En su sueño los hombres pedían tabaco, como siempre. Desnutridos, sucios, desgreñados, con los muñones sobresaliendo de los cabestrillos apoyados en la almohada y lo único que pedían era algo con lo que llenar la pipa. Se estiraban hacia Lib mientras recorría la sala del hospital. En las ventanas rotas se amontonaba la nieve de Crimea y se oían los golpes repetidos de una puerta.
—¡Señora Wright!
—¿Sí…? —dijo Lib con la voz pastosa.
—Son las cuatro y cuarto. Pidió que la despertáramos.
Estaba en la habitación del piso de arriba de la tienda de licores, en el mismísimo centro de Irlanda. Así que la voz que entraba por la rendija de la puerta tenía que ser la de Maggie Ryan.
Se aclaró la garganta.
—Sí.
Después de vestirse sacó Notas sobre enfermería, abrió el libro y escogió un párrafo al azar (como cuando jugaba al juego de adivinación con su hermana los domingos que se aburrían usando la Biblia).
«Las mujeres —leyó— suelen ser más exactas y cuidadosas que el sexo fuerte, lo que les permite no cometer errores por descuido».
Sin embargo, pese al cuidado que Lib había puesto en su tarea el día anterior, no había conseguido descubrir aún la mecánica del fraude, ¿verdad que no? La hermana Michael había pasado toda la noche en la cabaña; ¿habría resuelto el rompecabezas? Hasta cierto punto, Lib dudaba de que así fuera. Seguramente la monja se había quedado allí sentada con los ojos entrecerrados, pasando las cuentas del rosario.
Bueno, Lib se negaba a que la engañara una niña de once años. Aquel día sería incluso más precisa y cuidadosa para ser merecedora de la dedicatoria de aquel libro. Volvió a leer la hermosa escritura de la señorita N.: «Para la señora Wright, que tiene verdadera vocación de enfermera».
¡Cómo la había atemorizado aquella dama! Y no solo durante su primer encuentro. Cada palabra de la señorita N. sonaba como si la declamara sonoramente desde un púlpito. Nada de excusas, les había dicho a sus nuevas empleadas. Trabajen duro y no nieguen nada a Dios. Cumplan con su deber mientras el mundo gire. No se quejen, no desesperen. Mejor ahogarse en el oleaje que quedarse en la orilla sin hacer nada.
Durante una entrevista personal le había hecho un comentario peculiar.
—Tiene una gran ventaja sobre la mayoría de sus compañeras, señora Wright: No tiene a nadie. Carece de ataduras.
Lib se había mirado las manos. Sin ataduras. Vacía.
—Dígame, pues, ¿está dispuesta a esta noble lucha? ¿Es capaz de mantenerse en la brecha, en cuerpo y alma?
—Sí —había respondido ella—. Soy capaz.
Todavía estaba oscuro. Solo la luna en cuarto creciente iluminaba a Lib mientras recorría la única calle del pueblo y doblaba luego a la derecha por la carretera, pasando por delante de las lápidas torcidas y cubiertas de verdín. Menos mal que no tenía un pelo de supersticiosa. De no ser por la luz de la luna nunca habría tomado por el sendero que llevaba a la granja de los O’Donnell, porque todas las cabañas parecían iguales. A las cinco menos cuarto llamó con suavidad a la puerta.
Nadie le abrió.
Lib no quería aporrearla para no molestar a la familia.
Se filtraba luz por la puerta del establo, a su derecha. ¡Ah! Seguramente las mujeres estaban ordeñando. Oía apenas una melodía. ¿Alguna les cantaba a las vacas? No se trataba de un himno sino de una balada quejumbrosa de esas que a Lib nunca le habían gustado.
Pero la luz del cielo brillaba en sus ojos,
era demasiado buena para mí.
Un ángel la reclamó
y se la quitó a Lough Ree.
Lib empujó la puerta delantera de la cabaña y la parte superior cedió.
En la cocina desierta ardía la chimenea. Algo se movió en un rincón, ¿una rata? Durante el año que había pasado en las infames salas de hospital de Scutari, se había acostumbrado a las alimañas. Tanteó en busca del cerrojo para abrir la mitad inferior de la puerta. Entró y se inclinó a mirar entre los barrotes de la base del aparador. Vio los ojos pequeños, redondos y brillantes de un pollo. Una docena de aves, más o menos, detrás de la primera, iniciaron una suave queja. Lib supuso que las encerraban allí para protegerlas de los zorros.
Vio un huevo recién puesto y se le ocurrió una idea. A lo mejor Anna O’Donnell chupaba el contenido por la noche y se comía la cáscara para no dejar rastro.
Retrocedió y estuvo a punto de tropezar con algo blanco. Un platillo cuyo borde sobresalía de debajo del aparador. ¿Cómo podía ser tan descuidada la sirvienta? Cuando lo recogió, el líquido que contenía se derramó y le mojó el puño. Soltó un bufido, llevó el platillo hasta la mesa y miro lo que contenía. Se lamió la mano húmeda: sabía a leche. ¿Tan sencillo era el gran fraude? Ni siquiera hacía falta que la niña saliera a buscar huevos porque le dejaban un plato de leche para que la tomara a lametones como un perro en la oscuridad.
No tenía sensación de triunfo. Estaba más bien decepcionada. Para revelar aquello no habría hecho falta una enfermera. Por lo visto su trabajo había terminado y cuando amaneciera ya habría vuelto en el coche de paseo a la estación de tren.
La puerta se abrió de par en par y Lib se volvió sobresaltada, como si fuera ella la que tenía algo que esconder.
—Señora O’Donnell…
La irlandesa se tomó la acusación como un saludo.
—Buenos días también para usted, señora Wright. ¿Ha podido pegar ojo? Espero que sí.
Detrás de la mujer estaba Kitty, acarreando dos cubos sobre los hombros estrechos.
Lib les enseñó el platillo y se dio cuenta de que estaba mellado en dos puntos.
—Alguien de esta casa ha estado escondiendo leche debajo del aparador.
Rosaleen O’Donnell separó los labios agrietados, a punto de soltar una carcajada.
—No me queda otro remedio que suponer que su hija ha estado saliendo a hurtadillas para tomársela.
—Pues supone demasiado. ¿En qué granja de este país no dejan un platillo de leche por las noches?
—Para la gente pequeña —dijo Kitty, sonriendo a medias, asombrada de la ignorancia de la inglesa—. Si no se ofenden y causan jaleo.
—¿Esperan que crea que esta leche es para las hadas?
Rosaleen O’Donnell cruzó los brazos huesudos.
—Créaselo o no se lo crea, ’ñora. Sacar un poco de leche no hace daño a nadie, al menos.
Lib pensaba frenéticamente. Tanto la criada como la señora podían ser tan crédulas como para que aquella fuera la razón por la que la leche estaba debajo del aparador, pero eso no implicaba que Anna O’Donnell no hubiera estado tomando sorbos del contenido del plato de las hadas todas las noches desde hacía cuatro meses.
Kitty se inclinó para abrir el aparador.
—Ahora, salid al patio. La hierba húmeda está llena de babosas, ¿eh? —Dirigió a las gallinas hacia la puerta con las faldas.
La puerta del dormitorio se abrió y la monja se asomó fuera.
—¿Sucede algo? —preguntó con aquella voz suya susurrante.
—Nada —respondió Lib, reticente a poner de manifiesto sus sospechas—. ¿Qué tal la noche?
—Tranquila, gracias a Dios.
Eso probablemente significaba que la hermana Michael todavía no había pillado a la niña comiendo. Pero ¿hasta qué punto lo había intentado, dada su confianza en los inescrutables caminos de Dios? ¿Iba a servirle de alguna ayuda o sería más bien un impedimento?
La señora O’Donnell apartó la olla de hierro del fuego. Escoba en mano, Kitty limpió los excrementos verdosos de las gallinas del aparador.
La monja había vuelto a entrar en el dormitorio, dejando la puerta abierta de par en par.
Lib se estaba desabrochando la capa cuando Malachy O’Donnell entró del patio de la granja con una brazada de turba.
—Señora Wright —la saludó.
—Señor O’Donnell.
Dejó la turba en el suelo y se volvió para salir de nuevo.
—¿Es posible que haya una báscula por aquí para pesar a Anna? —Se acordó Lib de preguntarle.
—Ah… Me temo que no.
—Entonces, ¿cómo pesa el ganado?
El hombre se rascó la nariz amoratada.
—A ojo, supongo.
Sonó una vocecita en el dormitorio.
—¿Ya está levantada? —preguntó el padre. Se le había iluminado la cara.
La señora O’Donnell se le adelantó para entrar en la habitación de su hija en el preciso momento en que la hermana Michael salía con su cartera.
Lib fue a seguir a la madre, pero el padre la agarró de la mano.
—Tiene usted, eh… Tiene más preguntas.
—¿Ah, sí? —Tendría que haber estado ya con la niña para que no hubiera ningún lapso entre el turno de una enfermera y el siguiente, pero le resultaba imposible marcharse en medio de una conversación.
—Sobre las paredes. Kitty dice que ha preguntado.
—Las paredes, sí.
—Hay un poco de estiércol con el barro, y brezo, y pelo, para mejorar la adherencia —le explicó Malachy.
—¿Pelo? ¿En serio?
¿Podía ser aquel hombre aparentemente ingenuo un cebo, una distracción? ¿Habría sacado su mujer de la olla algo con las manos antes de entrar corriendo a dar los buenos días a su hija?
—Y sangre, y una pizca de suero de leche —añadió.
Lib se lo quedó mirando.
Sangre y suero de leche…, como derramados sobre algún altar primitivo.
Cuando por fin entró en el cuarto, encontró a Rosaleen O’Donnell sentada en la camita con Anna de rodillas a su lado. Habían tenido tiempo suficiente para que la pequeña tomara un par de tortitas. Lib se maldijo por haber tenido la cortesía de no interrumpir la charla con el granjero. Y maldijo también a la monja por marcharse tan deprisa.
Teniendo en cuenta que Lib se había quedado sentada aguantando todo el rosario de la noche anterior, ¿no podría haberse quedado un minuto más la hermana Michael aquella mañana? Aunque no estaba previsto que compartieran la vigilancia de la niña, la monja podría haberle dado a ella, una enfermera más experta, un informe acerca de cualquier hecho pertinente del turno de noche.
Anna hablaba en voz baja pero clara, no como si acabara de engullir comida.
—Mi amado es mío y yo soy suya, en mí mora, en él vivo.
Parecía poesía, pero conociendo a aquella niña tenían que ser las Sagradas Escrituras.
La madre no rezaba, solo asentía, como una admiradora en la platea.
—Señora O’Donnell —dijo Lib.
Rosaleen se llevó el índice a los labios resecos.
—No debería estar aquí —insistió Lib.
La señora O’Donnell ladeó la cabeza.
—¿No puedo darle los buenos días a Anna?
Encerrada en sí misma como en un capullo, la niña no daba muestras de oír nada.
—Así no. —Lib se lo explicó detalladamente—. No sin que esté presente una de las enfermeras. No debe irrumpir corriendo en su dormitorio antes de que entremos nosotras ni acercarse a sus muebles.
La irlandesa se puso a la defensiva.
—¿No está cualquier madre ansiosa de rezar una breve oración con su hijita?
—Desde luego, puede darle las buenas noches y los buenos días. Esto es por su propio bien, por el suyo y el del señor O’Donnell —añadió Lib para quitar hierro al asunto—. Querrán demostrar que son inocentes, que esto no es ningún truco, ¿no?
Rosaleen O’Donnell le respondió con un resoplido.
—Desayunaremos a las nueve —le soltó por encima del hombro mientras se marchaba.
Faltaban para eso casi cuatro horas. Lib estaba hambrienta.
Las granjas tenían sus rutinas, supuso. Sin embargo, tendría que haberle pedido a la joven Ryan algo de comer aquella mañana en la tienda, ni que fuera un pedazo de pan.
