La colada había desaparecido de los arbustos y la cabaña olía a vapor y metal caliente; las mujeres seguramente se habían pasado toda la tarde planchando.

Nada de rosario ese día, por lo visto. Malachy fumaba en pipa y Kitty dirigía las gallinas hacia el aparador.

—¿Ha salido la señora? —le preguntó Lib.

—Tiene Cofradía Femenina los sábados —repuso Kitty.

—¿Eso qué es?

Sin embargo, la criada corría ya detrás de un ave recalcitrante.

Lib tenía preguntas más urgentes que se le habían ocurrido mientras yacía despierta aquella tarde. En cierto modo, de todo el grupo, era en la muchacha en quien más dispuesta estaba a confiar, por mucho que la joven tuviera la cabeza llena de hadas y de ángeles. De hecho, se arrepentía de no haber cultivado la amistad de la sirvienta desde el primer día. Se acercó a ella.

—Kitty, ¿por casualidad te acuerdas de lo último que comió tu prima antes del cumpleaños?

—Claro que sí. ¿Cómo iba a olvidarlo? —dijo Kitty alterada. Doblada por la cintura para cerrar el aparador, añadió algo parecido a «ostra».

—¿Ostras?

—Ha dicho la «hostia» —terció Malachy O’Donnell volviendo hacia ella la cabeza—. El cuerpo de Nuestro Señor en forma de pan.

Lib se imaginó a Anna abriendo la boca para recibir aquel circulito de pan que para los católicos romanos era verdaderamente la carne de su Dios.

Con los brazos cruzados, la criada le hizo un gesto de asentimiento a su señor.

—Su primera Santa Comunión la bendijo. No quiso que su última comida fuese terrenal, ¿verdad, Kitty?

—No quiso, no.

Su última comida; como la de un preso condenado a muerte. Así que Anna había comulgado por primera y única vez antes de cerrar la boca. ¿Qué extraña distorsión de la doctrina la había impulsado a hacerlo? ¿Tenía la pequeña el convencimiento de que, ahora que había recibido el alimento divino, ya no necesitaba el terrenal?

Las facciones del padre fluctuaban a la luz de las llamas.

Algún adulto había mantenido con vida a Anna todos aquellos meses, se recordó Lib. ¿Podía haber sido Malachy? Le costaba creerlo. Por supuesto, existe una zona gris entre la inocencia y la culpabilidad.

¿Y si el hombre había descubierto el truco (de su mujer o del cura, o de ambos), pero cuando la fama de su pequeña ya se había extendido tanto que no se había atrevido a interferir?

En el dormitorio, junto a la niña dormida, la hermana Michael ya se estaba poniendo la capa.

—El doctor McBrearty se ha pasado por aquí esta tarde —le susurró.

¿Algo de lo que le había dicho ella había calado por fin en el médico?

—¿Qué instrucciones ha dejado?

—Ninguna.

—Pero ¿qué ha dicho?

—Nada de particular. —La expresión de la monja era inextricable.

De todos los médicos a cuyas órdenes había trabajado, aquel afable anciano era el más difícil.

La monja se marchó y Anna siguió durmiendo.

El turno de noche era tan tranquilo que Lib tuvo que andar de un lado para otro para no quedarse dormida. Una vez cogió el juguete de Boston. El pájaro estaba dibujado en una cara y la jaula en la otra, pero cuando hizo girar los cordeles tan rápido como pudo, se produjo el engaño de sus sentidos y dos elementos incompatibles se fundieron en uno solo: un tembloroso colibrí enjaulado.

Pasadas las tres, Anna se despertó.

—¿Puedo hacer algo por ti? —le preguntó Lib, acercándosele—. Algo para que estés más cómoda.

—Los pies.

—¿Qué te pasa en los pies?

—No me los noto —susurró Anna.

Se los tocó y los tenía helados bajo la manta. Una circulación pésima para ser tan joven.

—Vamos. Sal de la cama un momento para activar la circulación.

La niña obedeció con rígida lentitud.

Lib la ayudó a caminar por la habitación.

—Izquierda, derecha, como un soldado.

Anna logró llevar una torpe marcha. Miraba por la ventana.

—Esta noche hay muchas estrellas.

—Siempre hay muchas, pero no podemos verlas —le explicó Lib. Indicó el Carro, la Estrella del Norte, Casiopea.

—¿Las conoce todas? —le preguntó la niña, asombrada.

—Bueno, solo nuestras constelaciones.

—¿Cuáles son las nuestras?

—Quiero decir las que vemos desde el hemisferio norte. Las del hemisferio sur son otras.

—¿En serio?

A Anna le castañeteaban los dientes, así que Lib la ayudó a acostarse de nuevo.

Envuelto en trapos, el ladrillo todavía desprendía parte del calor del fuego en el que había estado toda la tarde. Se lo colocó debajo de los pies.

—Pero si es para usted —dijo la niña, tiritando.

—No lo necesito en una noche tan templada de verano como esta. ¿Empiezas a notar el calor?

Anna asintió.

—Seguro que lo notaré.

Lib miró el cuerpecito tendido, tan tieso como un cruzado en su tumba.

—Ahora vuelve a dormirte.

Sin embargo, Anna siguió con los ojos abiertos. Murmuró su oración a Teodoro. Lo hacía tan a menudo que Lib ya apenas era consciente de ello. Luego cantó unos cuantos himnos, apenas susurrados.

La noche es oscura

y estoy lejos de casa.

Guíame.

El domingo por la mañana, Lib tendría que haber podido dormir, pero el tañido de las campanas se lo impidió. Permaneció tumbada en la cama, despierta, con las extremidades rígidas, repasando todo lo que había llegado a saber acerca de Anna O’Donnell. Reunía muchos síntomas peculiares, pero que de hecho no constituían ninguna enfermedad, en su opinión. Tendría que volver a hablar con el doctor McBrearty, y arrinconarlo esta vez.

A la una en punto, la monja le contó que la pequeña se había alterado porque no le habían permitido asistir a misa, pero que había acabado accediendo a leer la liturgia del día en su misal con la hermana.

Durante su paseo, Lib impuso un ritmo muy lento, para que Anna no se agotara tanto como el día anterior. Oteó el horizonte antes de salir para asegurarse de que no hubiera curiosos por los alrededores.

Cruzaron el patio de la granja. Las botas les resbalaban.

—Si parecieras más fuerte —le comentó a la niña—, podríamos caminar medio kilómetro en esa dirección. —Indicó hacia el oeste—. Hasta un curioso árbol que encontré, lleno de tiras de tela.

Anna asintió entusiasmada.

—El árbol de nuestro pozo sagrado.

—Yo a eso no lo llamaría un pozo, exactamente. Es un pequeño estanque.

Lib recordó el tufillo a alquitrán del agua; ¿tendría alguna propiedad ligeramente desinfectante? Una vez más, no tenía sentido buscar una pizca de ciencia en una superstición.

—¿Son las tiras de tela algún tipo de ofrenda?

—Son para sumergirlas en el agua y frotarse con ellas una llaga o un dolor —dijo Anna—. Después, se ata la tira de tela al árbol, ¿entiende?

Lib negó con la cabeza.

—El mal se queda en la tira de tela y te libras de él. Cuando se ha podrido, lo que te duele también ha desaparecido.

Lib supuso que eso significaba que curaba cualquier mal. Un mito engañoso, aquel, porque la tela tardaba tanto en desintegrarse que, cuando lo hacía, la dolencia del aquejado seguramente ya se había curado.

Anna se paró a acariciar el colchón de musgo de una pared, o puede que tal vez a recuperar el aliento. Un par de pájaros picoteaban las grosellas rojas de las zarzas.

Lib cogió un puñado de frutos relucientes y se los acercó a la cara a Anna.

—¿Te acuerdas de su sabor?

—Creo que sí. —Tenía los labios cerca de las grosellas.

—¿No se te hace la boca agua? —le preguntó en tono seductor.

La pequeña negó con la cabeza.

—Estas zarzamoras las creó Dios, ¿no? —Lib había estado a punto de decir «tu Dios».

—Dios lo ha creado todo.

Lib mordió una grosella, cuyo jugo le llenó la boca tan deprisa que casi se le salió. Nunca había probado nada tan sabroso.

Anna cogió una bolita roja de la zarza.

A Lib le latía tan fuerte el corazón que casi podía oír los latidos. ¿Había llegado el momento? ¿Así de fácil? La vida normal, tan cercana a aquellas grosellas.

Sin embargo, la niña mantuvo la palma de la mano hacia arriba, abierta, con la grosella en el centro, y esperó hasta que el más valiente de los pájaros se lanzó a cogerla.

En el camino de vuelta, Anna andaba despacio, como por el agua.

Lib estaba tan cansada cuando volvió a la licorería el domingo por la noche, pasadas las nueve, que no dudaba de que se quedaría dormida en cuanto apoyara la cabeza en la almohada. Sin embargo, la cabeza le zumbaba como un avispón. La atormentaba haber juzgado mal a William Byrne la tarde anterior. ¿Qué había hecho Byrne aparte de pedirle, una vez más, una entrevista con Anna? No la había insultado; quien había sacado esas conclusiones tan peliagudas había sido ella, en realidad. Si de veras le parecía tan aburrida su compañía, ¿no se habría limitado a hablar con ella brevemente de Anna O’Donnell?

La habitación del periodista estaba justo frente a la suya, al otro lado del pasillo y seguramente no se había acostado aún. Deseó poder hablar con él, un católico inteligente, acerca de la última comida de Anna, la Sagrada Comunión. Lo cierto era que estaba desesperada por tener la opinión de otra persona sobre la niña. La de alguien en cuyo criterio confiara; sin la hostilidad de Standish, ni la mística esperanza de McBrearty, ni los prejuicios de la monja, ni la sosería del cura, ni tampoco la adoración y probablemente la corrupción de los padres. Alguien que pudiera decirle si estaba perdiendo el sentido de la realidad.

No dejaba de oír mentalmente la voz de Byrne diciéndole que lo dejara intentarlo. Burlón y encantador. Era periodista y le pagaban para que sacara a la luz la historia, pero ¿no era posible que también quisiera ayudar? Ambas cosas eran compatibles.

Hacía exactamente una semana que Lib había llegado de Londres. Tan llena de confianza… Una confianza en su propia agudeza que había resultado errónea. Creía que para entonces ya habría vuelto al hospital y puesto a la enfermera jefe en su sitio. En vez de eso seguía atrapada allí, entre aquellas mismas sábanas grasientas, no más cerca de comprender a Anna O’Donnell de lo que había estado una semana antes, pero más confusa y agotada, y preocupada por su papel en los acontecimientos.

El lunes, antes del amanecer, deslizó una nota por debajo de la puerta de Byrne.

Cuando llegó a la cabaña, a las cinco en punto, Kitty seguía acostada. La criada le dijo que ese día no había que hacer más que lo imprescindible, dado que era día de precepto.

Lib se quedó pensativa. Aquella era una rara ocasión para hablar con Kitty.

—Estás orgullosa de tu prima, ¿verdad? —le susurró.

—Claro. ¿Cómo no iba a estarlo? —respondió Kitty, en voz demasiado alta.

Lib se llevó un dedo a los labios.

—¿Alguna vez te ha confiado…? —Buscó un modo más sencillo de decirlo—. ¿Te ha dado alguna pista de por qué no quiere comer?

Kitty cabeceó.

—¿Le has insistido alguna vez para que comiera algo?

—Yo no he hecho nada. —La criada se incorporó, asustada—. ¡Váyase con sus acusaciones!

—No, no… Yo solo quiero decir…

—¿Kitty? —La voz de la señora O’Donnell salió del recoveco.

Bueno, sería un desastre. Lib se coló inmediatamente en el dormitorio.

La niña seguía durmiendo bajo las tres mantas.

—Buenos días —susurró la hermana Michael. Le enseñó las anotaciones de la noche.

