Capítulo XIII
EN LA BRECHA
DEBAJO DE LOS LABORATORIOS KOBOI
UNA LANZADERA de la PES tiene forma de lágrima, la parte inferior deforme por el peso de los propulsores y un morro capaz de perforar una plancha de acero. Por supuesto, nuestros héroes no estaban en ninguna lanzadera de la PES, sino que se hallaban en la nave exclusiva del embajador de Atlantis. Decididamente, en aquella clase de aeronave el confort estaba muy por encima de la velocidad. La lanzadera tenía un morro que parecía el culo de un gnomo, era voluminosa y tenía un aspecto muy lujoso, con una parrilla que se podía usar para hacer barbacoas de carne de búfalo.
—Así que estás diciendo que esta fisura se va a abrir por espacio de un par de minutos y yo tengo que pasar volando a través de ella. ¿Y ese es todo el plan? —preguntó Holly.
—Es lo mejor que tenemos —respondió Remo en tono lúgubre.
—Bueno, al menos estaremos sentados en sillones mullidos y acolchados cuando la roca nos despachurre. Este cacharro se mueve como rinoceronte de tres patas.
—¿Y cómo iba a saberlo? —protestó Remo—. Se suponía que esto iba a ser una misión de rutina. Esta lanzadera tiene un equipo estéreo excelente.
Mayordomo levantó la mano.
—Escuchad. ¿Qué es ese ruido?
Se quedaron en silencio para escuchar. El ruido procedía de abajo y parecía el carraspeo de un gigante.
Holly consultó las cámaras de la quilla.
—Un estallido —anunció—. Enorme. Nos va a chamuscar el trasero.
La pared de roca que se erguía ante ellos se resquebrajó y empezó a gemir expandiéndose y comprimiéndose alternativamente. Las fisuras se abrían como bocas sonrientes llenas de dientes negros.
—Ya está. Vamos —apremió Mantillo—. Ésa fisura se va a cerrar antes de lo que tarda un gusano apestoso en…
—Todavía no hay suficiente espacio —soltó Holly—. Esto es una lanzadera, no un enano gordo montado en un par de alas robadas.
Mantillo estaba demasiado asustado como para aguantar que lo insultaran.
—¡Tú limítate a moverla! Ya se irá abriendo a medida que nos acerquemos…
Por lo general, Holly habría esperado a que Remo diese luz verde, pero aquel era su terreno: nadie iba a discutir con la capitana Canija en los controles de una lanzadera.
La sima se abrió un metro más, estremeciéndose.
Holly apretó los dientes.
—Agarraos bien las orejas —exclamó antes de empujar las palancas de propulsión al máximo.
Los ocupantes de la aeronave se agarraron con fuerza a los brazos de sus asientos y más de uno cerró los ojos. Pero no Artemis. No podía; había algo morbosamente fascinante en el hecho de volar por un túnel que no aparecía en los mapas a una velocidad temeraria y confiando únicamente en la palabra de un enano cleptómano con respecto a lo que había al otro extremo.
Holly se concentró en sus instrumentos. Las cámaras del casco y los sensores transmitían información a varias pantallas y altavoces. El sónar se estaba volviendo loco, pitando tan rápido que casi era un aullido continuo. Los faros de luces halógenas transmitían unas imágenes espeluznantes a los monitores y el radar de láser dibujaba una forma verde de líneas tridimensionales en una pantalla oscura. Además, por supuesto, también estaba la pantalla de Cuarzo, pero con las capas de polvo de roca y desechos de mayor tamaño, el ojo por sí solo era incapaz de captar nada en absoluto.
—La temperatura está aumentando —anunció Holly al tiempo que examinaba el monitor retrovisor. Una columna de magma anaranjado estalló junto a la boca de la fisura y luego pasó de largo y se desparramó por el túnel.
Era una carrera desesperada; la fisura se cerraba tras ellos y se expandía ante la proa de la nave. El ruido era espantoso, como un trueno en el interior de una burbuja.
Mantillo se tapó los oídos.
—La próxima vez escogeré el Peñón del Mono.
—Cállate, convicto —gruñó Remo—. Todo esto ha sido idea tuya.
Su pequeña trifulca se vio interrumpida por un roce tremendo de la nave contra la superficie, que hizo que saltaran chispas por el parabrisas.
—Perdón —se disculpó la capitana Canija—. Adiós a nuestro dispositivo de comunicaciones.
Colocó la nave de costado y pasó rozando dos placas en movimiento. El calor del magma recubría la pared de roca y unía cada vez más las placas. Un saliente irregular cortó la punta de la parte trasera de la lanzadera cuando ambas placas se juntaron definitivamente. Sonó como si un gigante acabase de dar una palmada. Mayordomo sacó su Sig Sauer, solo para sentirse más acompañado.
Inmediatamente después, ya habían pasado al otro lado y descendían en espiral por una caverna en dirección a enormes barras de titanio.
—Ahí —señalo Mantillo dando un grito ahogado—. Eso de ahí son los cimientos.
Holly puso los ojos en blanco.
—Vaya, no me digas —repuso al tiempo que extraía las abrazaderas de anclaje.
Mantillo había dibujado otro diagrama. Éste parecía una serpiente curvada.
—Nos está guiando un idiota con un rotulador —dijo Remo con tranquilidad engañosa.
—Te he traído hasta aquí, ¿no es así, Julius? —replicó Mantillo, haciendo pucheros.
Holly se estaba terminando la última botella de agua mineral. Un buen tercio fue a parar a su cabeza.
—No te atrevas siquiera a enfurruñarte, enano —se dirigió a él—. Por lo que a mí respecta, estamos atrapados en el mismísimo centro de la Tierra sin salida y sin comunicaciones.
Mantillo retrocedió un paso.
—Parece que estás un poco tensa después del vuelo. Ahora vamos a tranquilizarnos todos un poco, ¿de acuerdo?
Nadie parecía demasiado tranquilo. Hasta el propio Artemis parecía un poco conmocionado tras la odisea. Mayordomo todavía no había soltado su Sig Sauer.
—Ya hemos pasado la parte más dura. Ahora estamos en los cimientos y solo podemos ir hacia arriba.
—Ah, ¿de verdad, convicto? —exclamó Remo—. ¿Y cómo sugieres que subamos exactamente?
Mantillo sacó una zanahoria de la nevera y señaló con ella su diagrama.
—Esto de aquí es…
—¿Una serpiente?
—No, Julius, es uno de los bloques que forman los cimientos.
—¿Los famosos bloques sólidos de titanio que constituyen los cimientos, asentados sobre un lecho de roca impenetrable?
—Los mismos. Solo que este de aquí no es sólido exactamente.
Artemis asintió con la cabeza.
—Ya me lo imaginaba. Así que decidiste hacer una chapuza de las tuyas, ¿verdad, Mantillo?
El enano no se inmutó.
—Ya sabes cómo es la normativa de la construcción de edificios. ¿Columnas de titanio sólidas? ¿Tienes alguna de idea de lo caro que es eso? Se nos salía del presupuesto así que mi primo Nord y yo decidimos olvidarnos del relleno de titanio.
—Pero tuvisteis que rellenar esa columna con algo —interrumpió el comandante—. Koboi les debió de pasar los escáneres.