En el colegio, Lib y su hermana siempre tenían hambre. (Era la época en que se habían llevado mejor las dos, recordó; el compañerismo de los prisioneros, supuso). Una dieta frugal se consideraba beneficiosa para las niñas, en particular porque acortaba la digestión y forjaba el carácter. Ella no carecía de autocontrol, en su opinión, pero el hambre era una distracción inútil; no pensabas más que en la comida. Así que de adulta nunca se saltaba una comida si podía evitarlo.
Anna se persignó y se puso de pie.
—Buenos días, señora Wright.
Lib miró a la niña con respeto a su pesar.
—Buenos días, Anna.
Aunque la pequeña hubiera conseguido de algún modo tomar un sorbo o una pizca de algo durante el turno de la monja o hacía un momento, con su madre, no podía haber sido gran cosa; solo un bocado, como mucho, desde la mañana del día anterior.
—¿Cómo has pasado la noche?
Lib sacó su libreta de notas.
—He dormido y he descansado —dijo Anna, y volvió a santiguarse antes de quitarse el gorro de dormir—, y me he levantado, porque el Señor me ha protegido.
—Estupendo —repuso Lib, porque no se le ocurría qué otra cosa decir.
Notó que por dentro el gorro estaba lleno de pelo caído.
La niña se desabrochó el camisón, se lo bajó y se ató las mangas a la cintura. Una extraña desproporción entre los hombros huesudos y las muñecas y las manos gruesas, entre el pecho estrecho y la tripa hinchada. Se enjuagó con el agua de la jofaina.
—Haz que tu rostro resplandezca sobre tu sierva —dijo en un susurro antes de secarse con el trapo, temblando.
Lib sacó el orinal de debajo de la cama. Estaba limpio.
—¿Lo usas alguna vez, pequeña?
Anna asintió.
—La hermana se lo dio a Kitty para que lo vaciara.
¿Qué contenía? Tendría que habérselo preguntado, pero no podía.
Anna volvió a subirse el camisón hasta los hombros. Humedeció el trapo y luego, pudorosa, se inclinó para lavarse una pierna por debajo de la tela de lino, manteniendo el equilibrio sobre la otra y agarrada a la cómoda. Se puso las bragas, el vestido y las medias que había usado el día anterior. Por lo general, Lib insistía en que había que mudarse de ropa todos los días, pero a una familia tan pobre como aquella no podía pedírselo. Retiró las sábanas y la manta y las dejó colgando por encima del pie de la cama para que se airearan antes de examinar a la niña.
Martes 9 de agosto, 5.23 de la mañana.
Agua tomada: 1 cucharadita.
Pulso: 95 pulsaciones por minuto.
Pulmones: 16 respiraciones por minuto.
Temperatura: fría.
Aunque lo de la temperatura era una conjetura, en realidad; dependía de si los dedos de la enfermera estaban más calientes o más fríos que la axila de la paciente.
—Saca la lengua, por favor.
Lib siempre anotaba el estado de la lengua porque así le habían enseñado a hacerlo, aunque se habría visto en apuros para decir lo que eso indicaba acerca de la salud del paciente. La de Anna estaba roja y era extrañamente lisa en la parte posterior en lugar de tener los habituales bultitos.
Cuando le aplicó el estetoscopio en la tripa oyó un débil gorgoteo, aunque podía atribuirse a una combinación de agua y aire; aquello no demostraba la presencia de comida.
«Sonidos en la cavidad digestiva, de origen indeterminado», anotó.
Tenía que preguntarle aquel mismo día sin falta al doctor McBrearty por aquellas piernas y aquellas manos hinchadas. Suponía que cabía aducir que cualquier síntoma derivado de la supresión de la dieta sería bueno, puesto que más tarde o más temprano haría que la niña abandonara aquella farsa grotesca. Rehízo la cama y alisó las sábanas.
Enfermera y paciente instauraron una especie de ritmo durante aquel segundo día. Leyeron. A Lib la atraparon los hechos nefastos de madame Defarge en All the Year Round. Charlaron un poco. La niña era un encanto, a su manera poco mundana. Le costaba no olvidar que Anna era una embaucadora, una embustera en un país famoso por sus embusteros.
En una sola hora la niña susurró varias veces lo que a Lib le pareció la oración a Teodoro. ¿Sería para fortalecer su determinación cada vez que el vacío del hambre le atenazaba el vientre?
Más tarde, esa mañana, volvió a sacar a Anna a dar otro paseo, solo alrededor de la granja, porque el cielo amenazaba lluvia. Cuando Lib hizo notar su modo de andar vacilante, la niña dijo que ella andaba así siempre. Cantó himnos mientras caminaban, como un estoico soldado.
—¿Te gustan las adivinanzas? —le preguntó Lib durante una pausa musical.
—No sé ninguna.
—¡Vaya! —Se acordaba de las adivinanzas infantiles con más claridad que de todas las cosas que había tenido que memorizar en clase.
—¿Qué tal esta?: «Vuelo sin alas, silbo sin boca, azoto sin manos y tú ni me ves ni me tocas. ¿Qué soy?».
Anna estaba perpleja, así que Lib se la repitió.
—Y tú no me ves ni me tocas… —repitió la niña—. ¿Qué significa eso, que no existo o que no se me ve?
—Lo segundo.
—Alguien invisible… —dijo Anna, meditativa—, que silba y azota…
—O algo —puntualizó Lib.
La niña dejó de fruncir el ceño.
—¿El viento?
—Muy bien. Aprendes rápido.
—Otra, por favor.
—Mmm, veamos. «Suelo ir de mano en mano, hojas tengo y no soy flor, y aun teniendo muchas letras, no soy de nadie deudor».
—¡El papel, escrito con tinta!
—Chica lista.
—Es porque iba a la escuela.
—Deberías volver a ir —le dijo Lib.
Anna dejó de mirarla y volvió la cabeza hacia una vaca que comía hierba.
—Estoy muy bien en casa.
—Eres una niña inteligente. —El cumplido sonó más bien a acusación.
Se estaban acumulando unas nubes bajas, así que Lib se apresuró a volver con la niña a la aburrida cabaña. Luego no llovió y deseó haber pasado fuera un rato más largo.
Por fin Kitty le trajo el desayuno: dos huevos y una taza de leche. Esta vez Lib comió con avidez, demasiado rápido, y se le quedaron entre los dientes unos trocitos de cáscara. Los huevos estaban crudos y olían a turba; seguro que los habían asado sobre la ceniza.
¿Cómo podía soportar la niña ya no solo el hambre sino el aburrimiento?
Lib cayó en la cuenta de que el resto de la humanidad se servía de las comidas para dividir el día, las usaba como recompensa, como entretenimiento; el carillón de un reloj interno. Para Anna, durante aquella vigilancia, cada día tenía que transcurrir como un momento infinito.
La niña se tomó una cucharada de agua como si fuera de buen vino.
—¿Qué tiene el agua de especial?
Anna parecía no haberla entendido.
Lib alzó su taza.
—¿Cuál es la diferencia entre el agua y esta leche?
Anna dudó, como si aquello fuera otra adivinanza.
—En el agua no hay nada.
—En la leche no hay nada más que agua y la generosidad de la hierba que come la vaca.
La niña sacudió la cabeza, casi sonriendo.
Lib dejó el tema porque estaba entrando Kitty para recoger la bandeja.
Miró a la niña, que bordaba una flor en la esquina de un pañuelo. Con la cabeza inclinada sobre las puntadas, sacaba la punta de la lengua, como hacen las niñas pequeñas cuando se esfuerzan al máximo.
Llamaron a la puerta delantera poco después de las diez. Lib oyó una conversación amortiguada y luego Rosaleen O’Donnell dio unos golpecitos en la puerta del dormitorio.
—Más visitas para ti, niña —le dijo a su hija ignorando a Lib—. Media docena de personas; algunas vienen de América.
La enorme energía de la irlandesa la puso enferma; parecía la carabina de una debutante en su primer baile.
—Debería haberlo pensado. Es evidente que tales visitas deben cesar, señora O’Donnell.
—¿Y eso por qué? —La mujer volvió la cabeza hacia la habitación buena—. Parecen gente decente.
—La vigilancia exige regularidad y calma. Sin modo de comprobar lo que las visitas pueden traer…
La mujer la interrumpió.
—¿Como qué?
—Pues comida —repuso Lib.
—En esta casa ya tenemos comida sin necesidad de que nadie la traiga en barco cruzando el Atlántico. —Rosaleen soltó una carcajada—. Además, Anna no la quiere. ¿No tiene pruebas de ello a estas alturas?
—Mi trabajo es asegurarme no solo de que nadie le dé nada a la niña, sino de que no esconda algo que ella pueda encontrar más tarde.
—¿Por qué iba alguien a hacer eso si vienen de tan lejos para ver a la asombrosa pequeña que no come?
—Aun así.
La señora O’Donnell apretó los labios.
—Nuestros visitantes ya están en casa, así que es demasiado tarde para despacharlos sin ofenderlos gravemente.
En aquel momento a Lib se le ocurrió cerrar de un portazo y apoyar la espalda contra la puerta.
Los ojos de la mujer, duros como guijarros, le sostenían la mirada.
Lib decidió ceder hasta haber hablado con el doctor McBrearty.
«Pierde una batalla, gana la guerra». Llevó a Anna a la habitación buena y se situó justo detrás de la silla de la niña.
Los visitantes eran un caballero del puerto occidental de Limerick, su esposa y su familia política, así como una madre con su hija, que habían ido a verlos desde Estados Unidos. La dama americana de más edad dijo que tanto ella como su hija eran espiritistas.
Anna asintió, con sencillez.
—Tu caso, querida, nos parece la prueba más espectacular del poder de la mente. —La dama se inclinó a apretarle los dedos.
—No la toque, por favor —dijo Lib.
La visitante se apartó.
Rosaleen O’Donnell asomó la cabeza para ofrecerles una taza de té.
Lib estaba convencida de que la mujer quería provocarla. «Nada de comida», articuló en silencio, para que le leyera los labios.
Uno de los caballeros le estaba preguntando a Anna en qué fecha había comido por última vez.
—El siete de abril —le respondió la pequeña.
—¿Fue el día de tu undécimo cumpleaños?
—Sí, señor.
—¿Y por qué crees que has sobrevivido tanto tiempo?
Lib esperaba que Anna se encogiera de hombros o que dijera que no lo sabía. En cambio, murmuró algo parecido a «mamá».
—Habla más alto, pequeña —dijo la irlandesa de más edad.
—Vivo del maná del cielo —dijo Anna, con tanta naturalidad como podría haber dicho que vivía en la granja de su padre.
Incrédula, Lib cerró los ojos un instante para evitar ponerlos en blanco.
—Del maná del cielo —repitió la espiritista joven a la mayor—. ¡Fíjate tú!
Los visitantes sacaron regalos. De Boston, un juguete llamado «taumatropo»; ¿tenía Anna algo parecido?
—No tengo ningún juguete —les contó ella.
Les gustó la encantadora gravedad de su tono.
El caballero de Limerick le enseñó a retorcer las dos cuerdas del disco para hacerlo girar, de modo que los dibujos de ambas caras se confundieran en una sola imagen.
—Ahora el pájaro está en la jaula —dijo Anna, maravillada.
—Ajá —exclamó él—. Una mera ilusión.
El disco fue girando cada vez más despacio hasta detenerse. La jaula vacía quedó en el reverso y el pájaro del anverso volaba en libertad.
Después de servir Kitty el té, la esposa sacó una cosa todavía más curiosa: una nuez que se abrió en la mano de Anna y de la que salió un gurruño que se desplegó y se convirtió en un par de guantes amarillos finísimos.
—De piel de pollo —dijo la dama, doblándolos—. Hacían furor cuando era niña. No se han fabricado en ningún otro lugar del mundo, solo en Limerick. He conservado este par durante medio siglo sin que se hayan roto.
Anna se enfundó los guantes, un dedo gordito tras otro; le quedaban un poco largos, no mucho.