Aseo con la esponja.

Ha tomado 2 cucharaditas de agua.

—Tiene cara de cansada, señora Wright.

—¿Ah, sí? —le espetó Lib.

—La han visto caminando por todo el condado.

¿La monja se refería a que la habían visto sola o con el periodista? ¿La estaban criticando los del pueblo?

—El ejercicio me ayuda a dormir —mintió.

Cuando la hermana Michael se hubo marchado, estudió brevemente sus propias anotaciones. Las aterciopeladas páginas blancas parecían burlarse de ella. Los números no aportaban nada; no contaban ninguna historia excepto que Anna era Anna y que no era como nadie más. Frágil, regordeta, huesuda, vital, helada, sonriente, diminuta. La niña seguía leyendo, ordenando sus estampitas, cosiendo, tejiendo, rezando, cantando. Una excepción a todas las reglas. ¿Un milagro? Lib evitaba la palabra, pero empezaba a entender por qué algunos la consideraban eso.

Anna tenía los ojos abiertos, el iris castaño con manchitas ámbar. Lib se inclinó hacia ella.

—¿Estás bien, pequeña?

—Mejor que bien, doña Lib. Hoy es la Asunción de Nuestra Señora.

—Si lo he entendido bien, el día que subió a los cielos. ¿Me equivoco?

Anna asintió, mirando hacia la ventana y entornando los párpados.

—La luz es muy intensa, hoy. Todo está rodeado por un halo de color. ¡El aroma de ese brezo!

Lib encontraba la habitación fría y húmeda, y las ramas de brezo del jarrón no olían a nada. Pero los niños estaban muy abiertos a las sensaciones, sobre todo aquella niña.

Lunes, 15 de agosto, 6.17 de la mañana.

Según se me informa ha dormido bien.

La temperatura de la axila sigue baja.

Pulso: 101 pulsaciones por minuto.

Pulmones: 18 respiraciones por minuto.

Las lecturas subían y bajaban, pero en conjunto iban en aumento. ¿Peligrosamente? Lib no estaba segura. Eran los médicos quienes tenían la formación para emitir tales juicios. Aunque McBrearty no parecía apto para la tarea.

Los O’Donnell y Kitty entraron pronto a decirle a Anna que se marchaban a la capilla.

—¿Para ofrecer los primeros frutos? —les preguntó Anna, con la mirada brillante.

—Por supuesto —dijo la madre.

—¿Qué es eso, exactamente? —se interesó Lib, para ser educada.

—El pan hecho con el primer trigo cosechado —respondió Malachy—, y, bueno, un poco de avena y cebada añadidas.

—No olvidéis que también ofreceremos arándanos —terció Kitty.

—Y unas cuantas patatas nuevas, no más grandes que la punta del pulgar, Dios las bendiga —dijo Rosaleen.

Por la ventana sucia, Lib observó la partida del grupo. El granjero iba unos cuantos pasos por detrás de las mujeres. ¿Cómo podían preocuparse por su fiesta en la segunda semana de la vigilancia? ¿Significaba eso que no tenían ningún peso de conciencia o que eran unos monstruos insensibles? Antes Kitty no le había parecido insensible; más bien preocupada por su prima. Pero la enfermera inglesa la ponía tan nerviosa que había malinterpretado la pregunta de Lib y creído que la acusaba de alimentar a escondidas a la pequeña.

Aquella mañana no sacó de paseo a Anna hasta las diez, la hora que había establecido en su nota. El día era precioso, el mejor desde su llegada; un buen sol, el cielo tan despejado como el de Inglaterra. Agarró del brazo a la niña y echaron a andar a un ritmo prudente.

Ana andaba, le pareció a Lib, de un modo raro, adelantando la barbilla. Sin embargo, todo la entusiasmaba. Olfateaba el aire como si oliera a rosas en lugar de a vacas y gallinas. Acariciaba las rocas musgosas que encontraban a su paso.

—¿Qué te pasa hoy, Anna?

—Nada. Soy feliz.

Lib la miró de reojo.

—Nuestra Señora derrama tanta luz sobre todas las cosas que casi puedo olerla.

¿Era posible que comer poco, o nada, abriera los poros o que aguzara los sentidos, tal vez?

—Me veo los pies —dijo Anna, mirando las botas gastadas de su hermano—, pero es como si fueran de otra persona.

Lib la agarró más fuerte.

Una figura con chaqueta negra apareció al final del camino. Desde la cabaña no podían verlo. Era William Byrne. Se quitó el sombrero y se atusó los rizos.

—Señora Wright —la saludó.

—Ah, me parece que conozco a este caballero —dijo Lib con ligereza.

Pensándolo bien, ¿lo conocía, en realidad? El comité podía despedirla por haber arreglado aquel encuentro si alguno de sus miembros se enteraba.

—Señor Byrne, esta es Anna O’Donnell.

—Buenos días, Anna. —Le estrechó la mano.

Lib vio que se fijaba en los dedos hinchados de la niña.

Se puso a hablar del tiempo como si tal cosa, pero estaba frenética. ¿Dónde podían ir los tres con menos riesgo de que los vieran? ¿Volvería pronto de misa la familia? Se llevó a Byrne y Anna lejos del pueblo y tomó por un camino de carros poco frecuentado por su aspecto.

—Doña Lib, ¿es el señor Byrne una visita?

Sobresaltada por la pregunta, Lib negó con la cabeza. Anna no podía contar a sus padres que la enfermera había contravenido su propia norma.

—Estaré por aquí poco tiempo, para disfrutar del paisaje —dijo Byrne.

—¿Con sus hijos? —le preguntó Anna.

—Por desgracia, no los he tenido todavía.

—¿Está casado?

—¡Anna!

—No pasa nada —le dijo Byrne a Lib antes de responderle a la niña—: No, querida. Estuve muy cerca de estarlo, pero en el último momento ella cambió de opinión.

Lib apartó la mirada hacia una extensión de pantano salpicado de charcos relucientes.

—¡Oh! —se lamentó Anna.

Byrne se encogió de hombros.

—Vive en Cork y que le vaya bien.

A Lib le gustó que dijera eso.

Byrne notó que a Anna le gustaban las flores. Menuda coincidencia: a él también. Cortó un tallo rojo de cornejo al que le quedaba una flor y se lo dio.

—En la misión —le contó ella—, aprendimos que la Cruz estaba hecha de cornejo, por eso ahora el árbol crece poco y retorcido de pena.

Él se inclinó para oírla mejor.

—Las flores tienen forma de cruz, ¿lo ve? Dos pétalos largos y dos cortos —explicó Anna—. Y estos puntos marrones son las marcas de los clavos, y esto es la corona de espinas, en el centro.

—Fascinante —comentó Byrne.

Lib estaba contenta de haberse arriesgado a aquel encuentro, después de todo.

Con anterioridad, Byrne solo había podido bromear acerca del caso; ahora estaba haciéndose cargo de cómo era la niña real.

Le contó a Anna un cuento de un rey persa que había detenido a su ejército durante días simplemente para admirar un árbol. De pronto, señaló un urogallo que pasaba corriendo; su cuerpo anaranjado contrastaba con la hierba.

—¿Ves que tiene las cejas coloradas, como yo?

—Más coloradas que las suyas. —Anna soltó una carcajada.

Él había estado en Persia, le contó, y en Egipto también.

—El señor Byrne es un viajero redomado —comentó Lib.

—¡Oh! Tengo pensado ir más lejos.

Ella lo miró de reojo.

—Irme a vivir a Canadá, tal vez, o a Estados Unidos, o incluso a Australia o Nueva Zelanda. Para ampliar horizontes.

—Pero cortar con todos sus contactos, tanto profesionales como personales… —Lib trató de encontrar las palabras—: ¿No es un poco como morirse?

Byrne asintió.

—Creo que emigrar es eso. Es el precio de una nueva vida.

—¿Le gustaría oír una adivinanza? —le preguntó de repente Anna.

—Mucho.

La niña le repitió las del viento, el papel y la llama; se volvió hacia Lib para confirmar una o dos palabras. Byrne fallaba las respuestas y se daba un golpe en la frente cada vez que oía la buena.

Luego comprobó lo que sabía Anna de los ruidos que hacen los pájaros. Ella identificó correctamente el melódico canto del zarapito y el batir de las alas de lo que llamó un correlimos y que resultó ser un escolopácido en irlandés.

Al final, Anna admitió estar un poco cansada. Lib le echó un vistazo valorativo y le tocó la frente, que seguía teniendo fría como el hielo a pesar del sol y del ejercicio físico.

—¿Quieres descansar un poco y recuperarte para el camino de vuelta? —le preguntó Byrne.

—Sí, por favor.

Él se quitó el abrigo, lo sacudió y lo extendió sobre una gran roca plana para que la niña se sentara.

—Siéntate —le dijo Lib, agachándose a palmear el forro marrón que conservaba aún el calor de la espalda de William.

Anna se dejó caer encima y acarició el satén del forro con un dedo.

—No te quitaré ojo de encima —le prometió Lib.

Después, ella y Byrne se alejaron.

Se desviaron ambos hacia un muro semiderruido. Estaban lo bastante cerca el uno del otro para que Lib notara el calor que emanaba de la manga de la camisa de Byrne como un vapor.

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué, doña Lib? —Su tono fue extrañamente tenso.

—¿Qué le ha parecido?

—Es encantadora —dijo Byrne, en voz tan baja que Lib tuvo que acercársele para oírlo.

—¿Verdad que sí?

—Una encantadora niña moribunda.

Lib se quedó sin aliento. Volvió la cabeza hacia Anna, una silueta pulcra al borde de la larga chaqueta del hombre.

—¿Está ciega? —le preguntó Byrne, todavía con la misma suavidad que si le estuviera diciendo algo amable—. La chica se está desvaneciendo ante sus ojos.

—Señor Byrne. —Casi tartamudeaba—. ¿Cómo, cómo…?

—Supongo que es eso exactamente: está demasiado cerca para verlo.

—¿Cómo puede…, cómo puede estar tan seguro?

—Me mandaron a estudiar la hambruna cuando era solo cinco años mayor que ella —le recordó, mascullando en voz apenas audible.

—Anna no se está… Tiene tripa —arguyó Lib sin convicción.

—Algunos se mueren de hambre deprisa y otros con lentitud —dijo Byrne—. Los lentos se hinchan, pero solo de agua, nada más. —Miraba fijamente el campo verde—. Esos andares, la espantosa pelusa de la cara. ¿Le ha olido el aliento últimamente?

Lib trató de recordar. No era algo que le hubieran enseñado a medir y registrar.

—Se avinagra a medida que el cuerpo se consume; alimentándose de sí mismo, supongo.

Lib echó un vistazo a la niña y vio que se había caído redonda. Echó a correr.

—No me he desmayado —insistía Anna mientras William Byrne la llevaba en brazos hasta su casa, envuelta en la chaqueta—. Solo descansaba. —Sus ojos parecían tan profundos como los agujeros del pantano.

Lib tenía un nudo en la garganta. Una encantadora niña moribunda. Tenía razón, aquel maldito hombre.

—Déjeme entrar —le pidió Byrne cuando llegaron a la cabaña—. Puede decir a los padres que pasaba casualmente por allí y he acudido en su ayuda.

—Váyase de aquí. —Le quitó a Anna de los brazos.

Cuando Byrne se encaminó hacia la carretera, acercó la nariz a la cara de la niña e inhaló. Allí estaba: un leve y espantoso olor ácido.

Aquel lunes por la tarde, Lib se despertó con el repiqueteo de la lluvia en el tejado de los Ryan, atontada. Un rectángulo blanco en la base de la puerta la confundió; creyó que era de luz y hasta que no se hubo levantado con esfuerzo de la cama no se dio cuenta de que en realidad se trataba de una hoja de papel; escrita a mano, apresuradamente pero sin faltas.