Mantillo asintió con gesto culpable.
—Les conectamos las cloacas durante un par de días. Los espectrogramas de sonido salieron limpios.
Holly sintió que se le agarrotaba la garganta.
—Las cloacas. Quieres decir…
—No, ya no. Eso fue hace cien años, ahora es solo arcilla. Y de muy buena calidad, por cierto.
En la cara de Remo se podría haber hervido un caldero gigante de agua.
—¿Y esperas que trepemos por veinte metros de… estiércol?
El enano se encogió de hombros.
—¡Eh que a mí me da lo mismo…! Quedaos aquí para siempre si queréis; yo voy a subir por la cañería.
A Artemis no le hizo ninguna gracia aquel súbito giro en los acontecimientos. Tener que correr, saltar y haber resultado herido tenía un pase, pero las cloacas…
—¿Ése es tu plan? —acertó a decir al fin.
—¿Qué te pasa, Fangosillo? —le espetó Mantillo—. ¿Es tienes miedo de ensuciarte las manos?
Solo era una forma de hablar, Artemis lo sabía; pero era cierto pese a todo. Se miró los dedos esbeltos: la mañana del día anterior habían sido dedos de pianista, con unas uñas de manicura perfecta. Sin embargo, ese día podían ser las manos de un albañil.
Holly le dio unas palmaditas a Artemis en el hombro.
—Vale —dijo—. Hagámoslo. En cuanto salvemos a los Elementos del Subsuelo, podremos volver a rescatar a tu padre.
Holly advirtió un cambio en la expresión del joven Artemis, casi como si sus facciones no supiesen muy bien dónde colocarse. La elfa se quedó en silencio, percatándose de lo que acababa de decir. Para ella, el comentario solo habían sido unas palabra de ánimo sin importancia, la clase de cosas que una agente de policía decía todos los días, pero era como si Artemis no estuviese acostumbrado a formar parte de un equipo.
—No creas que quiero ser tu amiga ni nada parecido, es solo que cuando doy mi palabra, la cumplo.
Artemis decidió no responder. Ya le habían dado un puñetazo ese mismo día.
Bajaron de la lanzadera por una escalerilla plegable.
Artemis puso un pie en la superficie y echó a andar entre las piedras irregulares, los escombros y los materiales de construcción que Mantillo y su primo habían dejado abandonados un siglo atrás. La caverna estaba iluminada por el centelleo de la fosforescencia de las rocas, como si estuviese plagada de estrellas.
—Éste sitio es una maravilla geológica —exclamó—. La presión a semejante profundidad debería aplastarnos, pero no así. —Se arrodilló para examinar un brote de hongos que florecía en una lata de pintura oxidada—. ¡Si hay vida incluso!
Mantillo arrancó los restos de un martillo de entre dos rocas.
—Vaya, así que este cacharro estaba aquí… Se nos fue un poco la mano con los explosivos y destrozamos el depósito de estas columnas. Parte de nuestros desechos deben de haber… caído por aquí.
Holly estaba horrorizada. La contaminación es una abominación para las Criaturas.
—Has infringido tantas leyes aquí dentro, Mantillo, que ni siquiera tengo dedos suficientes para contarlas. Cuando te demos esos dos días de ventaja, más vale que corras con toda tu alma porque voy a ser yo quien te atrape.
—Por aquí —dijo Mantillo, haciendo caso omiso a aquella amenaza. Cuando se habían oído tantas como él había oído, le resbalaban sin más.
Había un agujero en una de las columnas. Mantillo acarició los bordes cariñosamente.
—Cortador láser de diamante, con una pequeña batería nuclear. Esa preciosidad podía cortar cualquier cosa.
—Yo también me acuerdo de ese cortador —dijo Remo—. Por poco me decapitas con él una vez.
Mantillo lanzó un suspiro.
—Qué buenos tiempos, ¿eh, Julius…?
La respuesta de Remo fue una rápida patada en el trasero.
—Menos hablar y más comer tierra, convicto.
Holly metió la mano en el agujero.
—Corrientes de aire. El campo de presión de la ciudad debe de haber neutralizado esta cueva con los años y por eso no estamos aplastados como peces manta ahora mismo.
—Entiendo —dijeron Mayordomo y Remo al unísono. Otra mentira que añadir a la lista.
Mantillo se desabrochó la culera de los pantalones.
—Abriré un túnel hasta arriba de todo y os esperaré allí. Despejad el máximo de escombros que podáis. Yo esparciré el barro reciclado alrededor para evitar taponar el pozo.
Artemis soltó un gemido: la idea de avanzar trepando por los «materiales reciclados» de Mantillo era casi insoportable. Solo la ilusión de poder salvar a su padre lo animaba a seguir adelante.
Mantillo se metió en el pozo.
—Apartaos —ordenó al tiempo que se desencajaba la mandíbula.
Mayordomo se movió de inmediato, pues no pensaba permitir que las ventosidades de aquel enano volviesen a dejarlo fuera de combate.
Mantillo se hundió hasta la cintura en la columna de titanio y, al cabo de unos segundos, ya había desaparecido por completo. La tubería empezó a estremecerse y a emitir unos sonidos extraños y no demasiado agradables. Los pedazos de arcilla se estrellaban contra las paredes de metal y un chorro constante de aire condensado y de desechos salía en espiral del agujero.
—Asombroso —exclamó Artemis con admiración—. Lo que haría yo con diez como él… Entrar en Fort Knox sería pan comido.
—Ni lo sueñes —le advirtió Remo. Se volvió para dirigirse a Mayordomo—. ¿Qué tenemos?
El sirviente sacó su pistola.
—Una Sig Sauer con doce balas en la recámara. Eso es todo. Yo me llevaré el arma puesto que soy el único que puede sostenerla. Vosotros dos coged cualquier cosa que encontréis por el camino.
—¿Y yo qué? —preguntó Artemis, aunque sabía cuál iba a ser la respuesta.
Mayordomo miró a su joven amo directamente a los ojos.
—Quiero que te quedes aquí. Esto es una operación militar. Solo conseguirías que te matasen.
—Pero…
—Mi trabajo consiste en protegerte, Artemis, y probablemente esto de aquí abajo es el lugar más seguro de todo planeta.
Artemis no discutió con él. A decir verdad, todo eso ya lo había pensado él. A veces ser un genio era una lata.
—Muy bien, Mayordomo. Me quedaré aquí. A menos que…
Mayordomo entrecerró los ojos.
—¿A menos que qué?
Artemis esbozó una sonrisa peligrosa.
—A menos que se me ocurra una idea.
JEFATURA DE POLICIA
En la Jefatura de Policía la situación era desesperada. El capitán Kelp había reunido al resto de sus fuerzas formando un círculo detrás de las mesas, que estaban patas arriba. Los goblins estaban disparando al tuntún por la puerta y a ninguno de los duendes curanderos les quedaba una gota de magia en el cuerpo. A partir de ese momento, quienquiera que resultase herido permanecería herido, sin más.
El Consejo estaba agazapado detrás de un muro formado por las tropas. Todos excepto la comandante Vinyáya, que había pedido que le diesen uno de los rifles eléctricos. De momento no había fallado un solo disparo.