—Que Dios te bendiga, mi pequeña, que Dios te bendiga.
Cuando terminaron de tomar el té, Lib comentó con intención que Anna necesitaba descanso.
—¿Querrás antes rezar un poco con nosotros? —le preguntó la dama que le había regalado los guantes.
Anna miró a Lib, que se sintió obligada a asentir.
—Niño Jesús, manso y humilde —comenzó la chica.
Mírame, pequeña soy.
Ten de mí piedad y compasión,
Permíteme llegar a ti.
—¡Qué bonito!
La dama de más edad quiso darle unas perlas homeopáticas tonificantes.
Anna negó con la cabeza.
—¡Oh, vamos, quédatelas!
—No puede aceptarlas, madre —le recordó a la mujer su hija en un susurro.
—No creo que disolver esto debajo de la lengua sea precisamente comer.
—No, gracias —le dijo Anna.
Cuando se marcharon, Lib oyó el tintineo de las monedas al caer en la caja del dinero.
Rosaleen O’Donnell desenterró de las brasas con un gancho una olla y quitó los grumos de ceniza de la tapa. Con las manos protegidas por trapos, la destapó y sacó una hogaza redonda con una cruz marcada en la corteza.
Lib pensó que allí la religión era omnipresente. Además, empezaba a ver por qué todo lo que comía sabía a turba. Si se quedaba toda la quincena, al final habría consumido un buen puñado de barro cenagoso. La idea le dejó un sabor amargo en la boca.
—Estos serán los últimos visitantes admitidos —le dijo a la madre con su voz más firme.
Anna estaba apoyada en la mitad inferior de la puerta, observando a la comitiva subir a su carruaje.
Rosaleen O’Donnell se irguió, sacudiéndose la falda.
—La hospitalidad es una ley sagrada de los irlandeses, señora Wright. Si alguien llama a nuestra puerta, tenemos que abrírsela y alimentarlo y darle cobijo, aunque el suelo de la cocina ya esté abarrotado de gente que duerme. —Hizo un gesto con el brazo, como para englobar una horda invisible de huéspedes.
«Hospitalidad, ¡y un cuerno!».
—No estamos hablando de acoger a los indigentes, que digamos —le dijo Lib.
—Ricos, pobres, todos somos iguales a los ojos de Dios.
El tono piadoso con que lo dijo sacó a Lib de sus casillas.
—Eso son mirones. ¡Tienen tantas ganas de ver a su hija, que aparentemente subsiste sin comer, que están dispuestos a pagar por el privilegio de conseguirlo!
Anna hacía girar el taumatropo; la luz se reflejó en él.
La señora O’Donnell se mordió el labio inferior.
—Si verla los empuja a ser caritativos, ¿qué tiene eso de malo?
La niña se acercó a su madre en aquel preciso momento y le entregó los regalos. Lib se preguntó si lo haría para que ellas dos dejaran de discutir.
—¡Oh, si son para ti, niña! —le dijo Rosaleen.
Anna sacudió la cabeza, negando.
—De la cruz de oro que esa señora dejó el otro día, ¿no dijo don Thaddeus que podría sacarse una buena suma para los necesitados?
—Pero esto no son más que juguetes —repuso su madre—. Bueno, los guantes tal vez… Supongo que podríamos venderlos… —Hizo girar la nuez en la palma de la mano—. Pero quédate eso que gira. ¿Qué inconveniente hay? A menos que la señora Wright encuentre alguno.
Lib se mordió la lengua.
Entró en el dormitorio detrás de la niña y volvió a examinar todas las superficies, igual que el día anterior: el suelo, la caja de los tesoros, la cómoda, la ropa de cama.
—¿Está enfadada? —le preguntó Anna, haciendo girar el taumatropo con los dedos.
—¿Por lo de tu juguete? No, no.
¡Qué infantil seguía siendo a pesar de lo complicado de su situación!
—¿Por las visitas, entonces?
—Bueno. No es tu bienestar lo que tienen en mente.
Sonó la campana en la cocina y Anna se dejó caer al suelo.
No era de extrañar que la niña tuviera golpes en las espinillas.
Fueron pasando los minutos mientras sonaba la cantinela del ángelus. Aquello era como estar encerrada en un monasterio, pensó Lib.
—Por Cristo Nuestro Señor, amén. —Ana se levantó y se agarró al respaldo de la silla.
—¿Estás mareada? —le preguntó Lib.
Anna sacudió la cabeza y se arregló el mantón.
—¿Con qué frecuencia tenéis que rezar eso?
—Solo a mediodía —repuso la niña—. Sería mejor rezarlo también a las seis de la mañana y a las seis de la tarde, pero mamá, papá y Kitty tienen demasiado trabajo.
El día anterior, Lib había cometido el error de decirle a la criada que esperaría para cenar. Esta vez se acercó a la puerta y anunció que le gustaría comer algo.
Kitty le trajo un poco de queso fresco; tenía que ser la sustancia blanca que goteaba de la bolsa colgada entre dos sillas la noche antes. La miga del pan, todavía tibio, tenía demasiado salvado para el gusto de Lib. A la espera de las patatas nuevas de otoño, la familia estaba llegando hasta el fondo del barril de harina.
A pesar de que ya se había acostumbrado a comer delante de Anna, seguía sintiéndose como una cerda con el hocico en el abrevadero.
Cuando hubo terminado, empezó el primer capítulo de una novela titulada Adam Bede. Se sobresaltó cuando la monja llamó a la puerta a la una en punto; casi había olvidado que su turno acabaría.
—¡Mire, hermana! —La saludó Anna, haciendo girar el taumatropo.
—¡Caramba!
Lib comprendió que la otra enfermera y ella no iban a poder pasar ni un momento a solas tampoco en esta ocasión. Se le acercó más y aproximó la cara a la toca de la monja.
—Hasta ahora no he notado nada inapropiado. ¿Y usted? —le susurró.
Un titubeo.
—No debemos deliberar.
—Sí, pero…
—El doctor McBrearty fue muy firme en esto. Nada de intercambiar opiniones.
—No le pido su opinión, hermana —le espetó Lib—, solo hechos básicos. ¿Puede asegurarme que toma nota cuidadosamente de todo lo excretado, por ejemplo? Nada sólido, supongo.
—No ha habido nada de eso —repuso la monja en voz muy baja.
Lib asintió.
—Le he explicado a la señora O’Donnell que no debe haber contacto alguno sin supervisión —prosiguió—. Un abrazo al levantarse y otro cuando se acueste. Además, nadie de la familia tiene que entrar en el dormitorio de Anna mientras ella no esté.
La monja parecía una empleada muda de funeraria.
Lib recorrió el sendero polvoriento, lleno de baches con óvalos de cielo azul: la lluvia de la noche pasada. Estaba llegando a la conclusión de que sin una compañera enfermera que trabajara ateniéndose a los mismos elevados criterios que ella, a los criterios de la señorita N., la vigilancia tenía fallos. Por falta de una correcta vigilancia de la pequeña artera, todas aquellas molestias y gastos serían un desperdicio.
Además, Lib todavía no había visto ninguna prueba evidente de disimulo en la niña aparte de la única gran mentira, por supuesto: que aseguraba vivir sin comer. Maná del cielo, eso era lo que había olvidado preguntarle a la hermana Michael. Tal vez Lib no tuviera demasiada fe en el buen juicio de la monja, pero seguramente la mujer conocía la Biblia.
Aquella tarde casi hacía calor. Se quitó la capa y se la puso al brazo. Tiró del cuello de la camisa, deseando que el uniforme fuera menos grueso y no picara tanto.
En la habitación del primer piso de la tienda, se cambió. Se puso un vestido sencillo de color verde. No soportaba quedarse allí ni un momento más; se había pasado la mitad del día encerrada. En la planta baja, dos hombres acarreaban un objeto inconfundible por un pasillo. Lib retrocedió.
—Perdone, señora Wright —le dijo Maggie Ryan—. Lo habrán sacado en un periquete.
Lib observó cómo los hombres rodeaban el mostrador con el féretro.
—Mi padre es además el enterrador —le explicó la chica—, por eso tiene el par de carretas para alquilar.
Así que el carro que había fuera servía de coche fúnebre cuando hacía falta. Lib encontró despreciable la combinación de ocupaciones de Ryan.
—Un lugar tranquilo, este.
Maggie asintió mientras la puerta se cerraba detrás del féretro.
—Antes de la mala época éramos el doble.
«Éramos». ¿Se refería a la gente del pueblo o del condado? ¿O de toda Irlanda, tal vez?
La mala época, supuso Lib, había sido aquella terrible escasez de patatas de hacía diez o quince años. Trató de acordarse de los detalles. Todo lo que recordaba en general de las viejas noticias era una serie de titulares en letra de imprenta. Cuando era joven, no leía atentamente el periódico, en realidad, solo le echaba un vistazo. Doblaba el Times y lo dejaba al lado del plato de Wright todas las mañanas, durante el año en que había sido su esposa.
Pensó en los mendigos.
—Cuando venía, vi en la carretera a muchas mujeres solas con hijos —le comentó a Maggie Ryan.
—¡Ah! Muchísimos hombres se han marchado para la cosecha a lo de usted —dijo la chica.
Lib interpretó que se refería a Inglaterra.
—Sin embargo, la mayoría de los jóvenes tienen el corazón puesto en América y no vuelven a casa. —Levantó la barbilla, como si dijera «hasta nunca» a esos jóvenes que no estaban anclados a aquel lugar.
A juzgar por su cara, Lib se dijo que Maggie no podía tener más de veinte años.
—¿No has considerado esa opción?
—No hay tierra mejor que la propia, como dicen. —Lo dijo con más resignación que cariño.
Lib le pidió la dirección del doctor McBrearty.
Su casa era una bastante grande situada al final de la carretera, un poco alejada de la calle Athlone. Una criada tan decrépita como su señor acompañó a Lib al estudio. McBrearty se quitó las gafas octogonales y se levantó.
¿Por vanidad?, se preguntó Lib. ¿Creía que parecía más joven sin ellas?
—Buenas tardes, señora Wright. ¿Cómo está usted?
«Molesta —estuvo tentada de responderle—. Frustrada. Completamente derrotada».
—¿Tiene algo urgente acerca de lo que informarme? —le preguntó el médico mientras se sentaban.
—¿Urgente? No exactamente.
—¿Ni rastro de fraude, entonces?
—Ninguna prueba evidente —lo corrigió Lib—, pero creo que debería haber visitado a su paciente para verlo usted mismo.
El rubor se extendió por sus mejillas hundidas.
—¡Oh! Le aseguro que pienso en la pequeña Anna a todas horas. De hecho, estoy tan preocupado por la vigilancia que he creído mejor mantenerme alejado para que después nadie pueda insinuar que he ejercido alguna influencia sobre sus hallazgos.
Lib suspiró levemente. McBrearty seguía asumiendo que la vigilancia probaría que la pequeña era un milagro de la era moderna.
—Estoy preocupada porque la temperatura de Anna es baja, sobre todo en las extremidades.
—Interesante. —McBrearty se frotó la barbilla.
—No tiene la piel bien —prosiguió Anna—, ni las uñas, ni el pelo.
Aquello parecían nimiedades de una revista de belleza.
—Y le está creciendo un vello oscuro por todas partes. Lo que más me inquieta, sin embargo, es la hinchazón de las piernas. También tiene hinchadas la cara y las manos, pero las piernas son lo peor. Se ha visto obligada a usar las botas viejas de su hermano.
—Mmm. Sí, Anna lleva tiempo padeciendo de hidropesía, pero no se queja de dolor.
—Bueno, no se queja de nada.
El médico asintió como si eso lo tranquilizara.
—El digitalis es un remedio probado contra la retención de líquidos, pero por supuesto no va a ingerir nada. Podríamos recurrir a una dieta seca…
—¿Reducir los líquidos que toma todavía más? —dijo Lib, alzando la voz—. Ya solo toma unas cuantas cucharadas de agua al día.