Gracias a un afortunado y fugaz encuentro con la niña que ayuna finalmente este corresponsal ha tenido ocasión de formarse una opinión acerca de la más acalorada de las controversias, la de si están usando a la niña para engañar a la gente de un modo nefasto.

En primer lugar, hay que decir que Anna O’Donnell es una señorita excepcional. A pesar de haber recibido escasa educación en la Escuela Nacional del pueblo, con un profesor obligado a complementar su sueldo pavimentando, la señorita O’Donnell habla con dulzura, compostura y candor.

Además de la piedad por la que es conocida, demuestra una gran sensibilidad por la naturaleza y una simpatía sorprendente en alguien tan joven. Un sabio egipcio escribió hace unos cinco mil años: «Las palabras sabias son más escasas que las esmeraldas, pero salen de la boca de las jóvenes esclavas pobres».

En segundo lugar, corresponde a este corresponsal desmentir los informes acerca de la salud de Anna O’Donnell. Su carácter estoico y su fortaleza de ánimo pueden ocultar la verdad, pero su modo de andar, dando tumbos, su postura forzada, lo helada que está, los dedos hinchados, los ojos hundidos y, sobre todo, el aliento penetrante conocido como «el olor del hambre», todo ello prueba su estado de malnutrición.

Sin especular de ningún modo acerca de los sistemas encubiertos que pueden haber utilizado para mantener a Anna O’Donnell con vida durante los cuatro meses previos al inicio de la vigilancia, el ocho de agosto, puedo decir o, más bien, debo decir, sin temor a equivocarme, que ahora la niña está en grave peligro y que sus vigilantes deben tener cuidado.

Lib arrugó tanto la hoja que desapareció en su puño.

Cómo le dolía cada palabra.

En su libreta de notas, había registrado muchas señales de advertencia. ¿Por qué se había resistido a la conclusión obvia de que la salud de la niña iba en declive? Por arrogancia, supuso; se había agarrado a su propio juicio y sobrevalorado sus conocimientos. Había confundido los deseos con la realidad, también, tanto como las familias para las que había trabajado como enfermera.

Lib quería que la niña estuviera a salvo, así que se había pasado toda la semana fantaseando acerca de que la alimentaban por las noches sin que ella lo supiera o de los inexplicables poderes mentales que hacían que la niña resistiera. Para alguien de fuera como William Byrne, sin embargo, estaba más claro que el agua que Anna se estaba muriendo de hambre.

«Sus vigilantes deben tener cuidado».

Se sentía culpable y tendría que haber estado agradecida con aquel hombre. Entonces, ¿por qué se indignaba al recordar su hermosa cara?

Sacó el orinal de debajo de la cama y vomitó el jamón hervido que había cenado.

Esa noche el sol se puso justo antes de que llegara a la cabaña y la luna llena salió como un globo blanco.

Lib pasó deprisa por delante de los O’Donnell y de Kitty, que estaban sentados tomando sendas tazas de té, sin apenas dirigirles un saludo. Tenía que advertir a la monja. Tenía el pálpito de que tal vez el doctor McBrearty se tomaría mejor la verdad si se la decía la hermana Michael. Eso si conseguía convencerla para que se enfrentara a él.

Por primera vez, sin embargo, encontró a Anna tumbada en la cama y a la hermana de la caridad sentada en el borde. La niña estaba tan absorta en la historia que la monja le contaba que ni siquiera miró a Lib.

—Tenía cien años y sufría un dolor espantoso constantemente —decía la hermana Michael. Se volvió hacia Lib y otra vez hacia Anna—. La anciana confesó que cuando era pequeña había tomado la Sagrada Comunión pero no había cerrado la boca a tiempo y la hostia se le había caído al suelo. Demasiado avergonzada para decírselo a nadie, ¿sabes?, la dejó allí.

Anna contuvo el aliento.

Lib nunca había oído hablar a su compañera enfermera con tanta locuacidad.

—¿Y sabes lo que hizo el cura?

—¿Cuando se le cayó de la boca? —preguntó Anna.

—No. El cura con quien se estaba confesando la mujer cuando tenía cien años. Volvió a esa misma iglesia y estaba en ruinas —dijo la hermana Michael—, pero en el enlosado roto crecía un arbusto. Buscó entre las raíces y encontró la hostia, tan bien conservada como el día en que se le había caído de la boca a la niña, un siglo antes.

Anna jadeó de asombro.

Lib tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no agarrar del codo a la monja y echarla de la habitación. ¿Qué clase de historia era aquella para contársela a Anna?

—Se la llevó y se la puso en la lengua a la mujer. La maldición se rompió y fue liberada del dolor.

La niña se santiguó apresuradamente.

—Concédele el descanso eterno, oh, Señor, y que la luz perpetua brille sobre ella. Descanse en paz.

Que había sido liberada del dolor significaba que había muerto, comprendió Lib. Solo en Irlanda se consideraba un final feliz.

Anna la miró.

—Buenas noches, doña Lib. No la había visto.

—Buenas noches, Anna.

La hermana Michael se levantó y recogió sus cosas. Se le acercó y le susurró al oído:

—Ha estado muy exaltada toda la tarde, cantando un himno detrás de otro.

—¿Y le ha parecido que un cuento tan espeluznante la calmaría?

El rostro de la monja recuperó el hermetismo dentro del marco de lino.

—No creo que entienda nuestras historias, ’ñora.

Para la hermana Michael aquello era una discusión. La monja desapareció de la habitación antes de que Lib pudiera decirle lo que llevaba toda la tarde queriendo decirle: que a su modo de ver, porque evidentemente no podía mencionar a Byrne, Anna corría verdadero peligro.

Se mantuvo ocupada preparando la lámpara, la lata de líquido inflamable, las tijeras para la mecha, el vaso de agua, las mantas. Todo listo para la noche. Sacó la libreta de notas y le tomó el pulso a la niña. Una encantadora niña moribunda.

—¿Cómo te encuentras?

—Bastante contenta, doña Lib.

Anna tenía los ojos hundidos en el tejido hinchado circundante.

—Físicamente, quiero decir.

—Estoy flotando —dijo la niña tras un largo silencio.

«¿Vértigo?», escribió Lib.

—¿Te molesta algo más?

—Flotar no me molesta.

—¿Hay alguna otra cosa diferente hoy? —Tenía el lápiz metálico preparado para escribir.

Anna se inclinó hacia ella como para confiarle un gran secreto.

—Oigo como campanas, a lo lejos.

«Le pitan los oídos», escribió Lib.

Pulso: 104 pulsaciones por minuto.

Pulmones: 21 respiraciones por minuto.

Los movimientos de la niña eran definitivamente más lentos, comprobó Lib, ahora que buscaba pruebas; tenía las manos y los pies un poco más fríos y azulados que una semana antes. Pero el corazón le latía más rápido, como las alas de un pajarillo.

Aquella noche, Anna tenía las mejillas encendidas y la piel tan áspera en algunas zonas como un rallador de nuez moscada. Despedía un olor un poco agrio y a Lib le hubiera gustado lavarla con la esponja, pero temía enfriarla más aún.

—Te adoro, oh, preciosísima cruz… —Anna susurró la oración a Teodoro mirando fijamente el techo.

De repente, Lib perdió la paciencia.

—¿Por qué recitas esa tan a menudo?

Esperaba que Anna le dijera otra vez que era algo privado.

—Treinta y tres.

—¿Perdón?

—Solo treinta y tres veces al día —dijo Anna.

Lib hizo cálculos. Eso era más de una vez cada hora y, descontando las horas de sueño, significaba más de dos veces cada hora que pasaba despierta. ¿Qué habría preguntado Byrne si hubiera estado allí? ¿Cómo habría desentrañado la historia?

—¿Ha sido don Thaddeus quien te ha dicho que tenías que hacerlo?

Anna negó con la cabeza.

—Es la edad que tenía.

Lib tardó un poco en entenderlo.

—¿Cristo?

Un gesto de asentimiento.

—Cuando murió y resucitó.

—Pero ¿por qué tienes que rezar precisamente esa oración treinta y tres veces al día?

—Para sacar a Pat del… —Se calló.

En el umbral de la puerta estaba la señora O’Donnell ofreciéndole los brazos.

—Buenas noches, mami —dijo la pequeña.

Aquella cara pétrea; Lib percibió el dolor de la mujer desde donde estaba. ¿O era furia porque le negaban algo tan simple como un abrazo? ¿No le debía eso una hija a la madre que la había engendrado?

Rosaleen les dio la espalda y cerró de un portazo.

Sí, furia, decidió Lib; no solo contra la niña que mantenía a su madre a distancia sino también contra la enfermera que estaba siendo testigo de ello.

Se le pasó por la cabeza que quizás Anna, sin ser siquiera consciente de ello, quería hacer sufrir a la mujer.

El ayuno contra una madre que la había convertido en una especie de atracción de feria.

Al otro lado de la pared empezó el rezo del rosario con sus plañideras respuestas. Lib se dio cuenta de que Anna no había pedido participar esa noche; otro síntoma de que sus fuerzas empezaban a decaer.

La niña se acurrucó de lado. ¿Por qué decía la gente «duerme como un bebé» para referirse a alguien que dormía plácidamente? Los bebés suelen despatarrarse o bien hacerse una pelota como para retroceder en el tiempo y volver al largo olvido del que los han arrancado.

La tapó bien con las tres mantas y añadió una cuarta, porque la niña temblaba. Se irguió y esperó a que Anna se durmiera y la cantinela de la habitación contigua acabara.

—Señora Wright.

La hermana Michael volvía a estar en la puerta.

—¿Sigue aquí todavía? —le preguntó Lib, aliviada. Tenía otra oportunidad para hablar con ella.

—Me he quedado para el rosario. Podría…

—Entre, entre. —Esta vez se lo explicaría todo con la suficiente claridad para ganársela.

La hermana Michael cerró con cuidado la puerta.

—La leyenda —susurró—, la vieja historia que le estaba contando a Anna…

Lib frunció el ceño.

—¿Sí?

—Trata de la confesión. La niña de la historia no estaba siendo castigada por dejar caer al suelo la hostia, sino por mantener en secreto su equivocación toda la vida.

Lib no tenía tiempo para sutilezas teológicas.

—Me está hablando con acertijos.

—Cuando la anciana se confesó al fin, ¿sabe?, soltó su carga —susurró la monja, mirando hacia la cama.

¿Podía eso significar que la monja pensaba que Anna tenía un terrible secreto que confesar y que la chica no era un milagro, después de todo?

Trató de recordar sus breves conversaciones de la semana anterior.

¿Realmente había dicho alguna vez la monja que creía que Anna estaba viviendo sin comer nada?

No. Simplemente, cegada por los prejuicios, ella había supuesto que pensaba eso. La hermana Michael había seguido sus consejos o había pronunciado generalidades anodinas.

Lib se le acercó mucho para susurrarle:

—Usted lo ha sabido siempre.

La hermana Michael hizo un gesto defensivo con las manos.

—Yo solo estaba…

—Sabe tanto de nutrición como yo. Las dos sabíamos desde el principio que esto tenía que ser una farsa.

—No lo sabíamos —murmuró la monja—, con seguridad, no.

—Anna se está quedando sin fuerzas a marchas forzadas, hermana. A cada día que pasa está más débil, más fría, más aturdida. ¿Le ha olido el aliento? Es su vientre consumiéndose.

A la monja se le empañaron los ojos.

—Usted y yo tenemos que descubrir la verdad —dijo Lib, agarrándola de la muñeca—. No solo porque nos han encargado esta tarea, sino porque la vida de la niña depende de ello.

La hermana Michael le dio la espalda y salió rápidamente del dormitorio.

Lib no podía perseguirla, estaba atrapada. Se lamentó para sí.

Por la mañana, sin embargo, la monja tendría que volver y la encontraría preparada.