Los técnicos estaban agachados detrás de sus mesas, probando todos los códigos imaginables para conseguir acceso a la cabina de Operaciones. Camorra no albergaba demasiadas esperanzas al respecto: si Potrillo bloqueaba el acceso a una puerta, el acceso estaba bloqueado para siempre.
Mientras, en el interior de la cabina, lo único que el centauro podía hacer era golpear la mesa con los puños por la frustración que sentía. Era una prueba de la crueldad de Cudgeon el hecho de que hubiese permitido a Potrillo presenciar la batalla que estaba teniendo lugar tras las ventanas blindadas.
No había esperanza. Aunque Julius y Holly hubiesen recibido su mensaje, ahora ya era demasiado tarde para hacer algo. Potrillo tenía los labios y la garganta secos. Todo le había abandonado: su ordenador, su intelecto, su sarcasmo… Absolutamente todo.
DEBAJO DE LOS LABORATORIOS KOBOI
Mayordomo sintió cómo una cosa húmeda le golpeaba la cabeza.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó en un susurro a Holly, que estaba cubriendo la retaguardia.
—Mejor no preguntes —repuso la capitana Canija. Aun a pesar de los filtros del casco, el olor era absolutamente nauseabundo.
El contenido de la columna había tenido un siglo para fermentar, y olía igual de mal que el día que había entrado en ella. Probablemente peor. Al menos no tengo que comerme esta porquería, pensó el guardaespaldas.
Remo iba a la cabeza del grupo, con las luces del casco abriéndose camino a través de la oscuridad. La columna estaba en un ángulo de cuarenta grados, con muescas regulares donde se suponía que debían agarrarse los bloques de titanio de relleno.
Mantillo había hecho un trabajo excelente desmenuzando el contenido de la cañería, pero el material reciclado tenía que ir a parar a alguna parte. Cabe decir, para ser justos con él, que Mantillo masticaba bien cada bocado para evitar que hubiese demasiados trozos compactos.
El grupo de asalto avanzaba penosamente, tratando de no pensar en lo que estaban haciendo en realidad. Para cuando dieron alcance al enano, este estaba aferrado a un saliente con el rostro crispado de dolor.
—¿Qué te pasa, Mantillo? —preguntó Remo con la voz cargada de preocupación mal disimulada.
—¡Abar… taos…! —farfulló Mantillo—. ¡Abar… taos… ora… misss… mo!
Remo abrió mucho los ojos con una expresión rayana en el pánico.
—¡Fuera! —gritó—. ¡Que se aparte todo el mundo! Se, arrastraron hasta el estrechísimo hueco que había encima del enano. Se salvaron por los pelos. Mantillo dio rienda suelta a sus ventosidades y liberó una descarga de gases de enano capaces de hinchar la carpa de un circo. Acto seguido, se reencajó la mandíbula.
—Eso está mucho mejor —exclamó con gran alivio—. Ésa tierra tenía un montón de aire. Oye, ¿te importaría apartar esa linterna de ahí? Ya sabes cuánto me molesta la luz.
El comandante hizo lo que le pedía y pasó a rayos ultrarrojos.
—Bueno, y ahora que ya estamos aquí arriba, ¿cómo salimos? Si no recuerdo mal, no has traído tu cortador contigo.
El enano esbozó una sonrisa radiante.
—Eso no es problema. Un buen ladrón siempre deja planeada la siguiente visita. Echad un vistazo a esto. —Mantillo estaba señalando un área de titanio que parecía idéntica al resto de la tubería—. Hice este parche la última vez. Solo es un trozo de goma flexible.
A Remo no le quedó más remedio que sonreír.
—Eres un mal bicho muy astuto. ¿Cómo logramos atraparte?
—Pura suerte —contestó el enano al tiempo que empujaba con el codo un trozo de tubería. Un círculo de gran tamaño cedió a la presión y dejó al descubierto el agujero centenario—. Bienvenidos a los Laboratorios Koboi.
Se encaramaron por el agujero y fueron a parar a un pasillo poco iluminado. Unas aerovagonetas cargadas hasta los topes estaban aparcadas alrededor de las paredes. La luz fluorescente del techo funcionaba al mínimo.
—Conozco éste, lugar —comentó Remo—. Ya he estado aquí antes en misión de inspección de los permisos especiales de armas. Estamos a dos pasillos de la sala central de ordenadores y creo que tenemos posibilidades de conseguirlo.
—¿Y que me dices de esos cañones de ADN? —inquirió Mayordomo.
—Eso va a ser peliagudo —admitió el comandante—. Si el dispositivo del cañón no te reconoce, estás muerto. Pueden programarse para rechazar especies enteras.
—Muy peliagudo —convino el sirviente.
—Os apuesto lo que queráis a que no están activados —continuó Remo—. En primer lugar, este sitio está lleno de goblins, y no creo que hayan entrado por la puerta principal. Y en segundo lugar, si están culpando a Potrillo de esta sublevación, Koboi querrá fingir que tampoco ellos tenían armas, igual que la PES.
—¿Algún plan? —preguntó Mayordomo.
—No exactamente —admitió el comandante—. En cuanto doblemos la esquina, las cámaras captarán nuestra presencia, así que salid corriendo por el pasillo lo más rápido posible y pegadle a cualquier cosa que encontréis. Y si lleva un arma, confiscádsela. Mantillo, tú quédate aquí y amplía el túnel. Es posible que tengamos que salir a toda pastilla de aquí. ¿Preparados?
Holly extendió la mano.
—Caballeros, ha sido un placer.
El comandante y el sirviente se la estrecharon.
—Igualmente.
Se dirigieron al pasillo. Doscientos goblins contra nuestros tres héroes, prácticamente desarmados. Iba a ser muy peliagudo.
SANCTASANCTÓRUM, LABORATORIOS KOBOI
—Intrusos —exclamó Opal Koboi, soltando grititos de entusiasmo—. Hay intrusos en el edificio.
Cudgeon se acercó a la pantalla de vigilancia.
—Me parece que es Julius. Es increíble. Evidentemente, su escuadrón de ataque estaba exagerando, general Esputo.
Esputo se lamió los globos oculares con furia. El teniente Nyle iba a perder la piel antes de la época de la muda, eso seguro.
Cudgeon le habló a Opal al oído.
—¿Podemos activar los cañones de ADN?
La duendecilla negó con la cabeza.
—No inmediatamente. Han sido reprogramados para rechazar el ADN de los goblins, de modo que tardarían unos minutos en rechazar otra clase de ADN.
Cudgeon se dirigió a los cuatro generales goblin:
—Que un escuadrón armado se les acerque por detrás y otro por el flanco; podemos atraparlos en la puerta. No tendrán escapatoria. —Cudgeon se quedó mirando, embelesado, la pantalla de plasma—. Esto es aún mejor de lo que yo había planeado. Ahora Julius, mi viejo amigo, me ha llegado el turno de humillarte.
Artemis estaba meditando. Aquél era un momento para la concentración. Se sentó con las piernas cruzadas encima de una roca, imaginando las distintas estrategias de rescate que podrían utilizar cuando regresasen al Ártico. Si la mafiya lograba cubrir el punto de recogida antes de que Artemis diese con ellos, solo había un plan con posibilidades de funcionar, y se trataba de un plan de alto riesgo. Artemis trató de estrujarse el cerebro al máximo. Tenía que haber otra forma…
Un ruido orquestal procedente de la columna de titanio distrajo sus pensamientos; parecía una nota sostenida con un fagot. Gases de enano, razonó. La columna tenía muy buena acústica.
