El viaje no fue peor de lo que esperaba. En tren de Londres a Liverpool; en paquebote nocturno hasta Dublín; en un tren lento de domingo hacia el oeste, hasta un pueblo llamado Athlone.

Allí la esperaba un conductor.

—¿La señora Wright?

Lib había conocido a muchos irlandeses, soldados, aunque eso había sido varios años antes, así que tuvo que esforzarse para entender lo que le decía aquel hombre.

Llevó su maleta a lo que él llamaba el coche de paseo. Un término irlandés poco apropiado, porque aquella simple carreta no tenía nada que invitara a pasear en ella. Lib se acomodó en el único banco, con las botas colgando más cerca de la rueda derecha de lo que hubiese querido. Abrió la sombrilla para protegerse de la llovizna. Al menos aquello era mejor que el sofocante tren.

Al otro lado del banco, tan encorvado que con la espalda casi tocaba la suya, el conductor hizo restallar la fusta.

—¡Arre!

El peludo poni se puso en marcha.

La poca gente que había en la carretera de macadán de las afueras de Athlone tenía un aspecto demacrado que Lib atribuyó a la infame dieta de patatas y poca cosa más. Quizás al conductor le faltaban dientes por lo mismo.

El hombre hizo un comentario acerca del muerto.

—Perdón, ¿cómo dice?

—El punto muerto, ’ñora.

Lib esperó, agarrándose para contrarrestar las sacudidas de la carreta.

Él señaló hacia el suelo.

—Estamos justo en el centro exacto del país.

Campos llanos con bandas de follaje oscuro. Capas de turba de color marrón rojizo; ¿no albergaban los pantanos la enfermedad? Las ocasionales ruinas grises de una casa de campo, prácticamente cubiertas de verdín. Nada que Lib encontrara pintoresco. Evidentemente, las Midlands, las Tierras Medias irlandesas, eran una depresión donde la humedad se acumulaba, el circulito de un platillo.

El coche de paseo se desvió de la carretera siguiendo un camino de grava más estrecho. El golpeteo en la lona de la sombrilla se convirtió en un tamborileo incesante. Cabañas sin ventanas; Lib imaginó a una familia con sus animales en cada una, apiñados a cubierto de la lluvia.

De vez en cuando un sendero llevaba hacia un conjunto desordenado de tejados, probablemente un pueblo. Sin embargo, nunca era el pueblo al que iban, evidentemente. Lib podría haber preguntado al conductor cuánto tiempo duraba el viaje, pero no lo hizo por si la respuesta era que todavía faltaba un buen rato.

Lo único que la enfermera jefe del hospital le había dicho era que necesitaban una enfermera experta durante dos semanas a título personal. Tendría los gastos de manutención y del viaje de ida y vuelta a Irlanda cubiertos, así como una retribución diaria. Lib no sabía nada de los O’Donnell aparte de que tenían que ser una familia adinerada si eran lo bastante cosmopolitas para mandar traer de Inglaterra una enfermera mejor. Solo entonces se le ocurrió preguntarse cómo podían saber que el paciente iba a necesitar sus cuidados durante una quincena, ni más ni menos. Tal vez ella fuera la sustituta temporal de otra enfermera.

En cualquier caso, iban a pagarle muy bien por las molestias y la novedad tenía cierto interés. En el hospital, la formación de Lib era tan apreciada como molesta y solo le pedían que hiciera lo más básico: dar de comer, cambiar vendajes, hacer las camas.

Reprimió el impulso de sacar el reloj que llevaba debajo de la capa; no conseguiría que el tiempo pasara más rápido y la lluvia podría mojar el mecanismo.

Otra cabaña, esta sin tejado, apartada del camino, con los muros a dos aguas apuntando hacia el cielo de un modo acusador. Las malas hierbas no habían conseguido todavía invadir aquella ruina. Lib vislumbró por el hueco en forma de puerta unos restos negros; un incendio reciente, entonces. (¿Cómo podía prenderse fuego en aquel país anegado?). Nadie se había tomado la molestia de retirar las vigas carbonizadas y mucho menos de reponerlas y techar de nuevo la cabaña con paja. ¿Sería cierto que los irlandeses eran reacios a las mejoras?

Una mujer que llevaba una sucia cofia de volantes estaba parada al borde del camino, con varios niños apelotonados en el seto que tenía detrás. El traqueteo de la carreta los hizo salir con las manos ahuecadas, como para atrapar la lluvia. Lib miró hacia otra parte, incómoda.

—La temporada de hambre —murmuró el conductor.

Pero si estaban en pleno verano. ¿Cómo podía escasear la comida precisamente ahora?

Llevaba las botas manchadas de barro y grava que escupía la rueda. Varias veces el coche de paseo se metió en un charco marrón tan hondo que Lib tuvo que agarrarse al banco para no salir despedida con la sacudida.

Más cabañas, algunas con tres o cuatro ventanas. Graneros, establos. Una granja de dos pisos, luego otra. Dos hombres que cargaban un carro se volvieron y uno le dijo algo al otro. Lib se miró. ¿Qué tenía de extraño su traje de viaje? A lo mejor los lugareños eran tan perezosos que dejaban de trabajar para mirar a cualquier forastero.

Más adelante, un edificio encalado de tejado puntiagudo rematado por una cruz, lo que indicaba que era una capilla católica.

Solo cuando el conductor frenó se dio cuenta Lib de que habían llegado al pueblo, aunque en Inglaterra aquello no habría sido más que un racimo de edificios de aspecto lamentable.

Consultó la hora. Eran casi las nueve y el sol aún no se había puesto. El poni bajó la cabeza y se puso a masticar unos hierbajos. Por lo visto no había más calle que aquella.

—Se alojará en la tienda de los espíritus.

—Perdón, ¿cómo dice?

—En Ryan’s. —El conductor volvió la cabeza a la izquierda, asintiendo, hacia un edificio sin ningún rótulo.

Tenía que ser una equivocación. Agarrotada por el viaje, Lib le dio la mano al hombre para que la ayudara a bajar. Sacudió la sombrilla con el brazo tan estirado como pudo, plegó la lona encerada y la abrochó bien. Se secó la mano en el forro de la capa antes de entrar en la tienda de vigas bajas.

El olor de la turba quemándose la asaltó. Aparte del fuego que ardía en la enorme chimenea, solo un par de lámparas iluminaban la sala donde una niña empujaba un bote para alinearlo con otros de un estante alto.

—Buenas noches —saludó Lib—. Creo que me han traído al lugar equivocado.

—Usted debe de ser la inglesa —dijo la niña, gritando un poco, como si Lib fuera sorda—. ¿Le importaría pasar al fondo para cenar algo?

Lib reprimió su mal humor. Si no había una posada decente y la familia O’Donnell no podía o no quería alojar a la enfermera que había contratado, no le serviría de nada quejarse.

Cruzó la puerta que había junto a la chimenea y se encontró en una habitación pequeña sin ventanas en la que había dos mesas, una de ellas ocupada por una monja cuya cara apenas se veía detrás de las capas almidonadas de su tocado. Si Lib se sobresaltó un poco fue porque no veía nada parecido desde hacía años; en Inglaterra, las religiosas no iban por ahí vestidas así por temor a alentar el sentimiento anticatólico.

—Buenas noches —saludó educadamente.

La monja respondió con una profunda reverencia. ¿Desaconsejaban a las monjas de su orden que hablaran con quienes no pertenecían a su fe o tal vez habría hecho voto de silencio?

Lib se sentó a la otra mesa, de espaldas a la monja, y esperó.

Le protestaba el estómago, esperaba que no tanto como para que se oyeran las protestas.

Escuchó un leve tintineo que no podía proceder más que de debajo del hábito de la monja: las famosas cuentas del rosario.

Cuando por fin la niña apareció con la bandeja, la monja inclinó la cabeza y susurró algo; daba las gracias antes de comer. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, supuso Lib, los ojos un poco saltones y manos carnosas de campesina.

La mezcla de platos era curiosa: pan de centeno, col y algún tipo de pescado.

—Me esperaba más bien un plato de patatas —le dijo Lib a la niña.

—Las estará esperando otro mes.

Ah, ahora Lib entendía por qué aquella era la temporada de hambre en Irlanda: las patatas no se recolectaban hasta otoño.

Todo sabía a turba, pero dejó el plato limpio. Desde Scutari, donde las raciones de las enfermeras eran tan escasas como las de los hombres, Lib era incapaz de desperdiciar ni una miga.

Ruido en la tienda y luego cuatro personas entraron en el comedor.

—Dios salve a todos —dijo el primero en hacerlo, un hombre.

Lib desconocía la respuesta adecuada, así que asintió.

—Y a ustedes también —murmuró la monja. Se llevó la mano a la frente, al pecho, al hombro izquierdo y, por último, al derecho, santiguándose, y salió de la habitación, aunque Lib no supo si lo hacía porque ya tenía bastante con lo que había comido de su escasa ración o para dejarles la mesa a los recién llegados.

Aquellos granjeros y sus esposas formaban un grupo ruidoso. ¿Habrían estado bebiendo en alguna otra parte toda la tarde del domingo?

La tienda de los espíritus. Por fin Lib entendió lo que le había dicho el conductor. No se refería a una tienda encantada, poblada por espíritus, sino a una en la que servían bebidas espirituosas, licores.

Escuchando su conversación, acerca de una maravilla tan extraordinaria que les parecía increíble a pesar de que la habían visto con sus propios ojos, Lib dedujo que habían estado en una feria.

—Y digo yo que detrás está la otra gente —dijo un hombre barbudo. Su mujer le propinó un codazo, pero él insistió—: ¡Moviéndole las manos y los pies!

—¿Señora Wright?

Lib volvió la cabeza.

El desconocido de la puerta se dio unas palmaditas en el chaleco.

—Soy el doctor McBrearty.

El médico de los O’Donnell se llamaba así, recordó Lib.

Se levantó para estrecharle la mano. Patillas blancas desaliñadas, muy poco pelo, chaqueta raída, hombros nevados de caspa y bastón con pomo. ¿Setenta años, quizá?

Los granjeros y sus esposas los miraban con interés.

—Qué bien que haya viajado hasta aquí —comentó el médico, como si Lib estuviera de visita en lugar de aceptando un empleo—. ¿Ha sido espantosa la travesía? ¿Ha terminado ya de comer? —prosiguió, sin darle tiempo para responder.

Pasó con él a la tienda. La niña cogió una lámpara y les indicó por señas que subieran la angosta escalera.

La habitación era diminuta. El baúl de Lib ocupaba casi todo el espacio libre.

¿Esperaban que mantuviera una entrevista allí con el doctor McBrearty? ¿No había otra habitación libre en el establecimiento o la niña era demasiado ordinaria para disponer las cosas con más cortesía?

—Muy bien Maggie —le dijo el médico a la muchacha—. ¿Cómo va la tos de tu padre?

—Un poco mejor.

—Bueno, señora Wright —dijo en cuanto la niña se hubo ido, indicándole la única silla que había para que tomara asiento.

Lib habría dado cualquier cosa por diez minutos de intimidad para usar el orinal y el lavabo. Los irlandeses eran famosos por hacer caso omiso de los detalles.

El médico se apoyó en el bastón.

—¿Puedo preguntarle qué edad tiene?

Así que tendría que someterse a una entrevista allí mismo, aunque le habían dado a entender que el trabajo ya era suyo.

—Todavía no he cumplido los treinta, doctor.

—Es viuda, ¿cierto? ¿Empezó a ejercer como enfermera cuando tuvo que, eh…, valerse por sí misma?

¿Estaba McBrearty comprobando lo que la enfermera jefe le había contado de ella? Asintió.

—Menos de un año después de casarme.

Se le había ocurrido leyendo un artículo acerca de los miles de soldados heridos de bala o enfermos de cólera que no tenían a nadie que los atendiera. El Times decía que se habían recaudado siete mil libras para mandar un grupo de mujeres inglesas a Crimea que trabajarían como enfermeras. «Creo que yo puedo hacer eso», había pensado Lib, con miedo pero también con audacia. Había perdido tanto ya que era temeraria.

—Tenía veinticinco años —fue lo único que le respondió al médico.

—¡Una Nightingale! —exclamó el hombre, asombrado.

¡Ah! Así que la matrona le había contado eso. A Lib le daba vergüenza sacar a colación el nombre de la gran dama y detestaba el título caprichoso asociado a todas las chicas que la señorita N. había preparado, como si fueran muñecas fabricadas en su molde de heroicidad.

—Sí. Tuve el honor de servir a sus órdenes en Scutari.

—Una labor noble.

Parecía perverso responder que no y arrogante decir que sí. De repente cayó en la cuenta de que por ese apellido, Nightingale, la familia O’Donnell se había tomado la molestia de traer una enfermera hasta allí cruzando el mar de Irlanda. Estaba segura de que al viejo irlandés le habría gustado oír más acerca de la belleza, la severidad, la justificada indignación de su maestra.

—Era una dama enfermera —fue lo que dijo, sin embargo.

—¿Una voluntaria?

Lib había querido hacer una aclaración, pero él la había entendido mal. Se ruborizó. «¿Por qué me avergüenzo?», pensó. La señorita N. les recordaba constantemente que no por el hecho de cobrar un sueldo eran menos altruistas.

—No, me refiero a que era una enfermera con formación, no una enfermera común y corriente. Mi padre era un caballero —añadió un poco atolondradamente. No un caballero rico, pero…

—¡Ah, muy bien! ¿Cuánto tiempo lleva trabajando en el hospital?

—En septiembre hará tres años.

Eso era ya en sí un hecho notable, porque la mayoría de las enfermeras no se quedaban más que unos cuantos meses; limpiadoras irresponsables, señoras Gamp, lloriqueando por sus raciones de celador. Lib no era particularmente apreciada allí. Había oído comentar a la enfermera jefe que las veteranas de la campaña de Crimea de la señorita N. eran unas engreídas.

—Después de Scutari trabajé para varias familias —añadió—, y cuidé de mis padres enfermos hasta que murieron.

—¿Alguna vez se ha ocupado de un niño, señora Wright?

Lib se quedó desconcertada, pero solo momentáneamente.

—Diría que los principios son los mismos. ¿Es un niño mi paciente?