Aquella noche, Anna se despertó varias veces. Volvía hacia un lado la cabeza o se acurrucaba hacia el otro. Faltaban seis días para que acabara la vigilancia. No, se corrigió Lib, sería así únicamente si Anna sobrevivía seis días más. ¿Cuánto tiempo podía agarrarse a la vida una criatura tomando sorbitos de agua?

«Una encantadora niña moribunda». Tanto daba que supiera la verdad, se dijo; ahora podía actuar. En bien de Anna, no obstante, tenía que proceder con el mayor cuidado, sin arrogancia y sin volver a perder los estribos. «Recuerda que aquí eres una forastera».

Un ayuno no era rápido; era la cosa más lenta del mundo. Rápido era un portazo. Una puerta cerrada con firmeza, rápidamente. Ayunar era aferrarse al vacío, decir no y no y no otra vez.

Anna miraba las sombras que la lámpara proyectaba en las paredes.

—¿Quieres algo?

La niña negó con la cabeza.

Los niños extraños se habían desvanecido y habían hecho un alto en el camino. Lib se sentó a observar a la pequeña. Parpadeó, porque tenía los ojos secos.

Cuando la monja asomó la cabeza por la puerta justo pasadas las cinco de la madrugada, Lib se levantó de un salto, tan rápido que se le acalambró un músculo de la espalda. Le cerró la puerta casi en las narices a Rosaleen O’Donnell.

—Escuche, hermana —dijo, articulando apenas las palabras—. Tenemos que decirle al doctor McBrearty que la pequeña se está matando debido a la pena excesiva por su hermano. Ha llegado el momento de dejar la vigilancia.

—Aceptamos el encargo —repuso débilmente la monja, como si cada sílaba saliera de un profundo agujero en la tierra.

—Pero ¿pensó alguna vez que llegaríamos a este punto? —Lib indicó por gestos a la niña dormida.

—Anna es una niña muy especial.

—No tanto como para no morirse.

La hermana Michael se movió intranquila.

—He hecho voto de obediencia. Nuestras órdenes eran muy claras.

—Y las hemos estado siguiendo al pie de la letra, como los torturadores.

Lib vio el efecto de aquel golpe en la cara de la monja. Una sospecha la asaltó.

—¿Tiene otras órdenes, hermana? De don Thaddeus, quizás, o de su superiora en el convento.

—¿Qué intenta decir?

—¿Le han dicho que no vea nada, ni oiga nada, ni diga nada, piense lo que piense acerca de lo que está pasando en esta cabaña? ¿Le han dicho que dé fe de un milagro? —masculló.

—¡Señora Wright! —La monja estaba lívida.

—Le ruego que me perdone si estoy equivocada. —El tono de Lib era huraño, pero creía a la mujer—. Pero, entonces, ¿por qué no me acompaña y hablamos con el médico?

—Porque no soy más que una enfermera —contestó la hermana Michael.

—A mí me enseñaron lo que significa verdaderamente serlo —le espetó furiosa Lib—. ¿A usted no?

La puerta se abrió de golpe. Rosaleen O’Donnell.

—¿Puedo darle los buenos días a mi hija, al menos?

—Anna sigue durmiendo —le dijo Lib volviéndose hacia la cama.

Sin embargo, la niña tenía los ojos completamente abiertos. ¿Cuánto de lo dicho había escuchado?

—Buenos días, Anna —la saludó, insegura.

La niña casi parecía insustancial, el dibujo de un pergamino antiguo.

—Buenos días, señora Wright. Hermana. Mamá. —Su sonrisa irradiaba débilmente hacia todas partes.

A las nueve, después de esperar todo lo posible para no ser mal educada, Lib fue andando hasta la casa del médico.

—El doctor McBrearty no está en casa —dijo el ama de llaves.

—¿Adónde ha ido? —Estaba demasiado cansada para cortesías.

—¿Es la niña de los O’Donnell? ¿No está bien?

Lib miró atentamente la agradable cara de la mujer con la cofia almidonada. Anna no había tomado una comida decente desde abril, quiso gritarle, ¿cómo iba a estar bien?

—Tengo que hablar con él urgentemente.

—Lo han llamado para atender a sir Otway Blackett.

—¿Quién es?

—Un baronet —repuso la mujer, claramente sorprendida de que Lib no lo supiera—, magistrado residente.

—¿Dónde vive?

El ama de llaves se puso a la defensiva. Una enfermera persiguiendo al médico hasta allí… Estaba a varios quilómetros de distancia; la señora Wright haría mejor en volver más tarde.

Lib se bamboleó lo suficiente como para sugerir que iba a desmayarse en la puerta.

—O puede esperarlo en el saloncito de abajo, supongo —añadió la mujer.

Lib estaba segura de que dudaba acerca de la posición social de una Nightingale y que no sabía si era más conveniente llevarla a la cocina.

Estuvo sentada una hora y media con una taza de té frío delante. Si al menos hubiera tenido el respaldo de aquella dichosa monja…

—El doctor ha vuelto y la recibirá enseguida.

Era el ama de llaves.

Lib se levantó con tanta precipitación que se le nubló la vista.

El doctor McBrearty estaba en su despacho, revolviendo papeles.

—Señora Wright, qué alegría verla.

Era esencial que mantuviera la calma. La voz estridente de una mujer conseguía que los hombres hicieran oídos sordos a cuanto decía. No olvidó empezar preguntando por el baronet.

—Un dolor de cabeza. Nada grave, gracias a Dios.

—Doctor, he venido porque estoy muy preocupada por el bienestar de Anna.

—¡Ah!

—Ayer se desmayó. Tiene el pulso cada vez más acelerado y la circulación tan mala que apenas se nota los pies —dijo Lib—. Respira…

McBrearty alzó una mano para interrumpirla.

—Mmm, he estado pensando mucho en la pequeña Anna y estudiando con la mayor diligencia los datos históricos en busca de iluminación.

—¿Los datos históricos, dice?

—¿Sabe? Bueno, ¿por qué habría de saberlo? En la Edad Media, muchos santos perdían por completo el apetito durante años, durante décadas incluso. Inedia prodigiosa, lo llamaban, «ayuno prodigioso».

Así que incluso tenían un nombre para aquel peculiar espectáculo, como si fuera algo tan real como una piedra o un zapato. La Edad Media, en efecto; todavía duraba. Lib se acordó del faquir de Lahore. ¿Había en todos los países historias como aquella de supervivencia sobrenatural?

El anciano prosiguió animadamente.

—Aspiraban a ser como Nuestra Señora, ¿entiende? En su infancia, se dice que la amamantaban una sola vez al día. Santa Catalina, después de obligarse a tragar un poquito de comida, se metió una ramita en la garganta y la vomitó.

Con un estremecimiento, Lib pensó en cilicios y cinturones de clavos y monjes azotándose por la calle.

—Su intención era rebajar la carne y elevar el espíritu —le explicó el médico.

Pero ¿por qué tenía que ser una cosa o la otra?, se preguntó Lib. ¿No estábamos hechos de ambas?

—Doctor, estamos en la actualidad y Anna O’Donnell no es más que una niña.

—Por supuesto, por supuesto. Pero ¿podrían encerrar algún misterio fisiológico esas viejas historias? La persistente frialdad que usted menciona… He formulado una hipótesis sobre eso. ¿Es posible que su metabolismo esté cambiando y consuma menos, que sea más reptiliano que mamífero?

—¿Reptiliano? —Lib tenía ganas de gritar.

—Todos los años los hombres de ciencia descubren fenómenos aparentemente inexplicables en puntos remotos del planeta, ¿no? Tal vez nuestra joven amiga pertenece a una rara especie que se generalizará en el futuro. —A McBrearty le temblaba la voz de la emoción—. Una que podría dar esperanza a toda la raza humana.

¿Estaba loco aquel hombre?

—¿Qué esperanza?

—¡La liberación de la necesidad, señora Wright! Si fuera posible vivir sin comida… ¿Qué motivo habría para luchar por el pan o la tierra? Eso pondría punto final al cartismo, al socialismo, a la guerra.

«¡Qué conveniente para todos los tiranos del mundo! —pensó Lib—; poblaciones enteras subsistiendo mansamente de la nada».

El médico tenía una expresión beatífica.

—Tal vez nada sea imposible para el Gran Médico.

Lib tardó un momento en entender a quién se refería. Siempre a Dios, el verdadero tirano de aquel rincón del mundo. Hizo un esfuerzo para responderle en los mismos términos.

—Sin la comida que él nos proporciona, nos morimos.

—Hasta ahora nos hemos muerto. Hasta ahora.

Y Lib vio por fin claramente la deplorable naturaleza del sueño del anciano. Tenía que reconducir la conversación.

—Pero, en cuanto a Anna… Se está debilitando rápidamente, lo que significa que tuvo que haber conseguido comida hasta que empezamos a vigilarla. La culpa es nuestra.

Él frunció el ceño, toqueteándose las patillas de las gafas.

—No veo por qué.

—La niña que conocí el pasado lunes era vigorosa —dijo Lib—. Ahora apenas es capaz de mantenerse en pie. ¿Qué puedo deducir sino que debe dar por finalizada la vigilancia y esforzarse al máximo para persuadirla de que coma?

El médico alzó las manos apergaminadas en un gesto de protesta.

—Mi querida señora, se está extralimitando. No la hemos llamado para que deduzca nada. Aunque su instinto de protección sea muy natural —añadió, un poco más conciliador—. Supongo que el deber de una enfermera, sobre todo con una paciente tan joven, despierta el instinto maternal. Tengo entendido que su hijo murió, ¿verdad?

Lib apartó la cara para que no viera su expresión. El médico acababa de hurgar, de improviso, en una vieja herida, y el dolor la había dejado atontada. Y también la indignación; ¿la enfermera jefe se había visto realmente obligada a contarle su vida al médico?

—Pero no debe permitir que su pérdida le enturbie el juicio. —McBrearty la amonestó con un dedo torcido, de un modo casi juguetón—. Si se le da rienda suelta, esta clase de ansiedad maternal conduce al pánico irracional y a un cierto autobombo.

Lib tragó saliva.

—Por favor, doctor —le dijo con tanta suavidad femenina como fue capaz—. A lo mejor si reúne a su comité y advierte a sus miembros de la desmejoría de Anna…

El anciano la interrumpió con un gesto cortante.

—La visitaré otra vez esta misma tarde. ¿Eso la tranquilizará?

Lib fue hacia la puerta.

No había llevado bien aquella entrevista. Tendría que haber dirigido a McBrearty gradualmente hacia el tema para que creyera que era idea suya, y su deber, dar por acabada la vigilancia, al igual que la había empezado. Desde que había llegado a aquel país, hacía ocho días, Lib había cometido un error garrafal tras otro. ¡Qué avergonzada de ella habría estado la señorita N.!

A la una en punto encontró a Anna acostada con ladrillos calientes bajo las mantas, alrededor de los pies.

—Le ha hecho falta una cabezadita después de pasear por el patio —murmuró la hermana Michael, abrochándose la capa.

Lib no tenía palabras. Era la primera vez que la niña había tenido que acostarse en pleno día. Examinó el charquito del orinal. Una cucharadita de orina, como mucho, y muy oscura. ¿Hematuria?

Cuando Anna se despertó, habló con Lib de la luz del sol.

Pulsaciones por minuto: 112. El pulso más elevado que Lib había anotado.

—¿Cómo te encuentras, Anna?

—Bastante bien. —Apenas se la oía.

—¿Tienes la garganta seca? ¿Quieres un poco de agua?

—Si usted quiere… —Anna se incorporó en la cama y tomó un sorbo.

En la cuchara quedó un hilillo rojo.

—Abre la boca, por favor, ¿quieres? —Anna se la estudió, volviéndole la mandíbula hacia la luz. Varios dientes tenían un ribete escarlata. Bueno, al menos la hemorragia procedía de las encías y no del estómago. Tenía una muela extrañamente torcida. Se la empujó con la uña y se movió. Cuando se la sacó, sujeta entre el índice y el pulgar, vio que no era de leche sino de la dentadura definitiva.