Lo que él necesitaba era una idea genial, un plan brillante que lo sacara de aquella ciénaga donde estaba metido hasta las cejas y le hiciese creer que había merecido la pena.
Al cabo de ocho minutos, algo interrumpió de nuevo sus pensamientos, aunque esta vez no fueron los gases sino un grito pidiendo ayuda. Mantillo tenía problemas y estaba aullando de dolor.
Artemis estaba a punto de sugerir que Mayordomo se encargase del asunto cuando cayó en la cuenta de que su guardaespaldas no estaba allí: estaba cumpliendo su misión de salvar a los Elementos del Subsuelo. Ahora el asunto dependía de él.
Metió la cabeza dentro de la columna, que era negra como el interior de una bota y el doble de apestosa. Artemis decidió que un casco de la PES sería su primer requisito y enseguida extrajo uno de repuesto de la lanzadera y, tras unos minutos de experimentación, activó las luces y los cierres automáticos.
—¿Mantillo? ¿Estás ahí?
No hubo respuesta. ¿Podía tratarse de una trampa? ¿Era posible que él, Artemis Fowl, estuviese a punto de caer en la treta más vieja del mundo? Sí, era muy posible, decidió, pero, pese a todo, lo cierto era que no podía permitirse el lujo de dejar que la vida de aquel pequeño ser peludo corriese ningún riesgo. Desde que habían vuelto de Los Ángeles, a sabiendas de que era un error, le había empezado a tomar cariño al señor Mandíbulas. Artemis sintió un escalofrío. Aquello le ocurría cada vez más a menudo desde que su madre había recobrado el juicio.
Artemis se encaramó al tubo e inició su ascenso hacia el disco de luz que había arriba. El hedor era insoportable. Tenía los zapatos destrozados y no había tintorería capaz de salvar la chaqueta de Saint Bartleby’s. Más le valía a Mantillo estar a punto de morirse de dolor.
Cuando llegó a la entrada, encontró a Mantillo retorciéndose en el suelo, con el rostro crispado por una agonía auténtica.
—¿Qué te pasa? —le preguntó al tiempo que se quitaba el casco y se arrodillaba junto al enano.
—Tengo algo atascado en la tripa —contestó el enano entre gemidos mientras le resbalaban perlas de sudor por los pelos de la barba—. Algo duro, no puedo desmenuzarlo.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte? —preguntó de nuevo Artemis, aunque le horrorizaban las posibles respuestas.
—La bota izquierda. Sácamela.
—¿La bota? ¿Has dicho la bota?
—Sí —aulló el enano mientras el dolor le contraía la totalidad del cuerpo—. ¡Sácamela te he dicho!
Artemis no pudo reprimir un suspiro de alivio. Se temía algo mucho peor. Se subió la pierna del enano hasta la altura del regazo y tiró de la bota de montaña.
—Bonitas botas —comentó.
—Son de Rodeo Drive —le explicó Mantillo con voz ahogada—. Y ahora, si no te importa…
—Perdona.
La bota se deslizó hacia fuera y dejó al descubierto un calcetín que ya no parecía tan elegante ni era de diseño, con sus tomates en el dedo gordo, sus zurcidos y sus remiendos.
—El dedo meñique —dijo Mantillo, con los ojos cerrados de dolor.
—El dedo meñique, ¿qué?
—Aprieta la articulación. Con fuerza.
Apretar la articulación. Debía de ser algo relacionado con la reflejoterapia. Cada parte del cuerpo corresponde a un área del pie; el teclado del cuerpo, por decirlo de algún modo. Lleva siglos practicándose en Oriente.
—Muy bien. Si insistes…
Artemis colocó el índice y el pulgar alrededor del dedo, peludo de Mantillo. Puede que fuese cosa de su imaginación, pero le pareció qué los pelos se separaban para abrirle paso.
—Aprieta —le ordenó el enano—. ¿Se puede saber por qué no estás apretando?
Artemis no estaba apretando porque tenía los ojos bizcos, mirando el cañón del láser que le apuntaba justo al centro de la frente.
El teniente Nyle, que era quien sostenía el arma, no se podía creer su suerte: él solito había capturado a dos intrusos y además había descubierto su guarida. ¿Quién decía que quedarse rezagado para no enfrentarse a la lucha cuerpo a cuerpo no tenía sus ventajas? Aquélla estaba resultando ser una revolución excepcional para él; sería coronel antes de mudar la tercera piel.
—De pie —les ordenó, resoplando llamaradas azules. Aun a través del traductor, su voz sonaba igual de reptil.
Artemis se puso en pie despacio, levantando la pierna de Mantillo consigo. La culera de los pantalones del enano se abrió.
—Bueno, ¿y se puede saber qué le pasa? —preguntó Nyle al tiempo que se agachaba para examinarlo de cerca.
—Le ha sentado mal algo que ha comido —le explicó Artemis y apretó la articulación.
La consiguiente explosión tiró al goblin al suelo y lo lanzó rodando por el pasillo. Aquélla era una escena que no se veía todos los días.
Mantillo se levantó de un salto.
—Gracias, chico. Creía que me moría. Debe de haber sido algo muy duro, granito tal vez, o puede que diamante.
Artemis se limitó a asentir con la cabeza. Todavía no estaba listo para articular palabras.
—Ésos goblins son idiotas. ¿Has visto qué cara ha puesto?
Artemis negó con la cabeza. Seguía sin estar listo.
—¿Quieres ir a echarle un vistazo?
El chiste de mal gusto hizo que Artemis se repusiera de golpe.
—Ese goblin dudo que fuera solo.
Mantillo se abrochó la culera.
—No. Acababa de pasar un escuadrón entero. Ese tipo debía de estar intentando escurrir el bulto. Muy típico de los goblins.
Artemis se frotó las sienes. Tenía que haber algo que pudiese hacer por sus compañeros. ¡Pero si hasta tenía el cociente intelectual más alto de Europa, por el amor de Dios!
—Mantillo, tengo que hacerte una pregunta importante.
—Y supongo que yo te debo una respuesta, por haberme salvado el pellejo.
Artemis le pasó un brazo al enano por el hombro.
—Ya sé cómo entraste en los Laboratorios Koboi, pero no pudiste haber salido por ahí porque te habría atrapado el estallido de magma, así que ¿cómo saliste?
Mantillo sonrió.
—Muy sencillo: activé la alarma y luego me fui con el uniforme de la PES con el que entré.
Artemis frunció el ceño.
—Eso no me sirve… Tiene que haber otro modo. Tiene que haberlo.
Era evidente que los cañones de ADN estaban fuera de servicio. Remo justo empezaba a sentirse optimista cuando oyó el bullicio de un ejército de botas acercándose.
—¡D’Arvit! Se acerca alguien. Vosotros dos, seguid adelante. Yo los entretendré todo lo posible.
