Capítulo IX
NO HAY REFUGIO SEGURO
CABINA DE OPERACIONES, JEFATURA DE POLICÍA
POTRILLO estaba sentado frente al ordenador central de la PES esperando los resultados de su última búsqueda. El peinado exhaustivo de la lanzadera goblin había revelado una huella dactilar completa y otra parcial. La huella completa era la suya propia, un hecho que tenía fácil explicación, puesto que Potrillo había supervisado personalmente todas las partes retiradas de la lanzadera. La huella parcial podía pertenecer a su traidor; no bastaría para identificar al duende que había estado suministrando tecnología de la PES a los B’wa Kell pero sí para eliminar a los inocentes. Activando una búsqueda de referencias cruzadas entre los nombres restantes y los de cualquiera que tuviese acceso a las piezas de las lanzaderas, la lista se acortaría de manera significativa. Potrillo meneó la cola con satisfacción. Era un genio. No tenía sentido mostrarse humilde al respecto.
En ese momento, el ordenador estaba efectuando un registro de los archivos personales con la huella parcial. Lo único que podía hacer Potrillo era juguetear con algo entre los dedos y esperar el contacto con el equipo que había en la superficie. Los estallidos de magma seguían sucediéndose, cosa que era muy rara. Muy rara y muy oportuna.
El suspicaz hilo de pensamiento de Potrillo se vio interrumpido por una voz familiar.
—Búsqueda realizada —anunció el ordenador, con idéntico tono al de Potrillo, ligeramente vanidoso—. Trescientos cuarenta y seis eliminados. Cuarenta posibles sospechosos.
Cuarenta. No estaba mal. Podrían interrogarlos fácilmente. Una oportunidad para utilizar el Retimagen una vez más, pero había otra manera de estrechar el cerco.
—Ordenador, realiza las referencias cruzadas posibles con el personal del nivel tres. —El personal del nivel tres incluiría a cualquiera que tuviese acceso a las fundiciones de reciclaje.
—Efectuando la búsqueda…
Por supuesto, el ordenador solo aceptaba órdenes de Seres Mágicos cuyo patrón de voz coincidiese con los que tuviese programados para reconocer, y como medida de precaución adicional, Potrillo había codificado su clave de acceso personal y otros archivos importantes en un lenguaje informático basado en el antiguo idioma de los centauros: el centáurico.
Todos los centauros eran un pelín paranoicos, y tenían sus razones, pues quedaban menos de cien. Los humanos se las habían apañado para extinguir a sus primos, los unicornios. Probablemente habría unos seis centauros bajo la Tierra capaces de leer el idioma, y solo uno capaz de descifrar el dialecto informático.
El centáurico era, casi con toda seguridad, la forma de escritura más antigua, cuyos orígenes se remontaban más de diez milenios atrás, cuando los humanos empezaron a cazar a los seres mágicos. El primer párrafo de Los manuscritos de Capalla, el único manuscrito iluminado que se conservaba, rezaba así:
Criaturas mágicas, prestad atención a esta advertencia:
en la Tierra, la raza humana inicia su descendencia,
de modo que escondeos, para que no os encuentren, y bajo
la superficie construid vuestro hogar, duendes.
Los centauros eran famosos por su intelecto, no por sus dotes poéticas, pero pese a todo, a Potrillo aquellas palabras seguían pareciéndole tan relevantes como lo habían sido todos esos siglos atrás.
Cudgeon golpeó con los nudillos en el cristal de seguridad de la cabina de operaciones. Bueno, técnicamente, Cudgeon no tenía permiso para acceder a la sala, pero Potrillo le dejó entrar pulsando un botón porque lo cierto es que era incapaz de resistir la tentación de meterse con el ex comandante. Cudgeon había sido degradado al rango de teniente después de un desastroso intento de reemplazar a Remo como cabecilla del escuadrón de Reconocimiento. De no haber sido por la considerable influencia política de su familia, lo habrían expulsado para siempre del cuerpo. En realidad, le habría ido mucho mejor si hubiese cambiado de trabajo, así al menos no tendría que sufrir las pullas constantes de Potrillo.
—Traigo unos formularios que necesito que me firmes —dijo el teniente, evitando encontrarse con la mirada del centauro.
—Por mí, ningún problema, comandante —soltó Potrillo—. ¿Cómo van esas conspiraciones? ¿Alguna revolución prevista para esta tarde?