El doctor McBrearty se atusó el bigote.
—Puedo deshincharle las piernas de manera mecánica, supongo.
¿Se estaba refiriendo a practicarle una sangría? ¿A usar sanguijuelas? Deseó no haberle dicho ni una palabra a aquel ser antediluviano.
—Pero eso tiene sus riesgos. No, no. En general es más seguro observar y esperar.
Lib seguía inquieta. Se lo repitió de nuevo. Si Anna estaba poniendo en peligro su propia salud, ¿de quién era la culpa sino suya? O de quien la estuviera empujando a hacer aquello, supuso.
—No parece una niña que lleva cuatro meses sin comer, ¿verdad? —le dijo el médico.
—Ni de lejos.
—¡Eso me parece a mí, exactamente! Es una maravillosa anomalía.
El anciano la había interpretado mal. Era completamente ciego a la conclusión obvia: que alimentaban a la niña de algún modo.
—Doctor, si Anna no estuviera comiendo realmente nada en absoluto, ¿no cree que a estas alturas estaría postrada en cama? Seguro que tiene que haber visto a muchos pacientes famélicos durante la roya de la patata, a muchos más que yo —añadió Lib, como concesión a su experiencia.
McBrearty sacudió la cabeza.
—Durante la plaga yo todavía estaba en Glucestershire. Solo hace cinco años que heredé esta finca y no pude alquilarla, así que decidí volver y practicar aquí la medicina. —Se levantó para indicar que la reunión había terminado.
—Además —añadió ella precipitadamente—, no puedo decir que tenga una confianza ciega en mi compañera enfermera. No será tarea fácil mantenerse completamente alerta, sobre todo durante los turnos de noche.
—Pero la hermana Michael está acostumbrada a eso —dijo McBrearty—. Trabajó doce años como enfermera en Dublín, en la Charitable Infirmary.
Ah. ¿Por qué nadie se lo había dicho?
—Y en la Casa de la Caridad, se levantan para el oficio nocturno a media noche, creo, y de nuevo al amanecer, para laudes.
—Entiendo —dijo Lib, avergonzada—. Bien. El verdadero problema es que las condiciones de la cabaña son de lo menos científicas. No tengo modo de pesar a la pequeña y no hay lámparas que proporcionen una iluminación adecuada. Puede accederse fácilmente al dormitorio de Anna desde la cocina, de modo que cualquiera puede entrar cuando me la llevo de paseo. Sin su autorización, la señora O’Donnell ni siquiera me permite cerrar la puerta a los curiosos, por lo que me resulta imposible vigilar a la niña con el rigor debido. ¿Podría ponerme por escrito que las visitas están prohibidas?
—Claro, sí. —McBrearty limpió la pluma con un paño y cogió una hoja en blanco. Rebuscó en el bolsillo de la pechera.
—Es posible que la madre se resista a mantener apartada a la multitud, por supuesto, debido a las pérdidas económica.
El anciano cerró los ojos legañosos y siguió buscando en el bolsillo.
—¡Si todos los donativos van al cepillo de los pobres que don Thaddeus dio a los O’Donnell! No entiende a esta gente si cree que se quedan un solo cuarto de penique.
Lib no hizo ningún comentario.
—¿Por casualidad está buscando las gafas? —Indicó hacia donde estaban, entre los papeles.
—Ah, muy bien. —Se ajustó las patillas de las gafas y se puso a escribir.
—¿Cómo encuentra a Anna, por lo demás?
¿Por lo demás?
—¿Se refiere a su estado de ánimo?
—Bueno, a su carácter, supongo.
Lib estaba desconcertada. Una niña amable, pero una tramposa de la peor calaña. Tenía que serlo, ¿no? Sin embargo, lo que dijo fue:
—Tranquila en general. Lo que la señorita Nightingale solía describir como un temperamento acumulativo, de los que acumulan impresiones gradualmente.
A McBrearty se le iluminó la cara al oír aquel nombre, tanto que Lib deseó no haberlo usado. Firmó la nota, la dobló y se la tendió.
—¿Puede mandársela a los O’Donnell, por favor, para poner fin a esas visitas esta misma tarde?
—¡Oh, desde luego! —Se quitó las gafas y las plegó con dedos temblorosos—. Una carta fascinante en el último Telegraph, por cierto. —Revolvió los papeles de su escritorio sin encontrar lo que buscaba—. Menciona varios casos anteriores de niñas que ayunaban y vivían si comer, o al menos se dice que eso hacían —se corrigió—, en el Reino Unido y en el extranjero, a lo largo de los siglos.
¿En serio? Lib nunca había oído hablar de aquel fenómeno.
—El autor sugiere que podrían haber estado, ah…, bueno, no se anda con florituras…, subsistiendo, reabsorbiendo su menstruación.
Qué teoría más repugnante. Además, aquella niña solo tenía once años.
—Tal como yo lo veo, a Anna le falta todavía mucho para ser púber.
—Mmm, cierto. —McBrearty parecía frustrado. Luego curvó los labios en una sonrisa—. ¡Y pensar que podría haberme quedado en Inglaterra y no haber tenido nunca la suerte de toparme con un caso como este!
Tras marcharse de casa del médico, Lib se alejó caminando, tratando de aflojar las piernas rígidas y sacudirse la atmósfera rancia de aquel estudio.
Una carretera angosta llevaba hasta una pequeña zona de bosque. Se fijó en que los árboles tenían las hojas lobuladas, como los robles, pero las ramas más rectas que los robles ingleses. Los setos espinosos eran de arbustos de aulaga; inspiró el aroma de las florecitas amarillas. Había unas flores colgantes de color rosa cuyo nombre sin duda Anna O’Donnell habría sabido decirle. Intentó identificar algunos de los pájaros que piaban en los arbustos, pero solo reconoció el bramido profundo del avetoro, como la sirena de un barco invisible.
Un árbol destacaba al fondo de un campo; sus ramas colgantes eran un poco raras. Lib se abrió paso a lo largo del surco exterior, aunque tenía las botas tan embarradas que no estaba segura de por qué se molestaba en tener cuidado. El árbol estaba más lejos de lo que parecía, a un buen trecho de las hileras del cultivo, más allá de un afloramiento de piedra caliza gris agrietada por el sol y la lluvia. Al acercarse, Lib vio que se trataba de un cornejo, cuyos brotes rojos destacaban contra las hojas brillantes. Pero ¿de qué eran las tiras que pendían de las ramas rosáceas? ¿De musgo? No, de musgo no. ¿De lana?
Lib estuvo a punto de meterse en el pequeño charco de la fisura de una roca. Dos libélulas azules volaban pegadas entre sí a unos centímetros por encima del agua. ¿Podía ser una fuente? Algo parecido a urticularia bordeaba el charco. De repente estaba sedienta, pero cuando se agachó las libélulas desaparecieron y el agua parecía tan negra como el barro turboso. Cogió un poco con la palma de la mano. Olía como a creosota, así que se tragó la sed y la dejó caer.
No era lana lo que colgaba de las ramas del cornejo; era algo fabricado por el hombre, en tiras. Qué peculiar. ¿Cintas, bufandas?
Llevaban mucho tiempo anudadas al árbol, porque estaban grises y tenían aspecto vegetal.
De vuelta en el establecimiento de los Ryan, en el diminuto comedor, encontró a un hombre pelirrojo terminándose una chuleta y escribiendo velozmente en una libreta de notas bastante parecida a la suya. Saltó de la silla.
—Usted no es de por aquí, ’ñora.
¿Cómo lo sabía? ¿Por el vestido verde liso? ¿Por sus modales?
El hombre era de su misma altura, unos cuantos años más joven, con esa inconfundible piel lechosa irlandesa, rizos de color rojo vivo y acento, pero educado.
—Soy William Byrne, del Irish Times.
¡Ah! El escritorzuelo que había mencionado el fotógrafo. Lib estrechó la mano que le ofrecía.
—Soy la señora Wright.
—¿De viaje disfrutando de lo que hay que ver en las Midlands?
Así que no había deducido qué hacía allí; la había tomado por una turista.
—¿Hay algo que ver? —Le salió en un tono demasiado sarcástico.
Byrne rio entre dientes.
—Bueno, eso depende de cuánto la conmueva la atmósfera enigmática de los círculos de piedras, las fortalezas circulares o los túmulos.
—No conozco ni las segundas ni los terceros.
Él puso cara de sorpresa.
—Son variantes del círculo de piedras, supongo.
—Entonces, ¿todo lo que hay que ver por los alrededores es pedregoso y circular?
—Aparte de lo último —repuso William Byrne—. Una niña mágica que vive del aire.
Lib se envaró.
—No lo considero información seria, pero mi editor de Dublín pensó que serviría para agosto. Sin embargo, mi yegua se lastimó una pata en un bache, en las afueras de Mullingar, tuve que cuidarla dos noches hasta que se restableció y ahora que he llegado ¡no dejan que me acerque al humilde catre de la niña!
Un estremecimiento de turbación; tenía que haber llegado justo después de la nota que ella le había pedido a McBrearty que mandara a los O’Donnell. Pero, en realidad, más publicidad de aquel caso avivaría las llamas del engaño y la vigilancia solo podía verse obstaculizada si se entrometía un periodista.
A Lib le habría gustado disculparse y subir al primer piso antes de que Byrne dijera algo más acerca de Anna O’Donnell, pero tenía que cenar.
—¿No podría haber dejado su montura y alquilado otra?
—Sospeché que matarían de un tiro a Polly en lugar de alimentarla como hice yo.
Lib sonrió imaginándose al periodista acurrucado en el pesebre.
—La verdadera catástrofe es la frialdad con la que me han recibido en la cabaña de ese prodigio —se quejó Byrne.
—He telegrafiado un párrafo mordaz al periódico, pero ahora tengo que hacer aparecer como por arte de magia un artículo completo y mandarlo con el coche postal de esta noche.
¿Siempre era tan locuaz con los desconocidos?
—¿Mordaz por qué razón? —Fue lo único que se le ocurrió a Lib decir.
—Bueno, no dice nada bueno de la honradez de la familia, ¿verdad? Si no me permiten siquiera cruzar la puerta por temor a que cale a su niña prodigio al primer vistazo…
Aquello no era justo para los O’Donnell, pero Lib no podía decirle que estaba hablando precisamente con la persona que había insistido en que echaran a las visitas. Los ojos se le fueron a las anotaciones del periodista.
¡Qué ilimitada es la credulidad de la humanidad, sobre todo, hay que decir, combinada con la ignorancia provinciana! But mundus vult decipi, ergo decipiatur; es decir, «si el mundo quiere que lo engañen, que se engañe». Tal dijo Petronio en la época de Nuestro Señor, una máxima igualmente pertinente en nuestra época.
Maggie Ryan trajo más cerveza para Byrne.
—Las chuletas estaban deliciosas —le comentó a la chica.
—Ah, bueno —dijo Maggie con cierto desdén—, el hambre es la mejor salsa.
—Creo que comeré una chuleta —dijo Lib.
—Ya no quedan, ’ñora. Hay cordero.
A Lib no le quedó más remedio que aceptar comer cordero. Luego se enfrascó inmediatamente en la lectura de Adam Bede, para que William Byrne no se sintiera invitado a quedarse.
Esa noche, a las nueve, cuando llegó a la cabaña, reconoció el coro quejoso del rosario: «Ave María, madre de Dios, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte, amén».
Entró y esperó en uno de los escabeles que los irlandeses llamaban «bichos». Como críos, los católicos, balbuceando y pasando cuentas. La hermana Michael no agachaba la cabeza, al menos, para no perder de vista a la pequeña, pero ¿estaba concentrada en ella o en la oración?
Anna ya se había puesto el camisón. Lib observó cómo sus labios moldeaban las palabras una y otra vez: «Ahora y en la hora de nuestra muerte, amén». Luego miró a la madre, al padre, a la prima pobre, preguntándose cuál de ellos planeaba escapar esa noche a su escrutinio.