—No, comandante —repuso Mayordomo—. Con todos los respetos, solo tenemos un arma, y yo puedo dispararle a muchos más. Los pillaré por sorpresa al doblar la esquina. Vosotros intentad abrir la puerta.
Holly abrió la boca para protestar, pero ¿quién iba a replicarle a un hombre de ese tamaño?
—De acuerdo. Buena suerte. Si caes herido, quédate lo más quieto posible hasta que yo vuelva. Cuatro minutos, recuérdalo.
Mayordomo asintió con la cabeza.
—Lo recordaré.
—Y… ¿Mayordomo?
—¿Sí, capitana?
—Ese pequeño malentendido que tuvimos el año pasado. Cuando tú y Artemis me secuestrasteis.
Mayordomo miró al techo. Se habría mirado los zapatos, pero Holly estaba en medio.
—Sí, eso. Hace tiempo que quería hablarte de ello…
—Olvídalo. Después de esto, estamos en paz.
—Holly, andando —le ordenó Remo—. Mayordomo, no dejes que se acerquen demasiado.
Mayordomo cerró los dedos en torno a la empuñadura del arma. Parecía un oso armado.
—Más vale que no lo hagan. Por su propio bien.
Artemis se subió a una aerovagoneta y la enganchó a uno de los conductos superiores que recorrían la longitud del pasillo.
—Esta tubería parece recorrer toda la estructura del techo. ¿Qué es? ¿Un sistema de ventilación?
Mantillo soltó un bufido.
—Ojalá. Es el suministro de plasma para los cañones de ADN.
—Entonces, ¿por qué no entraste por aquí?
—Bueno, por un detalle de nada; porque cada gota de plasma lleva una carga suficiente como para freír a un trol.
Artemis acercó la palma de la mano al metal.
—¿Y si los cañones no estuviesen en funcionamiento?
—Una vez que se desactivan los cañones, el plasma no es más que un vertido radiactivo.
—¿Radiactivo?
Mantillo se tiró de la barba con gesto pensativo.
—Bueno, de hecho, Julius cree que los cañones están desactivados.
—¿Hay algún modo de estar seguros?
—Podríamos abrir este panel de control imposible de abrir. —Mantillo recorrió con los dedos la superficie curva—. Vaya, mira esto. Una microcerradura; para recargar los cañones. Cada unidad de plasma necesita una recarga. —Señaló un agujero diminuto que había en la placa metálica. Podía confundirse con una mota de suciedad—. Y ahora, observa cómo trabaja un auténtico maestro.
El enano introdujo uno de los pelos de la barbilla en el agujero. Cuando reapareció la punta, Mantillo se arrancó el pelo de raíz. El pelo murió en cuanto Mantillo lo arrancó, y adquirió la rigidez del rigor mortis, conservando la forma exacta del interior de la cerradura. Mantillo contuvo la respiración e hizo girar la llave improvisada. La trampilla se abrió.
—Eso, amigo mío es talento.
En el interior del conducto palpitaba una gelatina de color naranja, y unas chispas ocasionales crepitaban en su seno. El plasma era demasiado denso como para derramarse por la trampilla y no abandonó ni por un momento su forma cilíndrica.
Mantillo entrecerró los ojos para observar el gel bamboleante.
—Sí, están desactivados. Si esa cosa tuviese vida, ahora mismo nuestras caras estarían adquiriendo un bonito bronceado.
—¿Y qué son esas chispas?
—Cargas residuales. Te harían sentir un ligero cosquilleo, pero nada más.
Artemis asintió con la cabeza.
—Vale —dijo, al tiempo que se ajustaba el casco. Mantillo se puso pálido.
—¿No lo dirás en serio, mocoso Fangoso? ¿Tienes alguna idea de lo que sucederá si activan esos cañones de repente?
—Intento no pensar en ello.
—Seguramente eso es lo mejor que puedes hacer. —El enano meneó la cabeza con gesto perplejo—. Vale. Tienes que recorrer treinta metros y no te quedan más de diez minutos de aire en ese casco. Mantén los filtros cerrados. Puede que el aire se enrarezca un poco al cabo de un rato, pero es mejor que aspirar plasma. Y ten, llévate esto. —Extrajo el pelo rígido de la cerradura.
—¿Para qué?
—Supongo que querrás salir cuando llegues al otro extremo. ¿O es que no habías pensado en eso, geniecillo?
Artemis tragó saliva. No, no lo había pensado. Había otros factores que tener en cuenta en aquel acto de heroísmo, además de lanzarse a ciegas.
—Solo tienes que introducirlo con suavidad. Recuerda que es un pelo, no metal.
—Introducirlo con suavidad. Lo recordaré.
—Y no uses ninguna luz. Las luces halógenas podrían reactivar el plasma. —Artemis sintió cómo le empezaba a dar vueltas la cabeza—. Y asegúrate de rociarte con aerosol en cuanto puedas. Las latas antirradiación son de color azul. En estas instalaciones, las hay por todas partes.
—Latas azules. ¿Algo más, señor Mandíbulas?
—Bueno, también están las serpientes de plasma…
A Artemis por poco le fallan las rodillas.
—No lo dices en serio, ¿no?
—No —confesó Mantillo—, no lo digo en serio. Bueno, arrastrándote cada vez conseguirás avanzar medio metro más o menos, así que calcula unas sesenta veces y luego sal de ahí.
—Yo diría que un poco menos de medio metro, así que pongamos que tengo que arrastrarme por el plasma sesenta y tres veces. —Se metió el pelo del enano en el interior del bolsillo de la camisa.
Mantillo se encogió de hombros.
—Lo qué tú digas, chaval. Es tu piel, no la mía. Y ahora… ¡adelante!
El enano entrelazó los dedos y Artemis se subió al improvisado estribo. Estaba pensando en cambiar de idea cuando el señor Mandíbulas lo empujó al interior de la tubería. El gel anaranjado lo succionó y envolvió su cuerpo en un segundo.
El plasma se enroscó alrededor de su cuerpo como si fuera un ser vivo, reventando burbujas de aire que llevaba atrapadas en la ropa. Una chispa residual le rozó la pierna e hizo que un espasmo de dolor agudo le recorriese el cuerpo. ¿Un ligero cosquilleo?
Artemis asomó la cabeza por el gel anaranjado; Mantillo estaba allí animándole con un gesto y sonriendo de oreja a oreja. Artemis decidió que si lograba salir de aquélla, tendría que contratar al enano.
Empezó a gatear a tientas. Tomó impulso para arrastrarse una vez, dos veces…
Sesenta y tres parecían demasiadas.
Mayordomo levantó la Sig Sauer. Los pasos eran cada vez más ruidosos y rebotaban por las paredes de metal. Las sombras aparecían alargándose por la esquina, adelantándose a sus dueños. El sirviente apuntó hacia ellas con el arma.
Apareció una cabeza que tenía forma de sapo y se estaba lamiendo sus propios globos oculares. Mayordomo apretó el gatillo. La bala abrió un agujero del tamaño de un melón en la pared que había encima de la cabeza del goblin, quien la escondió enseguida. Por supuesto, Mayordomo había errado el tiro a propósito. Siempre valía más asustar que matar, aunque aquello no podía ser siempre así. De hecho, para ser precisos, solo le quedaban doce tiros más.