Al verla, Anna se asombró. Luego miró a Lib como si la desafiara a decir algo.

Lib se metió la pieza en el bolsillo del delantal. Esperaría hasta habérsela enseñado a McBrearty. Cumpliría sus órdenes, seguiría recopilando información que apoyara el caso y esperaría el momento adecuado… pero no mucho más.

La pequeña tenía la piel oscura alrededor de los labios y bajo los ojos. Lib lo anotó todo en la libreta. El vello simiesco de las mejillas era más denso y empezaba a cubrirle el cuello. Había varias marcas marrones alrededor de la clavícula, escamosas. Incluso la piel que seguía teniendo pálida se estaba volviendo rugosa, como papel de lija. Las pupilas de Anna estaban más dilatadas que de costumbre, como si le hubieran crecido día a día tragándose el castaño claro.

—¿Qué tal la vista? ¿Ves igual de bien que antes?

—Veo lo que necesito ver.

«Merma visual», añadió Lib a su informe.

—¿Algo más…, te duele algo?

—Solo está… —Anna indicó con un gesto vago su cuerpo— pasando a través.

—¿Pasando a través de ti?

—No, de mí, no. —Lo dijo tan bajo que Lib no estuvo segura de haber oído bien.

¿El dolor no era de Anna? ¿La niña por la que pasaba el dolor no era Anna? ¿Anna no era Anna? Quizás el cerebro de la niña comenzaba a agotarse. Tal vez el suyo también.

La pequeña pasaba las páginas del Libro de los Salmos y, de vez en cuando, leía algún fragmento en voz alta.

—Tú que me levantas de las puertas de la muerte… Mantenme a salvo de las manos de mis enemigos…

Lib no sabía si Anna era capaz todavía de leer lo escrito o si lo recitaba de memoria.

—Sálvame de la boca del león y líbrame de los cuernos de [los unicornios].

¿Unicornios? Jamás había pensado que aquellas criaturas fantásticas fueran depredadoras.

Anna se estiró para dejar el libro en la cómoda y volvió a acostarse, agradecida, como si fuera otra vez de noche.

En el silencio, Lib pensó en ofrecerse para leerle algo.

Los niños suelen preferir que les cuenten cuentos en lugar de leerlos, ¿no? No se le ocurría ninguno, ni tampoco ninguna canción. Anna tenía por costumbre canturrear; ¿cuándo había dejado de hacerlo?

La pequeña miraba las paredes, como si buscara una salida. Nada en lo que posarla excepto las cuatro esquinas y el rostro tenso de su enfermera.

Lib llamó a la criada desde la puerta, sosteniendo el jarrón.

—Kitty, ropa de cama limpia, por favor, y ¿podrías llenarlo de flores?

—¿Qué clase de flores?

—De colores vivos.

Kitty regresó al cabo de diez minutos con un par de sábanas y un ramo de flores y hojas. Se volvió hacia la cama para ver a la niña.

Lib estudió atentamente los rasgos anchos de la criada. ¿Había en ellos solo ternura o también culpabilidad? ¿Era posible que Kitty supiera cómo habían alimentado a Anna hasta hacía poco, aunque no lo hubiera hecho ella? ¿Cómo formularle la pregunta sin alarmarla? ¿Cómo convencerla para que revelara cualquier información que poseyera, si con ello podía salvar a Anna?

—¡Kitty! —Por el tono, Rosaleen O’Donnell estaba irritada.

—¡Ya voy! —La sirvienta se apresuró a acudir a la llamada.

Lib ayudó a Anna a ir hasta una silla para cambiarle las sábanas.

La niña se entretuvo con el jarrón, arreglando el ramo. Una rama era de cornejo; Lib tenía muchas ganas de acariciar la flor cruciforme, las marcas marrones de los clavos romanos.

La pequeña acarició una hojita.

—Mire, doña Lib, incluso los dientecitos están llenos de dientecitos más pequeños.

Lib se acordó de la muela que llevaba en el delantal. Estiró muy bien las sábanas y las alisó. («Una arruga puede marcar la piel tanto como un látigo», decía siempre la señorita N.). Devolvió a Anna a la cama y la cubrió con tres mantas.

La cena, a las cuatro, consistía en una especie de estofado de pescado. Lib rebañaba el plato con pan de avena cuando apareció el doctor McBrearty. Se levantó de golpe, con tanta precipitación que a punto estuvo de derribar la silla, extrañamente avergonzada de que la pillaran comiendo.

—Buenos días, doctor —lo saludó la niña con la voz cascada, tratando de incorporarse.

Lib se apresuró a ponerle otra almohada para que apoyara la espalda.

—Bueno, Anna. Esta tarde tienes buen color.

¿Era posible que el anciano confundiera aquel rubor enfermizo con el color de la salud?

Al menos era amable con la niña. La examinó mientras hablaba como si nada del inusual buen tiempo que estaba haciendo. Seguía refiriéndose a Lib de un modo apaciguador como «la buena señora Wright aquí presente».

—A Anna acaba de caérsele un diente —dijo Lib.

—Ya veo. ¿Sabes lo que te he traído, pequeña? El mismísimo sir Otway ha tenido la amabilidad de prestarnos una silla de ruedas, para que puedas tomar el aire sin agotarte.

—Gracias, doctor.

Al cabo de un minuto se marchó, pero Lib lo acompañó hasta la puerta del dormitorio.

—Fascinante —susurró el médico.

Aquello la dejó sin palabras.

—La hinchazón de los miembros, el oscurecimiento de la piel, el tinte azulado de los labios y las uñas… Creo que Anna está cambiando a nivel sistémico —le confió el anciano al oído—. Es lógico que una constitución impulsada por otra cosa que no sea la comida funcione de un modo distinto.

Lib tuvo que apartar la cara para que McBrearty no se diera cuenta de la rabia que sentía.

La silla del baronet estaba aparcada justo en la puerta principal. Era un armatoste voluminoso de terciopelo verde ajado con tres ruedas y capota plegable. Kitty, en la mesa larga, tenía los ojos enrojecidos y llorosos de picar cebollas.

—Sin embargo, sigo sin ver un riesgo inminente dado que no se le ha desplomado la temperatura ni sufre palor constante —prosiguió McBrearty, atusándose el bigote.

¡Palor! ¿Aquel hombre había aprendido medicina leyendo novelas francesas?

—He visto a hombres en su lecho de muerte con aspecto amarillento o enrojecido, no pálidos —le dijo Lib, alzando la voz a pesar de sus esfuerzos por controlarse.

—¿En serio? Pero Anna tampoco tiene ataques, como habrá notado, ni delira. No hace falta que le diga, por supuesto, que debe llamarme si muestra algún signo de agotamiento grave.

—¡Si ya está postrada en cama!

—Unos cuantos días de descanso le irán estupendamente. No me sorprendería que este fin de semana esté ya recuperada.

Así que McBrearty era el doble de idiota de lo que había pensado.

—Doctor —le dijo—, si no quiere dar por finalizada esta vigilancia…

El leve dejo de amenaza hizo que el hombre se cerrara en banda.

—Por un lado, tal paso requeriría el consentimiento unánime del comité —le espetó.

—Pues consúlteselo.

El médico le habló al oído y ella dio un respingo.

—Si propusiera abortar la vigilancia sobre la base de que está poniendo en peligro la salud de la niña al impedir algún método secreto de alimentación, ¿qué impresión daría? ¡Equivaldría a afirmar que mis viejos amigos, los O’Donnell, son unos viles tramposos!

—¿Qué impresión dará si sus viejos amigos permiten que su hija muera? —le susurró Lib a su vez.

McBrearty contuvo el aliento.

—¿Es así como le enseñó la señorita Nightingale a dirigirse a sus superiores?

—Me enseñó a luchar por la vida de mis pacientes.

—Señora Wright, tenga la bondad de soltarme la manga.

Lib ni siquiera se había dado cuenta de que lo tenía agarrado.

El anciano se liberó bruscamente y salió de la cabaña.

Kitty se había quedado con la boca abierta.

Cuando Lib volvió corriendo al dormitorio se encontró a Anna otra vez dormida. De la nariz respingona salía apenas aire. Seguía siendo extrañamente encantadora, a pesar de todo lo malo.

Lib, en justicia, tendría que haber hecho el equipaje y llamado al conductor del coche de paseo para que la llevara a la estación de Athlone.

Si consideraba aquella vigilancia imposible de defender, no tendría que haber seguido participando en ella.

Pero no podía marcharse.

Aquel martes por la noche, a las diez y media, en el establecimiento de los Ryan, Lib cruzó de puntillas el pasillo y llamó a la puerta de William Byrne.

No obtuvo respuesta.

¿Y si había vuelto a Dublín, asqueado por lo que ella estaba permitiendo que le pasara a Anna O’Donnell? ¿Y si otro huésped abría la puerta? ¿Cómo iba a explicar su presencia allí? De repente se vio como la verían los demás: como una mujer desesperada a la puerta del dormitorio de un hombre.

Esperaría hasta haber contado hasta tres y luego…

La puerta se abrió de par en par.

William Byrne apareció con el pelo revuelto y en mangas de camisa.

—Usted.

Lib se ruborizó tanto que le dolió la cara. Su único consuelo era que Byrne no iba en camisón.

—Por favor, discúlpeme.

—No, no. ¿Hay algún problema? ¿No quiere…? —Miró hacia la cama. Tanto su pequeña habitación como la de ella eran igualmente inadecuadas para mantener una conversación.

Lib no podía pedirle que bajara a la planta baja, porque eso habría atraído todavía más la atención a aquellas horas.

—Le debo una disculpa. Tenía usted toda la razón acerca del estado de Anna —le susurró—. Esta vigilancia es abominable. —La palabra le salió demasiado fuerte; Maggie Ryan subiría corriendo las escaleras.

Byrne asintió, pero no triunfal.

—He hablado con la hermana Michael, pero no va a dar un solo paso sin el permiso expreso de sus jefes —le contó Lib—. Le he insistido al doctor McBrearty para interrumpir la vigilancia y concentrarse en disuadir a la niña de matarse de hambre, pero me ha acusado de dejarme llevar por un pánico irracional.

—Completamente racional, diría yo.

La voz tranquila de Byrne la hizo sentir un poco mejor. ¡Qué necesario se había vuelto para ella conversar con aquel hombre, y con qué rapidez!

Él se apoyó en el quicio de la puerta.

—¿Ha hecho usted algún juramento? Como el hipocrático de los médicos, el de curar y jamás matar.

—¡El de los hipócritas, más bien!

El comentario hizo sonreír a Byrne.

—No tenemos nada así —le explicó—. Como profesión, la enfermería está en pañales.

—Entonces es para usted una cuestión de conciencia.

—Sí. —Solo entonces lo comprendió. Las órdenes no importaban; su deber iba más allá.

—Y más que eso, creo —dijo él—. Le tiene cariño a su paciente.

Byrne no la habría creído si lo hubiera negado.

—Supongo que si no se lo tuviera ya habría vuelto a Inglaterra.

Era mejor no apegarse demasiado a las cosas, había dicho Anna el otro día. La señorita N. las advertía tanto acerca del afecto como del enamoramiento. Le habían enseñado a estar atenta a cualquier forma de apego y cortarlo de raíz. Así que, ¿qué había salido mal en aquella ocasión?

—¿Alguna vez le ha dicho a Anna sin tapujos que tiene que comer? —le preguntó el periodista.

Lib trató de hacer memoria.

—Desde luego he sacado el tema, pero en general he intentado mantenerme objetiva y neutral.

—El tiempo de la neutralidad ha pasado.

Pasos en las escaleras; alguien subía.

Lib se metió rápidamente en su habitación y cerró la puerta con muchísimo cuidado para no hacer el más mínimo ruido. Con las mejillas calientes, las manos heladas y la cabeza palpitante. Si Maggie Ryan había pillado a la enfermera inglesa hablando con el periodista a esas horas de la noche, ¿qué habría pensado? ¿Habría estado equivocada?