—¿Se queda a tomar un té con nosotros, hermana? —le preguntó Rosaleen O’Donnell al acabar.
—No, señora O’Donnell, pero gracias de todos modos.
La madre de Anna alardeaba de su preferencia por la monja, decidió Lib. Claro que les gustaba la familiar e inofensiva hermana Michael.
Rosaleen O’Donnell usaba un rastrillo de pequeño tamaño para formar un círculo de brasas. Puso tres puñados de turba verde como si fueran los radios de una rueda y se acuclilló, santiguándose. Cuando la turba prendió, cogió ceniza de un cubo y la esparció sobre las llamas, sofocándolas.
Lib tenía la sensación mareante de que el tiempo podía apagarse como las brasas, que en aquellas cabañas sombrías nada había cambiado desde la época de los druidas ni nada cambiaría jamás. ¿Cómo era aquel verso del himno que cantaban en la escuela? «La noche es oscura y estoy lejos de casa».
Mientras la monja se ponía la capa en el dormitorio, Lib le preguntó qué tal el día.
Tres cucharadas de agua, según la hermana Michael, y un paseo corto. Ningún síntoma de mejoría ni de empeoramiento.
—Si hubiera visto a la niña comportarse de manera subrepticia, supongo que lo habría considerado un hecho relevante y me lo habría mencionado, ¿no? —le susurró Lib.
La monja asintió con cautela.
Era exasperante; ¿qué se les estaba pasando por alto? Aun así, la niña no podría aguantar mucho más. Esa noche Lib la pillaría, estaba prácticamente segura.
Se arriesgó a añadir otra cosa.
—Maná del cielo —murmuró al oído de la hermana Michael—. Eso es lo que le he oído decir a Anna esta mañana a un visitante, que vive del maná del cielo.
La monja volvió a hacer un leve gesto de asentimiento. ¿Aceptaba simplemente lo que Lib acababa de decirle o afirmaba que tal cosa era posible?
—He pensado que usted conocería la cita bíblica.
La hermana Michael frunció el ceño.
—Es del Éxodo, creo.
—Gracias. —Lib trató de pensar en algo más trivial que decir para terminar la conversación—. Es algo que siempre me ha intrigado —dijo, alzando la voz—. ¿Por qué llaman a las Hermanas de la Caridad monjas caminantes?
—Caminamos por el mundo, ¿sabe, señora Wright? Tomamos los votos habituales en cualquier orden, el de pobreza, el de caridad y el de obediencia, pero también un cuarto, el de servicio.
Lib nunca había oído hablar tanto a la monja.
—¿Qué clase de servicio?
—A los enfermos, los pobres y a los ignorantes —terció Anna.
—Buena memoria, niña —dijo la monja—. Hacemos el voto de ser útiles.
Mientras la hermana Michael salía de la habitación entró Rosaleen O’Donnell, pero no dijo ni una palabra. ¿Se negaba a hablar con la inglesa, después de la discusión de aquella mañana sobre las visitas? Le dio la espalda y se inclinó para abrazar a la pequeña.
Lib escuchó las palabras cariñosas dichas en susurros y observó las manos gruesas de Anna, colgando a los costados, vacías.
La mujer se irguió.
—Que duermas bien esta noche y tengas solo los más dulces sueños. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. —Volvió a inclinarse hasta que su frente casi tocaba la de la niña—. No me dejes sola, que me perdería.
—Amén —dijo la niña a coro con ella—. Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, hija.
—Buenas noches, señora O’Donnell —dijo Lib, con marcada cortesía.
Al cabo de unos minutos la sirvienta trajo una lámpara sin pantalla, frotó un fósforo, lo aplicó a la mecha hasta que prendió y se santiguó.
—Aquí la tiene, ’ñora.
—Me será muy útil, Kitty —le agradeció Lib.
La lámpara era anticuada, con un quemador parecido a un palo bifurcado dentro de un cristal cónico, pero daba una luz nívea. Olfateó.
—¿No es aceite de ballena?
—Es combustible líquido.
—¿Qué es eso?
—No sabría decirle.
Aquel misterioso combustible líquido olía a trementina; había alcohol en la mezcla, tal vez.
Tenemos que ser carroñeros en épocas de calamidad; Lib recordó en aquel momento esta frase de la señorita N. En Scutari las enfermeras habían tenido que rebuscar en los almacenes cal clorada, tintura de opio, mantas, calcetines, leña, harina, liendreras… Si algo no encontraban, o no podían convencer al proveedor para que se lo diera, tenían que improvisar. Con las sábanas raídas hacían cabestrillos, rellenaban sacos para tener colchones pequeños; la desesperación era una fuente de improvisación.
—Aquí tiene la lata y las tijeras para la lámpara —dijo Kitty—. Dentro de seis horas apáguela y recorte el trozo carbonizado, rellénela y vuelva a encenderla. Y cuidado con las corrientes, dijo el tipo, porque pueden esparcir el hollín por la habitación como una lluvia negra.
La niña se había arrodillado junto a la cama y rezaba con las manos juntas.
—Buenas noches, niña —le deseó Kitty, bostezando sin disimulo antes de volver fatigosamente a la cocina.
Lib abrió la libreta por una página en blanco y cogió el lápiz metálico.
Martes, 9 de agosto, 9.27 de la noche.
Pulso: 93 pulsaciones por minuto.
Pulmones: 14 respiraciones por minuto.
Lengua: sin cambios.
Su primer turno de noche. Nunca le había importado trabajar a esas horas; el silencio era tranquilizador. Repasó una última vez las sábanas con la palma de la mano. Buscar migajas escondidas ya se había convertido en una rutina.
Los ojos se le fueron a la pared encalada y pensó en el estiércol, el pelo, la sangre y el suero de leche que contenía. ¿Cómo podía estar limpia una superficie como aquella? Imaginó a Anna chupándola para sacarle algún vestigio de alimento, como esos nenes caprichosos que comen puñados de tierra. Pero no, seguramente se habría ensuciado la boca. Además, desde que había empezado la vigilancia, Anna nunca estaba sola. Velas, su propia ropa, páginas de sus libros, pedazos de su propia piel… No tenía posibilidad alguna de mordisquear nada de aquello sin que la vieran.
Anna terminó de rezar con la oración a Teodoro. Después se santiguó y trepó a la cama, bajo la sábana y la manta gris. La cabeza se le hundió en la fina almohada.
—¿No tienes otra? —le preguntó Lib.
Una tímida sonrisa.
—No tenía ninguna hasta lo de la tosferina.
Era una paradoja: Lib se proponía destapar la estratagema de la niña pero al mismo tiempo quería que durmiera bien por la noche. Las viejas costumbres de enfermera eran persistentes.
—Kitty —llamó, asomándose a la puerta. Los O’Donnell ya se habían retirado, pero la criada seguía trasteando—. ¿Puedes darme otra almohada para Anna?
—Tenga la mía —dijo la criada, sosteniendo algo informe en una funda de algodón.
—No, no…
—Vamos, ni lo notaré, estoy a punto de quedarme roque.
—¿Qué pasa, Kitty? —La voz de Rosaleen salió del nicho; la «hornacina», lo llamaban.
—Quiere otra almohada para la niña.
La madre apartó la cortina de saco.
—¿Se encuentra mal Anna?
—Solo me preguntaba si habría una almohada de repuesto.
—Tenga las dos —repuso Rosaleen, poniendo la suya encima de la de la sirvienta—. Cariño, ¿estás bien? —preguntó, asomándose al dormitorio.
—Estupendamente —dijo Ana.
—Con una bastará —dijo Lib, cogiendo la almohada de Kitty.
La señora O’Donnell olisqueó el aire.
—El olor de esa lámpara no te estará mareando, ¿verdad? ¿Te pican los ojos?
—No, mamá.
La mujer hacía gala de su preocupación, eso era, como si la enfermera sin corazón perjudicara a la niña al insistir en tener una luz tan fuerte.
Por fin pudo cerrar la puerta y se quedaron las dos solas.
—Debes estar cansada —le dijo a Anna.
—No lo sé —replicó la niña tras una larga pausa.
—Es posible que te cueste dormirte porque no estás acostumbrada a la lámpara. ¿Quieres leer o que yo te lea algo?
No obtuvo respuesta.
Lib se acercó a la niña. Resultó que ya se había quedado dormida.
Mejillas níveas redondas como melocotones.
Viviendo del maná del cielo. Menuda sandez. ¿Qué era exactamente el maná? ¿Pan de algún tipo?
El Éxodo formaba parte del Antiguo Testamento, pero el único volumen de las Escrituras que encontró Lib en la caja de los tesoros de Anna fue el de los Salmos. Lo hojeó con cuidado para no descolocar las estampitas. No vio que se mencionara el maná por ninguna parte. Le llamó la atención un párrafo. «Los niños extraños me han mentido, se han desvanecido y han hecho un alto en su camino». ¿Qué demonios significaba aquello? Anna era una niña rara, desde luego. Había hecho un alto en el camino de la niñez al decidir mentir a todo el mundo.
A Lib se le ocurrió entonces que la pregunta no era tanto cómo podía una niña cometer un fraude de ese tipo sino por qué motivo iba a hacerlo. Los niños mentían, sí, pero seguramente solo uno perverso habría inventado aquella historia. Anna no demostraba el menor interés por enriquecerse. La pequeña ansiaba atención, tal vez incluso la fama… pero ¿al precio de tener la tripa vacía, el cuerpo dolorido, la preocupación constante de llevar adelante el engaño?
A menos, por supuesto, que los O’Donnell hubieran urdido el monstruoso plan y tuvieran a Anna atemorizada para que lo siguiera, para aprovecharse de las visitas que recorrían el camino hasta su puerta. Sin embargo, la niña no parecía coaccionada. Poseía una tranquila firmeza, un autodominio inusual en alguien tan joven.
Los adultos también podían mentir descaradamente, desde luego, y más sobre su propio cuerpo que sobre cualquier otra cosa. Lib sabía por experiencia que los que no eran capaces de engañar a un tendero por un centavo lo eran para hacerlo sobre la cantidad de coñac que bebían o en la habitación de quién habían entrado y lo que habían hecho en ella. Muchachas descarriadas que negaban su estado hasta que empezaban a tener contracciones. Maridos que juraban que la cara machacada de su mujer no era obra suya. Todo el mundo era un pozo de secretos.
Se entretuvo con las estampitas, con sus detalles caprichosos, algunas con los bordes de filigrana, y los nombres exóticos. San Luis Gonzaga, santa Catalina de Siena, san Felipe Neri, santa Margarita de Escocia, santa Isabel de Hungría; como una colección de muñecas en traje regional. Dios podía acoger a cualquiera, le había dicho Anna, a cualquier pecador o a cualquiera que no fuera creyente. Había toda una serie acerca de los últimos sufrimientos de Cristo Nuestro Señor despojado de sus vestiduras. ¿Cómo podía alguien considerar una buena idea poner aquellas imágenes espantosas en manos de una criatura y de una tan sensible, además?
En una estampa se veía a una niña pequeña en una barca con una paloma sobre la cabeza. Le Divin Pilote. ¿Significaba ese título que era Cristo quien pilotaba la barca de manera invisible? ¿O tal vez que el patrón era la paloma? ¿No se representaba el Espíritu Santo a menudo como un ave? ¿O lo que Lib había tomado por una niña era en realidad Jesús, con las proporciones de un niño y el pelo largo?
La siguiente era de una mujer vestida de color morado, supuso que la Virgen María, llevando un rebaño de ovejas a beber en un estanque con el borde de mármol. ¡Qué curiosa mezcla de elegancia y rusticidad! En la que venía a continuación, la misma mujer vendaba un cordero regordete. Era imposible que aquel vendaje aguantara, en opinión de Lib. Mes bebris ne périssent jamais et personne ne les ravira de ma main[1]. Se esforzó por entender el francés. ¿Sus algo no perecerían jamás y nadie se los arrebataría de la mano?
Anna se agitó y bajó la cabeza de las dos almohadas hasta apoyarla en el hombro.