—Firme los formularios, por favor —insistió Cudgeon mientras le tendía un digi-boligrafo. Le temblaban las manos.
Es increíble, pensó Potrillo. Y pensar que este elfo miedica y esmirriado era antes de lo mejorcito de la PES.
—No, ahora en serio, Cudgeon. Estás haciendo un trabajo de primera con lo de los formularios.
Cudgeon entrecerró los ojos con aire suspicaz.
—Gracias, señor.
Una sonrisa asomó a la comisura de los labios de Potrillo.
—De nada, pero que no se te suba a la cabeza, a ver si te va a salir algún grano o algo parecido. —Cudgeon se llevó la mano a su frente deforme. Todavía le quedaba un resquicio de su vieja vanidad—. ¡Uy! Un tema delicado. Creo que he metido la pata, lo siento.
Un breve chispazo asomó por el rabillo del ojo de Cudgeon, un chispazo que debería haber puesto sobre aviso a Potrillo, pero a este lo distrajo un pitido del ordenador.
—Lista completa.
—Perdóname un momento, comandante. Se trata de un asunto importante, algo relacionado con el ordenador; no lo entenderías.
Potrillo se volvió hacia la pantalla de plasma. El teniente no tendría más remedio que esperar para que le firmara el formulario; seguramente solo era otra orden relacionada con las piezas de las lanzaderas.
Una bombilla se encendió en su cabeza, una bombilla enorme que empezó a emitir auténticos fuegos artificiales. Las piezas de las lanzaderas. Alguien de dentro. Alguien con una cuenta pendiente que saldar. A Potrillo empezó a resbalarle un hilo de sudor por cada centímetro de su rostro.
Dirigió la mirada a la pantalla de plasma para obtener la confirmación de lo que ya sabía. Solo había dos nombres: el primero, Canicas Bo, se podía descartar de entrada, ya que el agente de Recuperación había muerto en un accidente mientras pilotaba una lanzadera. El segundo nombre parpadeaba con suavidad: teniente Brezo Cudgeon. Degradado al departamento de reciclaje hacia la misma época en que Holly había retirado aquel cohete de estribor. Todo encajaba.
Potrillo sabía que si no respondía al mensaje en diez segundos, el ordenador leería el nombre en voz alta. Con naturalidad, pulsó el botón de borrar.
—¿Sabes una cosa, Brezo? —empezó a decir—. Todas esas veces que me meto con el problema de tu cabeza… Solo son bromas, ¿sabes? Bromas inofensivas. Es mi forma de demostrarte mi solidaridad con tu problema. De hecho, tengo aquí una pomada…
De repente sintió la presión de algo frío y metálico en la nuca.
Potrillo había visto demasiadas películas de acción como para no saber lo que era.
—Guárdate esa pomada para ti, pedazo de asno —le dijo Cudgeon al oído—. Tengo la sensación de que pronto vas a ser tú quien tenga problemas en la cabeza.
TREN QUÍMICO DE MANYAK, NORTE DE RUSIA
Lo primero que sintió Artemis fue un golpeteo rítmico que le recorría la espina dorsal. Estoy en el balneario de Blackrock, pensó. Irina me está dando un masaje en la espalda, justo lo que mi cuerpo necesitaba después de todo ese jaleo en el tren… ¡El tren!
Evidentemente, seguían a bordo del tren de Mayak. El movimiento rítmico era en realidad el vagón traqueteando por las juntas de las vías. Artemis se obligó a abrir los ojos esperando sentir unos dolores horrorosos y una rigidez absoluta, pero cuál no sería su sorpresa al descubrir que se encontraba bien. Más que bien. De hecho, se encontraba estupendamente. Tenía que ser la magia; Holly debía de haberle curado todos los cortes y las magulladuras mientras estaba inconsciente.
Nadie más se encontraba tan estupendamente, sobre todo la capitana Canija, que seguía sin recobrar el conocimiento. Remo estaba tapando a su agente con un abrigo largo.
—Vaya, veo que te has despertado —dijo, sin dedicarle siquiera una mirada a Artemis—. No sé cómo puedes dormir después de lo que has hecho.
—¿Después de lo que he hecho? Pero si os he salvado…, o al menos he contribuido a salvaros.