Todo el mundo tiene secretos.

El estado de Lib era más que previsible. Habría visto el peligro antes si no hubiera estado tan preocupada por Anna. O quizá no, porque aquello era algo nuevo para ella. Nunca lo había sentido por su marido, ni por ningún hombre.

¿Era mucho más joven que ella? Con aquella piel lechosa y su entusiasta energía…

Fue como si oyera a la señorita N. sacando conclusiones. Uno de esos deseos que germinan como semillas en el suelo seco de la vida de una enfermera. ¿No se respetaba lo más mínimo?

Estaba aturdida de cansancio, pero tardó bastante en dormirse.

Volvía a estar en la senda verde, de la mano de un niño que en cierto modo era uno de sus hermanos. En el sueño, la hierba daba paso a un pantano y el camino se desvanecía. Ella no podía mantener el ritmo; estaba atascada en la húmeda maraña y, a pesar de sus protestas, el hermano la soltaba y se le adelantaba. Cuando ya no pudo distinguir sus gritos ni diferenciarlos de los de los pájaros, se dio cuenta de que había señalado el camino con migas de pan. Más rápido de lo que podía seguir las migas, sin embargo, las aves se las llevaban lejos en sus picos afilados. Ya no quedaba rastro de ningún camino, y ella estaba sola.

El miércoles por la mañana, Lib se miró al espejo. Estaba ojerosa.

Llegó a la cabaña antes de las cinco. Habían sacado fuera la silla de ruedas y el terciopelo estaba húmedo de rocío.

Encontró a Anna dormida, con la cara marcada por las arrugas de la almohada. En el orinal no había más que un chorrito negruzco.

—Señora Wright —empezó a decir la hermana Michael, como para justificarse.

Lib la miró directamente a los ojos.

La monja vaciló y salió sin añadir nada más.

Por la noche había decidido qué táctica usar. Había escogido el arma con la que más probablemente podría conmover a la niña: las Sagradas Escrituras. Se puso en el regazo el montón de libros de Anna y empezó a hojearlos y a marcar párrafos con tiras de papel que rasgaba de la última página de su cuaderno de notas.

Cuando la niña se despertó un poco después, no estaba lista todavía, de modo que devolvió los volúmenes al cofre del tesoro.

—Tengo una adivinanza para ti.

Anna logró sonreír y asintió.

Lib se aclaró la garganta.

Soy liso y llano en extremo,

y, aunque me falta la voz,

digo en su cara a cualquiera

la más leve imperfección.

Contesto al que me pregunta

sin lisonja ni aflicción;

si la misma cara pone,

la misma le pongo yo.

—Un espejo —dijo Anna casi de inmediato.

—Te estás volviendo demasiado lista —le dijo Lib—. Me estoy quedando sin adivinanzas. —Impulsivamente, le puso el espejo de mano delante de la cara.

La niña se encogió. Luego estudió atentamente su reflejo.

—¿Ves el aspecto que tienes ahora? —le preguntó Lib.

—Lo veo. —Se santiguó y se levantó de la cama.

Sin embargo, se tambaleaba tanto que Lib la obligó a sentarse inmediatamente.

—Deja que te cambie el camisón —le dijo, y sacó el limpio del cajón.

La niña luchaba con los diminutos botones, de modo que Lib tuvo que desabrochárselo. Cuando se lo quitó, contuvo el aliento. Las manchas marrones de la piel se habían extendido, las zonas amoratadas ya eran como monedas esparcidas. También tenía más golpes, en sitios extraños, como si unos atacantes invisibles le hubieran dado una paliza por la noche.

Cuando Anna estuvo vestida y envuelta en dos mantones para que dejara de tiritar, Lib la obligó a tomar una cucharadita de agua.

—Otro colchón, por favor, Kitty —gritó desde la puerta.

La criada tenía los brazos sumergidos hasta los codos en el barreño donde lavaban los platos.

—No tenemos más, pero la irlandesa puede quedarse el mío.

—¿Y tú qué harás?

—A la hora de acostarme ya habré encontrado algo. No importa. —El tono de Kitty era de desolación.

Lib vaciló.

—Muy bien, pues. ¿Puedes darme algo suave también, para poner encima?

La criada se secó una ceja con el antebrazo enrojecido.

—¿Una manta?

—Algo más suave. —Tiró de las tres mantas de la cama y las sacudió con tanta energía que restallaron.

«Pusimos todas las mantas de la casa en su cama», había dicho Rosaleen O’Donnell. Lib cayó en la cuenta de que aquella tenía que haber sido la cama de Pat, porque no había ninguna más, aparte de la del recoveco donde dormían los padres. Arrancó la sucia sábana bajera, dejando al descubierto el colchón. Vio las manchas indelebles. Así que Pat había muerto allí mismo; allí se había enfriado entre los brazos cálidos de su hermana pequeña.

En la silla, Anna parecía casi inexistente, como los guantes de Limerich en su cáscara de nuez. Lib oyó voces en la cocina.

Rosaleen O’Donnell entró al cabo de un cuarto de hora con el colchón de Kitty y una piel de cordero que les había pedido prestada a los Corcoran.

—¿Estás callada esta mañana, dormilona? Sostuvo las manos deformadas de su hija entre las suyas.

¿Cómo podía pensar aquella mujer que «dormilona» era la palabra adecuada para describir un letargo como el de Anna?, se preguntó Lib. ¿No veía que se estaba derritiendo como una vela?

—¡Ah, bueno! Una madre entiende lo que sus hijos no dicen, como reza el dicho. Aquí está papá.

—Buenos días, hija —saludó Malachy desde la puerta.

Anna se aclaró la garganta.

—Buenos días, papá.

El hombre se acercó a acariciarle el pelo.

—¿Cómo te encuentras hoy?

—Bastante bien.

Malachy asintió, como si estuviera convencido de ello.

Los pobres vivían al día, ¿sería eso?, se preguntó Lib. Al no tener control sobre sus circunstancias, ¿aprendían a no molestarse en ver más allá? Eso o bien aquel par de criminales sabían exactamente lo que le estaban haciendo a su hija.

Cuando se marcharon, Lib rehízo la cama con los dos colchones y extendió la piel de oveja por debajo de la sábana bajera.

—Arriba y acuéstate a descansar un poco más.

«Arriba». Una palabra ridícula teniendo en cuenta cómo se arrastraba Anna hacia la cama.

—Qué blando —murmuró la pequeña, palmeando la superficie mullida.

—Es para prevenir las llagas —le explicó Lib.

—¿Cómo volvió a empezar, doña Lib? —Anna se había expresado con mucha seriedad.

Lib le colocó la cabeza de lado.

—Cuando se quedó viuda. Una vida completamente nueva, dijo usted.

Estaba tristemente impresionada de que la niña pudiera sobreponerse a su sufrimiento para interesarse por su pasado.

—Había una guerra espantosa en el este y quise ayudar a los enfermos y los heridos.

—¿Lo hizo?

Los hombres vomitaban, se ensuciaban, mojaban la cama, morían. Los hombres de Lib. Los hombres que la señorita N. le había asignado. A veces morían en sus brazos, pero solían hacerlo mientras ella se veía obligada a estar en otra habitación, doblando vendas o removiendo gachas.

—Creo que ayudé a unos cuantos, en cierto modo.

Al menos había estado allí. Lo había intentado. ¿Qué valor tenía eso?

—Mi maestra decía que este es el reino del infierno y que nuestro trabajo es acercarlo un poco más al cielo.

Anna asintió, como si no hiciera falta decirlo.

«Miércoles, 17 de agosto, 7.49 de la mañana —anotó Lib—. Décimo día de la vigilancia».

Pulso: 109 pulsaciones por minuto.

Pulmones: 22 respiraciones por minuto.

Incapaz de andar.

Volvió a sacar los libros y los estudió hasta que obtuvo lo que necesitaba.

Esperaba que Anna le preguntara qué hacía, pero no. La niña estaba acostada, quieta, siguiendo con la mirada las motas de polvo que bailaban en los rayos de luz matutina.

—¿Te apetece otra adivinanza? —le preguntó finalmente.

—¡Oh, sí!

Dos cuerpos tengo, en uno solo.

Cuanto más tranquilo estoy

más rápido corro.

—Cuanto más tranquilo estoy… —repitió Anna en un murmullo—. Dos cuerpos…

Lib asintió y esperó.

—¿Lo pillas?

—Un momento.

Lib echó un vistazo al minutero del reloj.

—¿Nada?

Anna sacudió la cabeza, negando.

—Un reloj de arena. El tiempo se precipita como la arena dentro del cristal y nada puede frenarlo.

La niña la miró impertérrita.

Lib acercó mucho la silla a la cama. Había llegado la hora de la batalla.

—Anna. ¿Has llegado a convencerte de que Dios te ha escogido, de entre todos los habitantes del mundo, para no comer?

Anna tomó aire para responder.

—Escúchame, por favor. Esos libros sagrados tuyos están llenos de órdenes que lo contradicen. —Abrió El jardín del alma y buscó la línea que había marcado—. «Considera la carne y la bebida medicinas necesarias para tu salud». O aquí, en los Salmos. —Pasó las páginas hasta llegar a la que buscaba—. «Estoy mustio como la hierba y el corazón se me seca porque he olvidado comer mi pan». ¿Y qué me dices de esto?: «Come y bebe y sé feliz». O de este versículo que te oigo recitar constantemente: «Danos nuestro pan de cada día».

—No es pan de verdad —murmuró Anna.

—Una niña de verdad necesita pan de verdad —le dijo Lib—. Jesús compartió las hogazas y los peces con cinco mil personas, ¿no?

Anna tragó despacio, como si tuviera una piedra en la garganta.

—Fue caritativo porque estaban débiles.

—Porque eran humanos, querrás decir. No dijo: «Ignorad el estómago y seguid escuchándome predicar». Les dio de cenar. —Le temblaba la voz de la rabia—. Durante la Última Cena, partió el pan con sus discípulos, ¿no es cierto? ¿Qué les dijo? ¿Cuáles fueron exactamente sus palabras? —En voz muy baja, se respondió—: «Tomad y comed». ¡Ni más ni menos!

—Una vez consagrado, el pan ya no era pan sino Él mismo —se apresuró a responder Anna—. Como maná. —Acarició la encuadernación de piel de los Salmos como si el libro fuera un gato—. Durante meses me estuvieron alimentando con maná caído del cielo.

—¡Anna! —Lib le arrebató el libro con tanta brusquedad que el volumen cayó al suelo. Su carga de preciadas estampitas se esparció.

—¿A qué viene tanto alboroto? —Rosaleen asomó la cabeza por la puerta.

—No pasa nada —le contestó Lib, de rodillas, con el corazón desbocado, recogiendo las estampitas.

Una pausa terrible.

No quería alzar la vista del suelo. No podía permitirse mirar a los ojos a la mujer por si se le notaba lo que sentía.

—¿Va todo bien, hija? —preguntó la mujer.

—Sí, mami.

¿Por qué no le decía Anna a su madre que la inglesa había tirado al suelo su libro y que la estaba amenazando para que rompiera el ayuno? Los O’Donnell presentarían una queja contra ella, seguro, y le ordenarían que hiciera el equipaje.

Anna no dijo nada más y Rosaleen se retiró. Cuando las dos estuvieron otra vez solas, Lib se levantó y devolvió el libro al regazo de la pequeña, con las estampas amontonadas encima.

—Siento que estén descolocadas —le dijo.

—Sé dónde va cada una. —Con dedos hábiles a pesar de la hinchazón, Anna devolvió todas las estampitas al lugar correspondiente.