—La señorita Anna O’Donnell.

—No me han dicho qué enfermedad padece.

El médico suspiró.

Una enfermedad mortal, entonces, dedujo Lib. Lo suficientemente lenta como para no haber acabado ya con la criatura. Tisis, seguramente, en aquel clima húmedo.

—No está exactamente enferma. Su único deber será custodiarla.

Curioso verbo. Como aquella espantosa enfermera de Jane Eyre, encargada de la lunática escondida en el ático…

—¿Me han traído hasta aquí para… vigilarla?

—No, no, solo para observarla.

La observación, sin embargo, solo era la primera pieza del rompecabezas. La señorita N. había enseñado a sus enfermeras a observar atentamente para entender lo que necesitaba el enfermo y proporcionárselo. Medicamentos no, porque eso correspondía a los médicos, pero sí las cosas que ella afirmaba que eran igualmente cruciales para la recuperación: luz, aire, calor, limpieza, descanso, comodidad, alimentación y conversación.

—Si le he entendido bien…

—Dudo que lo haya hecho y por mi culpa. —McBrearty se apoyó en el borde del lavabo como si le faltaran las fuerzas.

A Lib le habría gustado ofrecerle la silla al anciano si no hubiese sido insultante hacerlo.

—No quiero de ningún modo predisponerla en contra —prosiguió el médico—, pero debo decirle que se trata de un caso de lo más inusual. Anna O’Donnell asegura, o, más bien, sus padres aseguran, que no ha comido desde que cumplió once años.

Lib frunció el ceño.

—Entonces tiene que estar enferma.

—No padece ninguna enfermedad conocida. Ninguna que yo conozca, al menos —se corrigió McBrearty—. Simplemente no come.

—¿Se refiere usted a que no ingiere alimentos sólidos? —Lib había oído hablar de señoritas modernas y refinadas que pretendían vivir días y días de arrurruz hervido o de consomé de carne.

—No toma ninguna clase de alimento —la sacó el médico de su error—. No puede ingerir nada más que agua pura.

Querer es poder, como reza el dicho. A menos que…

—¿Tiene la pobre criatura una obstrucción intestinal?

—Yo no se la he encontrado.

Lib estaba perdida.

—¿Fuertes náuseas? —Había visto embarazadas demasiado mareadas para retener la comida en el estómago.

El médico negó con la cabeza.

—¿Es depresiva?

—Diría que no. Es una niña tranquila y devota.

¡Ah! Entonces no se trataba en absoluto de una afección médica sino de exaltación religiosa, tal vez.

—¿Es católica?

¿Qué otra cosa iba a ser?, decía el gesto que hizo el médico con la mano.

Lib supuso que prácticamente todos debían de ser católicos, tan lejos de Dublín. El médico quizá también.

—Estoy segura de que le ha subrayado los peligros del ayuno —comentó.

—Lo he hecho, por supuesto. También lo hicieron sus padres, al principio. Pero Anna es inflexible.

¿Habían obligado a Lib a cruzar el mar por eso, por un capricho infantil? A los O’Donnell seguramente les había entrado el pánico el primer día que su hija había fruncido la nariz ante el desayuno y habían enviado un telegrama a Londres pidiendo no solo una enfermera sino una de las nuevas, de las intachables: «¡Manden una Nightingale!».

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde su cumpleaños? —preguntó.

McBrearty se tiró del bigote.

—Fue en abril. ¡Hoy hace cuatro meses!

Lib se habría echado a reír de no ser por su formación.

—Doctor, a estas alturas la niña ya habría muerto. —Esperó alguna señal de que el médico estaba de acuerdo con lo absurdo que era aquello: un guiño de complicidad o que se diera un golpecito en la nariz.

Se limitó a asentir.

—Es un gran misterio.

No era el calificativo que Lib habría escogido.

—Al menos estará postrada en cama…

El médico negó con la cabeza.

—Anna va por ahí como cualquier otra niña.

—¿Está esquelética?

—Siempre ha sido poquita cosa, pero no, apenas ha cambiado desde abril.

Hablaba con franqueza, pero aquello era ridículo. ¿Tenía los ojos legañosos medio ciegos?

—Y está en plena posesión de sus facultades —añadió McBrearty—. De hecho, la vitalidad de Anna es tanta que los O’Donnell se han convencido de que puede vivir sin comida.

—Increíble. —Le salió en un tono demasiado cáustico.

—No me sorprende su escepticismo, señora Wright. Yo también lo era.

¿Lo era?

—¿Está diciéndome en serio que…?

El médico la interrumpió, alzando las manos apergaminadas.

—La explicación evidente es que esto es un fraude.

—Sí —convino Lib aliviada.

—Pero esa niña… no es como las demás.

Lib esperó a que prosiguiera.

—No puedo decirle nada, señora Wright. Solo tengo preguntas. Llevo cuatro meses ardiendo de curiosidad, como estoy seguro que hace usted ahora.

No, Lib ardía en deseos de terminar con la entrevista y que aquel hombre se marchara de su habitación.

—Doctor, la ciencia nos dice que vivir sin comida es imposible.

—Pero ¿no parecían al principio la mayoría de los descubrimientos de la historia de la civilización asombrosos, casi mágicos? —La voz le temblaba un poco de emoción—. De Arquímedes a Newton, todos los grandes hombres han hecho descubrimientos examinando sin prejuicios los indicios que les aportaban sus sentidos. Por eso lo único que le pido es que no se cierre mañana cuando conozca a Anna O’Donnell.

Lib bajó la vista, apenada por McBrearty. ¿Cómo podía un médico dejarse enredar en el juego de una niña y fantasear con ser un gran hombre por ello?

—Si puedo preguntárselo, ¿está la niña exclusivamente a su cuidado? —Lo expresó con cortesía, pero lo que quería decir era si no habían llamado a alguien más capaz.

—Lo está —respondió McBrearty para tranquilizarla—. De hecho, fui yo quien tuvo la idea de elaborar un relato del caso y mandarlo al Irish Times.

Lib nunca había oído hablar de aquella publicación.

—¿Es un periódico nacional?

—Mmm. El último que se ha fundado. Por eso esperaba que sus propietarios estuvieran un poco menos cegados por los prejuicios sectarios —añadió, nostálgico—. Más abiertos a lo nuevo y extraordinario, dondequiera que surja. Quise compartir los hechos con un público más amplio, ¿sabe?, con la esperanza de que alguien fuera capaz de encontrar una explicación.

—¿Y alguien lo ha hecho?

Un suspiro entrecortado.

—Han llegado varias cartas fervientes proclamando que el caso de Anna es un completo milagro. También unas cuantas sugerencias interesantes acerca de que podría estar aprovechando propiedades nutritivas todavía desconocidas de, digamos, el magnetismo o los olores.

¿Los olores? Lib se chupó las mejillas para no sonreír.

—Un remitente propone que tal vez esté convirtiendo el sol en energía, como los vegetales. O que vive del aire, como hacen ciertas plantas —añadió. Se le había iluminado la cara arrugada—. ¿Recuerda a la tripulación de un naufragio que subsistió varios meses a base de tabaco?

Lib miró al suelo para esconder su mirada burlona.

McBrearty siguió con su discurso.

—La mayor parte de las respuestas, sin embargo, han sido vejatorias.

—¿Con la niña?

—Con la niña, con la familia y conmigo. Ha habido comentarios no solo en el Irish Times sino también en varias publicaciones británicas que por lo visto publicaron el caso con finalidad únicamente satírica.

Lib lo entendió de pronto. Había hecho un largo viaje para emplearse como niñera-carcelera, y todo por el orgullo herido de un médico de provincias. ¿Por qué no le habría pedido a la matrona más detalles sobre aquel trabajo antes de aceptarlo?

—La mayoría de los periodistas suponen que los O’Donnell son unos embusteros que alimentan a su hija a escondidas y toman el pelo a todo el mundo —dijo McBrearty con estridencia—. El nombre de nuestro pueblo se ha convertido en sinónimo de credulidad y atraso. A varios hombres importantes de por aquí les parece que el honor del condado, tal vez el de toda la nación irlandesa, está en juego.

¿Se habría extendido como una epidemia la credulidad del médico entre aquellos hombres importantes?

—Así que se creó un comité que tomó la decisión de montar guardia.

¡Ah! Entonces no habían sido los O’Donnell quienes habían mandado llamar a Lib.

—¿Con el fin de demostrar que la niña subsiste por medios extraordinarios? —Trataba de no parecer irónica en absoluto.

—No, no —le aseguró McBrearty—, solo para sacar la verdad a la luz, sea cual sea. Dos ayudantes escrupulosos permanecerán con Anna día y noche durante quince días.

Entonces no era por la experiencia quirúrgica ni con pacientes infecciosos por lo que habían llamado a Lib, sino solo por el rigor de su preparación. Evidentemente, el comité esperaba, importando a una de las escrupulosas enfermeras de la nueva generación, dar credibilidad a la descabellada historia de los O’Donnell. Para convertir aquella zona estancada y primitiva en una maravilla del mundo. La ira le latía en la mandíbula. Sentía compañerismo, también, por la otra mujer atraída a aquel pantano.

—A la segunda enfermera supongo que no la conozco.

El médico frunció el ceño.

—¿No ha conocido a la hermana Michael durante la cena?

La monja que apenas hablaba; Lib tendría que haberlo adivinado. Era raro que adoptaran nombres de santos, como si renunciaran a su condición de mujer. Pero ¿por qué no se había presentado la monja como era debido? ¿Con aquella profunda reverencia había querido decirle que ella y la inglesa estaban juntas en aquel fregado?

—¿También se formó en Crimea?

—No, no. Acaban de enviarla de la Casa de la Misericordia de Tullamore —dijo McBrearty.

Una monja caminante. Lib había servido con otras hermanas de aquella orden en Scutari. Eran unas trabajadoras responsables, al menos, se dijo.

—Los padres pidieron que al menos una de las dos fuera de su propia, eh…

Así que los O’Donnell habían pedido una católica.

—Confesión —terminó por él la frase.

—Y nacionalidad —añadió el médico, para quitar hierro al asunto.

—Soy bastante consciente de que los ingleses no son apreciados en este país —dijo Lib, esforzándose por sonreír.

—Exagera un poco —objetó McBrearty.

¿Y qué había de las caras que se volvían hacia el coche de paseo cuando Lib recorría la calle del pueblo? Luego cayó en la cuenta de que aquellos hombres hablaban de ella porque la esperaban. No era solo una inglesa; era una inglesa enviada para velar por la hija de su señor.

—La hermana Michael proporcionará cierta sensación de familiaridad a la niña, eso es todo —dijo McBrearty.

¡Que la familiaridad fuera un requisito necesario e incluso útil para un observador, menuda idea! La otra enfermera, sin embargo, habían querido que fuera de la famosa brigada de la señorita N., se dijo, para dar viso de escrupulosidad a la vigilancia, sobre todo de cara a la prensa británica.

Lib pensó en decirle con mucha frialdad al médico: «Doctor, veo que me han traído aquí con la esperanza de que mi relación con una gran dama dé una pátina de respetabilidad a un fraude intolerable. No participaré en esto». Si se marchaba por la mañana, podría estar de vuelta en el hospital al cabo de dos días.

La perspectiva la llenó de tristeza. Se imaginó tratando de explicar que el trabajo de Irlanda había resultado inaceptable por razones morales; cómo resoplaría la enfermera jefe.

Así que Lib reprimió de momento lo que sentía y se concentró en las cuestiones prácticas. «Simplemente observe», le había dicho McBrearty.

—Si en algún momento la niña expresara el más leve deseo, aunque fuese veladamente, de comer algo… —empezó.

—Entonces déselo. —El médico parecía asombrado—. No nos dedicamos a matar a los niños de hambre.

Lib asintió.

—Nosotras, las enfermeras, ¿debemos presentarle un informe a usted dentro de dos semanas, pues?

El médico negó con la cabeza.

—Como médico de Anna, y puesto que me han dado este disgusto los periódicos, se me puede considerar parte interesada. Por tanto, declarará bajo juramento en la reunión del comité.

Lib lo miró ansiosa.

—Usted y la hermana Michael, por separado —añadió él, alzando un dedo nudoso—, sin ninguna deliberación. Queremos oír el punto de vista de cada una, con completa independencia de la otra.

—Muy bien. ¿Puedo preguntar por qué no se lleva a cabo esta observación en el hospital local?

A no ser que no hubiera ninguno en el centro de la isla, ese «punto demasiado muerto».

—¡Oh! Los O’Donnell se oponen a la sola idea de que se lleven a su pequeña al hospital del condado.

Aquello le encajó; el amo y su mujer querían tener a su hija en casa para poder darle de comer a escondidas. No le harían falta dos semanas de supervisión para pillarlos.

Escogió las palabras con cuidado porque evidentemente el médico le tenía cariño a la joven farsante.

—Si antes de acabar la quincena encuentro pruebas que indiquen que Anna ha estado comiendo a escondidas… ¿debo presentar mi informe inmediatamente ante el comité?

Contrajo las patilludas mejillas.

—Supongo que, en tal caso, sería una pérdida de tiempo y de dinero para todos continuar con la vigilancia por más tiempo.

Lib podría estar en el barco de vuelta a Inglaterra en cuestión de días, entonces, habiendo dado carpetazo satisfactoriamente a aquel episodio excéntrico. Más todavía, si los periódicos del reino atribuían el mérito a la enfermera Elizabeth Wright de haber destapado la farsa, todo el personal del hospital tendría que tomar buena nota. ¿Quién la llamaría engreída, entonces? A lo mejor sacaría algo bueno de aquello; un puesto más acorde con sus capacidades, más interesante. Una vida menos limitada. Se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo.

—Será mejor que me vaya —dijo McBrearty—. Deben de ser casi las diez.

Lib tiró de la cadena y consultó el reloj.

—Marca las diez y dieciocho.

—Ah, es que aquí llevamos veinticinco minutos de retraso. Sigue con la hora inglesa.

Lib durmió bien, teniendo en cuenta las circunstancias.