Los goblins se mostraban cada vez más osados, avanzando cada vez más. Al final, Mayordomo sabía que se vería obligado a dispararle a uno de ellos.
El sirviente decidió que había llegado la hora de atacar de verdad, de manera que se levantó con más sigilo que una pantera y se escabulló por el pasillo en dirección al enemigo. Solo había dos hombres en todo el planeta mejor entrenados que Mayordomo en artes marciales, y él era pariente de uno de ellos. El otro vivía en una isla del sur de China y pasaba los días meditando y golpeando palmeras. Lo cierto es que no había más remedio que compadecer a aquellos goblins.
Los B’wa Kell tenían dos guardias apostados en la entrada del sanctasanctórum, ambos armados hasta los dientes y ambos sin dos dedos de frente. A pesar de las repetidas advertencias, los dos estaban quedándose dormidos con sus cascos puestos cuando los elfos aparecieron por la esquina.
—Mira —murmuró uno de los dos—, elfos.
—¿Eh? —exclamó el otro, el más tonto de los dos.
—No importa —dijo el número uno—. La PES no tiene armas.
El número dos se lamió los globos oculares.
—Ya, pero seguro que son muy irritables.
Y fue entonces cuando la bota de Holly hizo impacto con el pecho del goblin y lo arrojó contra la pared.
—Eh… —se quejó el número uno al tiempo que desenfundaba su arma—, eso no ha sido justo…
Remo no se molestó en hacer exhibición de sus patadas de guerrero profesional, sino que optó por aplastar al centinela contra la puerta de titanio.
—Muy bien —exclamó Holly sin resuello—. Dos fuera de combate. No ha sido tan difícil.
Un comentario un tanto prematuro, como se vería después, porque fue entonces cuando el resto de los doscientos goblins que formaban el escuadrón de los B’wa Kell apareció por el pasillo perpendicular.
—No, no ha sido tan difícil —repitió el comandante mientras cerraba los puños con fuerza.
A Artemis, la concentración le estaba fallando. Ahora parecía haber más chispas, y se distraía con cada descarga. Había perdido la cuenta dos veces. Ahora iba por el número cincuenta y cuatro. O cincuenta y seis. Su vida dependía de la diferencia.
Siguió avanzando hacia delante, extendiendo un brazo y luego el otro, nadando a través de un mar crecido de gelatina. La vista le resultaba de muy poca utilidad, pues todo era de color naranja, y la única confirmación que tenía de que estaba haciendo algún progreso era cada vez que la rodilla se le hundía en algún hueco, donde el plasma se desviaba hacia un cañón.
Artemis se empujó una vez más por el gel, llenándose los pulmones de aire enrarecido: sesenta y tres. Ya estaba. Pronto los purificadores de aire del casco le resultarían inútiles y empezaría a respirar anhídrido carbónico.
Apoyó las yemas de los dedos contra la curva interior de la tubería en busca de una cerradura. Una vez más, sus ojos no le servían de ninguna ayuda. Ni siquiera podía activar las luces del casco por miedo a prender fuego al río de plasma.
Nada, ni una sola hendidura. Iba a morir allí solo. Nunca llegaría a ser nadie. Artemis sintió cómo trabajaba su cerebro, girando en espiral a toda velocidad por un túnel negro. Concéntrate, se dijo. Piensa. Se acercaba una chispa, una estrella plateada en el horizonte. La chispa rodó perezosamente por el tubo e iluminó cada sección por la que pasó.
¡Allí! ¡Un agujero! El agujero que necesitaba, iluminado un instante por la chispa pasajera. Artemis rebuscó en su bolsillo como si fuera un nadador ebrio y extrajo el pelo de enano. ¿Funcionaría? No había ningún motivo por el que aquella trampilla de acceso tuviese que tener un mecanismo de apertura distinto.
Artemis deslizó el pelo en el interior de la cerradura con movimiento suave. Entrecerró los ojos y trató de ver qué pasaba a través del gel. ¿Estaba entrando? Eso creía, o al menos estaba un sesenta por ciento seguro. Tendría que bastar.
Artemis hizo girar la improvisada llave y la trampilla se abrió. Se imaginó la sonrisa de satisfacción de Mantillo: Eso, amigo mío, es talento.
Era muy posible que todos los enemigos que tenía en el subsuelo estuvieran esperándole fuera de la trampilla, apuntándole a la cabeza con unas armas feas y enormes. Llegados a este punto, a Artemis no le importaba demasiado. No podía soportar ni una sola bocanada más de su propio oxígeno ni un chispazo eléctrico sobre su cuerpo.
Y así, Artemis Fowl asomó el casco por la superficie de plasma y levantó el visor, paladeando la que tal vez fuera su última bocanada de aire. Por suerte para él, los ocupantes de la sala estaban absortos mirando una pantalla, viendo cómo los amigos de Artemis peleaban por su vida. Sus amigos no estaban teniendo tanta suerte.
Hay demasiados, pensó Mayordomo cuando dobló la esquina y vio casi un ejército entero de miembros de la B’wa Kell con baterías nuevecitas en sus armas.
Al percatarse de la presencia de Mayordomo, los goblins empezaron a exclamar cosas como: «Oh, Dios… ¡Es un trol con ropa!» o «¿Por qué no hice caso a mamá y me quedé en casita?».
Luego Mayordomo se abalanzó sobre ellos y cayó como una tonelada de ladrillos, solo que con una precisión más considerable. Tres goblins quedaron fuera de combate antes de saber siquiera que alguien los estaba golpeando. Uno se descerrajó un tiro en el pie y otros varios se echaron al suelo, haciéndose los muertos.
Artemis lo vio todo en la pantalla de plasma de la sala de control, junto con los demás ocupantes del sanctasanctórum. Aquello era pura diversión para ellos, la tele en directo. Los generales goblin se reían y se estremecían cada vez que Mayordomo diezmaba a sus hombres. Todo aquello no tenía la menor importancia, pues había cientos de goblins en el edificio y ninguna forma de entrar a aquella sala.
Artemis solo tenía unos segundos para decidir qué hacer. Segundos. Y no tenía ni idea de cómo utilizar ninguna de aquellas armas tecnológicas. Escaneó las paredes que tenía debajo para ver si encontraba algo que pudiera serle útil; cualquier cosa.
Allí, en una pantalla diminuta lejos del panel de control principal, estaba Potrillo. Atrapado en la cabina de Operaciones. El centauro tendría un plan; desde luego, había tenido tiempo de sobra para urdir uno. Artemis sabía que en cuanto saliese del conducto, sería un blanco fácil. Lo matarían sin pensárselo dos veces.
Se arrastró desde el interior del tubo y cayó sobre el suelo con un ruido sordo. Sus ropas empapadas retrasaron su avance hasta la hilera de monitores. Unas cabezas se volvían para mirarle, las veía por el rabillo del ojo. Unas figuras aparecieron a su lado, no sabía cuántas.
Había un micrófono debajo de la imagen de Potrillo. Artemis pulsó el botón.
—¡Potrillo! —gritó mientras salpicaba el panel de pegotes de gel—. ¿Me oyes?
El centauro reaccionó de inmediato.
—¿Fowl? ¿Qué te ha pasado?
