Capítulo VII

LA LÍNEA QUE UNE LOS PUNTOS

JEFATURA DE POLICÍA

REMO señaló con el dedo de la autoridad a Holly.

—Felicidades, capitana. Has conseguido perder parte de la tecnología de la PES.

Holly estaba preparada para aquella acusación.

—No ha sido exactamente culpa mía, señor. El humano estaba bajo los efectos de un encanta y usted me ordenó que no saliese de la lanzadera. No tuve ningún control sobre la situación.

—Eso se merece un diez —intervino Potrillo—. Buena respuesta. Además, el Segurescudo cuenta con un dispositivo de autodestrucción, como todo lo que envío al campo de batalla.

—Silencio, civil —soltó el comandante.

Sin embargo, en su voz no había indicios de que fuese a dar una reprimenda; se sentía aliviado, todos se sentían aliviados. La amenaza humana había sido sofocada a tiempo, y sin la pérdida de una sola vida.

Estaban reunidos en una sala de conferencias reservada para los comités civiles. Por lo general, las reuniones de aquella magnitud se celebraban en la cabina de operaciones, pero la PES todavía no estaba preparada para enseñarle a Artemis Fowl el centro neurálgico de sus defensas.

Remo pulsó el botón de un intercomunicador que había encima de la mesa.

—Camorra, ¿estás ahí?

—Sí, señor.

—Bien. Ahora escucha, quiero que desactives la situación de alerta. Envía a los equipos a la parte más profunda de los túneles, a ver si apresamos a unos cuantos de esos goblins bandidos. Todavía quedan muchos cabos sueltos: uno, ¿quién está organizando a los B’wa Kell? Y dos, ¿por qué razón?

Artemis sabía que no debía decir nada; cuanto antes cumpliese con su parte del trato, antes estaría en el Ártico. Sin embargo, todo lo sucedido en París tenía una pinta muy sospechosa.

—¿Hay alguien más que piense que todo esto ha salido demasiado bien? Es justo lo que todos queríais que pasase, por no mencionar el hecho de que podría haber más humanos encantados ahí fuera.

A Remo no le hizo ninguna gracia que un Fangosillo le fuese dando lecciones, sobre todo viniendo de aquel Fangosillo en particular.

—Escucha, Fowl, has hecho lo que te pedimos. La conexión en París ha sido desmantelada, ya no habrá más envíos ilegales bajando por ese conducto, te lo aseguro. De hecho, hemos redoblado la seguridad en todos los conductos, estén operativos o no. Lo importante es que quienquiera que esté manteniendo tratos con los humanos no les ha hablado de Las Criaturas. Evidentemente, se llevará a cabo una investigación de primer orden, pero ese es un problema interno, así que no dejes que tu joven cerebrito se preocupe por eso. Concéntrate en conseguir que te crezca un poco de barba.

Potrillo interrumpió antes de que Artemis pudiese responder.

—En cuanto a lo de Rusia —dijo, interponiendo a toda prisa su torso entre Artemis y el comandante—, tengo una pista.

—¿Has localizado el origen del mensaje electrónico? —preguntó Artemis, desviando su atención hacia el centauro inmediatamente.

—Exacto —le confirmó Potrillo, pasando a su tono de conferenciante.

—Pero si lo habían pinchado. Era imposible detectar el origen.

Potrillo se echó a reír a carcajadas.

—No me hagas reír. Vosotros los Fangoso y vuestros sistemas de comunicación. ¡Pero si todavía utilizan cables! ¿Dónde se ha visto nada igual? Si ha sido enviado, yo puedo averiguar desde dónde.

—Entonces, ¿desde dónde lo enviaron?

—Todos los ordenadores tienen una firma, igual que un individuo tiene una huella dactilar —continuó Potrillo—. Las redes también. Dejan microhuellas, dependiendo de la edad del cableado. Todo es molecular, y si empaquetas gigabytes de datos en un cable pequeño, parte de ese cable se va a gastar con el tiempo.