Lib devolvió rápidamente las estampitas al libro. Anna seguía durmiendo, sin embargo. Angelical, como parecen todos los niños en ese estado de arrobo. Las líneas suaves de su cara no demostraban nada, se recordó Lib; el sueño consigue que incluso los adultos parezcan inocentes. Sepulcros blanqueados.
Eso le recordó algo: la Virgen y el Niño. Metió la mano dentro del cofre, por debajo de los libros, y sacó la palmatoria.
¿Qué podía haber metido Anna dentro de aquella figurita de colores pastel? La agitó. No se oía nada. Era un tubo hueco, abierto por la parte inferior. Trató de ver hasta la oscura cabeza de la Virgen, buscando una diminuta reserva de algún alimento muy nutritivo. Se llevó la palmatoria a la nariz y no olió nada. Metió dentro un dedo y notó… algo que apenas conseguía rascar con la uña, que llevaba corta. ¿Un paquete diminuto?
Las tijeras que llevaba en la bolsa. Las introdujo en el rugoso interior de la estatuilla, hurgando en ella hasta el fondo. Lo que le hacía falta era un gancho, de hecho, pero ¿cómo iba a encontrar uno en plena noche? Hurgó con más ahínco… y la pieza se partió en dos. Se maldijo. Se le había quedado el niño de porcelana en la mano, separado de la madre de porcelana. El paquete, insustancial después de todo lo que había hecho, se desprendió de su escondite. Lib lo desdobló y no encontró más que un mechón de pelo, oscuro, pero no pelirrojo como el de Anna.
El papel amarillento había sido arrancado, aparentemente al azar, de una publicación llamada Diario de Freeman, hacia finales del año anterior.
Había roto uno de los tesoros de la pequeña para nada, como una novata torpe durante su primer turno de guardia. Devolvió los trozos a la caja, con el paquete de pelo.
Anna seguía durmiendo. A Lib ya no le quedaba nada que hacer, aparte de observar a la niña como un devoto adorando un icono. Incluso si la niña robaba de algún modo un bocado, ¿cómo podía bastarle para calmar los calambres del hambre? ¿Por qué no la atormentaban hasta despertarla?
Encaró la silla de enea de respaldo duro hacia la cama. Se sentó y cuadró los hombros. Consultó la hora: las 10.49. No le hacía falta pulsar el botón para saber la hora, pero aun así lo hizo, solo por la sensación: el sordo latido contra el pulgar, diez veces, rápido y fuerte al principio, y progresivamente más lento y débil.
Se frotó los ojos y miró fijamente a la niña. Se acordó de un versículo de los Evangelios: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?».
Sin embargo, ella no velaba con Anna, ni la velaba para impedir que sufriera ningún daño. Solo la vigilaba.
De vez en cuando, la niña parecía inquieta. Daba vueltas debajo de la manta, enrollándose como un helecho.
¿Tendría frío? No había más mantas; otra cosa que tendría que haberle pedido a Kitty antes de que se acostara. Cubrió a la niña con un mantón de cuadros. Anna murmuraba algo, como si rezara, lo que no implicaba que estuviera despierta. Lib no hizo el menor ruido, por si acaso. (La señorita N. no permitía que las enfermeras despertaran a un paciente porque el efecto discordante podía causar un gran daño).
Tuvo que recortar dos veces la mecha de la lámpara y rellenarla una; era un engendro apestoso y difícil de manejar. Pasada la medianoche, durante un rato le pareció oír a los O’Donnell hablando junto al fuego, en la cocina. ¿Perfeccionaban su plan o simplemente charlaban de una cosa y de otra, como suele hacer la gente entre cabezadas?
Lib no distinguió la voz de Kitty; quizá la criada estaba tan agotada que dormía a pesar de todo el ruido.
A las cinco de la mañana, cuando la monja llamó a la puerta del dormitorio, la respiración de Anna era tranquila y regular, como cuando uno duerme profundamente.
—Hermana Michael. —Lib saltó de la silla; tenía las piernas entumecidas.
La monja asintió afablemente.
Anna se revolvió en la cama. Lib contuvo la respiración, esperando hasta estar segura de que la pequeña seguía dormida.
—No he encontrado ninguna Biblia —susurró entonces—. ¿Qué es exactamente el maná?
Un breve titubeo; era evidente que la monja estaba decidiendo si aquella era o no la clase de conversación que se le permitía mantener según las instrucciones.
—Si mal no recuerdo, caía a diario para alimentar a los hijos de Israel mientras huían de sus perseguidores por el desierto.
Mientras hablaba, la hermana Michael sacó un libro negro de la bolsa y pasó las hojas de papel cebolla. Buscó en una página, luego en la siguiente, después en la posterior a esta. Puso la punta ancha del dedo en el papel.
Lib leyó por encima de su hombro:
Por la mañana, una capa de rocío rodeaba el campamento. Al desaparecer el rocío, sobre el desierto quedaron unos copos muy finos, semejantes a la escarcha que cae sobre la tierra. Como los israelitas no sabían lo que era, al verlo se preguntaban unos a otros: ¿Manhu?, que significa «¿y esto qué es?». Moisés les respondió: «Es el pan que el Señor os da para comer».
—¿Un cereal, pues? —preguntó Lib—. Sólido, aunque lo describan como rocío.
La monja recorrió la página con el dedo hasta un versículo posterior: «Y era como simiente de cilantro, blanco, y su sabor como de hojuelas con miel».
La simpleza de aquello, la estupidez, sorprendió a Lib: el sueño infantil de recoger dulces del suelo. Como lo de encontrar una casa de pan de jengibre en el bosque.
—¿Eso es todo?
—«Y los hijos de Israel comieron maná durante cuarenta años», leyó la monja. Luego cerró el libro.
Así que Anna O’Donnell creía estar viviendo de una especie de harina de semillas celestiales. De manhu, que significaba «¿y esto qué es?». Estuvo tentada de inclinarse hacia la otra y decirle: «Admítalo, hermana Michael. ¿No puede dejar por una vez de lado sus prejuicios y reconocer que todo esto es un disparate?».
Pero eso habría sido exactamente la clase de atribución que McBrearty había prohibido. (¿Por miedo a que la inglesa fuera demasiado hábil quitando las viejas telarañas de la superstición con la escoba de la lógica?). Además, quizás era mejor no preguntar. Ya era lo bastante malo, en opinión de Lib, que las dos estuvieran trabajando bajo la supervisión de un anciano matasanos. Si confirmaba su sospecha de que su compañera enfermera creía que una cría podía vivir del pan del más allá, ¿cómo iba a seguir trabajando con ella?
Rosaleen O’Donnell se asomó a la puerta.
—Su hija todavía no se ha despertado —le dijo Lib.
La cara desapareció.
—Hay que mantener esta lámpara encendida toda la noche a partir de ahora —le dijo a la monja.
—Muy bien.
Por último, una pequeña humillación. Abrió el cofrecillo para enseñarle la palmatoria rota.
—Me temo que se ha caído. ¿Puede decirle a Anna que lo siento?
La hermana Michael frunció los labios juntando de nuevo a la Madre y el Niño. Lib recogió la capa y la bolsa.
Mientras caminaba hacia el pueblo iba temblando. Tenía un tirón en la espalda. Estaba hambrienta, supuso; no había tomado bocado desde la cena en la posada el día anterior antes del turno de noche. Se notaba la cabeza espesa. Se sentía cansada. Era miércoles por la mañana y no había dormido desde el lunes. Lo peor era que una niña estaba siendo más lista que ella.
A las diez Lib estaba de nuevo en pie. Le costaba seguir durmiendo con todo el ruido que había abajo, en la tienda.
El señor Ryan, su anfitrión de rubicunda cara, dirigía a un par de chicos que acarreaban toneles hasta la bodega. Tosió por encima del hombro con un sonido como de cartón partiéndose y dijo que era demasiado tarde para desayunar nada porque su hija Maggie no tenía las planchas de asar, así que la señora Wright debería esperar hasta el mediodía.
Lib había ido a preguntar si podían limpiarle las botas, pero en vez de hacerlo pidió trapos, betún y cepillo para hacerlo ella. Si pensaban que la inglesa era demasiado petulante para ensuciarse las manos, no podían estar más equivocados.
Cuando las botas estuvieron relucientes, se sentó a leer Adam Bede en su habitación, pero la moralina del señor Eliot le resultaba tediosa y su estómago protestaba.
Las campanas del ángelus sonaron al otro lado de la calle. Lib miró la hora y vio que ya pasaban dos minutos de las doce.
Cuando bajó al comedor no había nadie; el periodista seguramente se había marchado a Dublín. Masticó en silencio su jamón.
—Buenos días, señora Wright —le dijo Anna cuando llegó por la tarde.
La habitación olía a cerrado. La niña estaba tan despierta como siempre, tejiendo unos calcetines de lana beige.
Lib arqueó las cejas hacia la hermana Michael, inquisitivamente.
—Ninguna novedad —murmuró la monja—. Ha tomado dos cucharadas de agua. —Cerró la puerta al salir.
Anna no dijo ni una palabra sobre la palmatoria rota.
—Tal vez podría decirme su nombre de pila hoy.
—En lugar de eso te diré una adivinanza —le ofreció Lib.
—Vale.
—No tengo piernas pero bailo; soy como una hoja.
Soy como una hoja, pero no crezco en ningún árbol;
soy como un pez, pero el agua me mata;
soy tu amiga, ¡pero no te acerques demasiado!
—No te acerques demasiado —murmuró Anna—. ¿Por qué? ¿Qué pasará si lo hago?
Lib esperó.
—Agua, no. No tocarla. Solo dejar que baile… —Una sonrisa le iluminó la cara—. ¡Una llama!
—Muy bien —la felicitó Lib.
Aquella tarde se le hizo larga. No de la manera silenciosa y prolongada del turno de noche; era un tedio roto por interrupciones enervantes. En dos ocasiones se oyeron golpes en la puerta principal y Lib se armó de valor.
Una discusión en la puerta y luego Rosaleen O’Donnell entrando en la habitación de Anna para anunciar que, por orden del doctor McBrearty, había tenido que echar a los visitantes. ¡Media docena de personas importantes de Francia la primera vez y la segunda un grupo del Cabo, imagínese! Esa buena gente había oído hablar de Anna cuando pasaban por Cork o por Belfast y había recorrido toda aquella distancia en tren y carruaje porque no concebía marcharse del país sin conocerla. Habían insistido en que la señora O’Donnell entrara con aquel ramo, con aquellos libros edificantes, que transmitiera su ferviente pesar por haberles sido negado ver aunque fuese brevemente a aquella maravillosa pequeña.
A la tercera, Lib estaba preparada con una nota que sugirió a la madre que pegara en la puerta de la cabaña.
POR FAVOR,
ABSTÉNGANSE DE LLAMAR A LA PUERTA.
LA FAMILIA O’DONNELL
NO DEBE SER MOLESTADA.
LES AGRADECEN QUE PIENSEN EN ELLOS.
Rosaleen la aceptó con un resoplido apenas audible.
Anna no parecía prestar atención a nada de todo aquello mientras daba puntadas. Pasaba el día como cualquier niña, pensó Lib, leyendo, cosiendo, arreglando las flores de los visitantes en una jarra alta… pero sin comer.
O eso parecía, se corrigió, molesta por haber caído en la farsa aunque fuese brevemente. Sin embargo, una cosa era cierta: la niña no estaba tomando ni siquiera una migaja mientras ella la observaba. Incluso si la monja se hubiera dormido el lunes por la noche y Anna hubiera tomado unos cuantos bocados, ya era miércoles por la tarde. Era el tercer día entero que Anna pasaba sin comer.
El pulso se le aceleró porque se le ocurrió que si la estricta supervisión impedía a Anna conseguir alimentos por los métodos anteriores, la niña podía estar empezando a sufrir en serio.
¿Podía haber tenido la vigilancia el perverso efecto de convertir la mentira de los O’Donnell en una verdad?