—Cinco segundos, Potrillo. Necesito un plan, o estaremos todos muertos.
Potrillo asintió con brusquedad.
—Ya tengo uno. Haz que aparezca mi imagen en todas las pantallas.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Aprieta el botón de las conferencias. Es el amarillo, un círculo con unas rayas que salen de él, como el sol. ¿Lo ves?
Artemis lo vio y lo apretó. Luego algo lo apretó a él. Y le hizo mucho daño.
El general Escaleno fue el primero en ver a aquella criatura saliendo de la tubería de plasma. ¿Qué era aquello? ¿Un duendecillo? No… ¡Por todos los dioses! ¡Un humano!
—¡Mirad! —gritó—. Un Fangoso.
Los demás no le hicieron ningún caso porque estaban demasiado absortos en el espectáculo que mostraban las pantallas.
Pero no Cudgeon. Un humano en el sanctasanctórum. ¿Cómo podía ser posible? Agarró a Escaleno por los hombros.
—¡Mátalo!
Ahora todos los generales estaban prestando atención. Había que matar a alguien. Sin peligro para sí mismos. Lo harían a la antigua usanza: con las garras y bolas de fuego.
El humano se cayó tambaleándose sobre una de las consolas, y los goblins lo rodearon, sacando las lenguas con avidez. Esputo volvió al humano para que se enfrentase a su destino.
Uno a uno, los generales fueron formando bolas de fuego en los puños, preparándose para el ataque, pero justo en ese momento, algo les hizo olvidarse por completo del humano herido. La cara de Cudgeon apareció en todas las pantallas y a los miembros del ejecutivo de la B’wa Kell no les gustó nada lo que estaba diciendo: «Justo cuando las cosas estén en su momento más desesperado, daré instrucciones a Opal para que devuelva el control de las armas a la PES. Los B’wa Kell se quedarán inconscientes y a ti te harán responsable de todo esto, a menos que sobrevivas, cosa que dudo».
Esputo se volvió para dirigirse a su aliado.
—¡Cudgeon! ¿Qué significa esto?
Los generales avanzaron, lanzando sonidos sibilantes y escupiendo al suelo.
—¡Traición, Cudgeon! ¡Traición!
Cudgeon tenía motivos para estar intranquilo.
—Vale —dijo—. Traición.
Cudgeon tardó unos minutos en deducir qué había ocurrido. Era Potrillo. Debía de haber grabado su conversación de algún modo. Qué tipo tan pesado… Sin embargo, había que reconocer que era un centauro de recursos.
Cudgeon atravesó rápidamente la sala en dirección al panel de control principal y cortó la retransmisión. A Opal no le convenía nada oír el resto de la misma, sobre todo la parte que hablaba de su trágico accidente. Tendría que encontrar esa grabación. Pero no importaba, todo estaba bajo control.
—¡Traición! —exclamó Escaleno con voz sibilante.
—De acuerdo —admitió Cudgeon—. Traición. —E inmediatamente después de eso ordenó—: Ordenador, activa los cañones de ADN. Autorización Cudgeon B. Alfa alfa dos dos.
En su aerosilla, Opal daba saltos de alegría, aplaudiendo con las manos diminutas de puro regocijo. Brezo era feísimo, pero también era malísimo.
En las instalaciones de los Laboratorios Koboi, los robots-cañones de ADN se despertaron dentro de sus estuches y se hicieron un examen rápido para comprobar el estado general. Salvo por una pequeña fuga en el sanctasanctórum, todo estaba en orden. Y así, sin más preámbulos, empezaron a obedecer los parámetros de su programación y a disparar sobre cualquier cosa que tuviese ADN goblin a una velocidad de diez disparos por segundo.
Eran rápidos y, como toda la tecnología Koboi, eficaces. En menos de cinco segundos, los cañones regresaron a sus estuches. Misión cumplida: doscientos goblins inconscientes en las instalaciones.
—¡Uf! —exclamó Holly, saltando por encima de hileras de goblins que no dejaban de roncar—. Por los pelos.
—Y que lo digas —convino Remo.
Cudgeon dio una patada al cuerpo durmiente de Esputo.
—¿Lo ves? No has conseguido nada, Artemis Fowl —dijo, al tiempo que desenfundaba su Redboy—. Tus amigos están ahí fuera, tú estás aquí dentro y los goblins están inconscientes, a punto de sufrir una limpieza de memoria con unos productos químicos especialmente inestables. Justo como lo había planeado. —Lanzó una sonrisa a Opal, que estaba suspendida en el aire encima de ellos—. O, mejor dicho, justo como lo habíamos planeado.
Opal le devolvió la sonrisa.
En otras circunstancias, Artemis se habría visto obligado a soltar un comentario sarcástico de los suyos, pero la posibilidad de una muerte inminente le tenía el cerebro ocupado en esos momentos.
—Ahora, simplemente reprogramaré los cañones para eliminar a tus amigos, devolveré el control a los cañones de la PES y me haré con el control del planeta. Y nadie puede entrar aquí para detenerme.
Por supuesto, nunca hay que decir nada como eso, sobre todo cuando eres un villano. Eso es pedir a gritos unos cuantos problemas.
Mayordomo echó a correr pasillo abajo hasta alcanzar a los otros, a las puertas del sanctasanctórum. A través de la hoja de cuarzo de la puerta, veía los apuros que estaba pasando Artemis. Pese a todos sus esfuerzos, su joven amo había conseguido poner en peligro su vida de todos modos. ¿Cómo iba a hacer bien su trabajo un guardaespaldas si su protegido insistía en meterse en la boca del lobo?
Mayordomo sintió cómo se le acumulaba la testosterona en el interior del cuerpo. Una puerta era lo único que lo separaba de Artemis, solo una puertecilla insignificante, diseñada para soportar las descargas de los duendes con armas de rayos. Retrocedió unos cuantos pasos.
Holly advirtió lo que tenía en mente.
—No te molestes, esa puerta está reforzada —le advirtió. El sirviente no respondió. No podía. El verdadero Mayordomo estaba sumergido en varias capas de adrenalina y fuerza bruta.
Lanzando un rugido, Mayordomo embistió contra la puerta, concentrando la totalidad de su fuerza descomunal en el punto triangular de su hombro. Aquel golpe habría derribado a un hipopótamo de tamaño mediano, y si bien estaba demostrado que la puerta podía resistir la dispersión de plasma y una resistencia física moderada, desde luego no estaba hecha a prueba de Mayordomo, pues se arrugó como si fuera de hojalata.
El impulso de Mayordomo lo arrojó al centro del suelo de caucho del sanctasanctórum. Holly y Remo lo siguieron y se detuvieron solo para quitarles unos cuantos láseres Softnose a los goblins inconscientes.
Cudgeon reaccionó con rapidez y obligó a Artemis a ponerse de pie.
—No os mováis, ninguno de vosotros, o mataré al Fangosillo.
Mayordomo siguió avanzando. Su último pensamiento racional había sido inmovilizar a Cudgeon. Ahora, este era su único objetivo en la vida. Echó a correr hacia delante, extendiendo los brazos.
Holly se abalanzó sobre él desesperadamente y se prendió de su cinturón. Mayordomo la arrastró tras de sí como si fuera una ristra de latas detrás de un coche de recién casados.