Mayordomo se estaba impacientando.

—Escucha, Potrillo. El tiempo es crucial. La vida del señor Fowl podría estar pendiente de un hilo, así que ve al grano antes de que empiece a romper cosas.

El primer impulso del centauro fue echarse a reír de nuevo. Aquél humano tenía que estar de guasa. Pero luego se acordó de lo que Mayordomo le había hecho al equipo de Recuperación de Camorra Kelp y decidió ir directamente al grano.

—Muy bien, Fangoso. No te sulfures. —Bueno, casi directamente al grano—. He pasado el archivo MPEG por mis filtros. Los residuos de uranio señalan al norte de Rusia.

—Vaya, menudo descubrimiento…

—No he terminado —añadió Potrillo—. Calla y aprende un poco.

El centauro hizo aparecer en la pantalla mural una fotografía por satélite del Círculo Polar Ártico. Cada vez que pulsaba una tecla, el área resaltada se empequeñecía.

—Uranio equivale a Severomorsk. O algún lugar en ochenta kilómetros a la redonda. El cableado de cobre es de una red muy vieja, de principios del siglo XX, con parches añadidos a lo largo de los años. La única opción posible es Murmansk. Es tan fácil como jugar a unir los puntos. —Artemis inclinó el cuerpo hacia delante en su silla—. Hay doscientas ochenta y cuatro mil líneas terrestres en esa red de comunicaciones. —Potrillo tuvo que hacer una pausa para reírse—. Líneas terrestres. ¡Qué bárbaros! —Mayordomo hizo crujir sus nudillos ruidosamente—. Ah, bueno, pues doscientas ochenta y cuatro mil líneas terrestres. Diseñé un programa para encontrar las coincidencias en nuestro MPEG. Solo hay dos aciertos posibles, uno es el Tribunal Superior de Justicia.

—No es probable. ¿Y el otro?

—La otra línea está registrada a nombre de un tal Mijael Vassikin, en Lenin Prospekt.

Artemis sintió cómo se le encogía el estómago.

—¿Y qué sabemos de ese Mijael Vassikin?

Potrillo meneó los dedos como un concertista de piano.

—Hice una búsqueda en mis propios archivos de inteligencia. Me gusta estar al día con las supuestas agencias de inteligencia de los Fangosos; por cierto, Mayordomo, hay unas cuantas referencias a tu persona.

El sirviente trató de esbozar una expresión de inocencia, pero sus músculos faciales no se lo permitieron del todo.

—Mijael Vassikin es un ex agente de la KGB que ahora trabaja para la mafiya. El término oficial es juligany, un miembro de la banda, no de alto nivel, pero tampoco un perro callejero. El jefe de Vassikin es un tipo de Murmansk al que se conoce con el nombre de Britva. La principal fuente de ingresos de la banda es el secuestro de hombres de negocios europeos. En los últimos cinco años han secuestrado a seis alemanes y a un sueco.

—¿Cuántos fueron liberados con vida? —preguntó Artemis con un hilo de voz.

Potrillo consultó sus datos estadísticos.

—Ninguno —contestó—. Y en dos casos, los negociadores desaparecieron. Ocho millones de dólares en rescates perdidos.

Mayordomo hizo un esfuerzo por levantarse de una diminuta silla de duende.

—Vale, basta ya de palabrería. Creo que ha llegado la hora de que el señor Vassikin conozca a mi amigo, el señor Puño.

Muy melodramático, pensó Artemis. Pero yo no lo habría podido expresar mejor.

—Sí, amigo mío. Eso será muy pronto, pero no tengo ningún deseo de añadir tu nombre a la lista de los negociadores desaparecidos. Esos hombres son muy listos, así que tenemos que ser más listos. Contamos con ventajas que no tenía ninguno de nuestros predecesores. Sabemos quién es el secuestrador, sabemos dónde vive y, lo que es más importante, contamos con la magia de los duendes. —Artemis miró al comandante Remo—. Porque contamos con la magia de los duendes, ¿no es así?