Lib se recordó que estaba preparada para perder aquel trabajo. ¿No habían despedido a William Byrne a los dieciséis años por las sediciosas verdades que había contado acerca de sus compatriotas hambrientos? Probablemente eso lo había hecho un hombre. No tanto la pérdida en sí como haber sobrevivido a ella, haberse dado cuenta de que era posible fallar y empezar de nuevo.

Anna inspiró profundamente y Lib oyó una levísima crepitación. «Líquido en los pulmones», anotó. Eso significaba que quedaba poco tiempo.

«Te he visto donde nunca estuviste y donde nunca estarás».

—¿Vas a escucharme, por favor?

Estuvo a punto de añadir «querida», pero esa era la manera de hablar de la madre, con suavidad; Lib tenía que decirle las cosas a las claras.

—Seguro que te das cuenta de que empeoras.

Anna negó con la cabeza.

—¿Te duele esto? —Se inclinó hacia ella y ejerció presión donde tenía el vientre más hinchado.

El dolor agónico se reflejó en la cara de la niña.

—Lo siento —dijo Lib, sin ser del todo sincera. Le quitó el gorrito—. Mira cuánto pelo pierdes todos los días.

—«Pues aun vuestros cabellos están todos contados» —susurró la pequeña.

La ciencia era la magia más fuerte que Lib conocía. Si algo podía romper el hechizo que dominaba a aquella niña…

—El cuerpo es como una máquina —empezó, intentando usar el tono pedagógico de la señorita N.—. La digestión es la quema de combustible. Si se le niega el combustible, el cuerpo destruye sus propios tejidos. —Se sentó y apoyó la palma de la mano en el vientre de Anna, esta vez con delicadeza—. Esto es el fogón. La comida que ingeriste cuando tenías diez años, lo que creciste ese año gracias a ello, todo se ha consumido en los últimos cuatro meses. Piensa en lo que comiste a los nueve, a los ocho años. Convertido en cenizas. —Retrocedió a una velocidad de vértigo—. Cuando tenías siete, seis, cinco años. Cada comida que tu padre se esforzaba trabajando para poner en la mesa, cada bocado que tu madre cocinaba está siendo consumido ahora por el fuego salvaje que hay dentro de ti.

Anna a los cuatro años, a los tres, antes de que dijera la primera frase. A los dos años, en pañales, al año. Todo el camino de vuelta hasta su primer día de vida, hasta el primer sorbo de leche materna.

—Pero el motor no funcionará mucho más sin el combustible adecuado, ¿lo entiendes?

La calma de Anna era una lámina de cristal irrompible.

—No es solo que queda menos de ti día a día —le dijo Lib—, es que todos tus mecanismos pierden potencia, empiezan a detenerse.

—Yo no soy una máquina.

—Como una máquina, quiero decir. No insulto a tu Creador. Piensa en él como en el ingeniero más ingenioso de todos.

Anna sacudió la cabeza.

—Soy su niña.

—¿Podemos hablar en la cocina, señora Wright? —Rosaleen estaba en el umbral de la puerta, con los largos brazos en jarras.

¿Cuánto habría oído?

—No es un buen momento.

—Debo insistir, ’ñora.

Lib se levantó con un suspiró.

Iba a incumplir la norma de no dejar a Anna sola en su cuarto, pero ¿qué importaba ya? No imaginaba a la niña levantándose de la cama para raspar migajas de algún escondrijo y, sinceramente, si eso sucedía, se alegraría. «Engáñame, embáucame, siempre y cuando comas».

Cerró la puerta al salir para que Anna no pudiera oír nada.

Rosaleen O’Donnell estaba sola, mirando por la ventanita de la cocina. Se volvió blandiendo un periódico.

—John Flynn lo ha conseguido en Mullingar esta mañana.

Había pillado a Lib por sorpresa. Así que no quería hablarle de lo que le acababa de decir a la niña. Miró el periódico abierto por una de las páginas. El encabezamiento lo identificaba como el Irish Times. Vio inmediatamente el artículo de Byrne sobre el declive de Anna. Gracias a un afortunado y fugaz encuentro con la niña que ayuna…

—¿Cómo es que este fanfarrón llegó a encontrarse casualmente con mi hija, si puedo preguntárselo? —inquirió Rosaleen.

Lib sopesó cuánto admitir.

—¿Y de dónde ha sacado esta tontería de que está en grave peligro? He pillado a Kitty llorando desconsoladamente y cubriéndose la cara con el delantal esta mañana porque la ha oído decirle algo al médico sobre un lecho de muerte.

Lib decidió atacar.

—¿Y cómo lo llamaría usted, señora O’Donnell?

—¡Qué descaro!

—¿Se ha fijado en su hija últimamente?

—¡Oh! Usted sabe más que el médico de la niña, ¿verdad? ¡Usted, que no sabe distinguir un niño muerto de uno vivo! —se burló Rosaleen, indicando la fotografía de la repisa de la chimenea.

Aquello le dolió.

—McBrearty cree que su hija se está convirtiendo en algo parecido a un lagarto. Esa es la clase de viejo chocho al que le está confiando la vida de la niña.

La mujer tenía los puños apretados y los nudillos blancos.

—Si no la hubiera nombrado el comité, la echaría ahora mismo de mi casa.

—¿Para que Anna se muera lo más rápido posible?

Rosaleen O’Donnell se le echó encima.

Sorprendida, Lib se apartó para evitar el golpe.

—¡No sabe nada de nosotros! —le gritó la mujer.

—Sé que Anna está demasiado hambrienta para levantarse de la cama.

—Si la niña está… sufriendo un poco es solo por la tensión de verse observada como una prisionera.

Lib soltó un bufido. Se acercó más a la mujer, con el cuerpo completamente rígido.

—¿Qué clase de madre permite que se llegue a esto?

Rosaleen hizo lo último que Lib esperaba: rompió a llorar.

Lib se la quedó mirando.

—¿No lo he hecho lo mejor que he podido? —gimió la mujer, con las lágrimas corriendo por las arrugas de su rostro—. ¿Acaso no es carne de mi carne, mi última esperanza? ¿No la he traído al mundo y la he criado con ternura? ¿No la he alimentado mientras me dejó hacerlo?

Por un momento, Lib vislumbró lo que tenía que haber sido. Ese lejano día de primavera, cuando la niñita de los O’Donnell había cumplido once años e, inexplicablemente, se había negado a tomar otro bocado, para sus padres tenía que haber sido un horror tan espantoso como la enfermedad que se había llevado a su hijo el otoño anterior. Para Rosaleen O’Donnell, el único modo de encontrar sentido a esas catástrofes era convenciéndose de que formaban parte del plan de Dios.

—Señora O’Donnell, le aseguro que…

Pero la otra huyó y se metió en el recoveco que había detrás de la cortina de saco.

Lib regresó al dormitorio temblando. La confundía sentir tanta simpatía por una mujer a la que detestaba.

Anna no parecía haber oído la pelea. Estaba recostada en las almohadas, absorta en las estampitas.

Trató de sobreponerse. Miró por encima del hombro de Anna la imagen de la niña flotando en una balsa en forma de cruz.

—El mar es muy distinto a un río, ¿sabes?

—Es más grande —dijo Anna. Tocó con un dedo la estampa, como para notar la humedad.

—Infinitamente más grande. Además, el río se mueve en una sola dirección, mientras que el mar parece que respira. Sube y baja, sube y baja.

Anna inhaló, esforzándose por llenar los pulmones.

Lib consultó el reloj: era casi la hora. «A mediodía». Eso era lo único que había escrito en la nota que había deslizado bajo la puerta de Byrne antes de amanecer. No le gustaba el aspecto de aquellas nubes color gris pizarra, pero no podía evitarlas. Además, el clima irlandés cambiaba cada cuarto de hora.

A las doce en punto, en la cocina se elevó el clamor del ángelus. Contaba con ello como distracción.

—¿Damos un paseíto, Anna?

Rosaleen y la criada estaban de rodillas.

—Y el ángel del Señor anunció a María…

Lib se apresuró a traer la silla de ruedas, que estaba fuera de la casa.

—Ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

La empujó por la cocina. Una rueda trasera chirriaba.

Anna había conseguido levantarse de la cama y arrodillarse al lado.

—Que sea en mí según tu voluntad —estaba rezando.

Lib cubrió la silla con una manta y la ayudó a sentarse. Luego la tapó con otras tres, envolviéndole los pies hinchados, empujó la silla rápidamente por delante de los adultos que rezaban y salieron fuera.

El verano se terminaba; algunas flores amarillas estrelladas de tallo largo adquirían un tono broncíneo.

Una masa nubosa se partió, como a lo largo de una costura, y la luz se derramó por la brecha.

—Ha salido el sol —dijo Anna, con la voz ronca y la cabeza apoyada en el acolchado de la silla.

Lib se apresuró por el sendero. La silla daba tumbos debido a los surcos y las piedras. Enfilaron la carretera y allí estaba William Byrne, a pocos pasos de distancia.

No sonreía.

—¿Está inconsciente?

Lib se dio cuenta entonces de que Anna estaba hundida en la silla con la cabeza caída hacia un lado. Le dio un golpecito en la mejilla y movió el párpado, para su alivio.

—Solo duerme —le respondió.

Aquel día Byrne no estaba para charlas intrascendentes.

—Y bien, ¿han sido de alguna utilidad sus argumentos?

—Le resbalan —admitió ella, dando la espalda al pueblo y empujando la silla para que la niña siguiera durmiendo—. Este ayuno es el sostén de Anna, su tarea diaria, su vocación.

Él asintió gravemente.

—Si sigue empeorando tan rápidamente…

¿Qué iba a decirle?

Byrne tenía los ojos oscuros, casi azul marino.

—¿Se plantearía obligarla a comer?

Lib se imaginó la escena: sujetando a Anna, metiéndole un tubo por la garganta y alimentándola. Alzó la cabeza hacia él y se encontró con su mirada ardiente.

—No creo que pudiera. No por aprensión —le aseguró.

—Sé lo que le costaría.

Eso tampoco, o no del todo. No era capaz de explicarlo.

Caminaron un minuto, dos. A Lib se le ocurrió que los tres podían pasar por una familia que tomaba el aire.

Byrne volvió a hablar con más brusquedad.

—Bueno, al final resulta que el cura no está detrás del fraude.

—¿Don Thaddeus? ¿Cómo puede estar seguro?

O’Flaherty, el maestro, dice que puede que fuera McBrearty quien habló con todos para formar este comité, pero que fue el sacerdote quien insistió en que se vigilara a la niña y en que lo hicieran enfermeras con experiencia.

Lib se quedó desconcertada. Byrne tenía razón; ¿por qué habría querido un hombre culpable que observaran a Anna? Tal vez se había precipitado respaldando las sospechas de Byrne acerca de Thaddeus debido a la poca confianza que le inspiraban los sacerdotes.

—También he averiguado más sobre esa misión que mencionó Anna —dijo Byrne—. La primavera pasada, los Redentoristas de Bélgica se abalanzaron…

—¿Los Redentoristas?

—Los misioneros redentoristas. El papa los manda por toda la cristiandad, como sabuesos, para reunir a los fieles y olisquear la heterodoxia. Les machacan la cabeza a los campesinos con las reglas, les meten de nuevo el temor de Dios en el alma —le explicó él—. Así que, durante tres semanas, tres veces al día, estos Redentoristas atormentaron a los hombres de estos pantanos. —Indicó el paisaje multicolor—. Según Maggie Ryan, un sermón era un auténtico espectáculo que enardecía: el fuego del infierno y el azufre llovían, los niños chillaban y después la gente hacía cola tan impaciente por confesarse que un tipo fue pisoteado por la multitud, que le aplastó las costillas. La misión terminó con un Quarantore multitudinario…

—¿Con qué? —preguntó Lib, perdida de nuevo.

—Significa cuarenta horas: el tiempo que Nuestro Señor pasó en la tumba. —Byrne simuló un fuerte acento irlandés—. ¿No sabe nada, pagana?

Eso la hizo sonreír.