—Mayordomo, detente —masculló la capitana.
El guardaespaldas hizo caso omiso de ella.
Holly siguió aferrándose a él, haciendo fuerza con los talones en el suelo para detenerle.
—¡Párate! —repitió, esta vez aderezando su voz con el encanta.
Mayordomo pareció despertarse y echó al hombre de las cavernas que llevaba dentro de su sistema.
—Así me gusta, Fangoso —dijo Cudgeon—. Escucha a la capitana Canija. Estoy seguro de que podremos llegar a algún acuerdo.
—Nada de tratos, Brezo —repuso Remo—. Todo ha terminado, así que suelta al chico.
Cudgeon puso su Redboy a punto para disparar.
—Vale, lo soltaré.
Aquélla era la peor pesadilla de Mayordomo: su protegido en manos de un psicópata que no tenía nada que perder. Y él no podía hacer nada al respecto.
Sonó un teléfono.
—Me parece que es el mío —dijo Artemis automáticamente. Otro timbrazo. Decididamente, se trataba de su teléfono móvil. Era asombroso que aquel cacharro funcionase todavía, teniendo en cuenta por todo lo que había tenido que pasar. Artemis abrió la solapa.
—¿Sí?
Fue uno de esos momentos en que el tiempo se detiene. Nadie sabía qué vendría a continuación.
Artemis le pasó el aparato a Opal Koboi.
—Es para usted.
La duendecilla descendió unos metros para coger el diminuto móvil. Cudgeon empezó a mostrar dificultades para respirar. Su cuerpo sabía lo que estaba pasando, aunque su cerebro no lo hubiese deducido todavía.
Opal se acercó el auricular a la oreja puntiaguda.
«A ver, Potrillo, ¿de veras crees que me molestaría en planear todo esto para acabar compartiendo el poder con alguien? Oh, no. En cuanto toda esta farsa acabe, la señorita Koboi sufrirá un trágico accidente. O puede que varios trágicos accidentes».
El rostro de Opal perdió todo rastro de color.
—¡Tú! —chilló.
—¡Es una trampa! —protestó Cudgeon—. Están intentando enfrentarnos.
Sin embargo, sus ojos delataban la verdad.
Las duendecillas son seres muy batalladores, a pesar de su tamaño. Aguantan y aguantan hasta que al final explotan, y a Opal Koboi le había llegado el momento de explotar. Accionó los controles de su aerosilla y se lanzó en picado sobre Brezo.
Cudgeon no se lo pensó dos veces: descerrajó dos disparos sobre la silla, pero el grueso cojín protegía a su piloto.
Opal Koboi se abalanzó directamente sobre su antiguo socio. Cuando el elfo levantó los brazos para protegerse, Artemis se arrojó al suelo. Brezo Cudgeon no tuvo tanta suerte, sino que quedó atrapado en la barandilla de seguridad de la aerosilla y Opal, fuera de sí, lo levantó en el aire. Fueron dando tumbos por la habitación y rebotando en varias paredes antes de estrellarse contra la trampilla abierta de plasma en la tubería de los cañones.
Por desgracia para Cudgeon, el plasma estaba ahora activado; de hecho, lo había activado él mismo, pero esta ironía no se le pasó por la cabeza mientras lo achicharraba un millón de zarcillos radiactivos.
Koboi tuvo suerte. Salió disparada de su aerosilla y acabó tendida en las baldosas de caucho, gimiendo sin parar.
Mayordomo ya se había puesto en movimiento antes de que Cudgeon aterrizase. Llegó hasta Artemis y le examinó el cuerpo para comprobar si estaba malherido. Un par de arañazos superficiales, nada más. Nada que un buen chorro de chispas azules no pudiese curar.
Holly comprobó el estado de Opal Koboi.
—¿Está consciente? —preguntó el comandante.
La duendecilla abrió los ojos, parpadeando, pero Holly se los cerró con un rápido golpe en la frente.
—No —contestó con aire inocente—. Está fuera de combate.
Remo echó un vistazo a Cudgeon y se dio cuenta de que no valía la pena comprobar sus constantes vitales. Tal vez fue se mejor así. La alternativa habría sido un par de siglos en el Peñón del Mono.
Artemis advirtió movimiento junto a la puerta. Era Mantillo, que estaba sonriendo y saludando con la mano, despidiéndose, por si acaso a Julius se le olvidaba su trato de concederle dos días de ventaja. El enano señaló una lata de color azul que había en un soporte de la pared y desapareció.
—Mayordomo —lo llamó Artemis con la última gota de fuerza que le quedaba en el cuerpo—, ¿me podría alguien rociar con aerosol? Y luego, ¿podríamos irnos a Murmansk, por favor?
Mayordomo estaba perplejo.
—¿Con aerosol? ¿Qué aerosol?
Holly cogió la lata de espuma antirradiación y le quitó el tapón de seguridad.
—Permíteme —dijo, sonriendo—. Será un placer.
Roció a Artemis con un chorro de espuma de olor nauseabundo. Al cabo de unos segundos, parecía un muñeco de nieve medio derretido. Holly se echó a reír. ¿Quién decía que ser policía no tenía sus recompensas?
CABINA DE OPERACIONES
Una vez que el cañón de plasma hubo provocado un corto circuito en el mando a distancia de Cudgeon, la energía regresó a la cabina de Operaciones. Sin perder un minuto, Potrillo activó los sedantes subcutáneos que los delincuentes goblin llevaban insertados bajo la piel, cosa que puso a media B’wa Kell fuera de combate inmediatamente. A continuación, reprogramó los cañones de ADN de la Jefatura de Policía para que disparasen descargas no letales. Todo terminó en cuestión de segundos.
El capitán Kelp dedicó su primer pensamiento a sus subordinados.
—¡Atención! —gritó, y su voz tronó en medio del caos—. ¿Hemos perdido a alguien?
Los líderes de los distintos escuadrones respondieron por orden, confirmando que no había habido bajas mortales.
—Hemos tenido suerte —comentó un médico curandero—. No queda una gota de magia en todo el edificio, ni siquiera un medipac. El próximo agente en haber caído herido se habría quedado en el suelo.
Camorra dirigió su atención al interior de la cabina de Operaciones. No parecía complacido.
Potrillo despolarizó la ventana de cuarzo y abrió un canal de comunicación.
—Eh, chicos, yo no estaba detrás de esto. Era Cudgeon. Yo os he salvado a todos. Envié una grabación de sonido a un teléfono móvil, y creedme, no fue nada fácil. Tendríais que darme una medalla.
Camorra cerró el puño.
—Sí, Potrillo, ven aquí a que te ponga tu medalla.
Puede que Potrillo no tuviese don de gentes, pero sabía reconocer una amenaza velada cuando la oía.
—Oh, no. De eso ni hablar. Yo me quedo aquí hasta que vuelva el comandante Remo. Él podrá explicarlo todo.
El centauro volvió a oscurecer la ventana y se entretuvo pasando un programa de limpieza por el sistema. Aislaría hasta el último rastro de Opal Koboi y luego lo eliminaría para siempre. Conque era un paranoico, ¿eh? ¿Quién era ahora el paranoico, Holly? ¿Quién era ahora el paranoico?