De la cocina, intermitentemente, le llegaban los chasquidos y los golpes que hacía la criada usando una anticuada mantequera. Canturreaba en voz baja.
—¿Eso es un himno? —le preguntó Lib a la niña.
Anna sacudió la cabeza.
—Kitty tiene que encantar a la mantequilla para que se haga.
Recitó la cantinela.
Qué se le pasaría por la cabeza cuando pensaba en mantequilla o en un pastel, pensó Lib. Se fijó en la vena azul del dorso de la mano de Anna y recordó la extraña teoría que había mencionado McBrearty acerca de la reabsorción de la sangre.
—Supongo que todavía no tienes la regla, ¿verdad? —le preguntó en voz baja.
Anna no la entendió.
¿Cómo lo llamarían las irlandesas?
—La menstruación. ¿Has sangrado alguna vez?
—Unas cuantas —dijo Anna, con cara de haberla entendido por fin.
—¿En serio? —Lib estaba sorprendida.
—Por la boca.
—Ah.
¿Era posible que una niña de once años que vivía en una granja fuera tan inocente como para no saber nada acerca de hacerse mujer?
Voluntariosa, Anna se metió un dedo en la boca; lo sacó manchado de rojo.
A Lib le dio vergüenza no haberle examinado atentamente las encías el primer día.
—Abre bien la boca un momento.
Sí, el tejido estaba hinchado y tenía manchas amoratadas. Le sujetó un incisivo y trató de moverlo. ¿Le bailaba un poco?
—Tengo otra adivinanza para ti —le dijo, para restar seriedad al momento.
Un rebaño de ovejas blancas
en una colina roja
que van y que vienen
y ahora se detienen.
—Los dientes —exclamó Anna de manera poco inteligible.
—Muy bien. —Lib se secó la mano con el delantal.
De repente se dio cuenta de que iba a tener que hacerle una advertencia a la niña, aunque no la hubieran contratado para eso.
—Anna, creo que sufres una dolencia típica de los viajes largos por mar, debida a la pobreza de la dieta.
La niña la escuchaba con la cabeza ladeada, como si le estuviera contando un cuento.
—Estoy muy bien.
Lib cruzó los brazos.
—En mi opinión como experta, no lo estás.
Anna se limitó a sonreír.
Lib tuvo un arrebato de rabia. Que una niña que gozaba de la bendición de una buena salud se embarcara en aquel juego espantoso…
En aquel preciso momento Kitty llegó con la bandeja de la cena y dejó entrar una ráfaga de aire lleno de humo de la cocina.
—¿Siempre hay que tener el fuego tan fuerte —le preguntó Lib—, incluso en un día tan cálido como hoy?
—El humo seca la paja y conserva las vigas —repuso la criada, señalando el techo bajo—. Si alguna vez dejáramos que el fuego se apagara, seguro que la casa se vendría abajo.
Lib no se tomó la molestia de corregirla. ¿Había algún aspecto de la vida que aquella criatura no viera a través del cristal de la superstición?
La cena consistía en tres pescados minúsculos llamados roach que el padre había pescado en el lago. No sabían a nada, pero al menos no eran gachas de avena. Lib se sacó las espinas de la boca y las dejó en el borde del plato.
Pasaron las horas. Leía la novela, pero perdía el hilo del argumento. Anna bebió dos cucharadas de agua y orinó un poquito. Nada que llegara a ser una prueba, hasta el momento. Llovió un ratito y las gotas se deslizaron por el pequeño cristal. Cuando escampó, a Lib le habría gustado salir a dar un paseo, pero pensó que tal vez hubiera ávidos suplicantes rondando por la carretera con la esperanza de echarle un vistazo a Anna.
La niña sacó las estampitas de los libros y susurró dulces palabras.
—Siento mucho lo de tu palmatoria —le dijo Lib—. No tendría que haber sido tan torpe o tendría que haberla sacado en primer lugar.
—Te perdono —le dijo Anna.
Lib trató de recordar si alguien le había dicho eso alguna vez con tanta formalidad.
—Sé que le tenías mucho aprecio. ¿No era un regalo de confirmación?
La niña sacó los trozos del cofre y acarició la grieta de unión.
—Es mejor no tener demasiado apego por las cosas.
Aquel tono de renuncia la dejó helada. ¿No formaba parte de la naturaleza de los niños el hecho de codiciar todos los placeres de la vida?
Recordó las palabras del rosario. Los desterrados hijos de Eva. Deleitándose con cada fruta caída del cielo que encontraban.
Anna cogió el paquetito de pelo y lo devolvió al interior del cuerpo de la Virgen. Era demasiado oscuro para ser suyo. ¿De una amiga? ¿Del hermano? Sí, Anna podía muy bien haberle pedido a Pat un rizo de pelo antes de que el barco se lo llevara lejos.
—¿Qué oraciones rezan los protestantes? —le preguntó la niña.
A Lib la sorprendió la pregunta. Se proponía darle una respuesta inocua acerca de las similitudes entre las dos tradiciones, pero lo que le dijo fue:
—Yo no rezo.
Anna abrió los ojos como platos.
—Tampoco voy a la iglesia desde hace varios años —añadió.
De perdidos al río.
—Más felicidad que una fiesta —citó la niña.
—¿Cómo?
—La oración da más felicidad que una fiesta.
—Nunca me ha parecido que me hiciera mucho bien. —Lib se sentía absurdamente avergonzada de su admisión—. No tenía la sensación de obtener respuesta.
—Pobre señora Wright —murmuró Anna—. ¿Por qué no me dice su nombre de pila?
—Pobre, ¿por qué?
—Porque su alma tiene que ser muy solitaria. Ese silencio que oye usted, cuando intenta rezar… es el sonido de Dios escuchándola. —Se le había iluminado la cara.
Un escándalo en la puerta principal sacó a Lib de la conversación.
Una voz masculina que ahogaba la de Rosaleen O’Donnell; aunque incapaz de entender más de unas cuantas palabras, Lib supo que era un caballero inglés y que estaba de mal humor. Luego oyó el portazo de la puerta principal.
Anna ni siquiera alzó la vista del libro que había cogido, El jardín del alma. Kitty se acercó a comprobar que la lámpara estuviera preparada.
—He oído decir que los vapores de una lámpara se prendieron fuego —le advirtió a Lib—, ¡y que la familia quedó reducida a cenizas por la noche!
—El cristal de la lámpara estaría tiznado, en tal caso, así que límpiala bien.
—Bien —dijo Kitty con uno de sus tremendos bostezos.
Al cabo de media hora volvió el mismo solicitante enfadado. Un instante después entraba con ímpetu en la habitación de Anna seguido por Rosaleen O’Donnell. Tenía una frente abombada bajo unos largos bucles plateados. Se presentó a Lib como el doctor Standish, jefe médico de un hospital de Dublín.
—Trae una nota del doctor McBrearty —dijo Rosaleen, agitándola—. Dice que podemos hacer una excepción y dejarlo entrar por ser un visitante muy distinguido.
—Dado que estoy aquí por cortesía profesional —vociferó Standish, con un acento inglés muy marcado—. No me gusta perder el tiempo viéndome obligado a ir de acá para allá por estos andurriales para conseguir permiso para examinar a una niña. —Mantenía los ojos de color azul pálido clavados en Anna.
La pequeña parecía nerviosa. Lib se preguntó si temía que aquel médico encontrara algo que McBrearty y las enfermeras no habían hallado. ¿O lo estaba simplemente porque aquel hombre era tan severo?
—¿Puedo ofrecerle una taza de té? —preguntó la señora O’Donnell.
—No, gracias —le respondió con tanta sequedad que ella retrocedió y cerró la puerta.
El doctor Standish olisqueó el aire.
—¿Cuándo se fumigó por última vez esta habitación, enfermera?
—El aire fresco que entra por la ventana, señor…
—Ocúpese. Hipoclorito de calcio, o zinc. Pero, en primer lugar, tenga la amabilidad de desvestir a la niña.
—Ya le he tomado las medidas; si quiere verlas… —le ofreció Lib.
Él rechazó la libreta de notas con un gesto e insistió en que desvistiera a Anna hasta que la niña estuvo completamente desnuda.
La pequeña temblaba sobre el colchón de lana, con las manos a los lados. Los omóplatos y los codos angulosos, las pantorrillas y el vientre prominentes; Anna tenía carne, pero toda se le había ido hacia abajo, como si se estuviera fundiendo lentamente. Lib apartó la vista. ¿Qué caballero desnudaría a una niña de once años como si fuera un ganso desplumado colgado de un gancho?
Standish seguía auscultando y palpando, dando golpecitos a Anna con su instrumental frío, impartiéndole un aluvión de órdenes.
—Saca más la lengua.
Le metió el dedo tan profundamente en la garganta que a la niña le dieron arcadas.
—¿Esto te duele? —le preguntó, presionando entre las costillas—. ¿Y esto? ¿Qué me dices de esto?
Anna sacudía la cabeza, negando, pero Lib no la creía.
—¿Puedes inclinarte más? Inspira y contén la respiración —le dijo el médico—. Tose. Otra vez. Más fuerte. ¿Cuándo fuiste de vientre por última vez?
—No me acuerdo —susurró Anna.
Él le clavó un dedo en las piernas deformes.
—¿Esto te hace daño?
Anna se encogió levemente de hombros.
—Respóndeme.
—Daño no es la palabra adecuada.
—Bien, ¿qué palabra prefieres?
—Resuena.
—¿Resuena?
—Es como si resonara.
Standish bufó y le levantó un pie hinchado para rascarle la planta con una uña.
¿Resuena? Lib trató de imaginarse el estar hinchada, con cada célula a punto de estallar. ¿Notaría la sensación de vibración aguda, el cuerpo entero como un arco tensado?
Por fin Standish le dijo a la niña que se vistiera y guardó el instrumental en el maletín.
—Como sospechaba, es un simple caso de histeria —soltó en dirección a Lib.
Se quedó desconcertada. Anna no se parecía a ninguna histérica con la que se hubiera topado en el hospital: ni tics, ni desmayos, ni parálisis, ni convulsiones; no se quedaba con la mirada fija ni daba chillidos.
—He tenido pacientes que comían por la noche en las salas de mi hospital, pacientes que solo comen cuando nadie los observa —añadió—. En nada se diferencian de esta, solo que a ella la han consentido hasta el extremo de medio matarse de hambre.
¿Medio matarse de hambre? Así que Standish creía que Anna birlaba comida, aunque mucha menos de la que necesitaba. O a lo mejor que había estado comiendo bastante hasta que había empezado la vigilancia, el lunes por la mañana, pero desde entonces no había probado bocado. Lib tuvo un miedo espantoso de que tuviera razón. Pero ¿estaba Anna más cerca de la inanición o más cerca de estar bien? ¿Cómo cuantificar la condición de estar vivo?
Atándose la ropa interior a la cintura, Anna no daba muestras de haber oído nada.
—Mi prescripción es muy sencilla —dijo Standish—. Un cuarto de arrurruz con leche, tres veces al día.
Lib se lo quedó mirando y luego dijo lo evidente.
—No va a ingerir nada.
—¡Pues cébela como a una oveja, mujer!
Anna se estremeció ligeramente.
—Doctor Standish —protestó Lib. Sabía que el personal de los asilos y las cárceles solía recurrir a la fuerza, pero…
—Si uno de mis pacientes rechaza por dos veces la comida, mis enfermeras tienen órdenes de usar un tubo de goma, por arriba o por abajo.
Lib tardó un segundo en entender a qué se refería el doctor cuando decía «por abajo». Dio un paso adelante y se interpuso entre él y Anna.
—Solo el doctor McBrearty puede dar tal orden, con permiso de los padres.
—Es exactamente como sospeché cuando leí sobre el caso en el periódico —escupió Standish las palabras—. Involucrándose con esta mocosa y dignificando su farsa al establecer formalmente una vigilancia, McBrearty se ha convertido en el hazmerreír. No, ¡ha convertido en el hazmerreír a toda su desafortunada nación!