El sol salió poco antes de las seis. A esa hora ya se había puesto el uniforme del hospital: vestido gris de tweed, chaqueta de estambre y cofia blanca. (Al menos le quedaba bien. Una de las muchas humillaciones en Scutari había sido el uniforme; las enfermeras bajas nadaban en él, mientras que Lib parecía una indigente porque las mangas le quedaban cortas).

Desayunó sola en la habitación del fondo de la tienda. Los huevos eran frescos, las yemas, amarillas como el sol. La niña de Ryan —¿Mary?, ¿Meg?—, llevaba el mismo delantal manchado que la noche anterior. Cuando volvió para recoger la mesa le dijo que don Thaddeus la estaba esperando. Se había marchado antes de que Lib pudiera decirle que no conocía a nadie que se llamara así.

Pasó a la tienda.

—¿Quería usted hablar conmigo? —le preguntó al hombre que estaba allí de pie. No estaba demasiado segura de si añadir «señor».

—Buenos días, señora Wright. Espero que haya dormido bien.

Don Thaddeus hablaba mejor de lo que esperaba por el aspecto desteñido de su abrigo.

Una cara rosada de nariz chata no demasiado juvenil; una mata de pelo negro que saltó cuando se quitó el sombrero.

—He venido a llevarla con los O’Donnell, si está lista.

—Completamente lista.

—El buen doctor ha pensado que, a lo mejor —añadió, seguramente porque había notado su tono inquisitivo—, un buen amigo de la familia podría hacer las presentaciones.

Lib estaba desconcertada.

—Tenía la impresión de que ese amigo era el doctor McBrearty.

—Y lo es —repuso don Thaddeus—, pero supongo que los O’Donnell confían especialmente en su párroco.

¿Un párroco? Aquel hombre iba vestido de paisano.

—Le ruego que me perdone, pero ¿no deberían llamarlo padre Thaddeus?

—Bueno… —Se encogió de hombros—. Ahora se estila eso, pero por aquí no nos complicamos demasiado la vida.

Costaba imaginar a aquel amigable sujeto como confesor del pueblo, el poseedor de los secretos.

—No lleva usted alzacuellos, o… —Lib señaló el pecho del hombre, porque desconocía el nombre de la túnica negra abotonada.

—Llevo todo el equipo en el maletero para domingos y fiestas de guardar, claro —dijo sonriente don Thaddeus.

La chica entró corriendo en la tienda secándose las manos.

—Aquí tiene su tabaco —le dijo, retorciendo los extremos de un paquete y deslizándolo hacia él sobre el mostrador.

—Que Dios te bendiga, Maggie, y una caja de cerillas también. ¿Bien, hermana? —Miraba detrás de Lib.

Ella se volvió y se encontró con la monja; ¿cuándo había entrado?

La hermana Michael le hizo un gesto de asentimiento al cura y otro a ella contrayendo los labios en una pretendida sonrisa. Paralizada por la timidez, supuso Lib.

¿Por qué McBrearty no había mandado buscar a dos Nightingale, ya puestos? Se le ocurrió entonces que tal vez ninguna de las otras cincuenta y tantas, laicas o religiosas, estaba disponible a tan corto plazo. ¿Era ella la única enfermera de Crimea que no había encontrado su lugar en media década? ¿La única lo bastante desocupada como para morder el cebo envenenado de aquel trabajo?

Los tres doblaron hacia la izquierda por la calle bajo un sol aguado. Incómoda entre el cura y la monja, Lib agarraba el bolso de cuero.

Los edificios estaban orientados hacia diferentes puntos, dándose mutuamente la espalda. Tras una ventana había una anciana sentada a una mesa llena de montones de cestas, producto de algún tipo de venta en su habitación delantera, tal vez. No había nada del ajetreo de una mañana de lunes que Lib habría esperado en Inglaterra. Pasaron junto a un hombre cargado con un saco que intercambió bendiciones con don Thaddeus y la hermana Michael.

—La señora Wright trabajó con la señorita Nightingale —le comentó el cura a la monja.

—Eso he oído. —Al cabo de un momento, la hermana Michael le dijo a Lib—: Debe de tener mucha experiencia en casos quirúrgicos.

Lib asintió con tanta modestia como puedo.

—También tratábamos muchos casos de cólera, disentería, malaria; de congelación en invierno, por supuesto.

De hecho, las enfermeras inglesas pasaban mucho tiempo ahuecando colchones, removiendo gachas y con las palanganas, pero Lib no quería que la monja la tomara por una sirvienta ignorante.

Era algo que nadie entendía: salvar vidas a menudo se conseguía desatascando una tubería de las letrinas.

Ni rastro de plaza de mercado ni de ningún jardín, como tenía cualquier pueblo inglés. La llamativa capilla blanca era el único edificio con aspecto de ser nuevo. Don Thaddeus dobló a la derecha justo antes por un camino fangoso que bordeaba un cementerio. Las lápidas torcidas cubiertas de musgo no habían sido dispuestas en hileras sino al buen tuntún, por lo visto.

—¿Viven los O’Donnell fuera del pueblo? —preguntó Lib. Sentía curiosidad acerca de por qué la familia no había tenido la cortesía de mandar un coche y ya no digamos de dar alojamiento a las enfermeras.

—A cierta distancia —susurró la monja.

—Malachy guarda reses shorthorn —añadió el cura.

El débil sol calentaba más de lo que Lib había pensado; sudaba con la capa.

—¿Cuántos de sus hijos viven en casa?

—Ahora solo la niña, desde que Pat se fue, Dios lo bendiga —repuso don Thaddeus.

¿Se fue? ¿Adónde? Lo más probable era que se hubiera ido a América, pensó Lib, o a Inglaterra, o a las colonias. Irlanda, una madre poco previsora, mandaba a la mitad de su flaca prole al extranjero. Los O’Donnell solo tenían dos hijos, pues; eso a Lib le parecía una completa miseria.

Pasaron por una cabaña destartalada cuya chimenea humeaba. Un sendero empinado salía del camino hacia otra casa de campo. Los ojos de Lib recorrieron la ciénaga de más adelante buscando alguna señal de la finca de los O’Donnell. ¿Le estaba permitido preguntarle al cura algo aparte de los hechos escuetos? Cada enfermera había sido contratada para formarse una impresión personal. A Lib se le ocurrió de pronto que aquella tal vez fuera la única oportunidad que tendría de hablar con aquel amigo de confianza de la familia.

—Don Thaddeus, si puedo preguntárselo, ¿avala usted la honestidad de los O’Donnell?

El cura tardó un momento en contestar.

—Por supuesto, no tengo ningún motivo para ponerla en duda.

Como Lib nunca había mantenido una conversación con un cura católico, no supo interpretar su tono diplomático.

La monja miraba fijamente el verde horizonte.

—Malachy es un hombre de pocas palabras —prosiguió don Thaddeus—, abstemio.

Aquello sorprendió a Lib.

—No ha bebido ni una gota desde que dio su palabra de no hacerlo, antes de que nacieran los niños. Su mujer es una luz para la parroquia, muy activa en la Compañía de Nuestra Señora.

Aquellos detalles no eran para Lib muy significativos, pero le siguió la corriente.

—¿Y Anna O’Donnell?

—Es una pequeña maravillosa.

¿En qué sentido? ¿Virtuosa? ¿Excepcional? Era evidente que la mocosa los tenía a todos encandilados. Lib se fijó atentamente en el perfil curvilíneo del cura.

—¿Alguna vez le aconsejó que rechazara la comida, quizá como algún tipo de ejercicio espiritual?

El cura hizo un gesto de protesta.

—Señora Wright. Usted no profesa nuestra fe, ¿cierto?

—Fui bautizada en la Iglesia de Inglaterra —repuso Lib, escogiendo con cuidado las palabras.

La monja miraba un cuervo que pasaba. Evitaba contaminarse manteniéndose al margen de la conversación, tal vez.

—Bien —dijo don Thaddeus—. Le aseguro que los católicos estamos obligados a ayunar unas horas como mucho, por ejemplo, desde medianoche hasta la toma de la Santa Comunión a la mañana siguiente. También nos abstenemos de comer carne los miércoles y los viernes, así como durante la Cuaresma. El ayuno moderado mortifica los deseos carnales, ¿sabe? —añadió con la misma tranquilidad que si estuviera hablando del clima.

—¿Se refiere al apetito por la comida?

—Entre otros.

Lib miró el suelo lodoso que iba pisando con las botas.

—También expresamos nuestro pesar por las agonías de Nuestro Señor compartiéndolas, aunque sea mínimamente —prosiguió él—, así que el ayuno resulta una penitencia útil.

—Lo que significa que, si uno se castiga, le serán perdonados los pecados… —dijo Lib.

—O los de los demás —susurró la monja.

—Tal como dice la hermana —respondió el cura—, si ofrecemos nuestro sufrimiento con espíritu generoso a cuenta de otra persona.

Lib se imaginó un gigantesco libro de contabilidad manchado de tinta lleno de debes y haberes.

—La clave está en que el ayuno jamás debe llevarse hasta el extremo o hasta el punto de perjudicar la salud.

Ese era un pez muy resbaladizo.

—Entonces, ¿por qué cree que Anna O’Donnell ha ido contra las normas de su propia Iglesia?

El sacerdote encogió los anchos hombros.

—He tratado de hacerla razonar muchas veces durante los últimos meses, rogándole que tomara algún bocado de lo que fuera. Sin embargo, ha hecho oídos sordos.

¿Cómo conseguía aquella niña malcriada involucrar a todos los adultos con los que se relacionaba en aquella farsa?

—Hemos llegado —murmuró la hermana Michael, indicando el final de un sendero apenas visible.

Seguro que aquel no podía ser su destino. La cabaña estaba pidiendo a gritos que la encalaran; el techado de paja embreada protegía tres cuadraditos de vidrio. En el otro extremo, un establo de vacas se encorvaba bajo el mismo tejado.

Lib comprendió de inmediato lo errado de sus suposiciones. Si el comité había contratado a las enfermeras, entonces Malachy O’Donnell no podía ser de ninguna manera un hombre próspero. Por lo visto lo único que distinguía a la familia de los otros campesinos que malvivían por los alrededores era esa afirmación de que su hijita vivía del aire.

Observó atentamente el tejado de los O’Donnell. Si el doctor McBrearty no hubiera sido tan imprudente como para escribir al Irish Times, comprendió entonces, no se habría difundido ni una palabra más allá de aquellos campos empapados. ¿Cuántos amigos suyos importantes estaban invirtiendo su dinero y su buen nombre en aquella extraña empresa? ¿Apostaban a que, pasados los quince días, ambas enfermeras jurarían obedientemente que aquello era un milagro y convertirían aquel caserío insignificante en una maravilla de la cristiandad? ¿Pensaban comprar el respaldo y la reputación de una hermana de la caridad y una Nightingale?

Los tres enfilaron el sendero pasando junto a un montón de estiércol, notó Lib con un estremecimiento de desaprobación. La parte inferior de los gruesos muros de la cabaña estaba inclinada hacia fuera. Habían tapado con un trapo el cristal roto de la ventana más cercana. La puerta cerraba solo la parte inferior del umbral, dejando un hueco arriba, como la de una cuadra. Don Thaddeus la abrió con un leve chirrido y le indicó a Lib que lo precediera.

Ella entró en la oscuridad. Una mujer se dirigió a ellos en un idioma que Lib desconocía. Los ojos se le fueron acostumbrando a la penumbra. Vio el suelo de tierra apisonada que pisaba. Dos mujeres con las cofias de volantes que las irlandesas llevaban siempre, por lo visto, estaban apartando una rejilla de secado del fuego. Después de amontonar la ropa en los brazos de la más joven y delgada, la mayor se apresuró a estrecharle la mano al sacerdote.

Él le respondió en la misma lengua.

Tenía que ser gaélico. Luego se puso a hablar en inglés.

—Rosaleen O’Donnell, ya conoció a la hermana Michael ayer.

—Hermana, buenos días también para usted. —La mujer le apretó las manos a la monja.

—Y esta es la señora Wright, una de las famosas enfermeras de Crimea.

—¡Dios mío! —exclamó la señora O’Donnell. Tenía los hombros anchos y huesudos, los ojos grises como el granito y la sonrisa mellada—. Que el cielo la bendiga por venir de tan lejos, ’ñora.

¿Era de verdad tan ignorante que creía que la guerra seguía en esa península y que acababa de llegar, cubierta de sangre, del frente?

—Está en la única habitación buena que tendría de no ser por las visitas. —Rosaleen O’Donnell hizo un gesto hacia una puerta situada a la derecha del fuego.

Cuando Lib aguzó el oído oyó que alguien cantaba.

—Aquí estamos estupendamente —le aseguró don Thaddeus.

—Siéntense mientras les preparo una taza de té, al menos —insistió la señora O’Donnell—. Las sillas están todas dentro, así que no tengo para ustedes más que escabeles. Mi marido está extrayendo turba para Séamus O’Lalor.

Los escabeles eran los troncos a modo de taburete que la mujer estaba empujando prácticamente dentro del fuego para sus invitados. Lib escogió uno e intentó alejarlo un poco de la chimenea, pero la mujer pareció ofendida; evidentemente, el sitio de honor era pegado al fuego. Así que Lib se sentó y dejó la bolsa en el lado donde se mantendría más fría, para que los ungüentos no se le licuaran.

Rosaleen O’Donnell se santiguó al sentarse y lo mismo hicieron el cura y la monja. Lib pensó si seguir su ejemplo, pero no; era estúpido ponerse a imitar a los lugareños.

En la «habitación buena», el canto subió de volumen. La chimenea estaba abierta hacia ambos lados de la cabaña, de manera que el sonido se colaba por ella.

Mientras la chica apartaba la sibilante pava del fuego, la señora O’Donnell y el párroco charlaron acerca de la lluvia del día anterior y de lo inusualmente cálido que el verano estaba siendo en general. La monja escuchaba y, de vez en cuando, murmuraba su asentimiento. Ni una palabra de la hija.

