Capítulo I

LAZOS DE FAMILIA

LA PÉRDIDA de su marido tuvo un efecto devastador sobre Angeline Fowl. Se encerró para siempre en su habitación, decidida a no salir nunca al exterior y buscó refugio en los recovecos de su mente, prefiriendo los sueños del pasado a la vida real. No está claro que hubiese llegado a recuperarse algún día de no ser por el pacto que su hijo, Artemis II, hizo con la elfa Holly Canija: la cordura de su madre a cambio de la mitad del oro del rescate que le había robado a la policía de los Seres Mágicos. Con su madre plenamente recuperada, Artemis concentró toda su energía en localizar a su padre, invirtiendo grandes cantidades de la fortuna familiar en expediciones a Rusia, en servicios de inteligencia local y en empresas de búsqueda a través de Internet.

El joven Artemis había heredado doble ración de la astucia que caracterizaba al linaje de los Fowl, sin embargo, con la recuperación de su madre, una dama hermosa, íntegra y honesta, cada vez le resultaba más difícil poner en práctica sus maquiavélicos planes, conspiraciones que, por otra parte, cada vez eran más necesarias para financiar las labores de búsqueda de su padre.

Angeline, angustiada por la obsesión de su hijo adolescente y preocupada por el efecto que los dos años anteriores habían tenido sobre su cerebro, inscribió al chico en varias sesiones de psicoterapia con el psicólogo de la escuela.

Hay que compadecerlo, al pobre. Al psicólogo, claro está…

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El doctor Po se recostó en el mullido sillón y recorrió con un vistazo rápido el contenido de la página que tenía ante sí.

—Y ahora, señor Fowl, hablemos, ¿de acuerdo? Artemis lanzó un profundo suspiro, apartándose un mechón de pelo negro de su frente ancha y pálida. ¿Cuándo aprendería la gente que una mente tan extraordinaria como la suya no podía ser analizada? Él mismo había leído más manuales de psicología que el propio psicólogo, y había contribuido incluso con un artículo publicado en The Psychologists’ Journal bajo el pseudónimo de doctor F. Roy Dean Schlippe.

—Por supuesto, doctor. Hablemos de su sillón. ¿Victoriano?

Po acarició con afecto el brazo de cuero del sillón.

—Efectivamente. Es una especie de herencia familiar. Mi abuelo la adquirió en una subasta en Sotheby’s. Al parecer, antes estuvo en los salones de palacio. El favorito de la reina.

Una sonrisa tirante tensó los labios de Artemis un centímetro aproximadamente.

—¿De veras, doctor? Por lo general, no suelen admitir imitaciones en el palacio.

La mano de Po sujetó con fuerza el cuero desgastado.

—¿Imitaciones, dice? Le aseguro, señor Artemis, que este sillón es completamente auténtico.

Artemis inclinó el cuerpo hacia delante para realizar un examen más minucioso.

—Es muy buena, sin duda, pero mire aquí. —La mirada de Po siguió el dedo del joven—. Fíjese en las puntadas. ¿Ve el dibujo en zigzag de la parte de arriba? Está hecho a máquina. De 1920 como mucho. Su abuelo fue víctima de una estafa, pero ¿qué importa? Un sillón es un sillón. Una posesión sin ninguna importancia, ¿no le parece, doctor?

Po se puso a garabatear en un papel con frenesí, ocultando su consternación.

—Sí, Artemis, es usted muy listo. Tal como dice su expediente. Siempre poniendo en práctica sus triquiñuelas. Y ahora, ¿podemos volver a concentrarnos en usted?

Artemis Fowl II alisó la arruga que había en sus pantalones.

—Tenemos un problema en cuanto a eso, doctor.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es ese problema?

—El problema es que me sé todas las respuestas del manual de psicología a cualquier pregunta que me haga.

El doctor Po pasó un minuto entero escribiendo atropelladamente en su cuaderno de notas.

—Es cierto que tenemos un problema, Artemis, pero no es el que usted apunta —respondió al fin.

Artemis estuvo a punto de sonreír. Sin duda, el doctor iba a obsequiarle de nuevo con otra de sus previsibles teorías. ¿Qué trastorno tendría hoy? ¿Múltiple personalidad, tal vez, o quizá sería un mentiroso patológico?

—El problema es que no respeta a nadie lo suficiente como para tratarlo de igual a igual.

Artemis se quedó desconcertado ante aquella afirmación. Aquél doctor era más listo que los otros.

—Eso es absurdo. Admiro muchísimo a varias personas.

Po no levantó la vista de su cuaderno de notas.

—¿De veras? ¿A quién, por ejemplo?

Artemis se quedó pensativo unos instantes.