—Sí, es cierto que has contribuido, Fowl. Has contribuido a gastar hasta la última gota de magia que le quedaba a Holly mientras ella estaba inconsciente, a eso es a lo que has contribuido.
Artemis lanzó un gemido; debía de haber pasado al caerse. De algún modo, la magia de la elfa se había desviado de cuerpo.
—Creo que ya sé lo que ha pasado. Fue un…
Remo levantó un dedo a modo de advertencia.
—No lo digas. El gran Artemis Fowl nunca hace nada por accidente.
Artemis luchó contra el movimiento del tren y se puso de rodillas.
—No puede ser nada grave. Solo agotamiento, ¿verdad?
Y de repente la cara de Remo se acercó hasta colocarse a un centímetro de la de Artemis, con la tez lo bastante roja como para generar calor.
—¡Nada grave! —gritó el comandante, casi incapaz de articular las palabras por la rabia—. ¡Nada grave! ¡Ha perdido el dedo índice! La puerta se lo ha cortado de cuajo. Su carrera profesional está acabada, y por culpa tuya, a Holly apenas le quedaba magia para detener la hemorragia. Ahora se ha quedado sin gota de fuerza. Completamente vacía.
—¿Ha perdido un dedo? —repitió Artemis como atontado.
—No lo ha perdido exactamente —respondió el comandante mientras le agitaba en las narices el dedo cercenado—. Me golpeó en el ojo por el camino. —El ojo ya se le estaba empezando a poner morado.
—Si volvemos ahora, vuestros cirujanos podrían injertarlo, ¿verdad?
Remo negó con la cabeza.
—Eso sería si pudiésemos volver ahora, pero tengo la impresión de que la situación bajo la superficie es muy distinta de como era cuando nos marchamos. Si los goblins han enviado a un equipo de ataque para eliminarnos, puedes apostar lo que quieras a que algo muy gordo está ocurriendo en el subsuelo.
Artemis estaba perplejo. Holly les había salvado la vida a todos ellos, y este era el modo en que él se lo había pagado. Si bien era cierto que no era directamente el culpable de la herida, esta se había producido mientras intentaban rescatar a su padre, de modo que estaba en deuda con ellos.
—¿Cuánto hace?
—¿Qué?
—¿Cuánto hace que pasó?
—No lo sé. Hace un minuto.
—Entonces todavía hay tiempo.
El comandante se incorporó.
—¿Tiempo para qué?
—Aún podemos salvar el dedo.
Remo se frotó la marca de una cicatriz muy reciente en el hombro, un recordatorio de su viaje por el costado del tren.
—¿Con qué? Casi no me queda energía suficiente para el encanta.
Artemis cerró los ojos y se concentró.
—¿Y el Ritual? Tiene que haber algún modo…
Toda la magia de las Criaturas provenía de la Tierra. Para conseguir sacar el máximo partido a sus poderes mágicos, tenían que llevar a cabo el Ritual de forma regular.
—¿Y cómo podemos poner en práctica el Ritual aquí? Artemis trató de recordar con todas sus fuerzas; se había memorizado buena parte del Libro de las Criaturas el año anterior para preparar la operación del secuestro.
De la Tierra fluye tu poder,
un don que has de merecer.
Para ello deberás arrancar la mágica semilla,
donde la luna llena, el roble añejo y el agua se dan cita.
Entiérrala lejos de su lugar de origen,
para devolver tu don a quienes rigen.
Artemis atravesó el suelo del vagón y empezó a toquetear a Holly por todo el cuerpo. A Remo por poco le da un ataque al corazón.
—Por el amor de los dioses, Fangoso, ¿se puede saber qué haces?
Artemis ni siquiera levantó la vista.
—El año pasado, Holly escapó porque llevaba una bellota encima.
Por algún milagro, el comandante logró dominar su ira.
—Te doy cinco segundos, Fowl. Habla rápido.
—Una agente como Holly no olvidaría algo así. Le apuesto lo que quiera a que…
Remo lanzó un suspiro.
—Es una buena idea, Fangosillo, pero las bellotas tienen que ser frescas. De no haber sido por la parada de tiempo, esa bellota podría no haber funcionado. Tienes un par de días como máximo. Sé que Holly y Potrillo elaboraron alguna propuesta para utilizar bellotas en conserva, pero el Consejo la rechazó. Al parecer, es una herejía.