A Lib se le estaba pegando el uniforme a los costados. Una enfermera observadora, se recordó, nunca perdía el tiempo. Se fijó en una mesa adosada a la pared sin ventanas del fondo. Un aparador pintado con la parte de abajo con barrotes, como una jaula. Unas puertecitas en las paredes; armarios empotrados, tal vez. Una cortina confeccionada con viejos sacos de harina. Todo bastante rudimentario pero limpio, al menos no demasiado sucio. La campana ennegrecida de la chimenea era de zarzo. Tenía un hueco cuadrado a cada lado del fuego y lo que Lib supuso que era una caja de sal clavada en la parte superior. En un estante, encima del fuego, había un par de candelabros de latón, un crucifijo y lo que parecía un pequeño daguerrotipo en un portarretratos negro lacado.

—¿Cómo está hoy Anna? —preguntó por fin don Thaddeus cuando estuvieron todos, incluso la muchacha, tomando el fuerte té.

—Bastante bien, gracias a Dios. —La señora O’Donnell miró ansiosa hacia la habitación buena.

¿Estaba la chica ahí dentro cantando himnos con las visitas?

—Quizá podría contar la historia de Anna a las enfermeras —le sugirió don Thaddeus.

La mujer parecía perpleja.

Lib miró a los ojos a la hermana Michael y tomó la iniciativa.

—Hasta este año, señora O’Donnell, ¿cómo habría descrito la salud de su hija?

Un parpadeo.

—Bueno, siempre ha sido una flor delicada, pero no quejica ni enojadiza. Si se hacía un rasguño o tenía un orzuelo, lo consideraba una pequeña ofrenda al cielo.

—¿Qué me dice de su apetito? —le preguntó Lib.

—¡Oh! Nunca ha estado ávida de golosinas ni las ha pedido. Más buena que el pan.

—¿Y qué tal de ánimo? —preguntó la monja.

—No hay motivo de queja —repuso la señora O’Donnell.

Aquellas respuestas ambiguas no satisfacían a Lib.

—¿Anna va a la escuela?

—¡Oh, el señor O’Flaherty la adoraba!

—¿No ganó la medalla, acaso? —La sirvienta señaló hacia la repisa de la chimenea con tanto ímpetu que derramó la taza de té.

—Es verdad, Kitty —dijo la madre, asintiendo como una gallina.

Lib buscó la medalla con la mirada y la encontró: un disco pequeño de bronce dentro de un estuche de presentación al lado de la fotografía.

—Pero desde que pilló la tos ferina el curso pasado —prosiguió la señora O’Donnell—, decidimos tener a nuestra irlandesita en casa, dada la suciedad que hay en la escuela y que tiene esas ventanas que se rompen cada dos por tres y dejan entrar las corrientes de aire.

Irlandesita; por lo visto así llamaban los irlandeses a todas las jóvenes.

—¿No estudia con el mismo empeño en casa, de todos modos, rodeada de todos sus libros? Al pájaro, su nido; a la araña, su tela; al hombre, su casa, como reza el dicho.

Lib desconocía aquel refrán. Siguió en sus trece, porque se le ocurrió que aquella absurda mentira de Anna podía tener su origen en algo cierto.

—Desde que estuvo enferma, ¿ha padecido molestias estomacales?

Se preguntaba si un violento acceso de tos podría haber roto a la niña por dentro. Sin embargo, la señora O’Donnell negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.

—¿Vómitos, obstrucciones, heces blandas?

—Solo de vez en cuando, como es lo normal cuando se está creciendo.

—Entonces, hasta que cumplió los once años, usted habría descrito a su hija como delicada y nada más que eso.

La mujer apretó los finos labios.

—Desde el siete de abril, ayer hizo cuatro meses, de la noche a la mañana, Anna no ha vuelto a probar bocado ni a tomar sopa; nada más que el agua de Dios.

Lib sintió un ramalazo de desagrado. Si aquello hubiera sido cierto, ¿qué clase de madre lo habría contado con tanta emoción?

Aunque, por supuesto, no lo era, se recordó. Tanto si Rosaleen O’Donnell estaba implicada en la farsa como si la hija se las había arreglado para engatusar a la madre, en cualquier caso, cínica o crédula, la mujer no tenía motivos para temer por su hija.

—Antes de su cumpleaños, ¿se había atragantado? ¿Había comido algo rancio?

La señora O’Donnell se enfureció.

—¡En esta cocina no hay nada rancio!

—¿Le ha rogado que coma? —le preguntó Lib.

—Podría haberme ahorrado la saliva.

—¿Y Anna no explica por qué motivo se niega a comer?

La mujer se inclinó un poco hacia ella, como para compartir un secreto.

—No le hace falta.

—¿No le hace falta decir por qué no come? —se extrañó Lib.

—No le hace falta —repitió sonriente Rosaleen O’Donnell, enseñando la dentadura mellada.

—¿Se refiere a la comida? —le preguntó la monja, en un susurro apenas audible.

—Ni una sola migaja. Es una maravilla viviente.

Era una interpretación bien ensayada, sin duda. Solo que el brillo de los ojos de aquella mujer, en opinión de Lib, se parecía mucho al de la convicción.

—¿Y asegura usted que durante los últimos cuatro meses su hija ha seguido teniendo buena salud?

Rosaleen O’Donnell se irguió y batió las escasas pestañas.

—En esta casa, señora Wright, no encontrará falsas afirmaciones ni imposturas. Es una casa honrada, como lo era el establo.

Lib se quedó pasmada, pensando en caballos, hasta que se dio cuenta de a qué establo se refería la mujer: al de Belén.

—Somos gente sencilla, él y yo —dijo Rosaleen—. No podemos explicarlo, pero nuestra pequeña goza de la especial providencia del Todopoderoso. ¿Acaso no es Él capaz de todo? —le preguntó a la monja.

La hermana Michael asintió, imperceptiblemente.

—Él obra de modos misteriosos.

Por eso los O’Donnell habían pedido una monja, Lib estaba casi segura. Y por eso el médico había satisfecho su demanda. Todos asumían que una solterona consagrada a Cristo estaría más dispuesta a creer en milagros que la mayoría de la gente. Cegada por la superstición, habría dicho Lib más bien.

Don Thaddeus los observaba con atención.

—Pero usted y Malachy están dispuestos a permitir que estas buenas enfermeras se sienten con Anna toda una quincena, ¿verdad, Rosaleen?, para que puedan testificar ante el comité.

La señora O’Donnell abrió tanto los flacos brazos que casi se le cayó el mantón a cuadros.

—Más que dispuestos, para defendernos, porque somos tan buenos como cualquiera desde Cork hasta Belfast.

A Lib no se le escapó la risa de milagro. ¡Que estuvieran tan preocupados por su reputación en aquella triste cabaña como si fuera una mansión…!

—¿Qué tenemos que esconder? —prosiguió la mujer—. ¿No hemos abierto ya la puerta a las personas de buen corazón procedentes de los cuatro puntos cardinales?

Aquella grandilocuencia respaldaba la opinión de Lib.

—Hablando de lo cual —dijo el cura—, creo que sus visitas se marchan.

El canto había cesado sin que Lib se diera cuenta. La puerta interior estaba ligeramente abierta y entraba corriente. Se acercó y miró por la rendija.

La habitación buena se diferenciaba de la cocina sobre todo por su desnudez. Aparte de una alacena con unos cuantos platos y jarras detrás de los cristales y unas cuantas sillas de enea, estaba completamente vacía.

Había una docena de personas vueltas hacia un rincón de la habitación que Lib no veía, con los ojos muy abiertos y la mirada luminosa, como si estuvieran observando una escena asombrosa. Aguzó el oído para entender lo que murmuraban.

—Gracias, señorita.

—Un par de estampitas para su colección.

—Permita que le deje este frasco de aceite de nuestro primo bendecido por Su Santidad en Roma.

—Solo unas flores de mi jardín, cortadas esta mañana.

—Mil gracias, y ¿besaría al niño antes de irnos? —La mujer corrió hacia el rincón con su bebé.

Lib encontraba fascinante no poder vislumbrar la extraordinaria maravilla, ¿no era esa la frase que los granjeros habían usado en la tienda espirituosa la noche anterior? Sí, de eso habían estado hablando con tanto entusiasmo, sin duda: no de algún ternero de dos cabezas, sino de Anna O’Donnell, la maravilla viviente. Evidentemente, dejaban entrar a una multitud de gente a diario para humillarse a los pies de la niña; ¡qué vulgaridad!

Uno de los granjeros había hecho un comentario malicioso acerca de la otra gente, sobre cómo estaba a sus pies. Seguro que se refería a los visitantes que tan ansiosos estaban de acariciar a la cría.

¿Qué creían estar haciendo, dando por santa a una pequeña porque creían que había superado las necesidades humanas comunes y corrientes? Aquello le recordaba a Lib las procesiones del continente, paseando estatuas con túnicas sofisticadas por callejones apestosos.

Aunque de hecho las voces de los visitantes le parecían irlandesas; la señora O’Donnell tenía que estar exagerando con eso de los cuatro puntos cardinales. La puerta se abrió del todo, así que Lib retrocedió.

Los visitantes salieron.

—Señora, por las molestias. —Un hombre con sombrero hongo le ofreció una moneda a Rosaleen O’Donnell.

Ajá. La raíz de todo mal. Al igual que esos turistas adinerados que pagaban a un campesino para que posara con un violín al que le faltaban la mitad de las cuerdas en la puerta de su cabaña de barro, los O’Donnell tenían que formar parte de aquel fraude, decidió Lib, y por el más predecible de los motivos: dinero contante y sonante.

Sin embargo, la madre se llevó las manos a la espalda.

—La hospitalidad no es ninguna molestia.

—Para la dulce niñita —insistió el visitante.

Rosaleen O’Donnell siguió negando con la cabeza.

—Insisto —dijo él.

—Déjelo en el cepillo para los pobres, señor, si se siente obligado. —Indicó una caja de hierro que había encima de un taburete, junto a la puerta.

Lib se reprochó no haberse fijado antes en ella.

Todas las visitas metían los dedos en la ranura cuando salían.

Algunas monedas eran grandes, por el ruido que hacían, le pareció a Lib. Evidentemente, la picaruela era una atracción que había que pagar, como una cruz tallada o una piedra plantada en vertical. Lib dudaba mucho que los O’Donnell entregaran un solo penique a los menos afortunados incluso que ellos.

Mientras esperaba a que la gente se marchara, Lib se acercó lo bastante a la repisa de la chimenea para estudiar el daguerrotipo. Oscuro y tomado antes de que el hijo emigrara. Rosaleen O’Donnell, como un tótem imponente. El flaco adolescente sentado en su regazo de un modo incongruente. Una pequeña sentada muy tiesa sobre su padre. Lib se esforzó para ver a pesar del brillo del cristal. Anna O’Donnell tenía el pelo casi tan oscuro como el de la propia Lib, largo hasta más abajo de los hombros. Nada la distinguía de cualquier otra niña.

—Entre en su habitación ahora, hasta que vaya a buscarla —le estaba diciendo Rosaleen a la hermana Michael.

Lib se envaró. ¿Cómo planeaba preparar a su hija para el escrutinio?

De repente la combustión de la turba se le hizo insoportable. Murmuró que necesitaba un poco de aire y salió al patio de la granja.

Adelantó el pecho, inspiró y olió el estiércol.

Si se quedaba, tendría que aceptar el reto: destapar aquel patético fraude. La cabaña no podía tener más de cuatro habitaciones; dudaba que tuviera que pasar más de una noche allí para pillar a Anna comiendo a escondidas, lo hiciera por su cuenta o con ayuda de alguien. (¿De la señora O’Donnell? ¿De su marido? ¿De la sirvienta, que parecía ser la única que tenían? O de todos ellos, por supuesto). Por lo tanto, el viaje entero le aportaría a Lib un solo día de paga. Desde luego, una enfermera menos honrada no diría nada hasta pasada la quincena, para asegurarse de cobrar los catorce restantes, mientras que la recompensa de Lib sería destaparlo todo, asegurarse de que el buen juicio se imponía a la insensatez.

—Será mejor que vaya a ver a algunas otras ovejas de mi rebaño —dijo el cura de mejillas rosadas a su espalda—. La hermana Michael se ha ofrecido a hacer la primera guardia, puesto que usted debe de notar los efectos del viaje.

—No —repuso Lib—. Estoy dispuesta a empezar. —Se moría por conocer a la niña, de hecho.

—Como prefiera, señora Wright —dijo la monja con aquella voz suya susurrante.

—Entonces, hermana, ¿volverá dentro de ocho horas? —le preguntó don Thaddeus.

—De doce —lo sacó de su error Lib.

—Creo que McBrearty propuso turnos de ocho horas, porque son menos cansados —dijo él.

—En ese caso, la hermana y yo tendríamos que levantarnos y acostarnos a horas intempestivas —le explicó Lib—. Sé por mi experiencia como enfermera de guardia que dos turnos permiten dormir más que tres.

—Pero para cumplir con los términos de la vigilancia, estará obligada a no separarse de Anna ni un solo minuto de ese tiempo —dijo don Thaddeus—. Ocho horas ya me parecen muchas.

Solo entonces Lib se dio cuenta de otra cosa: si hacían turnos de doce horas y ella se ocupaba del primero, la hermana Michael estaría siempre de guardia durante la noche, cuando la niña tendría más posibilidades de robar comida. ¿Hasta qué punto podía confiar en que una monja que se había pasado casi toda la vida en un convento de provincias estuviera tan atenta como ella?

—Muy bien, de ocho horas, entonces. —Calculó mentalmente—. ¿Nos turnaremos digamos que a… las nueve de la noche, las cinco de la mañana y la una de la tarde, hermana? A esas horas molestaremos menos a la familia.

—Hasta la una de la tarde, pues —repuso la monja.

—¡Oh! Como empezamos ahora, a media mañana, no tengo inconveniente en quedarme con la niña hasta las nueve de la noche —le dijo Lib. Una primera jornada prolongada le permitiría disponer la habitación y establecer la rutina de observación a su gusto.

La hermana Michael asintió y se deslizó fluyendo por el sendero de vuelta al pueblo. ¿Cómo aprendían a caminar así las monjas?, se preguntó Lib. A lo mejor era solo el efecto que creaba el hábito negro peinando la hierba.

—Buena suerte, señora Wright —se despidió don Thaddeus, llevándose la mano al sombrero.

¿Suerte? Como si hubiera ido a las carreras.