—Durante cuarenta horas el Santísimo Sacramento estuvo expuesto en todas las capillas de varios kilómetros a la redonda y una muchedumbre de fieles se estuvo dando empujones para postrarse ante él. El jaleo culminó con la confirmación de todos los niños y niñas.

—Incluida Anna —aventuró Lib.

—El día antes de su undécimo cumpleaños.

La confirmación: el momento de la decisión. El final de la infancia, como lo había descrito Anna. Sobre la lengua la Sagrada Hostia: su Dios en forma de disco de pan.

Pero ¿cómo podía haber tomado la terrible resolución de hacer de ella su última comida? ¿Podía haber entendido mal algo de lo que los sacerdotes extranjeros habían dicho para enfebrecer a la multitud?

Lib estaba tan asqueada que tuvo que parar un momento y apoyarse en las asas de piel de la silla de ruedas.

—¿De qué trataba el sermón que causó el tumulto? ¿Se ha enterado usted?

—De la fornicación, ¿de qué si no?

Lib apartó la cara al oír la palabra.

—¿Eso es un águila? —La vocecita les hizo dar un respingo.

—¿Dónde? —le preguntó Byrne a Anna.

—Ahí, muy arriba, por encima de la senda verde.

—Creo que no es más que el rey de todos los cuervos.

—Recorrí la llamada senda verde el otro día —dijo Lib, para trabar conversación—. La excursión fue una completa pérdida de tiempo.

—Fue un invento inglés, en realidad —comentó Byrne.

Lo miró de reojo. ¿Era una de sus bromitas?

—En invierno del 47 Irlanda estuvo cubierta por una capa de nieve tan espesa que llegaba hasta el pecho por primera vez en su historia. Puesto que se consideraba que la caridad corrompía —ironizó—, se invitó a los hambrientos a participar en las obras públicas. Por estos lares esto significaba construir un camino de ninguna parte a ninguna parte.

Lib frunció el ceño y ladeó la cabeza hacia la niña.

—¡Oh! Estoy seguro de que ha oído todas estas historias. —Pero se inclinó para echarle un vistazo a Anna.

Había vuelto a dormirse, con la cabeza apoyada en un borde de la silla. Lib la arropó con las mantas.

—Así que los hombres picaban piedra y la troceaban. Cada cesta valía por una comida —prosiguió él en voz baja—. Las mujeres cargaban con las cestas y colocaban las piezas. Los niños…

—Señor Byrne —protestó Lib.

—Es usted quien quería saber más acerca de la senda.

¿Estaba resentido con ella por el mero hecho de ser inglesa? De haber sabido lo que sentía por él, ¿habría respondido con desprecio? ¿Con lástima, incluso? La lástima habría sido peor.

—Seré breve. A los que caían debido al frío o al hambre o a la fiebre y no volvían a levantarse los enterraban al borde del camino, dentro de un saco, a escasos cinco centímetros de profundidad.

Lib pensó en sus botas pisando el blando borde florido de la senda verde. El pantano nunca olvidaba; mantenía las cosas en un notable estado de conservación.

—Ya basta —le rogó—, por favor.

Un compasivo silencio se instaló entre ambos, por fin.

Anna se movió y volvió la cara hacia el raído terciopelo.

Una gota de lluvia, luego otra. Lib agarró la capota negra de la silla. Las bisagras estaban llenas de herrumbre y Byrne la ayudó a desplegarla para cubrir a la niña dormida un momento antes de que cayera el chaparrón.

No podía dormir en su habitación del establecimiento de los Ryan, ni leer, ni hacer nada aparte de mortificarse. Tendría que haber cenado algo, lo sabía, pero era incapaz de tragar nada.

A medianoche la lámpara ardía apenas sobre la cómoda de Anna y la niña era un puñado de pelo oscuro en la almohada. Su cuerpo apenas se notaba bajo las sábanas. Se había pasado toda la noche hablando con la niña, un monólogo, más bien, hasta quedarse ronca.

Ahora estaba sentada junto a la cama pensando en una sonda. Una sonda muy delgada, flexible y engrasada, no más gruesa que una pajita, pasando entre los labios de la niña, tan despacio, con tanto cuidado como para que Anna siguiera durmiendo. Se imaginó vertiendo leche por esa sonda hasta el estómago de la pequeña, poquito a poco.

Porque, ¿y si la obsesión de Anna era tanto el resultado de su ayuno como su causa? Al fin y al cabo, ¿quién piensa con claridad teniendo el estómago vacío? A lo mejor, paradójicamente, la niña solo volvería a sentir hambre cuando hubiera ingerido algo. Si Lib la alimentaba por sonda, la estaría fortaleciendo, de hecho. Apartando a Anna del borde del abismo, dándole tiempo para recuperar la cordura. No estaría usando la fuerza sino asumiendo su responsabilidad; la enfermera Wright, la única entre todos los adultos lo bastante valiente para hacer lo necesario para salvar a Anna O’Donnell de sí misma.

Apretó tanto la mandíbula que le dolió.

¿No suelen hacerles los adultos cosas dolorosas a los niños por su propio bien? O las enfermeras a sus pacientes. ¿No había desbridado ella quemaduras y extraído metralla de las heridas, arrastrando a más de unos cuantos pacientes de vuelta a la tierra de los vivos por medios dolorosos? Al fin y al cabo, los lunáticos y los prisioneros sobrevivían porque los alimentaban a la fuerza varias veces al día.

Se imaginó a Anna despertándose, empezando a forcejear, tosiendo, tratando de vomitar, con los ojos húmedos de rabia por la traición. Ella le sujetaría la naricita y le presionaría la cabeza contra la almohada. «Estate quieta, querida». «Déjame». «Tienes que hacerlo». Empujando el tubo, inexorable.

¡No! Lo pensó con tanta intensidad que no estuvo segura de haberlo gritado.

No funcionaría. Eso tendría que haberle dicho a Byrne aquella tarde.

Fisiológicamente, sí. Hacer bajar a la fuerza comida por la garganta de Anna le aportaría energía, pero no la mantendría con vida. En todo caso aceleraría su distanciamiento del mundo. Quebraría su espíritu.

Contó las respiraciones durante un minuto entero de reloj.

Veinticinco, demasiadas, una respiración peligrosamente rápida. Completamente regular, a pesar de todo.

A pesar del debilitamiento del cabello, de las manchas, de las llagas en las comisuras de los labios, Anna era tan hermosa como cualquier niña dormida.

«Durante meses me estuvieron alimentando con maná caído del cielo». Eso le había dicho aquella mañana. «Vivo del maná caído del cielo», les había dicho a sus visitantes espiritistas una semana antes. Pero esta vez, Lib era consciente de ello, lo había dicho de un modo distinto, en pasado, con nostalgia: «Durante meses me estuvieron alimentando con maná caído del cielo».

A menos que ella lo hubiera oído mal. Cuatro meses, ¿era eso lo que había dicho? «Me estuvieron alimentando cuatro meses con maná caído del cielo». Anna había empezado a ayunar cuatro meses antes, en abril, y subsistido a base de maná, fuera cual fuese el medio oculto de alimentación al que se refería, hasta la llegada de las enfermeras.

Pero no, eso no tenía sentido, porque en tal caso habría empezado a mostrar los síntomas de un ayuno completo apenas un par de días más tarde. Lib no había advertido ningún deterioro hasta que Byrne se lo había hecho notar el lunes de la segunda semana. ¿Podía haber aguantado una criatura siete días sin decaer?

Releyó las páginas de su cuaderno de notas, una serie de despachos telegráficos desde un lejano campo de batalla. La primera semana, todos los días habían sido prácticamente iguales hasta…

Hasta que se había negado a que su madre la saludara.

Miró lo que había escrito con pulcritud. Sábado por la mañana, seis días de vigilancia. Ningún apunte médico; Lib había anotado eso simplemente porque era un cambio inexplicable del comportamiento de la niña.

¿Cómo podía haber estado tan ciega?

No solo la saludaba dos veces al día; con su abrazo la huesuda mujerona ocultaba la cara de la niña. Un beso, como el de un gran pájaro alimentando a sus polluelos. Incumpliendo la norma de la señorita N., despertó a Anna, que parpadeó y apartó la cara de la luz cruda de la lámpara.

—Cuando te alimentaban con maná, ¿quién te lo traía?

No le había dicho «quién te lo daba» porque habría dicho que el maná provenía de Dios.

Esperaba resistencia por parte de la niña, que lo negara, alguna historia rocambolesca acerca de los ángeles.

—Mami —murmuró Anna.

¿Había estado desde el principio dispuesta a responder con tanta candidez si se lo preguntaban? Si hubiera despreciado un poco menos las historias piadosas, habría prestado más atención a lo que la niña trataba de decirle.

Recordó el modo en que Rosaleen O’Donnell se colaba para darle el permitido abrazo mañana y noche, sonriente pero extrañamente muda. Tan charlatana otras veces pero no cuando iba a abrazar a su hija. Sí. Rosaleen no abría la boca hasta haber abrazado a su hija con todo el cuerpo.

Lib acercó la suya a la orejita de Anna.

—¿Lo pasaba de su boca a la tuya?

—Con un beso sagrado —dijo Anna, asintiendo, sin ninguna vergüenza.

La furia le encendió la sangre. Así que la madre masticaba comida en la cocina y luego alimentaba a Anna delante de las narices de las enfermeras, dos veces al día, dejándolas en ridículo.

—¿A qué sabe el maná? ¿A leche o a gachas de avena?

—Tiene un sabor celestial —dijo Anna, como si la respuesta fuera obvia.

—¿Te decía ella que provenía del cielo?

La pregunta desconcertó a Anna.

—De ahí viene el maná.

—¿Lo sabe alguien más? ¿Kitty? ¿Tu padre?

—No creo. Nunca lo he contado.

—¿Por qué? ¿Te lo ha prohibido tu madre? ¿Te ha amenazado?

—Es un secreto.

Un secreto compartido, demasiado sagrado para expresarlo con palabras. Sí, a Lib no le costaba imaginar a una mujer de carácter convenciendo a su pequeña de eso. Sobre todo a una niña como Anna, criada en un mundo de misterios. Los jóvenes confían mucho en los adultos en cuyas manos están. ¿Habría empezado el día que había cumplido once años o había ido desarrollándose gradualmente desde mucho antes? ¿Era una especie de juego de manos? La madre le leía a la hija el episodio bíblico del maná y la confundía con enigmas místicos. O quizás ambas habían contribuido tácitamente a la invención de aquel juego mortal. Al fin y al cabo, la niña era más inteligente que la madre y más leída. Todas las familias tienen peculiaridades que los de fuera no captan.

—Entonces, ¿por qué me lo cuentas? —le preguntó Lib.

—Eres mi amiga.

La forma en la que Anna adelantó la barbilla le rompió el corazón.

—Ya no tomas maná, ¿verdad? No has tomado desde el sábado.

—No me hace falta.

«¿No la he alimentado mientras me dejó hacerlo?», había gritado Rosaleen.

Lib había notado el dolor y los remordimientos de la mujer, pero, aun así, no lo había entendido.

La madre había puesto a Anna en un pedestal para que iluminara el mundo como un faro. Su intención había sido mantener con vida su hija indefinidamente con su aporte secreto de comida. Había sido Anna la que había dicho basta cuando llevaban una semana vigilándola.

¿Había intuido la niña las consecuencias? ¿Las entendía ahora?

—Lo que tu madre te metía en la boca era comida de la cocina —le dijo Lib con premeditada dureza—. Han sido esas dosis de papilla lo que te ha mantenido con vida todos estos meses. —Hizo una pausa, esperando alguna reacción, pero la niña tenía la mirada perdida—. Tu madre te ha mentido, ¿no lo ves? Necesitas comer como todo el mundo. No tienes nada de especial. —Las palabras le salían como una lluvia de insultos—. Si no comes, niña, vas a morirte.

Anna la miró a los ojos, asintió y sonrió.