Fue un discurso muy largo tratándose del comandante, pues no estaba acostumbrado a dar explicaciones, pero una parte de él estaba esperanzada. «Tal vez, solo tal vez…». De hecho, Holly nunca había sido contraria a saltarse ciertas normas.
Artemis bajó la cremallera del uniforme de la capitana Canija. Había dos objetos diminutos en la cadena de oro que llevaba alrededor del cuello; uno de ellos era su copia del libro, la Biblia de los Seres Mágicos. Artemis sabía que el Libro empezaría a arder si intentaba tocarlo sin el consentimiento de Holly; pero había otro objeto: una pequeña esfera de plexiglás llena de tierra.
—Eso va contra las reglas —dijo Remo sin que pareciese estar demasiado enfadado. Holly se movió, despertando a medias del aletargamiento.
—Eh, comandante, ¿qué le ha pasado en el ojo?
Artemis hizo caso omiso de ella y arrojó la diminuta esfera al suelo del vagón. A continuación recogió con la mano un poco de tierra y una bellota pequeña.
—Ahora lo único que tenemos que hacer es enterrarla.
El comandante se echó a Holly al hombro. Artemis intentó no mirar al hueco donde solía estar el dedo índice de la elfa.
—Entonces ha llegado el momento de bajarse de este tren.
Artemis contempló el paisaje ártico que pasaba a toda velocidad fuera del vagón. Bajarse del tren no era tan sencillo como el comandante hacía que pareciese.
Mayordomo bajó con agilidad por el tragaluz del techo, donde había permanecido hasta entonces vigilando al escuadrón de goblins.
—Me alegro de ver que estás tan ágil —comentó Artemis secamente.
El sirviente sonrió.
—Yo también me alegro de verte, Artemis.
—¿Y bien? ¿Qué has visto ahí arriba? —preguntó Remo, interrumpiendo el reencuentro.
Mayordomo colocó una mano en el hombro de su joven amo. Hablarían más tarde.
—Los goblins se han ido. Ha pasado algo muy curioso: dos de ellos han bajado para realizar una maniobra de reconocimiento y luego el otro les ha disparado por la espalda.
Remo asintió con la cabeza.
—Lucha de poder. Los goblins son los peores enemigos de ellos mismos, pero ahora lo importante es que tenemos que apearnos de este tren.
—Viene otra curva dentro de medio clic más o menos —anunció Mayordomo—. Es nuestra oportunidad.
—Bueno, ¿y cómo desembarcamos de aquí? —preguntó Artemis.
Mayordomo sonrió.
—Desembarcar es un término demasiado suave para lo que tengo en mente.
Artemis lanzó un gemido. Más carreras y saltos.
CABINA DE OPERACIONES
El cerebro de Potrillo bullía como una babosa marina en una sartén llena de aceite hirviendo. Todavía tenía opciones, suponiendo, claro está, que Cudgeon no le disparase. Un tiro y todo habría terminado para él. Los centauros no tenían magia, ni una sola gota. Se las ingeniaban únicamente a base de cerebro, de eso y de su habilidad para pisotear a sus enemigos con sus pezuñas. Sin embargo, Potrillo tenía la sensación de que Brezo no iba a cargárselo todavía; estaba demasiado ocupado regodeándose.
—Eh, Potrillo —dijo el teniente—, ¿por qué no usas el intercomunicador? A ver qué pasa…
Potrillo podía adivinar qué pasaría.
—No te preocupes, Brezo. Nada de movimientos bruscos.
Cudgeon se echó a reír y parecía auténticamente feliz.
—¿Brezo? Ahora me llamas por mi nombre de pila, ¿eh? Ahora te das cuenta de la gravedad de la situación, ¿no es así?
Potrillo estaba empezando a darse cuenta. Al otro lado del vidrio tintado, los técnicos de la PES estaban atareadísimos tratando de localizar al topo, ajenos a la escena que se desarrollaba a apenas dos metros de distancia. Los veía y los oía pero ellos no lo verían ni lo oirían a él.
El centauro solo podía echarse las culpas a sí mismo, pues había insistido en que la cabina de operaciones se construyese según sus propias normas paranoicas. Un cubo de titanio con ventanas a prueba de balas. No había un solo cable en toda la habitación, ni siquiera un cable de fibra óptica para conectar Operaciones con el mundo exterior.