—Desde luego, cuentan con este duende, eso seguro —repuso el comandante—. No voy a obligar a ninguno de mis subordinados a ir a Rusia, pero no nos vendría mal un poco de refuerzo. —Lanzó una mirada a Holly—. ¿Tú qué opinas?

—Pues claro que voy —respondió la capitana—. Soy la mejor piloto de lanzadera que tenéis.

LABORATORIOS KOBOI

En el sótano de los Laboratorios Koboi había un campo de tiro. Opal había ordenado que lo construyeran según sus especificaciones exactas. Incorporaba su sistema de proyección tridimensional, estaba completamente insonorizado y estaba montado sobre giroscopios, por lo que se podía arrojar a un elefante ahí dentro desde una altura de veinte metros, y ningún sismógrafo bajo el mundo detectaría ni la más mínima vibración.

El objetivo del campo de tiro consistía en proporcionar a los B’wa Kell algún lugar donde practicar con sus láseres Softnose antes de que la operación comenzase de verdad. Sin embargo, era Brezo Cudgeon quien había pasado más horas en los simuladores que cualquiera, y parecía dedicar cada minuto de su tiempo libre a combatir en batallas virtuales contra su Némesis, el comandante Julius Remo.

Cuando Opal lo encontró, Cudgeon estaba descargando cartuchos de su valiosísimo Softnose Redboy sobre una holopantalla en tres dimensiones que proyectaba una de las viejas películas de entrenamiento de Remo. La verdad es que era patético, un hecho que Opal no se molestó en señalar.

Cudgeon se quitó los tapones para los oídos.

—¿Qué? ¿Quién ha muerto?

Opal le pasó una cinta de vídeo.

—Esto acaba de aparecer por las cámaras-espía. Carrère ha demostrado ser un inepto como de costumbre. Todos han sobrevivido pero, tal como predijiste, Remo ha desactivado la alerta, y ahora el comandante ha aceptado acompañar personalmente a los humanos al norte de Rusia, dentro del Círculo Polar Ártico.

—Ya sé dónde está el norte de Rusia —le espetó Cudgeon. Luego hizo una pausa y se acarició un momento la frente abultada con aire pensativo—. Esto podría jugar en nuestro favor. Ahora disponemos de la ocasión perfecta para eliminar al comandante. Si quitamos a Julius de en medio, la PES será como un gusano apestoso sin cabeza. Sobre todo si destrozamos sus sistemas de comunicación de superficie. Porque hemos destrozado sus sistemas de comunicación de superficie, ¿no?

—Por supuesto —respondió Opal—. El obstructor está insertado en los sensores del conducto. Le echarán las culpas de todas las interferencias con los transmisores de superficie a los estallidos de magma.

—Perfecto —exclamó Cudgeon, con la boca torcida dibujando algo parecido a una expresión de regocijo—. Quiero que inutilices todo el armamento de la PES ahora. No hay por qué darle a Julius ninguna ventaja.

Cuando los Laboratorios Koboi actualizaron y perfeccionaron las armas y el sistema de transporte de la PES, incluyeron en cada aparato un punto diminuto de soldadura. En realidad, la soldadura era una solución de mercurio y glicerina que haría explosión cuando el satélite de comunicaciones de Koboi retransmitiese una señal en la frecuencia adecuada. Los disparadores de la PES quedarían inutilizados, mientras que los B’wa Kell irían armados hasta los dientes con láseres Softnose.

—Puedes darlo por hecho —le aseguró Opal—. ¿Estás seguro de que Remo no va a volver? Podría desbaratar todo nuestro plan.

Cudgeon sacó brillo al Redboy con el pantalón de su uniforme.

—No temas, querida. Julius no va a volver. Ahora que sé adónde va, voy a hacer que le preparen una pequeña fiesta de bienvenida. Estoy seguro de que nuestros amigos escamosos se alegrarán mucho de poder asistir.