Lib hizo acopio de fuerzas y entró de nuevo en la casa, donde la señora O’Donnell y la criada estaban colgando una especie de enorme gnomo gris de un gancho. Lib desentrañó lo que veía: una marmita de hierro.

La madre hizo girar la olla sobre el fuego y alzó la barbilla hacia una puerta medio abierta situada a la izquierda de Lib.

—Le he contado a Anna todo acerca de usted.

¿Le había contado qué? ¿Que la señora Wright era una espía de allende los mares? ¿Había enseñado a la mocosa el mejor modo de engatusar a la inglesa como había hecho con tantos otros adultos?

La habitación era un cuadrado sin adornos. Una niña diminuta vestida de gris estaba sentada en una silla de respaldo recto, entre la ventana y la cama, como si escuchara una música que solo ella oía. Tenía el cabello pelirrojo oscuro, de un tono que no se apreciaba en la fotografía. Cuando la puerta crujió, alzó la cabeza y una sonrisa le iluminó la cara.

Un engaño, se recordó Lib.

La niña se levantó y le tendió la mano.

Lib se la estrechó. Dedos regordetes fríos al tacto.

—¿Cómo te encuentras hoy, Anna?

—Muy bien, doña —repuso la niña con una vocecita clara.

—Enfermera —la corrigió Lib—, o señora Wright, o señora, si lo prefieres. —No se le ocurría nada más que decir. Sacó de la bolsa el diminuto cuaderno y una cinta métrica. Se puso a tomar notas, para sistematizar un poco aquella situación incongruente.

Lunes 8 de agosto de 1859, 10.07 de la mañana.

Longitud del cuerpo: 116,80 cm.

Longitud de los brazos extendidos: 119,38 cm.

Diámetro del cráneo medido por encima de las cejas: 55,88 cm.

Cabeza, de la coronilla a la barbilla: 20,32 cm.

Anna O’Donnell era muy servicial. De pie, muy erguida con su sencillo vestido y unas botas curiosamente grandes, adoptaba las sucesivas posturas para que Lib la midiera, como si estuviera aprendiendo los pasos de un extraño baile. Su cara podía ser descrita casi como rechoncha, lo que daba al traste inmediatamente con la historia del ayuno. Grandes ojos color avellana un poco saltones bajo unas pestañas rizadas. Las escleróticas de porcelana, las pupilas un poco dilatadas, aunque la escasa luz que entraba podía explicar eso. (Por lo menos la ventanita estaba abierta al aire veraniego. En el hospital, sin hacer caso de Lib, la enfermera jefe se aferraba a la idea anticuada de que había que mantener las ventanas cerradas para evitar los efluvios nocivos).

La niña estaba muy pálida, pero el cutis de los irlandeses solía serlo, sobre todo el de los pelirrojos, hasta que el clima se lo curtía. Ahora bien, había una cosa rara: una pelusa fina e incolora en las mejillas. Al fin y al cabo, la mentira de la niña acerca de que no comía no impedía que tuviera un trastorno real. Lib tomó buena nota.

La señorita N. opinaba que ciertas enfermeras confiaban demasiado en tomar notas, debilitando su capacidad para recordar. Sin embargo, ella nunca había llegado al extremo de prohibir una libreta de notas.

Lib no desconfiaba de su memoria, pero en aquella ocasión la habían contratado más bien como testigo, lo que exigía que tomara notas del caso de manera impecable.

Otra cosa: Anna tenía en los lóbulos de las orejas y los labios un tinte azulado, al igual que las uñas. Estaba fría al tacto, como si acabara de volver de caminar bajo una tormenta de nieve.

—¿Tienes frío? —le preguntó Lib.

—No.

Anchura del pecho a la altura de los pezones: 25,40 cm.

Contorno de las costillas: 60,96 cm.

La niña seguía sus movimientos con la mirada.

—¿Cómo se llama?

—Como ya te he dicho, soy la señora Wright, pero puedes llamarme enfermera.

—Quiero decir cuál es su nombre de pila.

Lib ignoró aquella leve insolencia y siguió escribiendo.

Contorno de las caderas: 63,50 cm.

Contorno de la cintura: 53,34 cm.

Contorno del brazo: 12,70 cm.

—¿Para qué son esos números?

—Son… para asegurarnos de que tienes buena salud —dijo Lib.

Una respuesta absurda, pero la pregunta la había puesto nerviosa. ¿Era contravenir el protocolo hablar de la naturaleza de la vigilancia con el objeto de la misma?

De momento, como Lib esperaba, los datos de la libreta indicaban que Anna O’Donnell era una pequeña harpía y una falsa. Sí, en algunas zonas estaba flaca, los omóplatos le sobresalían como tocones de unas alas perdidas, pero no estaba como una criatura habría estado tras un mes sin comer, y mucho menos tras cuatro. Lib sabía el aspecto que tenía el hambre; en Scutari, habían traído a refugiados esqueléticos a los cuales se les marcaban los huesos bajo la piel como los palos de una tienda de campaña en la lona. No. Aquella niña tenía la tripa redonda como poco. Las bellezas que estaban de moda se apretaban la cintura para tenerla de cuarenta centímetros y la de Anna medía trece centímetros más. Lo que a Lib le habría gustado saber en realidad era el peso de la niña, porque si aumentaba aunque fuesen treinta gramos durante aquella quincena, sería la prueba de que se alimentaba a escondidas. Dio dos pasos hacia la cocina para coger una balanza, pero luego se acordó de que no podía perder de vista a la niña ni un instante hasta las nueve de la noche.

Tuvo una extraña sensación de reclusión. Pensó en llamar a la señora O’Donnell desde el dormitorio, pero no quería parecer despótica, sobre todo casi al principio de su primer turno.

—Cuidado con las imitaciones espurias —murmuró.

—¿Perdón? —dijo Lib.

Un dedo gordito resiguió las palabras estampadas en la portada de cuero de la libreta de notas.

Lib escrutó con la mirada a la niña. Imitaciones espurias, ciertamente.

—Los fabricantes aseguran que no hay otro como su papel satinado.

—¿Qué es el papel satinado?

—Tiene un recubrimiento para que el lápiz metálico deje su marca.

La niña acarició la pequeña página.

—Cualquier cosa escrita en ese papel es indeleble, como la tinta —dijo Lib—. ¿Sabes lo que significa indeleble?

—Una mancha que no sale.

—Exacto. —Lib cogió la libreta y trató de pensar en qué otra información necesitaba sobre la pequeña.

—¿Te duele algo, Anna?

—No.

—¿Mareos?

—De vez en cuando, quizás —admitió Anna.

—¿Se te detiene o se te acelera el pulso?

—Algunos días tengo palpitaciones.

—¿Estás nerviosa?

—Nerviosa, ¿por qué?

«Porque temes que te pillen, estafadora».

—Por la hermana Michael y por mí, quizá. Somos extrañas en tu casa —le respondió, sin embargo.

Anna negó con la cabeza.

—Pareces amable. No creo que me hagas ningún daño.

—Por supuesto que no —dijo Lib, pero se sentía incómoda, como si le hubiese prometido más de lo debido.

No estaba allí para ser amable.

En aquel momento la niña susurraba algo con los ojos cerrados. Al cabo de un momento, Lib se dio cuenta de que tenía que ser una oración. ¿Una demostración de piedad, para que el ayuno de Anna fuera más plausible?

La pequeña terminó y alzó los ojos hacia ella, con la misma expresión de placidez que siempre.

—Abre la boca, por favor —le dijo Lib.

Tenía casi todos los dientes de leche; uno o dos definitivos, y varios huecos allí donde todavía no le habían salido estos. Una boca como la de cualquier niñita.

¿Alguna caries? El aliento era un poco agrio.

La lengua limpia, bastante roja y lisa.

Las amígdalas un poco engrosadas.

Anna no llevaba cofia para cubrirse el pelo castaño rojizo, con la raya en medio y recogido en un moñito. Lib se lo deshizo y la peinó con los dedos; le notó el pelo seco y encrespado. Le palpó el cuero cabelludo buscando algo que no se viera, pero no encontró nada aparte de una zona escamosa detrás de una oreja.

—Puedes volver a recogértelo.

Anna empezó a sujetárselo con las horquillas.

Lib iba a ayudarla pero se contuvo. No estaba allí para cuidar de la niña ni para ser su criada. Le pagaban únicamente para observar.

Un poco torpe.

Reflejos normales, pero un poco lentos.

Las uñas bastante acanaladas, con manchitas blancas.

Las palmas y los dedos inequívocamente hinchados.

—Quítate las botas para que te vea los pies, por favor.

—Eran de mi hermano —dijo Anna, obediente.

Los pies, los tobillos y las piernas muy hinchados, apuntó Lib; no era de extrañar que Anna hubiera recurrido a las botas que había dejado el emigrante. Posible hidropesía; retención de líquido en los tejidos, sí, tal vez.

—¿Desde cuándo tienes así las piernas?

La niña se encogió de hombros.

Las medias le habían dejado una marca cóncava bajo las rodillas y en los talones. Lib había visto esa clase de hinchazón en mujeres embarazadas y en algún que otro soldado viejo. Le apretó con un dedo la pantorrilla, como un escultor modelando una muñeca de barro. La depresión se mantuvo cuando lo apartó.

—¿No te duele?

Anna sacudió la cabeza, negando.

Lib le miró atentamente la pierna. Tal vez no fuera demasiado grave, pero a aquella niña le pasaba algo.

Prosiguió el reconocimiento quitando prenda tras prenda. Aunque Anna fuera un fraude, no había necesidad de avergonzarla. La pequeña temblaba, pero no de vergüenza, sino como si fuera enero en vez de agosto. «Escasos signos de madurez», anotó Lib; Anna parecía más una niña de ocho o nueve años que de once. La vacuna de la viruela en la parte superior del brazo. La piel, blanca como la leche, se notaba seca al tacto, amarronada y áspera en algunas zonas. Hematomas en las rodillas, típicos de los niños. Pero aquel fino vello azulado en las espinillas… Lid no lo había visto nunca. Descubrió que lo tenía también en los antebrazos, la espalda, la tripa, las piernas; como una cría de mono.

¿Era posible que los irlandeses fuesen comúnmente tan peludos? Lib recordaba viñetas de la prensa popular en que los representaban como monos pigmeos.

No olvidó volver a comprobar la pantorrilla izquierda. Volvía a estar tan lisa como la otra.

Repasó las anotaciones. Unas cuantas anomalías inquietantes, sí, pero nada que apoyara la grandiosa afirmación de los O’Donnell acerca de los cuatro meses de ayuno.

Y bien, ¿dónde podía estar escondiendo comida la niña? Lib repasó todas las costuras del vestido y la enagua de Anna buscando bolsillos. Habían zurcido las prendas a menudo pero bien; una pobreza decente.

Revisó cada parte del cuerpo de la niña donde pudiera guardar aunque fuera una migaja, desde las axilas hasta los huecos (algunos agrietados) entre los dedos hinchados de los pies. Nada de nada.

Anna no protestaba. Volvía a murmurar para sí, con las pestañas apoyadas en los mofletes. Lib no entendía nada de lo que decía, excepto una palabra que repetía una y otra vez y que sonaba como… ¿Teodoro, tal vez? Los católicos siempre rogaban a diversos intermediarios para que abogaran por su causa ante Dios. ¿Existía un santo Teodoro?

—¿Qué estás recitando? —le preguntó Lib cuando pareció que la niña había terminado.

La pequeña negó con la cabeza.

—Vamos, Anna, ¿no vamos a ser amigas?

Inmediatamente Lib se arrepintió de haber escogido aquel término, porque la carita redonda se iluminó.

—Me gustaría.

—Entonces dime qué es esa oración que te oigo murmurar a ratos.

—Esa… De esa no puedo hablar —dijo Anna.

—¡Ah! Es una oración secreta.

—Privada —corrigió a Lib.

Las niñas pequeñas, incluso las que no tienen malas intenciones, adoran los secretos. Lib se acordó de que su hermana escondía su diario debajo del colchón. (Con eso no le impedía a ella leer hasta la última de sus anodinas palabras, desde luego).

Montó el estetoscopio. Presionó la base plana en el lado izquierdo del pecho de la niña, entre la quinta y la sexta costilla, y se llevó el otro extremo al oído derecho.

Bubum, bubum; escuchó buscando la más mínima variación de los sonidos del corazón. Luego, durante un minuto entero, cuyo avance siguió con el reloj que llevaba a la cintura, contó. Pulso perceptible, escribió, 89 pulsaciones por minuto. Estaba dentro del rango previsible. Lib aplicó el estetoscopio en diferentes puntos de la espalda de Anna. Pulmones sanos, 17 respiraciones por minuto, anotó. Ni silbidos ni crepitaciones; a pesar de los extraños síntomas, Anna parecía más sana que la mitad de sus compatriotas.

Sentada en la silla, porque la señorita N. siempre empezaba quitándoles a sus pupilas el hábito de inclinarse sobre la cama de los pacientes, Lib aplicó el artilugio al vientre de la niña. Trató de oír el mínimo gorgoteo que pudiera revelar la presencia de comida. Probó lo mismo en otra zona. Silencio. Cavidad digestiva firme, timpánica, como un tambor, escribió. Le palpó la tripa ligeramente.

—¿Cómo la notas?

—Llena.

Lib la miró fijamente. ¿La tripa sonaba tan vacía y decía que llena? ¿La estaba desafiando?

—¿Incómodamente llena?

—No.

—Ya puedes vestirte.

Anna lo hizo, despacio y con cierta torpeza.

Dice que duerme bien por la noche, de siete a nueve horas.

Las facultades intelectuales no parecen mermadas.

—¿Echas de menos ir a la escuela, pequeña?

Negó con la cabeza.

Aparentemente, los O’Donnell no esperaban que la niña ayudara en las labores del hogar.

—¿Es que prefieres no hacer nada?

—Leo y coso y canto y rezo —repuso la pequeña.

La confrontación no entraba dentro de las obligaciones de Lib, pero decidió que al menos podía ser sincera. La señorita N. recomendaba serlo siempre, porque nada carcomía más la salud del paciente que la incertidumbre. Podía hacerle a aquella pequeña farsante un gran bien dándole ejemplo de sinceridad, sosteniéndole en alto un farol para que lo siguiera y saliera de la jungla en la que se había perdido.