Absolutamente inexpugnable, a menos, por supuesto, que abrieses la puerta para poder soltarle pullas a un viejo enemigo. Potrillo lanzó un gemido. Su madre siempre le decía que algún día aquella bocaza suya le metería en un buen lío, pero no todo estaba perdido; todavía guardaba unos cuantos ases en la manga, como un suelo de plasma, por ejemplo.
—Bueno, ¿y de qué va todo esto, Cudgeon? —preguntó el centauro, levantando los cascos de las baldosas—. Y por favor, no me digas que de la dominación del mundo.
Cudgeon siguió sonriendo. Aquél era su momento.
—No inmediatamente. Los Elementos del Subsuelo bastarán por ahora.
—Pero ¿por qué?
En los ojos de Cudgeon asomaba el brillo de la locura.
—¿Por qué? ¿Tienes la desfachatez de preguntarme por qué? ¡Yo era el niño mimado del Consejo! ¡En cincuenta años me habrían nombrado presidente! Y justo entonces llega el asunto Artemis Fowl. En un solo día todas mis esperanzas y planes de futuro se van al garete. ¡Y acabo deformado y degradado a teniente! Y todo por culpa tuya, Potrillo…, ¡tuya y de Remo! Así que el único modo de volver a encarrilar mi vida es desacreditándolos a ambos. A ti te harán responsable de los ataques de los goblins y Julius estará muerto y deshonrado, y para rematar la faena, atrapo a Artemis Fowl. Es lo más cercano a la perfección que podría haber imaginado.
Potrillo soltó un bufido.
—¿De veras crees que puedes derrotar a la PES con un puñado de armas Softnose?
—¿Derrotar a la PES? ¿Y por qué iba a querer hacer eso? Yo soy el héroe de la PES o, mejor dicho, lo seré. Tú serás el villano de esta historia.
—Eso ya lo veremos, cara de babuino —dijo Potrillo a tiempo que accionaba un interruptor y enviaba una señal infrarroja a un receptor del suelo. En cinco décimas de segundo se calentaría una membrana de plasma secreta y, medio segundo más tarde, una descarga de neutrinos se extendería por el gel de plasma como un reguero de pólvora y haría rebotar en tres paredes al menos a cualquiera que tuviese los pies pegados al suelo. En teoría.
Cudgeon se echó a reír a mandíbula batiente.
—No me lo digas: tus baldosas de plasma no funcionan.
Potrillo se había quedado de piedra…, por el momento. A continuación bajó los cascos con cuidado y pulsó otro botón que ponía en marcha un sistema de láser que se activaba con la voz. Básicamente, la siguiente persona que hablase recibiría una descarga que lo achicharraría por completo. El centauro contuvo la respiración.
—Nada de baldosas de plasma —siguió hablando Cudgeon— y nada de rayos láser que se activan con la voz. Ésta vez estás metiendo la pata de verdad, Potrillo. Aunque no es que me sorprenda, siempre supe que algún día todos verían al burro que eres en realidad.
El teniente se sentó en una silla giratoria y apoyó los pies en la mesa del ordenador.
—Bueno, ¿lo has adivinado ya?
Potrillo pensó unos minutos. ¿Quién podía ser? ¿Quién podía derrotarle usando sus propias armas? No podía ser Cudgeon, eso seguro, porque era un completo ignorante en cuanto a ordenadores. No, solo había una persona con la habilidad para descifrar el código centáurico y desactivar las medidas de seguridad de la cabina de Operaciones.
—Opal Koboi —dijo sin aliento.
Cudgeon le dio unas palmaditas a Potrillo en la cabeza.
—¡Muy bien! Opal colocó unas cuantas cámaras espía durante el proceso de actualización de los equipos y las armas. Una vez que tuviste la amabilidad de traducir unos cuantos documentos para la cámara, solo fue cuestión de descifrar el código y hacer un poco de reprogramación. Y lo más divertido del caso es que el Consejo corrió con todos los gastos. Opal les llegó a cobrar incluso las cámaras-espía. En este preciso instante, los B’wa Kell se están preparando para lanzar su ataque sobre la ciudad. Las armas y los sistemas de comunicación de la PES no funcionan y lo mejor de todo es que tú, mi cuadrúpedo amigo, serás el responsable. Al fin y al cabo, te has encerrado en la cabina de operaciones en plena crisis, ¿no?
—¡Nadie va a creerse eso! —protestó Potrillo.