Lib no podía menos que estar de acuerdo con eso. No apartaba los ojos de la cabeza gacha de Anna.
—Pero esta innecesaria crueldad, doctor…
—¿Innecesaria? —bufó—. Mire en qué estado se encuentra: llena de costras, peluda y gruesa por la hidropesía.
Standish salió dando un portazo. Un silencio tenso en la habitación. Lib lo oyó ladrarles algo a los O’Donnell en la cocina y luego el carruaje alejándose.
Rosaleen O’Donnell asomó la cabeza por la puerta.
—En nombre de Dios, ¿qué ha pasado?
—Nada —repuso Lib, sosteniéndole la mirada hasta que la mujer se retiró.
Creyó que Anna lloraría, pero no, la niña estaba más amable que nunca, ajustándose los diminutos puños.
Standish tenía años, no, décadas de estudio y experiencia más que Lib, más que cualquier mujer podría llegar a tener. La piel velluda y escamosa de Anna, la carne hinchada… en sí mismas cosas sin importancia, pero ¿tendría razón él en que implicaban que estaba en verdadero peligro por comer tan poco?
Le dieron ganas de abrazar a la niña.
Las aguantó, por supuesto.
Se acordó de una enfermera pecosa de Scutari que se quejaba de que no se les permitiera obedecer los dictados de su corazón: por ejemplo, pasar un cuarto de hora sentadas con un moribundo para ofrecerle unas palabras de consuelo. A la señorita N. se le habían dilatado las aletas de la nariz. ¿Sabe lo que puede consolar a ese hombre, si algo puede hacerlo? Una almohada para apoyar el muñón de la rodilla. Así que en lugar de hacerle caso a su corazón hágame caso a mí y siga trabajando.
—¿Qué significa fumigado? —preguntó Anna.
—El aire se puede purificar quemando ciertas substancias desinfectantes. Mi maestra no creía en eso. —Se acercó en dos pasos a la cama de Anna y se puso a arreglar las sábanas hasta enderezarlas perfectamente.
—¿Por qué no?
—Porque lo que hay que sacar de la habitación es lo dañino, no solo su olor. Mi maestra incluso bromeaba acerca de eso.
—Me gustan las bromas —dijo Anna.
—Bueno, pues decía que las fumigaciones son de vital importancia para la medicina, porque dejan un olor tan espantoso que te obliga a abrir la ventana.
Anna soltó una risita.
—¿Hacía muchas bromas?
—No me acuerdo de ninguna otra.
—¿Qué hay dañino en esta habitación? —La niña miró de una pared a otra, como si fuera a saltar sobre ella el coco.
—Lo único que te perjudica es el ayuno. —Las palabras de Lib fueron como piedras arrojadas en la apacible habitación—. Tu cuerpo necesita nutrirse.
La niña negó con la cabeza.
—Comida terrenal, no.
—El cuerpo de todo el mundo…
—El mío no.
—¡Anna O’Donnell! Ya has oído lo que ha dicho el médico: medio muerta de hambre. Puedes estar perjudicándote gravemente.
—Se equivoca.
—No, la que se equivoca eres tú. Cuando ves un pedazo de beicon, dime, ¿no sientes nada?
Anna frunció la frentecita.
—¿No sientes el impulso de metértelo en la boca y masticarlo, como has hecho durante once años?
—Ya no.
—¿Por qué? ¿Qué puede haber cambiado?
—Es como una herradura —dijo Anna tras una larga pausa.
—¿Una herradura?
—Como si el beicon fuese una herradura, o un leño, o una roca —le explicó—. Una roca no tiene nada de malo, pero no la masticas, ¿verdad?
Lib se la quedó mirando.
—Su cena, ’ñora —dijo Kitty, entrando con una bandeja que dejó en la cama.
A Lib le temblaban las manos cuando abrió la puerta de la licorería aquella noche. Su intención había sido intercambiar unas palabras con la monja durante el cambio de turno, pero seguía demasiado alterada por la discusión con el doctor Standish.
Esa noche no había granjeros de juerga en la barra. Casi había llegado a las escaleras cuando alguien entró por la puerta.
—No me dijo quién era en realidad, enfermera Wright.
El escritorzuelo. Lib maldijo para sus adentros.
—¿Sigue por aquí, señor…? ¿Burke, se llama usted?
—Byrne —la corrigió—. William Byrne.
Fingir no recordar un apellido era un modo seguro de incordiar.
—Buenas noches, señor Byrne. —Siguió hacia las escaleras.
—Podría tener la cortesía de quedarse un minuto. ¡He tenido que enterarme por Maggie Ryan de que fue usted la que me impidió acceder a la cabaña!
—No creo haber dicho nada que lo indujera a malinterpretar mi presencia en este lugar. Si ha sacado conclusiones precipitadas injustificadamente…
—Usted no se parece a ninguna enfermera que yo conozca ni habla como ellas —protestó.
Lib disimuló una sonrisa.
—Entonces su experiencia se limita sin duda a las de la vieja escuela.
—Delo por hecho —repuso Byrne—. Así que, ¿cuándo podría hablar con su paciente?
—Simplemente protejo a Anna O’Donnell de las intromisiones del mundo exterior, incluidas, quizá más que cualquier otra —añadió—, las del mundillo de los escritores desconocidos.
Byrne se le acercó.
—¿No diría usted que la niña persigue tanto la atención de ese mundillo cuando asegura ser una rareza de la naturaleza como cualquier sirena de Fiji de un show de los horrores?
La idea crispó a Lib.
—No es más que una niña pequeña.
La candela que llevaba William Byrne en la mano le iluminaba los rizos cobrizos.
—Se lo advierto, ’ñora, me instalaré delante de su ventana. Brincaré como un mono y apoyaré la nariz en el cristal y haré muecas hasta que la pequeña ruegue que me dejen entrar.
—No lo hará.
—¿Qué me propone para que no lo haga?
Lib suspiró. ¡Qué ganas tenía de acostarse!
—Yo responderé a sus preguntas, ¿le vale así?
Él frunció los labios.
—¿A todas?
—Por supuesto que no.
El joven sonrió.
—Entonces mi respuesta es no.
—Brinque cuanto quiera —le dijo Lib—. Correré la cortina. —Subió otros dos escalones antes de añadir—: Convirtiéndose en una molestia al inmiscuirse en el desarrollo de esta vigilancia usted y su periódico no conseguirán otra cosa que mala reputación. Y, no lo dude, se ganarán las iras de todo el comité.
La risa del sujeto resonó en la habitación.
—¿No conoce a quienes la han contratado? No son un panteón armado con rayos. El matasanos, el cura, nuestro tabernero anfitrión y unos cuantos amigos suyos: ahí tiene a todo su comité.
Lib estaba desconcertada. McBrearty le había dado a entender que estaba formado por muchos hombres importantes.
—Insisto en que obtendrá más de mí que de importunar a los O’Donnell.
Los ojos claros de Byrne la valoraron.
—Muy bien.
—¿Mañana por la tarde, quizá?
—Ahora mismo, enfermera Wright. —Le hizo señas para que bajara.
—Son casi las diez —dijo Lib.
—Mi editor me despedirá si no mando algo sustancial en el próximo correo. ¡Por favor! —le insistió de un modo casi infantil.
Para acabar con aquello de una vez por todas, Lib bajó y se sentó a la mesa. Indicó con la barbilla la libreta de notas.
—¿Qué tiene hasta el momento? ¿Homero y Platón?
Byrne esbozó una sonrisa torcida.
—Opiniones varias de viajeros a los que hoy se les ha negado la entrada. Una curandera de Manchester que quiere conseguir que la niña recupere el apetito por imposición de manos. Un pez gordo de la profesión médica dos veces más indignado que yo por verse rechazado.
Lib hizo una mueca. De lo último que quería hablar era de Standish y sus recomendaciones. Se le ocurrió que si el periodista no había visto al médico de Dublín en el establecimiento de Ryan aquella noche, eso significaba que tenía que haber vuelto directamente a la capital después de examinar a Anna.
—Una mujer ha sugerido que puede que la niña se bañe en aceite para que parte de él le entre por los poros y las cutículas —dijo Byrne—, y un tipo me ha asegurado que su primo de Filadelfia consigue resultados notables con imanes.
Lib rio entre dientes.
—Bueno, me ha obligado usted a sacar lo que he podido —dijo Byrne, quitándole el capuchón a la pluma—. ¿Por qué tanto secreto? ¿Qué ayuda a ocultar a los O’Donnell?
—Al contrario, esta vigilancia se lleva a cabo escrupulosamente para descubrir cualquier engaño —le dijo ella—. No puede permitirse que nada nos distraiga de observar todos los movimientos de la niña, para asegurarnos de que no se lleve nada de comida a la boca.
Él había dejado de escribir y se arrellanó.
—Un experimento bastante cruel, ¿no?
Lib se mordió el labio inferior.
—Asumamos que la picaruela ha estado consiguiendo comida a escondidas de alguna manera desde la primavera, ¿de acuerdo?
En aquel pueblo de fanáticos, la actitud realista de Byrne era un alivio.
—Pero si su vigilancia es tan perfecta, eso quiere decir que Anna O’Donnell ya lleva tres días sin comer.
Lib tragó saliva con dificultad. Eso era exactamente lo que empezaba a temer, pero no quería admitirlo delante de aquel tipo.
—No es necesariamente perfecta. Sospecho que durante los turnos de la monja…
¿Iba de verdad a acusar a su compañera enfermera sin pruebas?
Tomó por otros derroteros.
—La vigilancia es por el bien de Anna, para desenredarla de su red de mentiras.
Seguro que Anna deseaba volver a ser una niña normal y corriente, ¿no?
—¿Matándola de hambre?
Aquel individuo tenía una mente tan analítica como la suya.
—Tengo que ser cruel para ser amable —citó Lib.
Él pilló la cita.
—Hamlet mató a tres personas, o a cinco, contando a Rosencrantz y a Guildenstern.
Imposible igualar en ingenio a un periodista.
—Hablarán si empieza a debilitarse —insistió—. Uno de los padres, o los dos, o la criada, quien esté detrás de esto. Sobre todo desde que impido que saquen el dinero a las visitas.
Byrne enarcó mucho las cejas.
—¿Hablarán, asumirán la culpa y dejarán que los lleven ante un juez por fraude?
Lib comprendió que no había tenido en cuenta el aspecto penal del asunto.
—Bueno, más pronto o más tarde, una niña hambrienta acabará por derrumbarse y confesar.
Sin embargo, mientras lo decía se dio cuenta con un escalofrío de que no se lo creía. Anna O’Donnell había sobrepasado el punto del hambre.
Se levantó con esfuerzo.
—Tengo que dormir, señor Byrne.
Él se apartó el pelo de la frente.
—Si de verdad no tiene nada que ocultar, señora Wright, déjeme entrar a ver a la niña diez minutos y cantaré sus alabanzas en mi próxima entrega.
—No me gustan sus tratos, señor.
Esta vez la dejó marchar.
En su habitación, Lib intentó dormir. Aquellos turnos de ocho horas sembraban el caos en los ritmos del cuerpo. Salió del hueco del colchón y aplanó la almohada. Entonces, sentada en la oscuridad, se le ocurrió algo por primera vez: ¿Y si Anna no mentía?
Durante un buen rato dejó a un lado todos los hechos. Entender la enfermedad era lo primero para ser una verdadera enfermera, le había enseñado la señorita N.; había que captar tanto el estado mental como el físico del paciente. Así que la pregunta era si la niña se creía su propia historia.
La respuesta estaba clara. Anna O’Donnell rezumaba convicción. Tal vez se tratara de un caso de histeria, pero era profundamente sincera.
Hundió los hombros. Aquella niña de cara dulce no era el enemigo, no era un preso curtido sino solo una niña atrapada en una especie de ensoñación, acercándose inadvertidamente al borde de un precipicio. No era más que una paciente que necesitaba su ayuda como enfermera, y enseguida.