Cerró de golpe la libreta de notas.

—¿Sabes por qué estoy aquí? —le preguntó a Anna.

—Para asegurarse de que no coma.

No había un modo más tendencioso de expresarlo.

—De ninguna manera, Anna. Mi trabajo es enterarme de si es cierto que no comes, pero sería un gran alivio para mí si comieras como los demás niños… Como hace todo el mundo.

Un asentimiento.

—¿No hay nada que te apetezca? ¿Caldo, budín de sagú, algo dulce?

Lib se dijo que le estaba haciendo una pregunta inocua a la niña, no obligándola a comer para influir en el resultado de la observación.

—No, gracias.

—¿Por qué no, supones tú?

La sombra de una sonrisa.

—No puedo decirlo, doña… señora —se corrigió Anna.

—¿Por qué? ¿También es algo privado?

La niña le devolvió la mirada con suavidad. Aguda como un alfiler, decidió Lib.

Seguramente Anna se había dado cuenta de que, diera la explicación que diera, se metería en un aprieto. Si aseguraba que su Hacedor le había ordenado que no comiera, se estaría comparando con una santa, pero si se jactaba de vivir por algún medio natural, entonces estaría obligada a probarlo a satisfacción de la ciencia.

«Voy a cascarte como a una nuez, señorita».

Lib echó un vistazo a su alrededor. Hasta aquel día tenía que haber sido un juego de niños para Anna pillar de noche comida de la cocina, que estaba pegada a su habitación, o para algún adulto llevársela sin que los demás se enteraran de nada.

—Vuestra sirvienta…

—¿Kitty? Es nuestra prima. —Anna sacó un mantón a cuadros de la cómoda; los rojos intensos y los marrones le aportaron un poco de color a la cara.

Una esclava y además pariente pobre, entonces; difícil para un subordinado de esa clase negarse a participar en el complot.

—¿Dónde duerme?

—En el banco de la cocina. —Anna se lo indicó con la cabeza.

Claro; las clases bajas solían tener más familia que camas, por eso había que improvisar.

—¿Y tus padres?

—Ellos duermen en la hornacina.

Lib desconocía aquel término.

—En la cama de la pared de la cabaña, detrás de la cortina —le explicó la pequeña.

Lib se había fijado en la cortina de sacos de harina de la cocina, pero había supuesto que cubría algún tipo de despensa. Era absurdo que los O’Donnell dejaran libre la habitación buena y se acostaran en otra improvisada. Eran lo bastante respetables para aspirar a algo más, ¿no?

Lo primero era someter aquel estrecho dormitorio a la prueba antisubterfugios. Lib tocó la pared y se descascarilló. Era de yeso de algún tipo, húmedo; no de madera, de ladrillo ni de piedra, como una casa de campo inglesa. Bueno, al menos eso quería decir que le sería fácil descubrir cualquier hueco donde pudieran esconder comida.

Además, tenía que asegurarse de que no hubiera ningún lugar donde la niña pudiera esconderse de la mirada de Lib.

Aquel viejo biombo de madera desvencijado tenía que desaparecer, para empezar; Lib lo plegó y lo llevó hacia la puerta.

Se asomó al umbral sin salir del dormitorio. La señora O’Donnell removía el contenido de una olla de tres patas puesta al fuego, y la criada machacaba algo sentada a la mesa larga. Dejó el biombo en la cocina.

—No vamos a necesitar esto —dijo—. Además, querría una palangana de agua caliente y una toalla, por favor.

—Kitty —le dijo la señora O’Donnell a la sirvienta, con un movimiento brusco de cabeza.

Con el rabillo del ojo Lib observaba a la niña, que volvía a murmurar sus oraciones.

Volvió junto a la estrecha cama adosada a la pared y se puso a desvestirla. El armazón era de madera y el colchón, de paja, forrado de lona desteñida. Bien, por lo menos no era de plumas; la señorita N. reprobaba las plumas. Un colchón nuevo de crin de caballo habría sido más higiénico, pero no podía exigir a los O’Donnell que invirtieran dinero en comprarlo. (Pensó en aquella caja llena de monedas, en principio destinadas a los pobres).

Aparte de que ella no estaba allí para conseguir que la salud de la niña mejorara, se recordó, sino únicamente para estudiar su caso. Palpó el colchón buscando cualquier agujero o bulto en el relleno que pudiera revelar escondrijos.

Un inesperado tintineo en la cocina. ¿Una campana? Sonó una, dos, tres veces. A lo mejor la llamada para que la familia se sentara a la mesa a comer. Desde luego, Lib tendría que esperar a que le sirvieran el almuerzo en aquel cuartito.

Anna O’Donnell se había puesto de pie y rondaba por la habitación.

—¿Puedo ir a rezar el ángelus?

—Tienes que quedarte donde yo pueda verte —le recordó Lib, palpando el relleno de lana de la almohada.

Se oyó una voz en la cocina. ¿De la madre?

La niña se arrodilló, aguzando el oído.

—Y concibió por obra del Espíritu Santo —respondió—. Santa María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…

A Lib le pareció reconocer aquello. No era una oración privada, desde luego; Anna entonaba las palabras de modo que llegaran a la habitación contigua.

Al otro lado de la pared, las voces amortiguadas de las mujeres se unieron a la de la pequeña. Luego un momento de calma. La voz de Rosaleen O’Donnell otra vez.

—He aquí la esclava del Señor.

—Hágase en mí según tu palabra —entonó Anna.

Lib tiró del bastidor de la cama, apartándolo de la pared, de modo que a partir de aquel momento pudiera acercarse por ambos lados a la cabecera. Aireó el colchón y lo mismo hizo con la almohada.

El ritual proseguía, con sus interpelaciones, respuestas, coros y, de vez en cuando, el tintineo de la campanita.

—Y habitó entre nosotros —recitó la niña.

Se agachó junto a cada esquina de la cama y pasó la mano por debajo de todas las barras, palpando los nudos de la madera y los ángulos buscando sobras. Palmeó el suelo para encontrar cualquier zona de tierra batida que hubieran podido remover para enterrar algo.

Por fin terminaron los rezos y Anna se levantó.

—¿Usted no reza el ángelus, señora Wright? —le preguntó, respirando con cierta agitación.

—¿Así se llama eso que acabáis de rezar? —le preguntó Lib en lugar de responderle.

Un asentimiento, como si todo el mundo supiera eso.

Lib se sacudió el polvo de la falda lo mejor que pudo y se limpió las manos con el delantal. ¿Dónde estaba el agua caliente? ¿Era Kitty vaga, simplemente, o estaba desafiando a la enfermera inglesa?

Anna sacó una gran pieza blanca de la bolsa de trabajo y se puso a coser el dobladillo, de pie en un rincón, cerca de la ventana.

—Siéntate, niña —le dijo Lib, indicándole la silla.

—Aquí estoy muy bien, señora.

Menuda paradoja: Anna O’Donnell era una embustera de la peor especie, pero tenía buenos modales. Lib no se veía capaz de tratarla con la dureza que merecía.

—Kitty —llamó a la criada—, ¿podrías traerme otra silla además del agua caliente?

Desde la cocina nadie respondió.

—De momento usa esta —le insistió a la pequeña—. Yo no la quiero.

Anna se santiguó, se sentó en la silla y siguió cosiendo.

Lib separó un poco la cómoda de la pared para comprobar que no hubiera nada detrás. Fue abriendo los cajones de uno en uno. La madera estaba combada por la humedad. Repasó la poca ropa de la niña, resiguiendo con los dedos las costuras y los dobladillos. Encima de la cómoda había un diente de león mustio en un jarrón. La señorita N. aprobaba que hubiera flores en las habitaciones de los enfermos y tildaba de cuento de viejas eso de que envenenaban el aire; decía que los colores vivos y la variedad de formas estimulaba no solo la mente sino también el cuerpo. (Durante la primera semana de Lib en el hospital había tratado de explicárselo a la enfermera jefe, que la había llamado cursi).

A Lib se le ocurrió que la flor podía ser una fuente de alimento oculta a plena vista. ¿Y el líquido? ¿Era agua o algún tipo de jarabe o de caldo ligero? Olió el jarrón, pero no percibió más que el conocido aroma de diente de león. Sumergió un dedo en el líquido y se lo llevó a los labios. No tenía sabor ni color, pero ¿podía ser alguna clase de producto de propiedades nutritivas?

No le hacía falta mirarla para saber que la niña la observaba.

¡Oh, vamos, estaba cayendo en la trampa de los delirios del anciano médico! Aquello no era más que agua. Se secó la mano con el delantal.

Al lado del jarrón no había más que un cofre pequeño de madera, ni siquiera un espejo. Aquello le chocó. ¿Anna no quería verse?

Abrió la caja.

—Son mis tesoros —dijo la niña, brincando de la silla.

—Estupendo. ¿Puedo verlos? —Lib ya había metido las manos en el cofre para tocar el contenido, por si Anna le salía con que aquello también era privado.

—Claro.

Baratijas piadosas: un rosario con las cuentas de… ¿eran semillas?, con una cruz de remate y un candelabro pintado en forma de la Virgen con el Niño.

—¿Verdad que es bonito? —Anna quiso coger el candelabro—. Mami y papi me lo regalaron por mi confirmación.

—Un día importante —murmuró Lib. La estatuilla era demasiado relamida para su gusto. La repasó de arriba abajo para asegurarse de que fuera realmente de porcelana, no de algo comestible, antes de permitir que la niña la cogiera.

Anna se lo llevó al pecho.

—El de la confirmación es el día más importante.

—¿Y eso, por qué?

—Dejas de ser una niña.

Era tristemente cómico, pensó Lib, que aquella cosita se considerara una mujer adulta. Luego se fijó en la inscripción de un pequeño óvalo plateado, no más grande que la punta de su dedo.

—Es mi medalla milagrosa —dijo Anna, quitándosela de la mano a Lib.

—¿Qué milagros ha hecho?

Lo había dicho demasiado a la ligera, pero la niña no se lo tomó como una ofensa.

—Muchos —le aseguró, acariciándola—. Quiero decir, no esta, sino todas las medallas milagrosas de la cristiandad juntas.

Lib no hizo ningún comentario. En el fondo de la caja, en una funda de cristal, encontró un pequeño disco. Este no era de metal sino blanco, con un cordero que llevaba una bandera y un escudo de armas en relieve. No podía ser el pan de la sagrada comunión, ¿no? ¿No era sacrilegio guardar la hostia en una caja de juguetes?

—¿Qué es esto, Anna?

—Mi Agnus Dei.

El Cordero de Dios; el latín de Lib llegaba hasta ahí. Destapó el estuche y rascó el disco con una uña.

—¡No lo rompas!

—No lo romperé. —Vio que no era de pan sino de cera. Dejó el estuche en la mano ahuecada de Anna.

—Todos han sido bendecidos por Su Santidad —le aseguró la niña, cerrando la tapa—. Los Agnus Dei hacen bajar las inundaciones y apagan los incendios.

Lib estaba perpleja. ¿Cuál sería el origen de aquella leyenda? Teniendo en cuenta lo deprisa que la cera se funde, ¿quién iba a imaginar que tuviera alguna utilidad para combatir el fuego?

En el cofre no quedaban más que unos libros. Leyó los títulos: todos ellos religiosos. Un misal para laicos; Imitación de Cristo. Sacó un rectángulo decorado del tamaño aproximado de un naipe de un volumen negro del Libro de los Salmos.

—Devuélvelo a su lugar —le pidió Anna, agitada.

¡Ah! ¿Era posible que hubiera comida escondida en el libro?

—Un momentito.

—Lib hojeó las páginas. Nada más que rectangulitos.

—Son mis estampitas. Cada una tiene su sitio.

La que tenía Lib en la mano contenía una oración impresa con una orla troquelada, como si fuera encaje, con otra de aquellas medallitas atada con una cinta. En el reverso, en tonos empalagosos, una mujer abrazaba una oveja. «La Divina Pastora», ponía en la parte superior.

—Mire, esta corresponde al Salmo 119: «Yo anduve errante como oveja extraviada», recitó Anna, dando golpecitos en la página con el índice, sin necesidad de comprobarlo.

Al estilo de María tenía un corderito, pensó Lib. Entonces se fijó en que todos los libros del cofre estaban llenos de aquellos rectángulos.

—¿Quién te da las estampas?

—Algunas las gané como premio en la escuela o en la misión, otras son regalos de los que me visitan.

—¿Dónde está esa misión?

—Ya no está. Mi hermano me dejó algunas de las más bonitas —dijo Anna, besando la de la oveja antes de devolverla a su lugar y cerrar el libro.

«¡Qué criatura más rara!».

—¿Tienes algún santo preferido?

Ana sacudió la cabeza.

—Todos tienen algo distinto que enseñarnos. Algunos nacieron siendo buenos, pero otros eran muy malos hasta que Dios les limpió el corazón.

—¿Ah, sí?

—Él puede escoger a cualquiera para ser santo —le aseguró Anna.

La puerta se abrió de repente y Lib dio un respingo.

Era Kitty, con la jofaina de agua caliente.

—Siento la espera. Antes le he llevado a él la comida —dijo la muchacha, jadeando.

A Malachy O’Donnell, seguramente. Estaba extrayendo turba para el vecino, ¿no? ¿Le estaba haciendo un favor, tal vez, o era un trabajo para complementar la miseria que daba la granja? Se le ocurrió que tal vez en aquella casa solo el hombre comía a mediodía.

—¿Qué tengo que fregar? —preguntó la sirvienta.

—Yo lo haré —le dijo Lib, cogiendo la jofaina. No iba a permitir el acceso de nadie de la familia a la habitación. Kitty podía llevar comida para la niña escondida en el delantal en aquel preciso momento.

La criada frunció el ceño. ¿Por confusión o por resentimiento?

—Debes tener mucho trabajo —le dijo Lib—. Ah, y ¿puedo pedirte otra silla, si no es molestia, y ropa de cama limpia?

—¿Una sábana?

—Un par, y una manta limpia.

—No tenemos nada de eso —dijo la criada, sacudiendo la cabeza.

