanzó y la agarró por el codo.

Lib no era capaz de explicarse. Se mordió el labio hasta saborear la sangre.

—Lo siento muchísimo —se disculpó él, como si lo entendiera.

Ella se soltó y se abrazó. Sus lágrimas se deslizaban por la tela impermeable de la capa que llevaba al brazo.

—Perdóneme. Mi trabajo consiste en hablar, aunque debería aprender a cerrar la boca.

Durante un rato, mientras caminaban, Byrne mantuvo la boca cerrada, como para demostrar que sabía hacerlo.

—Yo no soy así —dijo por fin Lib, con la voz ronca—. Este caso me ha…, me ha descentrado.

Él se limitó a asentir.

De todas las personas con las que no debía irse de la lengua… un periodista. Pero ¿quién más iba a entenderla?

—He estado observando a la niña hasta que me han dolido los ojos. No come pero sigue viva, más viva que nadie que yo conozca.

—¿Ya la tiene medio convencida, entonces? ¿Ya casi se la ha ganado, con lo cabezota que es usted?

Lib no sabía hasta qué punto estaba siendo irónico.

—Simplemente no sé qué hacer con ella —fue lo único que pudo responderle.

—Deje que pruebe yo, pues.

—Señor Byrne…

—Considéreme un nuevo par de ojos. Sé cómo hablarle a la gente, se lo digo yo. Tal vez consiga sacarle algo a la niña.

Con la vista baja, Lib sacudió la cabeza. Que el hombre sabía cómo hablar a la gente era innegable, sí; tenía la habilidad de sacar información a quienes deberían habérselo pensado dos veces antes de dársela.

—Llevo cinco días rondando por aquí —prosiguió él, con más dureza—, y ¿qué tengo?

Lib se acaloró. Por supuesto, el periodista consideraba todo el tiempo que había pasado conversando con la enfermera inglesa una pérdida de tiempo y un aburrimiento. No era guapa, ni brillante, ni joven ya; ¿cómo podía haber olvidado que no era más que el medio para llegar a un fin?

No tenía ninguna obligación de intercambiar ni una sola palabra más con aquel provocador. Dio media vuelta y se marchó a pasos largos hacia el pueblo.