Lo más gracioso es que a Brezo Cudgeon ni siquiera le caían bien los goblins, para nada. De hecho, los detestaba. Le daban repelús sus andares de reptil, su aliento a gas, sus ojos sin pestañas y sus lenguas en forma de tridente, que no dejaban de moverse dentro y fuera de la boca.

Pero lo cierto es que le proporcionaban algo que Cudgeon necesitaba: fuerza bruta.

Durante siglos, la organización secreta de los B’wa Kell había estado merodeando alrededor de los límites de Refugio, destrozando todo aquello que no podía robar y desplumando a los turistas suficientemente estúpidos como para alejarse del sendero marcado y perderse. Sin embargo, la verdad es que nunca llegó a representar ninguna amenaza para la sociedad. Cada vez que los de B’wa Kell se ponían demasiado chulitos, el comandante Remo enviaba un equipo a los túneles para castigar a los culpables.

Una noche, un Brezo Cudgeon disfrazado entró en La Segunda Piel, un conocido tugurio frecuentado por los B’wa Kell, depositó un maletín lleno de lingotes de oro sobre la barra y anunció:

—Quiero hablar con la organización.

Varios de los gorilas del club cachearon a Cudgeon y luego le vendaron los ojos. Cuando le quitaron la venda de la cara, estaba en un almacén húmedo, con las paredes recubiertas de capas de musgo que no dejaban de extenderse. Sentados al otro lado de la mesa había tres goblins mayores. Los reconoció por las fotografías de los archivos policiales: Escaleno, Esputo y Flemo; la vieja guardia de la organización secreta.

El obsequio del oro y la promesa de que habría más bastaron para despertar la curiosidad del trío. Había planeado su primera frase cuidadosamente.

—Ah, generales, es para mí un honor que vengan a recibirme en persona.

Los goblins sacaron sus pechos arrugados y avejentados con orgullo. ¿Generales? El resto de la cháchara de Cudgeon fue igual de convincente. Él podía «ayudar» a organizar a los B’wa Kell, a hacerlos más eficientes y, lo más importante, a armarlos. Luego, cuando llegase el momento, se sublevarían y derrocarían al Consejo y a sus lacayos, la PES. Cudgeon les prometió que su primer acto como gobernador general sería liberar a todos los prisioneros goblins del Peñón del Mono. Tampoco estuvo de más que, sutilmente, adornase su discurso con pequeñas dosis del hipnótico encanta.

Era una oferta que los goblins no podían rechazar: oro, armas, libertad para sus hermanos y, por supuesto, una ocasión de acabar con la odiada PES. A los B’wa Kell nunca se les ocurrió que Cudgeon podía traicionarlos con la misma facilidad con la que había traicionado a la PES. Eran igual de tontos que los gusanos apestosos y dos veces más miopes.

Cudgeon se reunió con el general Escaleno en una cámara secreta que había bajo los Laboratorios Koboi. Estaba de un humor de perros después del fracaso de Luc en su intento de eliminar a alguno de sus enemigos, pero aún le quedaba el plan B… Los B’wa Kell siempre estaban dispuestos a matar a alguien, no importaba demasiado a quién.

El goblin estaba ansioso, sediento de sangre. Soltaba llamaradas azules como una estufa rota.

—¿Cuándo vamos a la guerra, Cudgeon? Dinos, ¿cuándo?

El elfo mantuvo una distancia prudente. Soñaba con el día en que aquellas estúpidas criaturas ya no fuesen necesarias.

—Pronto, general Escaleno. Muy pronto, pero antes necesito un favor. Está relacionado con el comandante Remo.

El goblin entrecerró los ojos.

—El más odioso. ¿Podemos matarlo? ¿Podemos machacarle el cráneo y freírle los sesos?

Cudgeon esbozó una sonrisa magnánima.

—Por supuesto, general. Todas esas cosas. Una vez que Remo esté muerto, la ciudad caerá fácilmente.

Ahora el goblin estaba meneando la cabeza con entusiasmo, moviéndose con excitación.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Remo?