Viendo la expresión estúpida de su cara, Lib se preguntó si Kitty no sería un poco retrasada.

—Todavía no hay sábanas limpias, quiere decir —terció Anna—. El día de colada será el lunes que viene, a no ser que sea demasiado lluvioso.

—Entiendo —dijo Lib, reprimiendo la irritación que sentía—. Bueno, pues solo la silla, Kitty.

Añadió cloro de una botella que llevaba en la bolsa al agua de la jofaina y lo limpió todo; era un olor fuerte, pero a limpio. Rehízo la cama de la niña con las mismas sábanas usadas y la manta gris.

Se enderezó, preguntándose dónde más era posible esconder un bocado de comida.

Aquella habitación no estaba abarrotada como las de los enfermos de clase alta. Aparte de la cama, la cómoda y la silla, solo había una estera en el suelo, con un diseño de franjas más oscuras. Lib la levantó; nada debajo. La habitación sería muy deprimente si quitara la estera, y el suelo, más frío. Además, el lugar más probable donde ocultar una corteza de pan o una manzana era la cama. No creía que el comité pretendiera obligar a la pequeña a dormir sobre las tablas del suelo como una prisionera. No, solo tenía que inspeccionar la habitación con frecuencia y a intervalos impredecibles para asegurarse de que no habían colado dentro nada de comida.

Por fin Kitty trajo la silla y la dejó en el suelo sin ningún miramiento.

—Deberías llevarte esta estera y sacudir el polvo cuando tengas un momento —le dijo Lib—. Dime, ¿dónde puedo conseguir una báscula para pesar a Anna?

Kitty sacudió la cabeza.

—¿En el pueblo, tal vez?

—Usamos puñados —dijo Kitty.

Lib frunció el ceño.

—Puñados de harina y eso, y pizcas de sal. —La sirvienta lo ilustró con la mano.

—No me refiero a una balanza doméstica —le explicó Lib—, sino a una lo bastante grande para pesar a una persona o a un animal. ¿Quizás en alguna de las granjas vecinas?

Kitty se encogió de hombros, cansada.

Anna, mirando el diente de león mustio, no daba muestra alguna de oír nada de lo que decían, como si fuera el peso de otra niña lo que estaba en tela de juicio.

Lib suspiró.

—Una jarra de agua fresca, por favor, pues, y una cucharilla.

—¿Quiere un poco de algo? —le preguntó Kitty, saliendo ya.

La pregunta desconcertó a Lib.

—¿O puede esperar hasta la hora de la cena?

—Puedo esperar.

Lamentó haberlo dicho en cuanto la criada se fue, porque tenía hambre. Sin embargo, delante de Anna, no podía decir que estaba desesperada por comer algo; lo cual era absurdo, se recordó, porque la niña no era más que una sinvergüenza.

Anna volvía a susurrar su oración a Teodoro. Lib trató de ignorarla. Se las había visto con costumbres mucho más irritantes.

La de aquel niño al que había atendido mientras tenía la escarlatina, que no dejaba de repasar el suelo, y aquella anciana loca que estaba convencida de que la medicina que tomaba era veneno y la rechazaba de un manotazo, derramándosela por encima a Lib.

En aquel momento, la niña canturreaba, con las manos juntas sobre la labor ya terminada. El himno no era secreto; la oración a Teodoro era el único secreto que tenía Anna, por lo visto. Las notas altas se le quebraban un poco, pero con dulzura.

¡Escuchad el himno celestial!

Se alzan coros de ángeles,

querubines y serafines,

en alabanzas incesantes.

—¿Puedo preguntar qué es esto? —dijo Lib cuando Kitty le llevó la jarra de agua, palmeando la pared desconchada.

—Una pared —repuso la chica.

A la niña se le escapó una risita.

—Me refiero a de qué está hecha —aclaró Lib.

La comprensión alcanzó a la sirvienta.

—De barro.

—¿Solo de barro? ¿En serio?

—La base es de piedra, eso sí, para que las ratas no entren.

Cuando Kitty se fue, Lib usó la cucharilla para probar el agua de la jarra. No tenía el más mínimo sabor.

—¿Tienes sed, pequeña?

Anna negó con la cabeza.

—¿No sería mejor que bebieras un sorbo?

Se estaba pasando de la raya. Las costumbres de una enfermera eran difíciles de erradicar. Lib se recordó que no era asunto suyo si la pequeña embustera bebía o no.

Sin embargo, Anna abrió la boca y se tomó la cucharadita sin ningún problema.

—Perdóname, para que pueda refrescarme —murmuró.

No hablaba con Lib, por supuesto, sino con Dios.

—¿Otra?

—No, gracias, señora Wright.

Lib lo anotó: 1.13 de la tarde, 1 cucharadita de agua. Claro que la cantidad daba igual, supuso, pero quería poder dar un informe completo acerca de todo cuanto ingiriese la niña mientras la estuviera vigilando.

Ya no le quedaba nada más que hacer, de hecho. Lib se sentó en la otra silla. Estaba tan cerca de la de Anna que sus faldas casi se tocaban, pero no había otro lugar donde ponerla. Pensó en las largas horas que tenía por delante con una sensación de vergüenza. Se había pasado meses y meses con otros pacientes privados, pero aquel caso era diferente, porque estaba vigilando a aquella niña como un ave de presa, y Anna lo sabía.

Unos golpecitos en la puerta la sobresaltaron.

—Soy Malachy O’Donnell, señora. —El granjero se palmeó la abotonadura del chaleco desteñido.

—Señor O’Donnell —lo saludó Lib, estrechando la mano curtida del hombre. Le habría dado las gracias por su hospitalidad, solo que estaba allí como una especie de espía en sus dominios particulares, así que no resultaba demasiado apropiado.

Era bajo y nervudo, tan flaco como su mujer, pero de complexión mucho más esbelta.

Anna se parecía más a su padre. Ninguno de la familia era entrado en carnes, sin embargo; una troupe de marionetas.

Se inclinó para besar a su hija cerca de la oreja.

—¿Cómo estás, niña?

—Muy bien, papi. —Le dedicó una sonrisa radiante.

Malachy O’Donnell se quedó de pie, asintiendo.

Para Lib fue una amarga decepción. Esperaba que el padre fuera algo más: el gran artista detrás del escenario o al menos copartícipe en la conspiración, tan a la defensiva como su mujer. Pero aquel paleto…

—¿Usted cría shorthorn, señor O’Donnell?

—Bueno, unas cuantas, ahora —repuso él—. Tengo un par de praderas de inundación en alquiler para el pastoreo. Vendo el…, ya sabe, como fertilizante.

Lib comprendió que se refería al estiércol.

—El ganado, ahora, a veces… —Malachy dejó de hablar—. Con eso de que se pierden y se rompen las patas y se quedan atascadas cuando nacen mal, ¿entiende?; uno diría que no valen los problemas que dan.

¿Qué más había visto Lib fuera de la granja?

—También tiene aves de corral, ¿no?

—¡Ah! Ahora son de Rosaleen. De la señora O’Donnell. —El hombre asintió una última vez, como si hubiera dejado algo sentado y acarició el nacimiento del pelo de su hija. Fue hacia la puerta pero volvió—. Lo que quería decir: ese tipo del periódico está aquí.

—Perdón, ¿cómo dice?

Él hizo un gesto hacia la ventana. Por el cristal manchado, Lib vio un carricoche cerrado.

—Para sacar a Anna.

—¿Para sacarla dónde? —le espetó.

Pero ¿qué demonios creía el comité que estaba haciendo? ¿Primero disponían que observara a la niña en aquella cabaña estrecha y antihigiénica y luego cambiaban de idea y se la llevaban a otra parte?

—Solo le sacará la cara —dijo el padre—. Su aspecto.

«Reilly & Hijos, fotógrafos», ponía en un lado del carricoche, con una tipografía pomposa. Lib oyó la voz de un desconocido en la cocina.

¡Oh, aquello era demasiado! Dio unos cuantos pasos y luego recordó que no se le permitía alejarse de la pequeña, así que se volvió.

Rosaleen O’Donnell entró de golpe.

—El señor Reilly está preparado para sacarte el daguerrotipo, Anna.

—¿Es realmente necesario? —le preguntó Lib.

—Para imprimirlo y publicarlo en el periódico.

Publicar un retrato de la joven oportunista, como si fuera la reina, o más bien un ternero de dos cabezas.

—¿Queda muy lejos el estudio de fotografía?

—Se lo sacará aquí mismo, en el carricoche. —La señora O’Donnell señaló con el dedo hacia la ventana.

Lib dejó que la niña saliera y la siguió, pero la apartó de una cubeta sin tapa que olía fuertemente a productos químicos. Alcohol, dedujo, y… ¿era éter o cloroformo? Aquellos olores afrutados la devolvieron a Scutari, donde los sedantes siempre se acababan a mitad de una tanda de amputaciones.

Mientras ayudaba a Anna a subir los escalones plegables, Lib arrugó la nariz. Olía a algo menos fácil de identificar. A algo así como una mezcla de vinagre y clavos.

—El escritorzuelo ha venido y se ha ido, ¿no? —preguntó el hombre de pelo lacio que había dentro de la furgoneta.

Lib achicó los ojos.

—El periodista que está escribiendo acerca de la niña.

—No sé nada de ningún periodista, señor Reilly.

El hombre llevaba la levita llena de manchas.

—Ahora ponte junto a esas flores tan bonitas, ¿vale? —le pidió a Anna.

—¿No sería mejor que se sentara, si tiene que mantenerse en la misma posición mucho tiempo? —le preguntó Lib.

Una vez había posado para un daguerrotipo, cuando formaba parte del equipo de enfermeras de la señorita N., y le había resultado tedioso. Pasados unos minutos, una de las jóvenes más inquietas se había movido y la imagen había salido borrosa, de modo que habían tenido que volver a empezar.

Reilly rio entre dientes y movió unos centímetros el trípode con ruedas de la cámara.

—Está delante de un maestro del moderno proceso de revelado. Tres segundos, eso es todo. No pasan más de diez minutos desde que tomo la imagen hasta que tengo la copia en papel.

Anna se quedó donde la había colocado Reilly, junto a una mesa alargada, con la mano derecha apoyada al lado de un jarrón con un ramo de rosas de seda.

Inclinó un espejo de modo que un cuadrado de luz le diera en la cara y luego se metió debajo de un paño negro que cubría la cámara.

—Alza los ojos, nena. Mírame a mí, a mí.

La mirada de Anna vagaba por la habitación.

—Mira a tu público.

Eso tenía aún menos sentido para la pequeña. Miró a Lib y sonrió levemente, a pesar de que Lib no sonreía.

Reilly salió de debajo del trapo e introdujo un rectángulo de madera en la máquina.

—Ahora no te muevas. Quieta como si fueras de piedra. —Hizo girar el círculo de latón de las lentes—. Uno, dos, tres… —Disparó y se apartó el pelo grasiento de los ojos—. Salgan, señoras. —Abrió la puerta y saltó del vehículo. Luego volvió a subirse con su apestosa cubeta de productos químicos.

—¿Por qué la deja fuera? —le preguntó Lib, agarrando de la mano a Anna.

Reilly tiraba de unos cordeles para ir tapando con las cortinillas una ventanilla tras otra y que el interior del carricoche quedara a oscuras.

—Hay riesgo de explosión.

Lib tiró de Anna hacia la puerta.

Fuera del carricoche, la niña inspiró profundamente mirando los verdes campos. A la luz del sol, Anna O’Donnell era casi transparente; en la sien le latía una vena azul.

La tarde en el dormitorio fue larga. La niña susurró sus oraciones y leyó sus libros. Lib se dedicó a leer un artículo sin ningún interés acerca de los hongos publicado en All the Year Round. En un momento dado, Anna aceptó dos cucharadas más de agua. Estaban sentadas a escasa distancia y Lib echaba un vistazo a la niña de vez en cuando por encima del periódico. Resultaba extraño sentirse tan atada a otra persona.

Lib ni siquiera tenía la libertad de ir al excusado; tenía que conformarse con el orinal.

—¿No necesitas usarlo, Anna?

—No, gracias, señora.

Lib dejó el orinal junto a la puerta, cubierto con un trapo, y reprimió un bostezo.

—¿Te apetece dar un paseo?

A Anna se le iluminó la cara.

—¿Puedo? ¿En serio?

—Siempre y cuando yo te acompañe. —Quería comprobar la resistencia de la niña; ¿la hinchazón de las piernas le dificultaba el movimiento?

Además, no soportaba seguir encerrada en aquella habitación.

En la cocina, codo con codo, Rosaleen O’Donnell y Kitty estaban descremando el contenido de unos cazos con espumaderas en forma de platillo. La criada era la mitad de grande que la señora.

—¿Necesitas algo, pequeña? —preguntó Rosaleen.

—No, gracias, mami.

Cenar, se dijo Lib, eso es lo que cualquier criatura necesita. ¿No era la alimentación lo que definía a una madre desde el primer día? El peor dolor de una mujer era no tener nada que darle a su bebé o verlo apartar la boquita de lo que le ofrecía.

—Solo salimos a dar una vuelta —le dijo Lib.

Rosaleen O’Donnell espantó un moscón y siguió trabajando.

La serenidad de la irlandesa solo tenía dos posibles explicaciones, decidió Lib: o Rosaleen estaba tan convencida de la intervención divina que no estaba ansiosa por su hija, o, más bien, tenía razones para creer que la niña iba a comer de sobra a escondidas.

Anna arrastraba los pies y andaba pesadamente con aquellas botas de chico, balanceándose de un modo casi imperceptible cuando cambiaba el peso del cuerpo de una pierna a otra.

—Sustenta mis pasos en tus caminos —murmuraba—, para que mis pies no resbalen.

—¿Te duelen las rodillas? —le preguntó Lib mientras recorrían la senda junto a inquietas gallinas marrones.

—No especialmente —repuso Anna, inclinando hacia atrás la cabeza para que el sol le diera en la cara.

—¿Todos estos campos son de tu padre?

—Bueno, los alquila —dijo la niña—. No tenemos ninguno en propiedad.

Lib no había visto a ningún empleado.

—¿Hace él todo el trabajo?