—Oh, sí, ya lo creo que sí, sobre todo cuando desconectes los dispositivos de seguridad de la PES, incluyendo los cañones de ADN.
—Cosa que no pienso hacer.
Cudgeon empezó a juguetear con un mando a distancia de color negro mate entre los dedos.
—Me temo que eso ya no depende de ti. Opal desmontó toda tu cabina de operaciones y lo metió todo dentro de esta preciosidad.
Potrillo tragó saliva.
—¿Quieres decir…?
—Exactamente —terminó Cudgeon—. Nada funciona a menos que apriete el botón. Apretó el botón. Y aunque Potrillo hubiese tenido los reflejos de un duende, jamás le habría dado tiempo a levantar en el aire sus cuatro pezuñas antes de que la descarga de plasma lo hiciese saltar de su silla giratoria de diseño especial.
EL CÍRCULO POLAR ÁRTICO
Mayordomo dio instrucciones a todos de que se sujetasen al Lunocinturón, uno en cada eslabón. Flotando ligeramente entre las sacudidas del viento, el grupo alcanzó la puerta del vagón como un cangrejo borracho.
Es pura física, se dijo Artemis. La gravedad reducida impedirá que nos estrellemos contra el hielo ártico. Pese a todas las deducciones lógicas, cuando Remo lanzó al grupo al seno de la noche, Artemis no pudo reprimir un grito ahogado. Más tarde, cuando volviese a repasar mentalmente ese incidente en concreto, Artemis suprimiría el grito ahogado de su memoria.
El impulso los hizo rodar más allá de las traviesas de la vía hasta que fueron a parar a un ventisquero. Mayordomo desactivó el cinturón antigravedad un segundo antes del impacto porque, de lo contrario, habrían salido rebotando, como los hombres en la Luna.
Remo fue el primero en soltarse, arrancando puñados de nieve de la superficie hasta que sus dedos alcanzaron el hielo compacto de debajo.
—Es inútil —dijo—. No puedo romper el hielo.
Oyó un «clic» a sus espaldas.
—Apártese —le aconsejó Mayordomo mientras apuntaba al hielo con su pistola.
Remo obedeció, protegiéndose los ojos con el brazo. Las esquirlas de hielo podían dejarte ciego con la misma eficacia que los clavos de doce centímetros. Mayordomo descargó una ráfaga de disparos sobre una franja de terreno muy estrecha y abrió un boquete en la superficie helada. Un aguanieve instantánea empapó a los miembros del grupo, que ya estaban calados hasta los huesos.
Remo ya estaba comprobando los resultados antes de que el humo se disipase y puso a Mayordomo a trabajar con él a contrarreloj, pues apenas les quedaban unos segundos antes de que a Holly se le acabase el tiempo. Necesitaban completar el Ritual.
Una vez transcurrido un período de tiempo determinado, no era prudente practicar un injerto del dedo, aunque pudiesen hacerlo.
El comandante se metió en el hoyo de un salto, apartando a un lado capas de hielo suelto. Se distinguía un cerco de color marrón entre el blanco.
—¡Sí! —gritó—. ¡Tierra!
Mayordomo metió en el agujero el cuerpo tembloroso de Holly, que parecía una muñeca en sus poderosos brazos, diminuta y malherida. Remo enroscó los dedos de la agente al rededor de la bellota ilegal y hundió la mano izquierda de la elfa en lo más profundo del suelo excavado. A continuación, el comandante extrajo un rollo de cinta aislante de su cinturón y unió el dedo a la mano de Holly con brusquedad hasta colocarlo en su posición original.
El elfo y los dos humanos rodearon a la elfa y se pusieron a esperar.
—Puede que no funcione —murmuró Remo con nerviosismo—. Esto de la bellota encerrada en un frasco es algo nuevo, nunca se ha probado. Potrillo y sus ideas… Pero normalmente funcionan, normalmente sí.
Artemis le puso la mano en el hombro. Era lo único que se le ocurría que podía hacer; consolar a la gente no era algo que se le diese demasiado bien.
Cinco segundos. Diez. Nada.
Y luego…
—¡Mirad! —exclamó Artemis—. ¡Una chispa!
Una chispa azul y solitaria se desplazó perezosamente por el brazo de Holly, demorándose en las venas. Luego le atravesó el pecho, se encaramó a su barbilla puntiaguda y se hundió en la carne que había justo en medio de los ojos.