—No lo sé —admitió Cudgeon—, pero sé dónde estará dentro de seis horas.

—¡Dímelo, elfo!

Cudgeon dejó una maleta enorme encima de la mesa. Contenía cuatro pares de Koboi DobleSet.

—Conducto 93. Llévate esto y a tu mejor equipo de ataque. Y diles que se abriguen bien.

CONDUCTO DE LANZAMIENTO E93

Julius Remo siempre viajaba con estilo, por todo lo alto. En este caso, había requisado la lanzadera del embajador de Atlantis: todo cuero y chapado en oro, los asientos más mullidos que el trasero de un gnomo y amortiguadores capaces de soportar hasta las sacudidas más violentas. Huelga decir que el embajador atlante no había dado saltos de alegría ni mucho menos al tener que prestarle el potente aparato, pero era difícil decirle que no al comandante cuando este tamborileaba con los dedos sobre el disparador de tres cañones que llevaba enfundado en el cinto. Y así, ahora los humanos y sus dos acompañantes elfos estaban remontando el conducto E93 a bordo de una lujosa y confortable nave.

Artemis se sirvió un agua sin gas que extrajo del minibar.

—Esto tiene un sabor raro —comentó—. No es desagradable, pero es distinta.

—Limpia es la palabra que estás buscando —dijo Holly—. No te creerías cuántos filtros tenemos que ponerle para purgar los residuos de los Fangosos.

—Nada de discusiones, capitana Canija —le advirtió Remo—. Ahora estamos en el mismo bando. Quiero una misión tranquila y sin contratiempos. Y ahora, vestíos, los tres. No vamos a durar ni cinco minutos ahí fuera si no nos protegemos.

Holly abrió una taquilla que había en el techo.

—Fowl, un paso hacia delante y al centro.

Artemis hizo lo que le decía, con una sonrisa divertida asomándole a los labios.

Holly sacó varios paquetes voluminosos de la taquilla.

—¿Qué talla usas, una seis?

Artemis se encogió de hombros, pues no estaba familiarizado con el sistema de medidas de los Seres Mágicos.

—¿Qué? ¿Artemis Fowl no lo sabe? Creía que eras el experto mundial en Criaturas. Fuiste tú quien robó nuestro Libro el año pasado, ¿no?

Artemis desenvolvió el paquete. Era un traje hecho con un polímero de alguna clase de caucho ultraligero.

—Antirradiación —explicó Holly—. Tus células me lo agradecerán dentro de cincuenta años, si es que sigues con vida.

Artemis se puso el traje, que se encogió hasta adaptarse por completo a su cuerpo, como si fuera una segunda piel.

—Un material asombroso.

—Látex con memoria. Se amolda a tu forma, dentro de unos límites razonables. Por desgracia, solo se puede usar una vez. Se lleva y luego se recicla.

Mayordomo se acercó tintineando; llevaba tantas armas mágicas encima que Potrillo le había suministrado un Lunocinturón. El cinturón reducía el peso efectivo de los objetos que llevaba sujetos hasta un quinto de lo que pesaban en la Tierra.

—¿Y yo qué? —preguntó Mayordomo, señalando con la cabeza los trajes antirradiación.

Holly frunció el ceño.

—No tenemos nada tan grande. El látex no se estira tanto.

—Olvídalo. Ya he estado en Rusia y sigo con vida.

—De momento…

Mayordomo se encogió de hombros.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

Holly sonrió, y en su sonrisa hubo cierto brillo malicioso.

—Oh, yo no he dicho que no tuvieras otra opción. Rebuscó en la taquilla y extrajo una especie de aerosol en lata y, por alguna extraña razón, aquella latita asustó más a Mayordomo que un búnker lleno de misiles.

—Y ahora, estate quieto —dijo, apuntándole con una boquilla en forma de gramófono—. Es posible que esto apeste más que un enano ermitaño, pero al menos tu piel no brillará en la oscuridad.