—A Albert Einstein. Sus teorías eran, en general, correctas. Y también a Arquímedes, el matemático griego.

—¿Y qué me dice de alguien a quien conozca personalmente? —Artemis se esforzó por recordar a alguien, pero no le vino nadie a la mente—. ¿Qué? ¿No se le ocurre ningún ejemplo?

Artemis se encogió de hombros.

—Parece tener todas las respuestas, doctor Po. ¿Por qué no me lo dice usted?

Po abrió una ventana de su ordenador portátil.

—Extraordinario. Cada vez que leo esto…

—Mi biografía, supongo.

—Sí, con ella se explican muchas cosas.

—¿Cómo qué? —preguntó Artemis, interesado a pesar de sí mismo.

El doctor Po imprimió una página.

—En primer lugar, está su ayudante, Mayordomo. Un guardaespaldas, según tengo entendido. Dudo que sea una compañía adecuada para un joven influenciable. Luego está su madre, una mujer maravillosa, en mi opinión, pero sin ningún tipo de control sobre su comportamiento. Y finalmente, está su padre. Según este informe, nunca fue un modelo de padre precisamente, ni siquiera cuando estaba vivo.

Aquél comentario le dolió, pero Artemis no tenía ninguna intención de dejar que el doctor adivinase hasta qué punto.

—Su informe contiene un error, doctor —le corrigió—. Mi padre está vivo. Desaparecido tal vez, pero vivo.

Po releyó el informe.

—¿De verdad? Tenía la impresión de que llevaba desaparecido casi dos años. Vaya, los tribunales lo han declarado legalmente muerto.

La voz de Artemis no transmitió ningún tipo de emoción, aunque el corazón le latía con mucha más fuerza que de costumbre.

—No me importa lo que digan los tribunales ni la Cruz Roja. Está vivo y lo encontraré.

Po garabateó otra nota en su cuaderno.

—Pero aunque volviese su padre… ¿qué ocurriría? —le preguntó—. ¿Seguiría sus pasos? ¿Sería un criminal como él? ¿Tal vez ya lo es?

—Mi padre no es ningún criminal —recalcó Artemis con irritación—. Estaba trasladando todos nuestros bienes y activos a empresas completamente legales. La operación de Murmansk era del todo legítima.

—Está evitando la cuestión, Artemis —dijo Po.

Sin embargo, Artemis ya se había hartado de aquella línea de interrogatorio. Había llegado el momento de jugar un poco.

—¿Por qué dice eso, doctor? —exclamó Artemis, perplejo—. Es un tema muy delicado para mí, ¿sabe? A lo mejor podría estar sufriendo una depresión.

—Supongo que sí —dijo Po, percibiendo una brecha en la resistencia del chico—. ¿Es ese el caso?

Artemis hundió el rostro entre sus manos.

—Se trata de mi madre, doctor.

—¿Su madre? —repitió Po, tratando de disimular el entusiasmo de su voz. Artemis ya había jubilado a media docena de psicólogos de Saint Bartleby’s ese año. A decir verdad, Po estaba al borde de hacer la maleta él también, pero ahora…

—Mi madre, ella…

Po inclinó el cuerpo hacia delante en su sillón victoriano falso.

—Su madre, ¿sí…?

—Me obliga a someterme a esta ridícula terapia cuando los supuestos «psicólogos» del colegio no son más que una panda de buenos samaritanos ignorantes, con títulos universitarios.

Po lanzó un suspiro.

—Muy bien, Artemis. Como usted quiera, pero nunca va a encontrar la paz si sigue rehuyendo sus problemas.

Artemis se libró de oír un análisis más detallado gracias a la vibración de su teléfono móvil. Funcionaba en una línea segura codificada, y solo una persona tenía el número. El chico se lo sacó del bolsillo y abrió la solapa del diminuto aparato.

—¿Sí?

La voz de Mayordomo se oyó a través del receptor.

—Artemis, soy yo.

—Evidentemente. Estoy en plena reunión con alguien.

—Nos ha llegado un mensaje.

—Vale. ¿De dónde?

—No lo sé con exactitud, pero tiene que ver con el Fowl Star

Una sacudida le recorrió la espina dorsal.

—¿Dónde estás?

—En la puerta principal.

—Buen chico. Ahora voy para allá.

El doctor Po se quitó las gafas de golpe.

—Ésta sesión no ha terminado, jovencito. Hoy hemos hecho algunos progresos, aunque usted no lo admita. Márchese ahora y me veré obligado a informar al decano.

La advertencia no sirvió de nada con Artemis: ya estaba en otra parte. Un hormigueo eléctrico y familiar le bullía en la piel. Aquello era el principio de algo, lo presentía.