—Apartaos —les advirtió Remo—. Una noche vi una curación de dos minutos en Tulsa. Por poco destroza una terminal entera de lanzaderas. Ni siquiera he oído hablar jamás de una curación que dure cuatro minutos…
Retrocedieron hasta el borde del cráter en el preciso instante en que más chispas brotaban de la Tierra y se derramaban sobre la mano de Holly, pues era el área más afectada. Se hundieron en la articulación del dedo como torpedos de plasma y derritieron la cinta aislante.
Holly se incorporó de golpe, meneando los brazos como una marioneta. Las piernas empezaron a dar sacudidas y patadas a enemigos invisibles. Luego las cuerdas vocales, un quejido muy agudo que resquebrajó las capas de hielo más finas.
—¿Eso es normal? —susurró Artemis, como si Holly pudiese oírlo.
—Eso creo —respondió el comandante—. El cerebro está realizando una comprobación del sistema. No es como curar cortes y heriditas, no sé si me entiendes…
Cada poro del cuerpo de Holly empezó a humear, soltando los restos de radiación. Empezó a dar golpes y a patalear hasta desplomarse de nuevo en un charco de nieve medio derretida. No era un espectáculo agradable. El agua se evaporó y envolvió a la capitana de la PES en una neblina. Solo se le veía la mano izquierda, con unos dedos completamente borrosos.
De repente, Holly dejó de moverse. La mano se quedó paralizada en el aire y luego desapareció entre la bruma. La noche del Ártico irrumpió de golpe para rescatar el silencio. Se acercaron a ella, inclinando el cuerpo en la niebla. Artemis quería ver, pero le daba miedo mirar.
Mayordomo inspiró hondo y apartó a un lado las mortajas de niebla. Debajo, todo estaba en silencio y el cuerpo de Holly yacía inmóvil como si estuviese en una tumba.
Artemis miró a la figura que había en el agujero.
—Creo que está despierta…
Lo interrumpió el súbito regreso de Holly al estado consciente. Se incorporó, con las pestañas y el pelo castaño rojizo cubierto por completo de pedacitos de hielo. Su pecho se hinchó mientras engullía enormes bocanadas de aire.
Artemis la agarró por los hombros, abandonando por una vez su coraza de fría compostura.
—Holly. Holly, háblame. Tu dedo… ¿está bien?
Holly agitó los dedos y luego los cerró en un puño.
—Creo que sí —respondió y le dio un puñetazo al chico justo entre los ojos. El sorprendido Artemis aterrizó en un montículo de nieve por cuarta vez en ese día.
Holly le guiñó un ojo a un patidifuso Mayordomo.
—Ahora estamos en paz —dijo la capitana.
El comandante Remo no tenía recuerdos que fuesen especialmente entrañables, pero en los siguientes días, cuando las cosas se pusieron peor que nunca, recordaría aquel momento y se reiría para sus adentros.
CABINA DE OPERACIONES
Potrillo se despertó con el cuerpo dolorido, cosa poco habitual en él. Ni siquiera se acordaba de la última vez que había experimentado dolor auténtico. Los comentarios mordaces de Julius habían herido sus sentimientos más de una vez, pero el malestar físico verdadero no era algo que estuviese dispuesto a soportar si podía evitarlo.
El centauro estaba tendido en el suelo de la Cabina de Operaciones de la PES, enredado en los restos de su silla de oficina.
—Cudgeon —dijo lanzando un gruñido, y lo que siguió fueron dos minutos aproximadamente de insultos e improperios que no pueden plasmarse sobre el papel.
Cuando hubo dado rienda suelta a toda su rabia, el cerebro del centauro entró en acción y este se levantó de las baldosas de plasma. Tenía la grupa quemada. Iba a tener un par de zonas sin pelo en los cuartos traseros, algo muy poco atractivo en un centauro: era lo primero que miraba un posible ligue en una discoteca. Aunque no es que Potrillo hubiese sido nunca un gran bailarín. A decir verdad, con aquellas cuatro pezuñas, bailar se le daba fatal.
La cabina de operaciones estaba cerrada a cal y canto, más inaccesible que la cartera de un goblin, como decía el refrán. Potrillo tecleó su código de salida: «Potrillo. Puertas».
El ordenador permaneció en silencio.
Lo intentó verbalmente.
—Potrillo. Anulación de uno dos uno. Puertas.