—Pat lo ayudaba cuando todavía estaba con nosotros. Este es de avena —dijo Anna, señalando con el dedo.

Un espantapájaros zarrapastroso con pantalones marrones se inclinaba hacia un lado.

Lib se preguntó si la ropa que llevaba sería la vieja de Malachy O’Donnell.

—Y más allá hay heno. La lluvia suele arruinarlo, pero este año no, este año va bastante bien —explicó Anna.

Lib creyó reconocer un gran cuadrado verde: las ansiadas patatas.

Cuando llegaron a la angosta carretera, enfiló hacia donde no había estado todavía, alejándose del pueblo. Un hombre bronceado reparaba un muro de piedra sin demasiada pericia.

—Dios bendiga el trabajo —lo saludó Anna.

—Y a usted también —le respondió él.

—Es nuestro vecino, el señor Corcoran —le susurró Anna a Lib. Se inclinó y cortó un tallo amarronado con una flor de color amarillo vivo. Luego cortó una flor de tallo largo de color morado apagado.

—¿Te gustan las flores, Anna?

—¡Oh, mucho! Sobre todo los lirios, claro.

—¿Claro, por qué?

—Porque son las flores preferidas de Nuestra Señora.

Anna hablaba de la Sagrada Familia como si fuera la suya.

—¿Dónde has visto lirios? —le preguntó Lib.

—En los cuadros, muchas veces. O lirios acuáticos en el lago, nenúfares, pero no son lo mismo.

Anna se agachó y acarició una flor blanca diminuta.

—¿Qué es?

—Drosera —respondió la niña—. Mire.

Lib se fijó en las hojas redondeadas. Estaban cubiertas de lo que parecía una pelusa pegajosa, con una extraña manchita negra.

—Atrapa insectos y se los traga —explicó Anna en voz muy baja, como si temiera molestar a la planta.

¿Estaría en lo cierto? Qué interesante, a pesar de lo horripilante. Por lo visto la pequeña estaba dotada para la ciencia.

Al incorporarse, Anna se tambaleó e inspiró profundamente.

¿Mareada? Lib se preguntó si estaría poco acostumbrada a hacer ejercicio o débil a causa de la falta de alimentación. Solo porque el ayuno fuera algún tipo de engaño, eso no quería decir que la alimentación de Anna bastara para cubrir las necesidades de una niña en edad de crecimiento. Aquellos omóplatos huesudos sugerían que no.

—Quizá deberíamos volver.

Anna no se opuso. ¿Estaba cansada o simplemente era obediente?

Cuando llegaron a la cabaña, Kitty estaba en el dormitorio. Lib iba a regañarla, pero la sirvienta se inclinó a recoger el orinal, tal vez para tener una excusa para estar allí.

—¿Va a tomar ahora un revuelto, doña?

—Muy bien —repuso Lib.

Cuando Kitty se lo trajo, Lib vio que el «revuelto» era en realidad gachas de avena. Comprendió que seguramente era la cena. Las cuatro y cuarto; horario de campo.

—Póngale un poco de sal —le dijo Kitty.

Lib negó con la cabeza mirando el cuenco con su cucharilla.

—Vamos —insistió Kitty—. Mantiene alejadas a las pequeñas.

Lib miró de reojo a la criada. ¿Se refería a las moscas?

—Se refería a la gente pequeña —le susurró Anna en cuanto Kitty salió de la habitación.

Lib no la entendía.

Anna hizo bailar las manos regordetas.

—¿Las hadas? —preguntó incrédula Lib.

La niña hizo una mueca.

—No les gusta que las llamen así. —Después volvió a sonreír, como si tanto ella como Lib supieran que no había seres diminutos en las gachas de avena.

Las gachas no estaban del todo mal; no habían hervido la harina en agua sino en leche. A Lib le costaba tragar delante de la pequeña; se sentía como una campesina ordinaria atiborrándose en presencia de una dama elegante. No es más que la hija de un minifundista, se recordó Lib, y, además, embustera.

Anna se mantuvo ocupada zurciendo una enagua. No se comía con los ojos la cena de Lib ni evitaba mirarla como si luchara contra la tentación. Seguía dando pequeñas puntadas impecables. Aunque hubiera comido algo la noche anterior, debía de tener hambre ya, después de al menos siete horas sometida a la vigilancia de la enfermera durante las cuales no había tomado más que tres cucharaditas de agua. ¿Cómo soportaba estar sentada en una habitación perfumada por el aroma de las gachas de avena?

Lib rebañó el contenido del cuenco, en parte para que no quedaran restos, allí, entre ambas. Ya echaba de menos el pan de molde inglés.

Rosaleen O’Donnell entró al cabo de poco rato para enseñarles la foto nueva.

—El señor Reilly ha tenido la amabilidad de regalarnos esta copia.

La imagen era asombrosamente nítida, pero los colores no eran los correctos; el vestido gris era blanco como un camisón y el mantón muy negro. La niña tenía la cabeza vuelta de lado, mirando a la invisible enfermera, con una levísima sonrisa.

Anna miró la fotografía como si lo hiciera solo por educación.

—Y qué marco más estupendo —dijo la señora O’Donnell, acariciando el latón moldeado.

No era una mujer instruida, pensó Lib. ¿Podía alguien que obtenía un placer tan infantil de un marco barato ser responsable de una conspiración tan elaborada?

Tal vez… Lib echó un vistazo de reojo a Anna. Tal vez la estudiosa pequeña era la única culpable. Al fin y al cabo, hasta que había empezado la vigilancia esa misma mañana a la niña no tenía que haberle sido difícil conseguir toda la comida que hubiera querido sin que la familia lo supiera.

—La pondré en la repisa de la chimenea al lado del pobre Pat —añadió Rosaleen O’Donnell, estirando los brazos para admirar la fotografía con perspectiva.

¿Estaría el chico de los O’Donnell en apuros en el extranjero? O quizá sus padres no tuvieran ni idea de dónde estaba; a veces no volvía a saberse nada de los emigrantes.

Cuando la madre volvió a la cocina, Lib observó la hierba que las ruedas del carricoche de Reilly habían aplastado. Luego se volvió y se fijó en las espantosas botas de Anna. Se le ocurrió que Rosaleen O’Donnell podía haber dicho «pobre Pat» porque era un simple. Eso habría explicado la curiosa postura arrellanada del muchacho en la foto. En tal caso, sin embargo, ¿cómo podían los O’Donnell haber mandado al desgraciado al extranjero?

En cualquier caso, era un tema que valía más no tocar con su hermana pequeña.

Durante horas interminables Anna ordenó las estampitas. Jugaba con ellas, en realidad; los movimientos tiernos, el aire soñador y algún murmullo de vez en cuando recordaban a Lib a otras niñas jugando con sus muñecas.

Lib leyó lo que decía acerca de los efectos de la humedad el pequeño volumen que llevaba siempre en la bolsa. (Notas sobre enfermería, regalo de su autor). A las ocho y media le sugirió a Anna que era hora de que se preparara para acostarse.

La niña se santiguó y se puso el camisón, con la mirada baja mientras se abotonaba la parte delantera y los puños. Dobló la ropa que había llevado y la dejó encima de la cómoda. No usó el orinal, así que Lib no tuvo que medir nada aún. Una niña de cera en vez de carne.

Cuando Anna se deshizo el moño y se peinó, una gran cantidad de pelo oscuro quedó entre los dientes del peine. Eso dejó a Lib preocupada. Que una niña perdiera el pelo como una mujer entrada en años… «Lo hace ella», se recordó Lib. Forma parte de la complicada farsa que representa ante el mundo.

Anna volvió a persignarse cuando se metió en la cama. Se sentó con la espalda apoyada en el cabezal, leyendo los Salmos.

Lib se quedó junto a la ventana, contemplando cómo los rayos de luz anaranjados iluminaban el cielo al oeste. ¿Habría pasado por alto algún pequeño alijo de sobras en aquella habitación? Aquella noche la niña aprovecharía la ocasión; esa noche, cuando la monja estuviera sustituyendo a Lib. ¿Tenía la hermana Michael, a su edad, la buena vista suficiente? ¿Tenía el buen juicio necesario?

Kitty trajo una candela en un candelabro de latón achaparrado.

—La hermana Michael no tendrá bastante con eso —le dijo Lib.

—Pues traeré otra.

—Media docena de velas no bastarían.

La criada se quedó con la boca abierta.

Lib se dirigió a ella en un tono conciliador.

—Sé que es mucha molestia, pero ¿podrías conseguir unos cuantos candiles?

—Ahora el aceite de ballena tiene un precio prohibitivo.

—Entonces que sean de otra clase de aceite.

—Veré lo que encuentro mañana —repuso Kitty, bostezando.

Volvió al cabo de un momento con una colación para Lib: leche y tortas de avena.

Mientras untaba de mantequilla las tortas, posó los ojos en Anna, que seguía inmersa en la lectura de su libro. Menuda hazaña pasarse todo el día con el estómago vacío fingiendo no prestar atención a la comida ni darle ninguna importancia. Qué control para ser tan joven; compromiso y ambición en la misma medida. Si encauzaba aquellas cualidades para conseguir un buen propósito, ¿cuán lejos llegaría Anna O’Donnell?

Lib había ejercido su profesión con mujeres de toda clase y sabía que el autocontrol es más valioso que cualquier otro talento.

Mantuvo el oído atento a los tintineos y los murmullos de la mesa del otro lado de la puerta entreabierta. Incluso si la madre resultaba ser intachable en cuanto a la farsa, por lo menos disfrutaba del alboroto. Además, estaba la caja del dinero de la puerta delantera. ¿Cómo rezaba el antiguo proverbio? «Los niños son la riqueza de los pobres». En sentido metafórico, pero a veces también literal.

Anna iba pasando las páginas, formando las palabras con la boca en silencio. Hubo movimiento en la cocina. Lib asomó la cabeza y vio a la hermana Michael, que se estaba quitando la capa negra. Saludó cortés a la monja con un asentimiento de cabeza.

—¿Rezará con nosotros, verdad, hermana? —le preguntó la señora O’Donnell.

La monja murmuró algo acerca de que no quería hacer esperar a la señora Wright.

—No importa —se sintió obligada a decir Lib. Se volvió hacia Anna. Estaba de pie, detrás de ella, en camisón, tan espectral que Lib dio un respingo. Llevaba en la mano la sarta de cuentas marrones.

La pequeña pasó junto a ella y después se arrodilló en el suelo de tierra, entre sus padres. La monja y la criada ya estaban de rodillas, tocando la crucecita que remataba las cuentas de sus respectivos rosarios.

—Creo en Dios padre, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra —rezaron a coro las cinco voces.

Lib no podía marcharse, porque la hermana Michael tenía los ojos cerrados, el rostro enclaustrado dentro del tocado inclinado hacia las manos en actitud de oración y nadie vigilaba atentamente a Anna. Así que entró en la cocina y se sentó junto a la pared, desde donde veía perfectamente a la niña.

La cantinela cambió. El padrenuestro. Lib lo recordaba de su infancia. ¡Qué poco había retenido de todo aquello!

Quizá la fe nunca había hecho mella en ella; con los años la había descartado, como otras cosas de niños.

—Y perdona nuestras deudas… —Todos se golpearon el pecho a la vez, sobresaltando a Lib—. Como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Pensó que tal vez se levantarían y se darían las buenas noches, pero no, el grupo empezó una avemaría, y otra, y otra. Aquello era absurdo; ¿iba a tener que quedarse allí toda la noche?

Parpadeó para humedecerse los ojos cansados, pero sin dejar de mirar a Anna y a sus padres, cuyos sólidos cuerpos flanqueaban el de su hija. Bastaba con que sus manos se tocaran brevemente para pasarle algo de comer. Lib forzó la vista para asegurarse de que Anna no se llevaba nada a los labios.

Había pasado un cuarto de hora largo cuando comprobó la hora en el reloj que pendía de su cintura. La niña no se había movido ni había flaqueado una sola vez durante todo aquel tedioso clamor. Lib desvió un momento la atención a la habitación, para descansar los ojos. Había una bolsa voluminosa de muselina entre dos sillas, cerrada, de la que algo goteaba en una palangana. ¿Qué podía ser?

La oración era otra.

—A ti llamamos los desterrados hijos de Eva…

Al fin la retahíla terminó. Los católicos levantaron y se frotaron las piernas para activar la circulación. Lib era libre de irse.

—Buenas noches, mamá —dijo Anna.

—Iré a darte las buenas noches enseguida —le dijo Rosaleen.

Lib cogió la capa y la bolsa. Había dejado escapar la ocasión de mantener una conversación en privado con la monja. No soportaba decirle en voz alta delante de la niña que no le quitara los ojos de encima ni un segundo.

—Volveré por la mañana, Anna.

—Buenas noches, señora Wright. —La niña acompañó a la hermana Michael al dormitorio.

¡Qué criatura tan rara! No daba muestra alguna de estar molesta por la vigilancia a la que la sometían. Bajo aquella fachada de calma y tranquilidad, ¿estaría yendo su cabecita a la carrera como un ratón?

Lib tomó hacia la izquierda al final del sendero de los O’Donnell, cuando llegó a la carretera, para volver al pueblo. Todavía no había oscurecido del todo y a su espalda el horizonte estaba teñido de rojo. En el aire apacible flotaba el olor del ganado y del humo de las hogueras de turba. Le dolían las piernas de haber estado sentada tanto tiempo. Necesitaba hablar sin falta con el doctor McBrearty acerca de las insatisfactorias condiciones de la cabaña, pero era demasiado tarde para ir a buscarlo aquella noche.

Hasta el momento, ¿qué había aprendido? Poca cosa o nada.

Una silueta en la carretera, más adelante, con un arma larga al hombro.

Lib se puso rígida. No estaba acostumbrada a estar en medio del campo a la caída del sol.

El perro fue el primero en alcanzarla y le olisqueó la falda. Luego su dueño pasó a su lado y apenas la saludó con un gesto de cabeza.

Un gallo cantaba con insistencia. Salieron unas vacas de un establo, seguidas por el granjero. Lib creía que sacaban a los animales de día y los encerraban de noche para que estuvieran a salvo, no al revés. En aquel sitio no entendía nada.