Ni un solo pitido. Estaba atrapado, prisionero de sus propios mecanismos de seguridad. Hasta las ventanas estaban completamente opacas, bloqueando su visión de la sala de Operaciones. Cerrado al exterior y encerrado en el interior. Nada funcionaba.
Bueno, eso no era del todo exacto. Todo funcionaba, pero sus preciosos ordenadores no respondían a sus órdenes, y Potrillo era perfectamente consciente de que no había forma de salir de la cabina sin tener acceso al ordenador central.
Potrillo se quitó el gorro de papel de aluminio de la cabeza y lo estrujó hasta hacer una bola con él.
—¡Menudo servicio me has prestado! —gritó, arrojando la bola al cubo de reciclaje inteligente, que analizaría los componentes químicos del objeto y luego lo asignaría al contenedor adecuado.
Un monitor de plasma cobró vida en la pared. La cara ampliada de Opal Koboi apareció en el interior, adornada con la sonrisa más radiante que el centauro había visto en su vida.
—Hola, Potrillo. Cuánto tiempo sin verte.
Potrillo le devolvió la sonrisa, pero la suya no era tan radiante.
—Opal, cuánto me alegro de verte… ¿Qué tal tu familia?
Todo el mundo sabía cómo Opal había arruinado a su padre. Era una leyenda en el mundo empresarial.
—Muy bien, gracias. Casa Cumulus es un asilo precioso.
Potrillo decidió que probaría con la sinceridad. Era una herramienta que no empleaba muy a menudo, pero valía la pena intentarlo.
—Opal. Piensa en lo que estás haciendo. Cudgeon está loco, ¿es que no te das cuenta? Una vez que consiga lo que quiere, se deshará de ti en un abrir y cerrar de ojos.
La duendecilla meneó un dedo recién sometido a una manicura perfecta.
—No, Potrillo, te equivocas. Brezo me necesita, de verdad. No sería nada sin mí y mi oro.
El centauro miró a lo más profundo de los ojos de Opal. La duendecilla se creía de verdad lo que estaba diciendo. ¿Cómo podía alguien tan inteligente engañarse de aquella manera?
—Ya sé de qué va todo esto, Opal.
—¿Ah, sí?
—Sí, todavía estás dolida porque gané la medalla de ciencias en la universidad.
Por un segundo, Koboi estuvo a punto de perder la compostura y sus facciones ya no parecían tan perfectas.
—Ésa medalla era mía, centauro estúpido. Mi diseño de alas era muy superior a tu ridícula iriscam. Ganaste porque eres un centauro macho, esa es la única razón.
Potrillo sonrió, satisfecho. A pesar de todo lo que tenía en contra, no había perdido la habilidad de ser la criatura más irritante del bajo mundo cuando le daba la gana.
—Y dime, ¿qué quieres, Opal? O es que solo has llamado para recordar viejos tiempos en la facultad…
Opal dio un largo sorbo de un vaso de cristal.
—Solo he llamado, Potrillo, para que sepas que te estoy vigilando, así que no intentes nada raro. También quería enseñarte algo que han recogido las cámaras de seguridad del centro de la ciudad. Por cierto, se trata de secuencias reales, y Brezo está reunido con el Consejo ahora mismo, echándote la culpa a ti de ello. Que disfrutes del espectáculo.
La cara de Opal desapareció y se vio reemplazada por una imagen desde un ángulo superior del centro de Refugio. Un barrio turístico, justo fuera del Imperio de la Patata de Joe Patata. En circunstancias normales, aquella área estaba atestada de parejas de atlantes haciéndose fotos delante de la fuente, pero no ese día, porque ese día la plaza era un campo de batalla. Los B’wa Kell estaban librando una guerra abierta contra la PES y, por lo que parecía, se trataba de una batalla desigual. Los goblins estaban disparando sus armas Softnose, pero la policía no les estaba contraatacando, sino que se limitaban a acurrucarse detrás del primer refugio que encontraban. Completamente impotentes.
Potrillo contempló la escena boquiabierto. Aquello era una catástrofe, y le iban a echar las culpas a él de todo. Por supuesto, el problema de los cabezas de turco como él es que no se los podía dejar con vida para que reivindicasen su inocencia. Tenía que hacerle llegar un mensaje a Holly, y rápido además, o de lo contrario serían todos duendes muertos.